29 abr 2012
La marea Pablo Alborán
Guaaapo!!! Al menos una de las gargantas que le gritan de todo a Pablo Alborán al final de su recital en Mallorca no es la de ninguna fan histérica. Ni siquiera la de una fan a secas. Es la mía, y yo soy la primera sorprendida –y sonrojada– al escucharme. Mal comienzo para una semblanza objetiva del personaje. Pero una, además de prurito profesional, tiene sangre en las venas, y hay que tenerla de horchata para no corresponder de alguna forma al encanto de este chico. Este alarido del todo inapropiado es el que me ha salido en este momento. Lo que sigue es un intento de explicarme.
Estoy en el Auditorio de Palma. Llenazo hasta el gallinero. Las localidades de hoy y mañana, los dos primeros conciertos de la gira Alborán 2012, se agotaron en una hora, informa Toni Rubio, el ufano promotor del evento. “Habría llenado un tercer día, pero para eso lo empadronamos aquí”, bromea este viejo zorro del oficio mirando embelesado el teatro puesto en pie. Mil seiscientas butacas desbordadas por otras tantas almas en trance. Pandas de arregladísimas chicas de barrio, de preadolescentes a treintañeras largas, solas o en compañía de sus madres y, en menor medida, de sus novios, muchos con cara de no te confundas, colega, esto no es lo mío pero por mi chavala lo que sea. Mujeres en un 70%-30%. Decir que la emoción satura el ambiente es quedarse muy corto.
Antes de irse, el solista agradece su colaboración, uno por uno, hasta al apuntador. Incluyendo, de sopetón, al fotógrafo y a la periodista que le siguen para realizar este reportaje. Es entonces cuando me oigo piropear al artista como una más de las fans que no se han cansado de corear y fotografiar y whattsapear y subir a su Twitter, su Tuenti y su Facebook la cautivadora voz, las románticas canciones y la encantadora estampa de este muchacho malagueño de 22 años que se ha convertido, quizá en sentido literal, en la última esperanza del depauperado mercado discográfico español. Definitivamente, Pablo Moreno de Alborán Ferrándiz, además de componer, tocar y cantar unos personalísimos temas de amor que encandilan a muchos tanto como empalagan a otros, sabe hacerse querer. Y desear.
Tan mono, tan camisa blanca, tan fular al cuello, tan novio de España, tan yerno perfecto. La imagen de Alborán provoca una mezcla de curiosidad y pereza en quien recibe el encargo de retratarle. El enésimo chico guapo y entusiasta en lucha por cumplir su sueño. Un triunfito pos-OT. Cara a cara es así pero de verdad: pulcro, extremadamente educado, con una voz cómplice animada por un rescoldo de acento andaluz. Mucho más joven aún que en las fotos. Un chaval de cutis delicado y la mirada franca de quien no tiene trampa ni cartón. Si este es el último producto prefabricado y teledirigido por la industria, lo disimula bien. O quizá es todo más sencillo y a veces las cosas son como parecen.
Después de dos días a su sombra incluyendo ensayos contrarreloj, grabación de un single, viajes, baños de fans y el estrés y resaca del primer concierto del año, no se le intercepta una mala palabra, un mal gesto, ni siquiera un bostezo. Firma hasta el último autógrafo, se hace hasta la última foto con la última admiradora pesada, saluda hasta al último mono. Todo es “increíble”, “emocionante”, “genial”. No fuma, no bebe –Rubio, habituado a la solicitud de alcohol y otros bienes de consumo por parte de otros artistas, “flipa” con la manzanilla que pide como única exigencia–, ni dice ni oculta que tiene una novieta en Málaga con la que ya le ha retratado alguna revista del corazón. En plena cresta de la ola, las noches de gira de este ídolo de chicas suelen acabar, como hoy, con una cena tardía con su equipo después de despistar a las fanáticas más irredentas y antes de retirarse al hotel para estar al cien por cien mañana. Un lambrusco como único exceso. Nada de sexo, ni drogas, ni más rock and roll que los rifs y las risas con Porti, Jorge, Antonio, Rubén y Esperanza, sus músicos y productores, pero, sobre todo, sus “hermanos” de tanto dar tumbos juntos. A cambio, la pasión y la vulnerabilidad que rezuman sus canciones asoman a sus ojos en cuanto se charla a solas con él.
