La irreverencia convertida en hipérbole del absurdo y la mala educación se ha democratizado de tal manera gracias a la televisión que cualquier voz más alta que otra se confunde primero con un esperpento catódico que con argumento de autoridad. Antes de que la pantalla contaminara la idea de tertulia y tertuliano, existían, y algo queda, unos espacios donde se disfrutaba de la conversación, se aplaudía el sentido de la crítica y no se consideraban escandalosos el libre pensamiento o las ideas irreverentes. Los cafés y salones literarios, “espacios de civilidad”, en palabras del sociólogo y politólogo José Vidal-Beneyto, que tienen su origen en la Francia del siglo XVII, trasladaron la palabra de los palacios a la calle, sin perder un ripio de excelencia. Los cafés históricos (Cátedra) de Antonio Bonet Correa repasa estos puntos de encuentro, casi de manera enciclopédica, como un manual estilístico y geográfico.
“El mejor teatro de Madrid fue el café Gijón: un escaparate, una casa de citas en el sentido más amplio del término, un refugio,…”, dice Marcos Ordóñez, autor de Ronda del Gijón (Aguilar) y crítico teatral de EL PAÍS. Este lugar, ahora en el candelero por la incógnita que se cierne sobre su terraza, en el que Ayala pasó unas cuantas tardes, “se ha quedado para los turistas”, afirma el escritor, “siguen algunas tertulias, pero es una sombra de lo que fue”.
Lo que fue son las mañanas para los pintores, el mediodía para la gente de postín y la tarde para los escritores que se fusionaban con los actores a la salida del teatro. “A una tertulia hay que ir llorado y tosido, dejar la preocupación íntima para recomponer el mundo con saliva”, dice Manuel Vicent en Ronda del Gijón.
En los cafés y salones históricos el individuo ejercía su autonomía frente a las tradiciones, las instituciones y los poderes. Se convirtieron en rincones para la convivencia, donde lo público se convertía en privado a través de la palabra hablada de personas que tenían más que ver con la figura del diletante, del escritor amateur y del esteta, que con la del profesor universitario. En España, los herederos de Larra además de en el Gijón, alternaban en el Varela o en el Lyon desde los años treinta a los ochenta. A este último, el de la tertulia de Sánchez Ferlosio, acudían los escritores Soledad Puértolas y Andrés Trapiello. “Era un lugar destartalado, de techos altos y sucios y tranquilo, para tertulia”, dice el autor, el más joven de aquellas reuniones. “Se hablaba de todo, Grecia, palabras raras como lígrimo, asuntos del momento. Era una tertulia animada, donde se solían respetar ciertas normas. Para decirlo en palabras de Ferlosio: nos ocupábamos de las cosas, no de medirnos con los demás”.
Estos espacios terminarían siendo un lugar de peaje obligado para darse a conocer. “Había que dejarse ver", contaba Umbral. Y resguardarse del mal tiempo. “Cuando las casas eran frías e inhóspitas, es natural que la gente corriera a reunirse en un café buscando otra temperatura física y moral. El lema entonces era: Como fuera de casa en ninguna parte”, apunta Trapiello.
Los chicos de Tipos Infames han tenido algo más de fortuna. Su librería en el centro de Madrid lleva casi un año y medio de presentaciones literarias, encuentros con escritores, catas de vinos y otras bebidas espirituosas y tardes de lectura y conversación.
“No somos un bar con libros alrededor, si no un espacio abierto en el que suceden cosas”, cuenta Francisco Llorca, uno de los tres socios del lugar.
“Poco a poco hemos ido viendo cómo se han creado vínculos y afinidades entre nuestros clientes, muchos ya amigos”. Tipos Infames ha conseguido que el vicio solitario de la lectura se descontracture alrededor de una barra como tantos otras esquinas de estanterías y café humeante en los que la música no impide la charla, ni la oscuridad la miopía.
