Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

13 may 2012

Mi padre es un tirano


Himmler con su hija Gudrun en 1938 / AP
Oscar Wilde escribió: “De pequeños, los hijos quieren a sus padres; de mayores, los juzgan, rara vez los perdonan”. Como todos los aforismos, este admite salvedades y matices; hay hijos que no quieren a sus padres, los hay que nunca los juzgan. Para bien o para mal, la familia nos determina desde el primer día que asomamos al mundo nuestra cabecita. Nuestros padres configuran nuestra identidad: nos dan el nombre y los apellidos, que nos señalan como hijos suyos. En el imaginario colectivo, los hijos pertenecen a los padres, son una extensión suya. En la Biblia, Dios ordena a Abraham que le sacrifique a su hijo Isaac, y solo una vez ha comprobado que Abraham le obedece, manda a un ángel para que impida el sacrificio. Ese es el término empleado: sacrificio, no ejecución, ni asesinato, ni, en terminología jurídica moderna, parricidio. Abraham al matar a su hijo se sacrifica; ofrece a Dios algo suyo. Ninguna divinidad ha exigido nunca a un hijo que le demuestre su fidelidad sacrificándole a su padre. Los padres no pertenecen a los hijos. Quizá por ello los descendientes heredan la culpa, y no al revés.
¿Qué sucede cuando las leyes del Estado las dicta tu padre? ¿Cuando lo que está bien y lo que está mal, no solo en el seno familiar, sino en todo el país, lo determina su voluntad o su capricho? Cuando tu padre es lo más parecido a una divinidad de carne y hueso que conoces; cuando su efigie adorna los billetes, cuando las calles llevan su nombre… Y de pronto llega un día en que el mundo que conoces sufre un vuelco y tu padre, que era un héroe, se convierte en el enemigo público número uno y los medios de comunicación denuncian sus crímenes. ¿Cómo es la vida de la hija de un tirano? ¿Se hereda la culpa? ¿Juzgan a sus padres? Y si lo hacen, ¿los absuelven o los condenan?
La conclusión a la que he llegado tras analizar las biografías de las hijas de cinco tiranos, o dictadores, o genocidas, Svetlana Stalina, Carmen Franco, Alina Fernández (hija de Fidel Castro), Gudrun Himmler y Ana Mladic, es que, como era previsible, no hay una norma o un patrón general: unas buscan sacudirse la pesada carga del apellido paterno cambiándoselo y huyendo a otro país; otras, por el contrario, se enorgullecen de su filiación y reivindican con fanatismo la figura del padre, cuyos crímenes niegan; la quinta y última, Ana Mladic, tiene una reacción trágica e imprevisible. Unas se presentan como víctimas, otras eligen ser cómplices; de lo que no cabe duda es de que su trayectoria personal, su identidad, lo que hacen o dicen, quiénes son y cómo las ven los demás, viene determinado por su apellido y que ninguna de ellas ha logrado evadirse de la ominosa sombra paterna.
Un retrato oficial de Stalin
I. Svetlana
Svetlana Alilúyeva, nacida Svetlana Stalina, fue la única hija de Iósif Stalin. Nació en Rusia el 28 de febrero de 1926. Murió en Wisconsin el 22 de noviembre de 2011 bajo el nombre de Lana Peters.
Según contó en un libro autobiográfico, Veinte cartas a un amigo, tuvo una infancia privilegiada, de princesa comunista: la educó una institutriz y su padre la adoraba. La llamaba “mi pequeño gorrión”, le regalaba juguetes fuera del alcance de otros niños rusos, solía cogerla en brazos, besarla, acariciarla… Hay fotos que inmortalizan esos recuerdos; en una de ellas se ve a Svetlana, una niña de unos diez años, en brazos de un mostachudo Stalin, de uniforme y con gorra de plato. Su madre, Nadya, era más distante con ella, menos cariñosa. En noviembre de 1932, los jerifaltes comunistas celebraron un banquete en conmemoración del decimoquinto aniversario de la revolución. Stalin exigió en público a su mujer que bebiera alcohol; Nadya se negó. Su marido insistió hasta que Nadya se levantó de la silla, salió corriendo de la sala y regresó a su apartamento en el Kremlin, donde se pegó un tiro. A la pequeña Svetlana le dijeron que su madre había muerto de apendicitis. Circularon rumores que atribuían la muerte de Nadya al propio Stalin. Svetlana desmiente esa acusación; su madre se suicidó y dejó una carta dirigida a su marido llena de reproches y acusaciones, no solo personales, sino también políticas.
Los siguientes diez años de la vida de Svetlana transcurrieron sin mayores sobresaltos, en un mundo de privilegios y envuelta en el cariño de su padre, quien no era igual de tierno con sus otros hijos. Svetlana tenía un medio hermano, Yakov, que intentó suicidarse, sin conseguirlo, provocando el comentario de su padre: “Es tan inútil que ni matarse sabe”. Durante la II Guerra Mundial, Yakov cayó prisionero de los alemanes, quienes exigieron a Stalin la entrega de un general alemán a cambio de su liberación. Stalin rechazó el trueque y el ejército alemán ejecutó a su hijo.
Al cumplir Svetlana los 17 años, las relaciones con su padre cambiaron. Fue cuando descubrió que su madre no había muerto de enfermedad y fue testigo del maltrato de sus dos hermanos por su padre: a uno lo dejó morir; al otro, Vassily, lo humilló y acosó de tal modo que se volvió alcohólico. Svetlana inició un romance con un joven realizador de cine judío. Su padre, antisemita, montó en cólera al enterarse, la abofeteó y acusó al joven de ser un espía inglés, deportándolo a Siberia. Svetlana desafió a su padre casándose a continuación con otro hombre judío, a quien Stalin nunca quiso conocer y del cual Svetlana se divorció tras dar a luz un niño.