–¿De dónde le sale tanta intensidad?
–Soy así. Gamberro, pillo, alegre, joven. Pero muy pasional, en lo bueno y en lo malo. Vivo las cosas al cien por cien. Si me enfado, es a muerte. Si me enamoro, me vuelvo loco. No creo que sea cursi ni dramático. Pero quizá tengo esa forma de transmitirlo, así me sale, que la gente lo interprete como quiera.
–He hablado con algunas de sus fans. Son esas chicas que dicen “te amo” en sus SMS hasta a sus amigas. Sabe conectar con ellas.
–Todos necesitamos querer y que nos quieran. Y hoy más que nunca debemos sacar ese lado cariñoso. No es una pose, ni que yo fuera el romántico del siglo XXI. Nunca he tenido tapujo en decir te quiero, o en demostrar lo que siento: llorar, gritar, cabrearme. No debemos encerrarnos en nosotros. La música me ha servido desde chico como desahogo y salvavidas psicológico. Cuando estoy mal, escribo. Y si estoy bien, también.
¿Pero le ha dado tiempo a sufrir tanto?
–No he vivido tanto para escribir sobre el amor o el dolor, pero me gusta ponerme en la piel del otro, y más en este momento de duda, de catástrofe, de incertidumbre. Hablo de mí y por mí, pero me gusta vivir a través de mis temas historias de otras personas. Plantearme qué hubiera sentido yo si mi novia me fuera infiel, si me desenamorara o si estuviera tan desesperado para pensar en el suicidio. Escucha esto: lo compuse el otro día en un hotel de México DF, entre entrevista y entrevista, metido en mi burbuja.
Alborán manipula su iPhone y me hace oír el rasgueo de guitarra y el tarareo –“buscando la salida… encontré tu sonrisa”– que grabó entonces y que escucharé luego en forma de canción rematada en los ensayos. De esa tendencia a la introspección en medio del ruido y la gente brotó el germen de Deshidratándome, la historia de un suicida redimido por amor que competirá por figurar en su próximo álbum. Tiene docenas de temas acabados, en proceso o bulléndole dentro. Más que pájaros, Pablo se recuerda siempre con notas y palabras en la cabeza desde que, a los 10 años, el hipersensible y “sí, solitario, pero de independiente, no de triste” niño Alborán compusiera Malva, una letrilla en honor del vestido que lucía su madre una noche para salir con su padre. “Iban tan guapos y felices, que me salió del alma”.
La familia. Se le calienta la boca y, a la vez, se nota que se muerde la lengua al evocarla. Sus padres, su abuela, sus dos hermanos y sus parejas, y sus dos sobrinitas, cuyas caritas guapas salvan la pantalla de su móvil, y con los que vive “juntos, en plan comuna” en el chalé del clan en Benalmádena, son su “pilar” y el “refugio” al que vuelve en cuanto puede. Por eso quiere mantenerlos al margen. “Ayúdame a quitar de Internet lo de que soy familia de marqueses”, llega a pedir en vano. Porque Alborán es, en efecto, bisnieto del almirante Francisco Moreno Fernández, distinguido por Franco con el marquesado de Alborán en 1950, cinco años después de muerto. Aun así, “para que Pablo llegara a ser marqués se tendría que cargar a más de 60 primos”, según un familiar directísimo.
“Aunque le moleste legítimamente la etiqueta de niño de papá, Pablo es hijo de su padre y de su madre. No es un 15-M, no le busques mensaje. Tampoco una marioneta: si de algo es producto es de su educación, su voluntad y su talento. Puede que la vida no le haya arañado, pero lo hará, y ahí estará para contarlo”, dice Domi del Postigo. Fue este periodista –hoy en la SER de Málaga– quien vislumbró primero el potencial artístico y mediático de Alborán cuando aún era Pablo Moreno, el delgaducho hijo pequeño de su amigo Salvador. “En este caso, el padre es la madre del artista”, cuenta Del Postigo, informado puntualmente por Salva de los progresos del niño desde que, a los siete años, empezara a combinar sus estudios en el Liceo Francés con clases de piano y guitarra, y hasta que, precisamente en su casa, se produjera el encuentro decisivo.