“Lo bonito de Madrid es que se montan tertulias instantáneas por todas partes”, dice Ordóñez. “El espíritu siempre ha estado muy vivo, no hace falta enseñar un carné para que surja una conversación en un bar o un café”.
“El mejor teatro de Madrid fue el café Gijón: un escaparate, una casa de citas en el sentido más amplio del término, un refugio,…”, dice Marcos Ordóñez, autor de Ronda del Gijón (Aguilar) y crítico teatral de EL PAÍS. Este lugar, ahora en el candelero por la incógnita que se cierne sobre su terraza, en el que Ayala pasó unas cuantas tardes, “se ha quedado para los turistas”, afirma el escritor, “siguen algunas tertulias, pero es una sombra de lo que fue”.
Lo que fue son las mañanas para los pintores, el mediodía para la gente de postín y la tarde para los escritores que se fusionaban con los actores a la salida del teatro. “A una tertulia hay que ir llorado y tosido, dejar la preocupación íntima para recomponer el mundo con saliva”, dice Manuel Vicent en Ronda del Gijón.
En los cafés y salones históricos el individuo ejercía su autonomía frente a las tradiciones, las instituciones y los poderes. Se convirtieron en rincones para la convivencia, donde lo público se convertía en privado a través de la palabra hablada de personas que tenían más que ver con la figura del diletante, del escritor amateur y del esteta, que con la del profesor universitario. En España, los herederos de Larra además de en el Gijón, alternaban en el Varela o en el Lyon desde los años treinta a los ochenta. A este último, el de la tertulia de Sánchez Ferlosio, acudían los escritores Soledad Puértolas y Andrés Trapiello. “Era un lugar destartalado, de techos altos y sucios y tranquilo, para tertulia”, dice el autor, el más joven de aquellas reuniones. “Se hablaba de todo, Grecia, palabras raras como lígrimo, asuntos del momento. Era una tertulia animada, donde se solían respetar ciertas normas. Para decirlo en palabras de Ferlosio: nos ocupábamos de las cosas, no de medirnos con los demás”.
Estos espacios terminarían siendo un lugar de peaje obligado para darse a conocer. “Había que dejarse ver", contaba Umbral. Y resguardarse del mal tiempo. “Cuando las casas eran frías e inhóspitas, es natural que la gente corriera a reunirse en un café buscando otra temperatura física y moral. El lema entonces era: Como fuera de casa en ninguna parte”, apunta Trapiello.
La herencia de las librerías café
La escritora y académica Soledad Puértolas montaría años después, en 2002, una librería café en honor a su primera novela El bandido doblemente armado, con la que acudía a las tertulias de antaño. “Duró casi ocho años, aguantamos como pudimos, pero era un mal negocio”, recuerda la académica y escritora. “Era un lugar estupendo para reunirse con amigos, también hicimos talleres, exposiciones, conciertos. Esa parte de su vocación se cumplió, pero falló la parte económica. Es difícil conciliar lo rentable con lo ideal”.Los chicos de Tipos Infames han tenido algo más de fortuna. Su librería en el centro de Madrid lleva casi un año y medio de presentaciones literarias, encuentros con escritores, catas de vinos y otras bebidas espirituosas y tardes de lectura y conversación.
“No somos un bar con libros alrededor, si no un espacio abierto en el que suceden cosas”, cuenta Francisco Llorca, uno de los tres socios del lugar.
“Poco a poco hemos ido viendo cómo se han creado vínculos y afinidades entre nuestros clientes, muchos ya amigos”. Tipos Infames ha conseguido que el vicio solitario de la lectura se descontracture alrededor de una barra como tantos otras esquinas de estanterías y café humeante en los que la música no impide la charla, ni la oscuridad la miopía.
“Lo bonito de Madrid es que se montan tertulias instantáneas por todas partes”, dice Ordóñez. “El espíritu siempre ha estado muy vivo, no hace falta enseñar un carné para que surja una conversación en un bar o un café”.