Su segundo matrimonio fue de conveniencia: por indicación de su padre se casó con el hijo de un alto cargo del partido, con el que tuvo una hija y de quien también se divorciaría. Tras la muerte de Stalin en 1953, Svetlana dejó de ser una princesa comunista. Jruschov denunció públicamente los crímenes de su padre y ella fue despojada de sus prerrogativas. Su apellido ya no le abría todas las puertas, al contrario: era el del déspota caído en desgracia, al que todos odiaban. Quizá por eso, en 1957 adoptó de forma legal el apellido de su madre, Alilúyeva. En 1963 se enamoró de un comunista indio que visitaba Moscú, Brajesh Singh. No llegaron a casarse, el Gobierno no se lo permitió, aunque ella siempre se refería a él como a su marido. Singh murió enfermo en Moscú en 1966 y Svetlana obtuvo permiso para viajar a India con las cenizas de su marido. En ese viaje, la vida de Svetlana dio un giro: para escándalo del Gobierno soviético y regocijo del norteamericano, pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi. Llegó a Nueva York en abril de 1967 y en una multitudinaria conferencia de prensa tildó a su padre de déspota y de monstruo y afirmó que huía a Estados Unidos en busca de la libertad de que estaba privada en Rusia, donde imperaba un régimen corrupto. Dejó en Rusia a sus dos hijos. En Estados Unidos escribió el libro autobiográfico que he mencionado, por el que cobró medio millón de dólares y en el que, reconociendo las atrocidades cometidas por su padre, atenuaba la culpa de este atribuyendo sus desmanes a un trastorno paranoico que se le habría declarado tras el suicidio de su mujer y a la influencia de su insidioso jefe de policía, el taimado Beria. En 1970 se casó con el arquitecto William Wesley Peters, discípulo de Frank Lloyd Wright. Actuó como celestina Olgivanna, la viuda de Wright, una mujer que creía en el espiritismo y que había llegado a la conclusión de que Svetlana era la reencarnación de su propia hija, también llamada Svetlana, quien murió en un accidente de tráfico tras su matrimonio con Peters. A Olgivanna se le metió en la cabeza casar al viudo con la reencarnación de su hija y lo consiguió. Peters fue el padre de Olga, la tercera hija de Svetlana. Ese matrimonio tampoco duró. Svetlana se fue a vivir a Inglaterra con Olga, y en 1984, en otro viraje sorprendente, volvió a la Unión Soviética, donde fue recibida como una hija pródiga y donde no se cansó de condenar “los sufrimientos y miserias” del mundo occidental.
Su regreso coincidió, y no por casualidad, con la rehabilitación oficial de la figura de Stalin; Svetlana, que tanto lo había criticado en América, le dedicó todo tipo de elogios e inauguró un museo en su honor. Volvió a ver a su hijo Yosef; su hija Ekaterina no quiso encontrarse con ella. El idilio ruso duró poco; su hijo y ella se pelearon, el Gobierno la trató bien, aunque no tanto como esperaba, y en 1986 regresó a Estados Unidos, donde llevó una vida solitaria bajo la identidad de Lana Peters. Allí murió hace unos meses en una residencia de la tercera edad. ¿Era Svetlana Stalin una oportunista que solo dejó la URSS tras la muerte de su padre y su caída en desgracia? ¿Lo habría criticado públicamente en otro caso? Es difícil saber.
Lo cierto es que fue una mujer inestable que no encontró el equilibrio ni la paz en ningún sitio y que su vida estuvo marcada de principio a fin por su filiación. “La sombra de mi padre me envuelve haga lo que haga o diga lo que diga”, se quejó. Puede que fuera eso lo que intentara, inútilmente: escapar de la sombra del padre, del peso del apellido, del estigma o la mancha de ser la hija del tirano, de una culpa heredada de la que no consiguió librarse.
II. Carmen
Debe de ser muy extraño criarte en un país en el que las calles principales de todas las poblaciones llevan el nombre de tu padre, su foto preside las oficinas administrativas, los despachos oficiales, las aulas escolares, los hospitales; estatuas suyas a caballo o en pose marcial adornan las plazas, y los sacerdotes ruegan por su salud y su alma en todas las misas. Es como si el país entero fuera parte del patrimonio familiar, y todos sus habitantes, súbditos de tu padre, siervos suyos.
La familia Franco / EFE
Tu padre hace y deshace a su antojo; ordena construir una carretera o un aeropuerto, nombra y depone a los ministros del Gobierno, sus subalternos, dicta las leyes, cambia la geografía: por una decisión suya, un valle entero queda sumergido bajo un pantano… Tu padre es omnipotente: ante él tiemblan generales cubiertos de medallas y galones y cardenales purpurados. En las películas del cine, los actores van cambiando, solo hay uno permanente: tu padre, en el No-Do, donde a veces también sales tú, acompañando a mamá, las dos con los brazos cargados de flores. Te acostumbras desde que tienes razón a ver a tu papá rodeado de cortesanos que le rinden tributo y le lisonjean. Si has de dar crédito a tus ojos, es un hombre muy querido. Lo llaman salvador de la patria, Caudillo… Y a ti también te quieren mucho; todo el mundo te hace fiestas, se te consienten todos los caprichos, las niñas se pelean por ser tus amigas y hay un consenso unánime sobre lo guapa que eres, lo lista y lo simpática. Es como vivir en un país encantado, en un lugar de cuento, y como en los cuentos, también hay malos: los rojos, esos seres siniestros a los que tu padre derrotó en la guerra, y los judíos y los masones, los cuales están constantemente conspirando contra ese héroe, tu padre, quien con mano firme los persigue y castiga: mata a los malos o los mete en la cárcel, hace justicia y asegura la paz y la prosperidad de esta gran finca vuestra, donde sois tan amados y que se llama España.