Pablo es hijo del arquitecto Salvador Moreno de Alborán Peralta, gran agitador de la vida cultural malagueña, y de Elena Ferrándiz, hija de españoles nacida en Casablanca durante el Protectorado francés, una mujer de gran carisma y la auténtica matriarca del clan según quienes les tratan. Salvador, hijo del muy conservador vicealmirante Salvador Moreno de Alborán, creció en Madrid, pero fue desterrado a Málaga por su rebeldía con la dictadura y se considera un librepensador progresista al que le hubiera gustado ser pianista de Manolita Chen y que hoy asiste extasiado al éxito de su hijo. “Nos ha salido el niño de la farándula, pues qué bien, qué demonios. Yo, que llevo desde crío aporreando el piano, no he juntado dos acordes, y el cabroncete lleva 80 canciones, letra y música. Es un poeta, el niño, un generador de nostalgias futuras”, tiene dicho a una amiga. Viajes, libros, música. En ese ambiente creció Pablo, el “bebé” de la casa. Nueve años menor que Salva –publicista y pintor– y 12 más joven que Casilda –arquitecta y licenciada en Filosofía–, la mayor. “Tengo dos padres y dos madres y cuatro maestros en casa”, admite hoy el benjamín.
Fue con su hermano con quien empezó a escuchar flamenco, jazz y rock alternativo, y a tocar y cantar con ese aire sureño entre melódico y aflamencado que le caracteriza. Lo de componer, dice, vino solo. “Pablo era muy popular. Siempre ha tenido niñas detrás, pero su idea de pasarlo bien no es desbarrar por ahí. Es más de juntarse con su gente con una cena y una guitarra. Desde los 13 o 14 años grababa maquetas y subía vídeos a Myspace y ya flipabas con la madurez de las letras y la música del niñato este. Todo este boom me sorprende solo relativamente”, corrobora Rafael Galán, Rafita, futbolista del Alhaurina, opositor a bombero y su amigo del alma del Liceo hasta hoy. El Nómadas Café y otros pubs de Málaga fueron el escenario de los primeros recitales que se emperró en ofrecer el quinceañero Pablo por puro amor al arte. Un artista muy bien alimentado, sí. Pero con mucha hambre de público.
“Weee”. “Gracias, Mallorca”. “Abrazacos de hermanote”. Aún no se han apagado los aplausos y Pablo, emocionado hasta las lágrimas y sudando a chorro, acribilla su iPhone para subir sus impresiones del concierto. No me extraña que acredite más de un millón de amigos y seguidores en Facebook y Twitter. El artista jalea, alimenta y mima a su parroquia. Su dominio de los códigos y los tiempos de las redes sociales es absoluto.
“Nací con ellas. Los que dicen que soy un producto de Internet no me ofenden. Tuiteo porque me sale y es mi forma de generar y agradecer la energía que me da el público. Yo hago música, quiero llegar a la gente, y para eso haré lo que sea e iré donde me llamen”, dice un artista que igual llena el Palau de la Música de Barcelona que canta en Sálvame ante una arrobada Belén Esteban que, como las chicas que le esperan fuera para pedirle un autógrafo, se sabe de memoria sus canciones. Todas salvo, quizá, ese La vie en rose, o ese Ain’t no sunshine que este chico políglota y cultivado suele incluir de propina en sus recitales. Él no ve ese evidente choque de culturas. “Un día me dijo un heavy: ‘Tío, no puedo con Solamente tú, pero con Perdóname me has matao’. La música y la emoción son libres, ahí no manda nadie”.
“Al oírlo cantar me saltó lo que llamo la alarma de las lágrimas para detectar a un artista: ahí me tenías, con 55 tacos y llorando como una madrina con ese crío de 16. Ahí había un purasangre”. Manuel Illán, expianista de Esclarecidos y productor de Pablo, describe así su primer encuentro con su representado. Fue en casa de Del Postigo. Illán, siempre a la caza de nuevos talentos –descubrió desde a las Ketchup hasta a Diana Navarro–, aceptó la invitación de su amigo Domi de escuchar a un chaval que prometía.