En su familia la llamaban Nenuca y Carmencita. Fue educada por su madre, porque su padre tenía ocupaciones más importantes. Se casó con el marqués de Villaverde y tuvo siete hijos, todos nacidos en el palacio del Pardo. En el año 2008 publicó un libro titulado Franco, mi padre, en el que cuenta que su padre era muy cariñoso y extravertido y que solía cantar zarzuela, pero la guerra le cambió el talante “por el sentido de la responsabilidad”. Dijo que a su padre no le molestaba que le llamaran dictador porque a él no le parecía que eso fuera algo malo, lo cual es coherente con su forma de pensar: a Franco lo que le parecía mal era la democracia.
Según carmen franco, su padre hizo mucho bien: elevó el nivel de vida de España y creó la clase media, “que ahora existe y antes de él no existía”. El progreso del país, para su hija, fue mérito de su padre y no de sus habitantes. Sobre la represión política bajo la dictadura de su padre, aclara que “no se hablaba de eso en casa”, y en cuanto a la pena de muerte, su padre era partidario de la ley del Talión. También era muy monárquico, dice, y confiaba en que el rey Juan Carlos seguiría fiel a los principios del régimen, dando a entender que los franquistas, y entre ellos la hija de Franco, se han sentido traicionados.
Nuestra transición fue incruenta, por fortuna, pero hubo que pagar un precio por ello. No hubo condena oficial del régimen franquista, ni de las atrocidades y excesos del dictador; una ley de amnistía impide pedir cuentas por los crímenes de la Guerra Civil. La familia de Franco no fue empujada al exilio, ni desposeída del enorme patrimonio que el dictador acumuló durante sus años de gobierno; siguieron veraneando en el pazo de Meirás y a Carmen Franco se le otorgó el título de duquesa de Franco con grandeza de España y vive muy tranquila, salvo por algún percance, como cuando la detuvo la policía en el aeropuerto de Barajas, cargada de joyas, con destino a Suiza. Dudo que Carmen Franco sienta compunción o vergüenza alguna por lo que hizo su padre; supongo que ella considera que era un mal necesario y que, fuera como fuere, había que poner coto a los rojos. Por tanto, sospecho que, a diferencia de Svetlana Stalina, no se siente abrumada por el peso de la culpa de su padre, porque para ella este no era culpable de nada.
III. Alina
Alina Fernández es la única hija de Fidel Castro, que además tiene siete hijos varones. Su madre, Natalia Revuelta, pertenecía a la alta burguesía cubana de la época de Batista. Nati Revuelta era una mujer muy guapa y bastante osada, que entregó al rebelde Fidel Castro la llave de un apartamento suyo en La Habana para que este pudiera organizar desde allí sus actividades clandestinas. Nati y Fidel se hicieron amantes. En 1953, Castro fue detenido y acabó en prisión, pero siguió comunicándose con Nati en secreto.
Fidel Castro en 1959 / Reuters
Un día envió por error a su mujer, Myrta Díaz-Balart, una carta dirigida a su amante. El adulterio se descubrió; Myrta Díaz-Balart pidió el divorció y abandonó Cuba. En 1959, cuando la revolución triunfó, fue el doctor Fernández, el marido de Nati, quien huyó de Cuba con su hija mayor. En La Habana se quedaron Nati y Alina, la hija ilegítima y no reconocida de Fidel Castro. Según Alina, aunque Fidel siguió visitando regularmente a su madre en los primeros años de la revolución, nunca ofreció casarse con Nati, ni reconoció a su hija como tal; para Alina, Fidel Castro era un amigo muy simpático de su madre que le hacía regalos.
A los diez años se enteró de que Fidel Castro era su verdadero padre. En su libro autobiográfico La hija de Castro: Memorias del exilio de Cuba, escribió que reaccionó pidiendo a su madre que llamara a Fidel Castro. “Dile que venga ahora mismo. ¡Tengo tantas cosas que decirle!”, y Nati le contestó que no podía hacerlo porque no sabía cómo localizarlo. Sea verdad o mentira, esta es la historia que cuenta Alina. Escribe en su relato que su padre acabó por reconocerla y le ofreció su apellido, pero ella no lo aceptó, la oferta llegó demasiado tarde. Sus detractores sostienen que durante su adolescencia y juventud, Alina gozó de los privilegios propios de los hijos de los altos cargos del partido comunista: tenía coche, chófer, fue aceptada en el equipo de natación sincronizada y en la escuela de ballet sin ningún requisito previo, le bastaba con pedir un trabajo para conseguirlo…
Ella afirma que su vida no fue fácil; solo una vez visitó en su casa a Fidel Castro, sus contactos con él eran esporádicos y vivía como cualquier otro cubano “en un país sin comida, ni electricidad, ni libertad de opinión o movimientos”. Ser hija de Fidel, protesta, suponía vivir bajo vigilancia permanente. “No puedo poner una pata en la calle sin que me hagan un informito. Si voy a un cabaret, intimidan a la gente que me invita. No puedo entrar dos veces a una embajada, está prohibido que me monte en un avión. No encuentro trabajo si alguien no lo autoriza. Si me ves con una amiga, se convierte en tu amante. Soy una isla dentro de esta dichosa isla. ‘¿Quieres que acabe por pegarme un tiro?”, le preguntó una desesperada Alina al ministro del Interior cuando intentaba conseguir la autorización de Fidel para casarse, según recoge su autobiografía. Lo cierto es que pese a su carácter rebelde, su apoyo a la disidencia y sus críticas constantes al Gobierno de su padre, no fue perseguida ni encarcelada: es obvio que sí tenía privilegios, por lo menos este. Su padre quería que estudiara Químicas; ella emprendió, y no terminó, estudios de medicina, fue modelo, editora y prostituta (“jinetera”), o eso afirma, para poder dar de comer a su hija. “Ser hija de Fidel Castro no es fácil, ni en Cuba ni fuera”, se lamenta. “Cuando la gente me ve, se acuerda de su verdugo. Cuando me encuentro con sus víctimas, no puedo evitar angustiarme, sentir culpa”.
Se casó con un mexicano y pidió permiso para viajar a México; le fue denegado. En 1993, haciéndose pasar por una turista española, con un pasaporte falso y una peluca, escapó de Cuba y se instaló en Miami, sede del exilio cubano. Como Svetlana Stalin, huyó sola, dejando atrás una hija, Mumin, aunque poco después Castro permitió que saliera del país para reunirse con su madre.
Alina Fernández ha dedicado su vida en el exilio a criticar a su padre y su régimen político. Dice de Fidel que en un principio fue un revolucionario, empeñado en lograr la justicia social, pero que cuando accedió al poder y empezó a fusilar gente, el revolucionario se tornó en déspota. Ella se presenta como otra víctima más de Fidel Castro. Puede que influya en su reacción el ser hija ilegítima y no querida, tal vez haya un fondo de resentimiento en su postura. Al igual que Svetlana Stalin, tiene un carácter inestable, con bruscos cambios de humor. Ha tenido problemas de anorexia, dicen de ella que es imprevisible y caprichosa. Niega haber sido nunca una hija de papá y se considera una disidente como cualquier otra. “Nuestros padres son un accidente genético, no los escogimos”, alega, y lleva razón, pero es y será hasta que muera la hija de Fidel, el héroe para algunos, el tirano para otros; como Svetlana Stalina, haga lo que haga, diga lo que diga, no podrá escapar de su sombra.
IV. Gudrun
La culpa heredada puede ser colectiva. En la Alemania de la posguerra, una generación de niños creció sabiendo que sus padres habían sido nazis. Para escribir su libro Nacido culpable, Peter Sichrovsky entrevistó a 40 descendientes de nazis. La mayoría de ellos confesaron que una cosa es condenar los asesinatos, las torturas, las vejaciones cometidas por los nazis, y otra, enterarte de que tu padre fue uno de ellos. En muchos casos lo descubrieron tarde y a través de terceras personas, en sus familias había un pacto de silencio.
Las reacciones de los hijos de los nazis oscilaban del odio y el rechazo a la vergüenza callada, la distancia, el disgusto o la lealtad.
 Ninguno hablaba de amor al referirse a su padre. Peter Sichrovsky estaba empeñado en que esos hijos se atrevieran a preguntar a sus padres: “¿por qué lo hiciste?”, y esa, quizá, es la pregunta que no querían o no podían hacer, por temor a la respuesta: “Porque para mí estaba bien, no me arrepiento de nada; lo volvería a hacer”.
No me arrepiento de nada es precisamente el título de una biografía de Rudolph Hess publicada por su hijo, Wolf-Rüdiger Hess, negador del Holocausto y quien sostiene que su padre no murió de forma natural en la cárcel, sino que fue asesinado. Niklas Frank, uno de los dos hijos de Hans Frank, el gobernador nazi de Polonia, contó a la revista alemana Stern que el día que ahorcaron a su padre tras el juicio de Núremberg se masturbó sobre una foto de aquel hombre a quien calificaba de cobarde, corrupto, ansioso de poder, cruel y asesino, “el hombre que hizo posible Auschwitz”.
Niklas Frank dedicó gran parte de su vida a publicar libros y artículos contra su padre. Su hermano Norman declaró en 1959 que su progenitor era culpable sin paliativos. “Cometió crímenes terribles y pagó por ello con su vida”. Norman no ha querido tener hijos propios para no propagar la simiente maldita, para extinguir ese apellido infame.
Martin Bormann, el hijo del lugarteniente de Hitler, se aplicó a la misión de investigar la vida de su padre, con un objetivo: averiguar si aquel tenía conocimiento del Holocausto y los crímenes perpetrados por el régimen al que sirvió o si era inocente. Llegó a la conclusión de que su padre lo sabía todo; su firma estaba al pie de demasiados documentos y órdenes importantes.
 Sin embargo, lleva siempre en su bolsillo una vieja postal que su padre le mandó en 1943 en la que le llamaba “hijo de mi corazón”. Se disculpa diciendo: “Entienda usted que esa es la imagen que yo tengo como hijo y no me la pueden quitar”.
Dentro de la jerarquía de los criminales nazis, tras Hitler, quizá el que más horror o espanto provoca es Heinrich Himmler, el jefe de las temibles SS, quien dirigió, como ministro del Interior, a la policía secreta de la Gestapo y fue el impulsor, organizador y responsable del programa de exterminio de los judíos, a los que odiaba. Himmler se enorgullecía de sus SS, en sus palabras “una Organización Nacional Socialista integrada por hombres escogidos por sus características nórdicas y unidos por un juramento de sangre… Con el coraje de ser impopulares…