A la vez, Del Postigo llamó a su íntimo Salvador y le dijo que se presentara con Pablo.
“Tenía la edad, el físico, el talento, era el momento de hacer algo”, recuerda Domi. Salvador tardó 20 minutos en presentarse con el niño. En esa cumbre empezó a gestarse el fenómeno Alborán. Manuel y Pablo sellan un pacto para crear un disco. Sin prisas, sin plazos, sin dinero por medio. Luego vinieron tres años “apasionantes y desesperantes”, según Pablo, en los que, mientras Illán se encarga de “vestir” sus canciones puliendo cada acorde, cada efecto, cada melisma, y de buscar músicos, arreglistas y discográfica, Alborán libra una batalla entre cabeza y corazón.
Ansía vivir de la música, pero no quiere defraudar a su familia, que espera de él un futuro de profesional convencional. Se muda a Madrid y empieza a estudiar publicidad: “No es lo mío, vender por vender no me interesa”. Vuelve a Málaga y se cambia a filosofía:
“Un desastre, tanta teoría”. Alterna los subidones de las galas en bares que le gestiona Illán para foguearle con el bajón de ver cómo EMI, la discográfica que por fin contrata el disco, le da largas a su publicación. Hasta que “explota” y toma la decisión que le cambia la vida. “Llevaba tres años luchando sin ver resultados. Estaba desesperado, me veía con 19 años, mis amigos encarrilados, mis hermanos con dos carreras, y yo, perdido en la vida. Necesitaba demostrar que esto es lo mío y valgo para ello”. Usó las armas a su alcance. Subió su trabajo a YouTube.
Para cuando EMI publicó el álbum Pablo Alborán en febrero de 2011, él mismo había generado una demanda potencial de cientos de miles de consumidores. Los mismos que habían visitado tres millones de veces los vídeos caseros que este desconocido había grabado en el sofá del garaje de su casa
. Una rabieta espontánea, según el interesado. Una estrategia de promoción viral perfectamente orquestada por productor y discográfica, según otros.
Una maniobra eficaz, en cualquier caso. Porque una legión de internautas pinchó el enlace y vio y escuchó al chico de la mirada limpia y la voz cristalina cantando el hoy archipopular Solamente tú con la sensación de estar descubriendo –ellos, en la intimidad de su pantalla– una joya entre el caos de la Red. Lo sintieron como algo suyo y se implicaron, inconscientemente, en el afán de Pablo por llegar al gran público compartiendo su hallazgo con sus respectivos círculos. Algo así como el orgullo del yo lo vi primero de toda la vida llevado al extremo por el poder exponencial de las redes sociales.
El sueño húmedo de cualquier publicista moderno
. El virus Alborán se extendió silenciosa pero irremisiblemente. Y cuando hubo algo que comprar, los infectados corrieron a hacerse con ello.
Es así como lleva vendidas 300.000 copias en unos tiempos en los que despachar 40.000 se considera una hazaña digna de un disco de platino. El hecho de que, hasta hace poco, el oro blanco se ganaba con 100.000 da idea del desplome de un negocio masacrado por la crisis y la piratería. En 2011, la venta de discos cayó un 11%, y aunque las descargas legales suponen un 31%, no compensan las pérdidas ni de lejos. Es por ese poder de convocatoria no solo a los recitales, sino a las tiendas –bastantes asistentes al recital de Palma no han comprado un disco, o al menos otro disco, en su vida–, por lo que muchos siguen con lupa los pasos de Alborán. Por lo que puedan aprender. Y copiar.
“En este negocio hay que escribir entre todos un libro de instrucciones nuevo, y Pablo nos ha dado algunas pistas”, admite Simone Bosé, responsable de EMI España y Portugal. Bosé aún recuerda “el silencio de iglesia” que se produjo cuando, el pasado verano, presentó a Alborán a los ejecutivos mundiales de la casa en un minirrecital en Ibiza.