 Con el valor de ser duros e insensibles…”. En esa alocución de octubre de 1943, Himmler explicó a sus generales de las SS que “el pueblo judío está siendo exterminado… Muchos de vosotros sabréis lo que es contemplar una montaña de 100, 500 o 1.000 cadáveres…
 Esta es una página gloriosa de nuestra historia”.
Los judíos, según himmler, aunque física y biológicamente idénticos a los demás seres humanos, eran mental y espiritualmente inferiores, menos que animales: subhumanos. Himmler era un fanático, un tipo gris, frío, metódico, tremendamente eficaz, obsesionado con medrar y complacer al Führer, pero era también un padre cariñoso que idolatraba a su única hija, Gudrun, una niña rubia de aspecto angelical a quien llamaba Puppi (muñeca). En una fotografía muy difundida se ve a Heinrich Himmler ataviado con el uniforme negro de las SS, en la manga izquierda un brazalete con la esvástica, sosteniendo en sus rodillas a la pequeña Gudrun, y hay un gran contraste entre ese hombre de perfil ratonil, con nariz afilada, gafas redondas, bigotito fascista, mejillas fofas y barbilla huidiza y esa niña guapa, de trenzas rubias, piel transparente y rasgos delicados, la perfecta aria. Gudrun adoraba a su padre; solía entretenerse recortando las fotos de Himmler que aparecían en la prensa y pegándolas en un álbum.
Al final de la guerra, Himmler fue capturado por los ingleses y se suicidó antes de ser juzgado, como su venerado Hitler. Gudrun y su madre fueron detenidas en Italia por los americanos, quienes las recluyeron en un campo de prisioneros, donde Gudrun dio muestras de su obstinación y su carácter. En el libro My Father’s Keeper (en español, Tú llevas mi nombre), de Stephan y Norbert Lebert, sobre las vidas de seis hijos de gerifaltes nazis, se recoge una anécdota muy ilustrativa: a Gudrun no le gustaba el rancho que les daban los americanos e inició una huelga de hambre. Se puso enferma, perdió peso de forma alarmante, pero consiguió su propósito: al cabo de unas semanas, ella y su madre fueron las únicas prisioneras que tenían el privilegio de comer lo mismo que los oficiales norteamericanos. Gudrun y su madre pasaron dos años en sucesivos campos de concentración; las llevaron a Núremberg, en calidad de testigos. A Gudrun le preguntaron si alguna vez había ido a un campo de concentración.
–Una vez fui a Dachau –respondió.
¿Con tu padre?
–Sí.
–¿Y qué viste allí?
–Mi padre me mostró un jardín plantado con hierbas y me enseñó a diferenciar unas de otras –dijo Gudrun.
–Ya veo… ¿Quieres darme a entender que no viste a ningún prisionero?
–Vi algunos prisioneros… –admitió Gudrun.
–¿Y qué te explicó tu padre sobre ellos?
–Me dijo que los que llevaban un triángulo rojo eran presos políticos, y los otros, criminales.
No le pudieron sacar nada más. Gudrun se enteró de la muerte de su padre por casualidad, sus captores se la habían ocultado, pero un día un periodista americano fue a entrevistar a la mujer de Himmler en su celda y Gudrun aprovechó para hacerle aquella pregunta que nadie le respondía:
–¿Dónde está mi padre?
–Muerto –respondió el periodista–. Se envenenó con cianuro hace algún tiempo.
Gudrun, que ya había cumplido los quince años, sufrió un colapso físico y mental. Era una chica pálida, enfermiza, extremadamente delgada, propensa a los desmayos y poco desarrollada; a los dieciséis años la tomaban por una niña de doce.
 Siempre ha negado el suicidio de su padre y afirma que fue asesinado.
 Los americanos no sabían cómo sacarse de encima a la viuda y la hija del gerifalte nazi.
 Estas les confesaron que no tenían familia, ni conocidos, ni nadie a quien acudir
. Estaban solas en el mundo y tenían un apellido maldito. Los americanos les aconsejaron que se lo cambiaran, pero Gudrun se resistió; mantuvo el apellido Himmler, y cuando le preguntaban sobre la ocupación de su padre, contestaba: “Era el jefe de las SS”.
Tuvo problemas para ser admitida en la escuela y en la universidad y perdió varios trabajos debido a su apellido, pero se negó en redondo a modificarlo; por voluntad propia se convirtió en una especie de mártir del nazismo. Con el tiempo se casó y pasó a llamarse Gudrun Burwitz.
 Tuvo varios hijos y fue una típica madre de familia alemana, con un hobby muy especial: Gudrun Burwitz es el alma de una organización de apoyo a los exmiembros del régimen nazi denominada Stille Hilfe (ayuda tranquila), que les presta ayuda financiera, médica y legal, tanto en Alemania como en otros países donde buscaron refugio los nazis prófugos. Stille Hilfe nació en 1951 como una organización humanitaria, promovida por la aristocracia nazi, la Iglesia católica y la protestante, que contó con el beneplácito del papa Pío XII, de un obispo y del sacerdote responsable de Cáritas de Alemania.
 Dispone de amplios recursos y más de un millar de benefactores. Gudrun Burwitz es asidua a los mítines neonazis y ha consagrado su vida a rehabilitar la figura de su padre y a glorificar su memoria. Es una nazi convencida; para ella, su padre no fue culpable, sino víctima. Al parecer, tiene mal carácter, es una mujer áspera, desabrida y terca que ha hecho de su vida una cruzada: Gudrun Himmler contra el mundo.

12 may 2012

Carla cogió su maleta....Un dia vino Carla a España y el Pais se paralizó.

Una imagen difícilmente repetible: Letizia Ortiz y Carla Bruni, juntas en La Zarzuela en 2009. / PEDRO ARMESTRE (AFP)
En Europa las cosas se repiten. Como ya lo explicara Milan Kundera, no vivimos una vida propia, sino que repetimos una ajena. 
Por eso resulta curioso que Sarkozy se descabalgara de la escena política coincidiendo con un nuevo aniversario de la muerte de Napoleón. Durante un tiempo, los dos hombres fueron comparables, más que nada por sus estaturas y por su afán de influir más allá de sus fronteras naturales.
 Pero es que Francia es toda ella influencia, con el triunfo de Hollande el domingo pasado crece la idea de que la nación vecina es el equivalente de Estados Unidos en el Viejo Continente. Influye, determina, perfuma y, desde luego, siempre se adelanta. 
Ahora que pareciera que la crisis lo devora todo, Francia se erige como la primera que se planta ante el furor caníbal de la austeridad. Lo ha hecho otras veces, fue la primera nación en separar Estado e Iglesia, ¡qué moderna! 
Y la primera en cortar por lo sano una corona despilfarradora, ¡qué atrevida!
La victoria de Hollande coincide con la derrota de Rato y la incertidumbre sobre la banca y Bankia. Todo encaja, Rato y Sarkozy hacen maletas al mismo tiempo mientras el morbo del encuentro de Rato y su sucesor, Goirigolzarri, solo es comparable al de Belén Esteban y María José Campanario en el pasado concierto de Isabel Pantoja.
 Sarkozy, siempre gestual, abandona la política como las divas del ballet o el canto dedicando la última etapa de sus carreras a grandes despedidas
. Rato ha dicho poco, y su rostro no parece reflejarlo todo. Está en ese momento en que prefiere que otros hablen por él. ¿Pero quién? A Mariano no le gusta explicarse, y los ministros están boquiabiertos y sin habla. Mientras, ya ni en su partido se le recuerda como aquel gran líder que no pudo ser. Rato ha hecho primero su papelón en el FMI, antes que este reaccionara ante la crisis, y ahora remata sin reflotar Bankia.
 Se marcha, eso sí, con todo su sueldo anual en el bolsillo o ingresado en Bankia, junto a los ahorros de Florentino y de Rubalcaba, que muy ufano aseguró que no pensaba moverlos de allí. Lo de Bankia es la peor noticia que Draghi pudo dar a Rajoy en la reunión de Barcelona la semana pasada. Le llenó la cabeza de cajas de ahorros y ladrillos. Y, claro: ¿por dónde se coge una caja intoxicada?
Pues como la guitarra y la maleta de Carla Bruni: por las asas. Esa María Antonieta contemporánea con melena y jeans, que tiene que desalojar su palacio, el Elíseo, a toda mecha este fin de semana, pues nada: ¡carretera y manta!
 Y ¡con la música a otra parte! Eso sí, con la cabeza sobre los hombros. Los señores Hollande se mudan allí el martes. ¡Qué prisas! Así que es verdad que no hay tiempo para nada. “Me voy con lo puesto”, susurró al coger la guitarra, a la niña y al perro, “pero no sé si dejar algo, por si acaso vuelvo…”, pensó.
Después del magnicidio de Kennedy, a su viuda, Jackie, le dieron tres semanas para dejar la Casa Blanca. Eran otros tiempos, hoy una semana es el plazo límite. Muchos vieron aquello como un gesto cruel, pero al parecer los desalojos de los domicilios presidenciales son así, tan inflexibles como las leyes de Merkel.
 Unas amigas pudientes consiguieron para Jackie una coqueta casa en el barrio de Georgetown, donde la viuda, según sus biógrafos, se dio a los tranquilizantes y la desesperación hasta que su cuñado Robert Kennedy la socorrió.
 En España tenemos el caso de la viuda de Franco, doña Carmen, que abandonó El Pardo tres meses después de la muerte del caudillo, su esposo, batiendo todos los récords de permanencia post mortem. 
 No le hacía ninguna gracia cambiar de casa, y casi se entiende, porque en España vemos las mudanzas como algo largo, agobiante y que necesita tiempo, seas el inquilino que seas.
Resulta muy francés que los nuevos vecinos del Elíseo no sean matrimonio.
 Valerie y François son divorciados y han evitado casarse entre ellos.
 Saben que el matrimonio, como la política, también está sometido a un hervor terrible, aunque vivas en una república. Mientras, nuestros Reyes, que cumplen 50 años de cocción el lunes, deciden no celebrarlo sin importarles que se hable de ello, de esta negación a celebrar la fecha
. Los comentaristas políticos, porque el Rey es jefe de Estado, dicen que no se puede celebrar un matrimonio que vive distanciado
. Otros sugieren que el amor flaquea en ese matrimonio.
 Pero eso es confundir matrimonio con amor.
 Tienen que ver, pero no significan lo mismo.
 El matrimonio es una labor, un proyecto, como Bankia, y por eso se considera un triunfo prolongarlo, de la manera que sea.
 El amor es un hechizo, un disparo, como la felicidad.
 Por eso no parece tan buena la idea de no celebrar, siquiera con una tortilla o una ensalada griega, los 50 años de vida en común de la pareja más visible del país.
 Porque su matrimonio representa también a todos los matrimonios, incluso con los que no estén muy de acuerdo
. Dar portazo a su celebración permite que la foto de los Reyes juntos tenga el mismo valor que un bono de banco malo. Como convertirla en un ladrillo, en una caja o en una maleta.

Dalida: una diva es trágica o no es

Se cumplen veinticinco años de la muerte de la reina de la canción mediterránea

Su gran amor, el compositor Luigi Tenco, se quitó la vida. Y ella quiso seguirle

Tras un intento frustrado, arrastró su corazón roto en una triunfal carrera con amargo final

Dalida no se mató a los 54 años porque su carrera estuviera en declive: había vendido más de 125 millones de discos y le llovían contratos para cantar, para actuar y para posar.
No hay necesidad de traducir las últimas palabras de Dalida, son transparentes incluso para el que no hable francés: “La vie m’est insuppor­table. Pardonnez-moi”. 
Estaban en la nota que dejó para justificar su suicidio el 3 de mayo de 1987, hace 25 años.
 Tras escribirlas, la diva de la canción mediterránea se tomó una dosis letal de barbitúricos en su casa de Montmartre, en París.
Esta vez consiguió su objetivo.
 Veinte años atrás, en 1967, ya lo había intentado en un hotel parisiense, pero una camarera la descubrió aún con vida. 
Aquel primer intento fallido era una expresión del dolor causado por la muerte de su amante de entonces, el compositor Luigi Tenco. Amargado porque su canción Ciao, amore, ciao, que interpretaba junto a Dalida, no hubiera ganado el Festival de San Remo, Luigi, de 28 años, se pegó un tiro en la sien en la habitación de hotel que compartía la pareja.
 Ella encontró su cadáver tirado en el suelo; un mes después, intentó seguir a Luigi sin conseguirlo.
Dalida no se mató porque su carrera estuviera en declive.
 Tras haber vendido en todo el mundo más de 125 millones de discos interpretados en 10 idiomas, seguía siendo grande, le llovían los contratos para cantar, para actuar, para posar. 
No, Dalida se mató porque su corazón estaba roto en mil pedazos. Llevaba así dos décadas, desde la muerte de Luigi. Y aquella noche de la primavera de 1987, su amante del momento, un médico parisiense llamado François, no le hizo la llamada telefónica que ella esperaba, según cuenta Catherine Schwaab en Paris Match, dónde si no.
Era una diva trágica; no hay otro modo de serlo
. Y, sin embargo, para millones de personas, ella, la Cleopatra rubia (de rubio teñido en la segunda mitad de su vida), encarnaba la alegría mediterránea de vivir. Cuando bailaba en minifalda el tema de Zorba el griego en algún programa de la tele, los espectadores se alzaban y se ponían a danzar el sirtaki. 
 Y sus salones se inundaban de sol y salitre, de olor a bebidas anisadas y salmonetes fritos, de sonrisas y miradas ardientes.
Con el nombre de Iolanda Gigliotti, había nacido el 17 de enero de 1933 en El Cairo, capital entonces de un país que hace décadas que dejó de existir: aquel Egipto colonial y cosmopolita contado por Lawrence Durrell en su Cuarteto de Alejandría donde, bajo el protectorado británico, convivían musulmanes, cristianos coptos, judíos, griegos, franceses, italianos e ingleses. Su padre, un inmigrante calabrés, era il primo violino de la Ópera de El Cairo; su madre, costurera. Iolanda era muy guapa, una belleza morena, saludable, recia, miope y de ojos ligeramente bizqueantes, y en 1954 ganó el concurso de Miss Egipto. En la Navidad de ese año, se fue a París a intentar emprender una carrera de cantante y actriz.
Dalida, en una actuación en el Olympia de París, en enero de 1974. / AFP
Lo consiguió. Su primer éxito fue Bambino, en 1956, ya con el nombre artístico de Dalida. Su primer Pigmalión fue Lucien Morisse, director de programas de Radio Europe 1. Con él se casaría y de él se divorciaría a los pocos meses. 
En 1970, Morisse terminaría suicidándose de un tiro en la cabeza, a los 41 años.
De aquellos tiempos iniciales de la carrera de Dalida, la leyenda cuenta que tuvo un affaire con un Alain Delon recién licenciado de la Legión Extranjera
. En 1973, Dalida y Delon conseguirían un disco de oro cantando juntos Paroles, paroles. Todo el mundo pensó que estaban rememorando sus pasiones juveniles.
Enamorada del amor, 
Dalida tuvo muchos romances, bastantes con hombres casados.
 Eran artistas, intelectuales, políticos, un filósofo budista, un falso conde de Saint-Germain, un playboy, un abogado, un piloto de avión… ¿Fue Mitterrand uno de ellos? Así se creía en París, hasta el punto de que hubo una época, cuando el político socialista era un opositor al general De Gaulle, antes de que conquistara el Elíseo, en que los iniciados le llamaban Mimi l’Amoroso.
La leyenda cuenta que tuvo un 'affaire' con un Alain Delon recién licenciado de la Legión Extranjera.
 Tuvo muchos romances, bastantes con casados. ¿Fue François Mitterrand uno de ellos?
En los años sesenta, el Mediterráneo aún tenía playas vírgenes, y hasta los sitios de moda eran pequeñas y coquetas aldeas de pescadores. Francia seguía siendo un referente universal del glamour y de la inteligencia. Y Dalida estaba en el corazón de aquel mar y de aquel país. 
Era amiga de Charles Aznavour, Johnny Hallyday, Gilbert Bécaud y Brigitte Bardot.
 El mismísimo De Gaulle le imponía en 1968 la Médaille de la Présidence de la République.
 Cantaba en francés, árabe, italiano, griego, hebreo, inglés, español y otros idiomas. Sus vinilos se compraban como las baguettes en una mañana parisiense de domingo (a lo largo de su carrera, vendió en todo el mundo más de 125 millones de discos, consiguió 55 discos de oro y fue el primer cantante en conseguir un disco de diamante).
Llegaron los setenta y Dalida supo reinventarse: se convirtió en una reina de la música disco y en un icono gay. Era una bellísima mujer madura, no paraba de salir en la televisión, y triunfaba con J’attendrai, en 1976, y con Laissez-moi danser, en 1979. 
Y también continuaba cantando en árabe, aquel idioma que la joven italo-egipcia había usado en sus primeras dos décadas cairotas. Salma ya Salama, un tema tradicional egipcio, se convirtió en uno de los primeros éxitos de fusión étnica en el mundo. 
Cuando viajaba a su país natal, el rais, el presidente, iba a recibirla al aeropuerto.
Hasta que no pudo más: la vida le era insoportable.
 Hace de eso ya cinco lustros y, pese a la petición explícita de su nota de despedida, muchos jamás le han perdonado que los dejara de aquella manera.

 

 

La última carta de García Lorca

Fragmentos de la carta de Federico García Lorca.
“En tu carta hay cosas que no debes, que no puedes pensar. Tú vales mucho y tienes que tener tu recompensa. Piensa en lo que puedas hacer y comunícamelo enseguida para ayudarte en lo que sea, pero obra con gran cautela. Estoy muy preocupado pero como te conozco sé que vencerás todas las dificultades porque te sobra energía, gracia y alegría, como decimos los flamencos, para parar un tren”. Sobre la cuartilla blanca, fechada el 18 de julio de 1936 en Granada, Federico García Lorca trataba de consolar a su enamorado Juan Ramírez de Lucas.
La pareja se encontraba llena de ilusiones y de proyectos. Lorca había decidido aceptar la invitación de Margarita Xirgu para viajar a México pero quería marcharse con el estudiante de 19 años, que soñaba con ser actor y que ya había hecho sus primeros pinitos en el Club Teatral Anfistora. La complicidad era mutua pero necesitaban la aprobación del padre del muchacho, un reputado médico albaceteño. El poeta había cumplido 38 años pero a su amante le faltaban dos para alcanzar la mayoría de edad. Podrían haberse fugado. Seguramente Lorca tenía los contactos necesarios para que pudieran salir de España con papeles falsificados pero se negó a hacerlo. Ramírez de Lucas debía convencer a su familia para marcharse juntos pero las cosas no estaban saliendo bien: “Yo pienso mucho en ti y esto lo sabes tú sin necesidad de decírtelo pero con silencio y entre líneas tú debes leer todo el cariño que te tengo y toda la ternura que almacena mi corazón”, prosigue el poeta.
Los tres folios, escritos a mano, con palabras subrayadas y alguna tachadura, llegaron a su destino cuatro días después, antes de que se cortaran las comunicaciones entre la zona republicana y la nacional. Ese mismo día se conocía el alzamiento franquista, la sublevación militar no tardaría en convertirse en guerra civil y empezaba el reinado del horror.
Juan Ramírez de Lucas.
El valor documental de estos folios, junto con el poema, los dibujos y los cuadernos, en los que Ramírez de Lucas cuenta sus recuerdos sobre la relación de ambos, deberá ser determinado por los historiadores pero para eso hace falta que los herederos den el visto bueno a la publicación. Hermanos y sobrinos se debaten sobre qué hacer con los documentos, que ya han merecido el interés de un gran sello editorial. Para los partidarios de sacarlos a la luz se trata de una cuestión de tiempo pero otro sector de la familia se niega a utilizar el histórico material. La trascendencia de los documentos podría ser de enorme importancia, puesto que aportarían nuevos datos sobre los últimos días del poeta.
La resonancia internacional de lo publicado estos días por EL PAÍS, con una reproducción de un poema de amor inédito de Lorca dedicado a su novio, ha sido enorme, como casi todo lo que se relaciona con el poeta español más traducido de todos los tiempos. Desde Nueva York, Laura García Lorca ultima los detalles técnicos de una exposición sobre el poeta que se realizará en la Biblioteca Municipal, cuanta cómo ha sido requerida por algunos de los periódicos más prestigiosos para hablar del tema. Y lo mismo Ian Gibson. Ayer mismo, desde un tren camino de Córdoba, el biógrafo más conocido de Lorca destacaba la importancia de que afloren nuevos documentos y de que se remuevan las vías de investigación sobre el escritor. En su opinión, los documentos deberían publicarse cuanto antes para ser estudiados.
Dado que se trata de una carta fechada el mismo 18 de julio de 1936, Gibson considera que podría tratarse de la última misiva del poeta de la que se tiene constancia, aunque sea difícil determinarlo al cien por cien. “Según mis datos, el pintor Pepe Caballero le escribe una carta a Lorca en esos días y se la devuelven diciendo que en esa dirección ya no vivía nadie”, añade. A sus 73 años, el escritor considera que su cabeza se encuentra repleta de nombres y de fechas pero le bastó escuchar los apellidos Ramírez de Lucas para situarse en el tiempo: “¿Vive todavía? Hice todo lo posible por entrevistarme con él pero fue imposible. Sabía que era fundamental su relación con Lorca pero no logré hablar con él y eso supuso una gran frustración. Cuando conseguí hablar con él me dijo que no quería verme, que él mismo preparaba su propia versión de los hechos, pero supongo que era una manera de quitarme de en medio”.
Tres cuartos de siglo después, Federico García Lorca sigue siendo noticia. Resulta casi un milagro que el histórico material haya sobrevivido a tantos avatares. Ramírez de Lucas, al que algunos han comparado en las fotos que se conservan de cuando era joven con el galán de cine Alan Ladd, guardó durante años los recuerdos que le unían a Lorca sobreponiéndose a todos los peligros que conllevaba haber tenido relaciones con un poeta tan estigmatizado por el franquismo. En la carta de tres folios quedaban las últimas palabras que le enviaba el poeta. A los pocos días de recibirla, Albacete quedaba bajo el mando republicano y Granada en poder de los nacionales, lo que agravó la situación de Lorca.
Federico García Lorca.
El poeta, tan famoso como carismático, se encontraba en la cumbre de su fama. Bodas de sangre se estaba traduciendo al francés y estaba a punto de publicarse Poeta en Nueva York. Margarita Xirgu lo había invitado a México pero en los planes de Lorca también se encontraba la idea de regresar en otoño a Madrid para estrenar Doña Rosita la soltera.
 Sin embargo, en el otro bando solo importaba su fama de rojo y de homosexual.
 La situación en Granada se volvía insostenible. Su cuñado, el alcalde socialista de la ciudad, Fernández Montesinos, fue arrestado el 20 de julio en el Ayuntamiento y fusilado el 16 de agosto, dos días antes del asesinato de su cuñado Lorca.
Durante un registro en la Huerta de San Vicente, en busca de uno de los empleados de la familia, el padre del poeta fue golpeado brutalmente por números de la Guardia Civil. Ante el peligro evidente y la posibilidad de que el poeta fuera el siguiente, Lorca se esconde en casa de la familia Rosales, cuyos hijos, y en especial Luis, eran íntimos del autor de Yerma.
 El poeta no quiso que Luis Rosales y Pepinique Rosales lo pasasen en su propio coche al bando republicano, como habían hecho con otros amenazados
. Fue detenido el 16 de agosto, tras ser denunciado por Ramón Luis Alonso, exdiputado de la CEDA, que odiaba tanto a Garcia Lorca como a la familia Rosales por no querer admitirlo en la Falange de Granada.
Queipo de Llano, gobernador militar de Andalucía Occidental, fue informado telefónicamente del arresto que se acababa de llevar a cabo.
 “¡Que le den café!” fue su respuesta.
 La madrugada del 18 de agosto era fusilado “por rojo y por maricón”.
La noticia, pese a los rumores y las protestas internacionales que ocasionó, no se confirma hasta el 20 de septiembre, un mes y dos días después de su asesinato.
Como algunos españoles que no podían acreditar un pasado glorioso al lado del bando nacional, Ramírez de Lucas se alistó en la División Azul, donde fue herido grave en la batalla del río Lovat y condecorado posteriormente.
 Todavía se encuentra en Internet una de las cartas que mandó a su casa desde el frente ruso. Con la ayuda de Luis Rosales buscó trabajo en ABC.
Se ganó la vida como periodista y crítico de arte y arquitectura, rehizo su vida sentimental con un compañero con el que compartió treinta años. Ni siquiera a él le contó nada sobre ese amor de juventud.
Mucho tiempo después, seguramente cuando la herida dejada por esa relación frustrada de manera tan dramática, Ramírez de Lucas comenzó a verter todos sus recuerdos en unos cuadernos, en los que cuenta la época que le tocó vivir, los momentos junto a Federico y sus ideas políticas.
 Todo ello podría ser de enorme valor para los historiadores.
Hace dos años, poco antes de fallecer en un hospital madrileño, legó los documentos a una de sus hermanas. Su última voluntad fue que los documentos en su poder se conocieran.