“Tipos con el colmillo retorcido, el peor público posible, cayeron en una especie de encantamiento colectivo. El inglés, un tío frío a más no poder, me dijo que no entendía nada, pero le había llegado al alma. Pablo tiene lo que hay que tener para ser un artista global: el don de transmitir emociones, canciones sencillas pero no simples que funcionan como un reloj, y una propuesta honesta y de calidad. Eso, Internet lo puede difundir, no crear”.
“El de Alborán es un fenómeno interesantísimo”, opina Florian von Hoyer, director de Altafonte, un sello emergente especializado en el mundo digital. “No es casualidad que haya sucedido con un niño bien, con todos mis respetos. El mercado le estaba esperando. Es guapo, tiene una voz preciosa y una oferta buenísima, aunque personalmente me empalague. Pero además es fino, culto y nativo digital. Lo romántico siempre vende, pero la industria ha dejado de apostar por los latinos tipo Chayanne y Luis Miguel, y los flamenquitos habituales no tienen esa aura de refinamiento. Los clientes se sienten implicados y quieren que siga componiendo, por eso lo compran. A Pitbull ya se lo descargan gratis. Pero a Pablo quieren conservarlo, o regalarlo. Gusta y consuela como esos pasteles que compramos los domingos pese a la crisis. A EMI les tocó la lotería, estoy seguro de que ha salvado puestos de trabajo”.
Que se lo digan a Antonio Portillo, Porti, guitarrista y líder de los músicos de Alborán. “Todos los días me pellizco y ruego que esto dure”, dice este músico freelance de 43 años.
“Estoy cansado de ver a muchos de mis ídolos, músicos míticos, sin trabajo. Por eso, porque podría ser mi hijo, porque es una magnífica persona y un músico excepcional, todos cuidamos al niño. Es una máquina componiendo. Él es su producto. El futuro es suyo”.
Aparentemente ajeno a la presión, la ansiedad y las expectativas que genera, el artista sigue haciéndose y dejándose querer. “Sé que los focos se pueden apagar, pero aspiro a vivir de la música dignamente: cantando, tocando, componiendo, como sea”.
De vuelta al hotel, el frío de la noche y la humedad del mar calan los huesos.
Alborán se emboza en su fular. Una panda de chicas que probablemente hayan estado gritándole burradas en el concierto apuran los restos de un botellón de aúpa. Están tan ciegas que Pablo Alborán en persona pasa por delante y ni le ven. Sí, a veces las cosas son como parecen.
Estoy en el Auditorio de Palma. Llenazo hasta el gallinero. Las localidades de hoy y mañana, los dos primeros conciertos de la gira Alborán 2012, se agotaron en una hora, informa Toni Rubio, el ufano promotor del evento. “Habría llenado un tercer día, pero para eso lo empadronamos aquí”, bromea este viejo zorro del oficio mirando embelesado el teatro puesto en pie. Mil seiscientas butacas desbordadas por otras tantas almas en trance. Pandas de arregladísimas chicas de barrio, de preadolescentes a treintañeras largas, solas o en compañía de sus madres y, en menor medida, de sus novios, muchos con cara de no te confundas, colega, esto no es lo mío pero por mi chavala lo que sea. Mujeres en un 70%-30%. Decir que la emoción satura el ambiente es quedarse muy corto.
Antes de irse, el solista agradece su colaboración, uno por uno, hasta al apuntador. Incluyendo, de sopetón, al fotógrafo y a la periodista que le siguen para realizar este reportaje. Es entonces cuando me oigo piropear al artista como una más de las fans que no se han cansado de corear y fotografiar y whattsapear y subir a su Twitter, su Tuenti y su Facebook la cautivadora voz, las románticas canciones y la encantadora estampa de este muchacho malagueño de 22 años que se ha convertido, quizá en sentido literal, en la última esperanza del depauperado mercado discográfico español. Definitivamente, Pablo Moreno de Alborán Ferrándiz, además de componer, tocar y cantar unos personalísimos temas de amor que encandilan a muchos tanto como empalagan a otros, sabe hacerse querer. Y desear.
Tan mono, tan camisa blanca, tan fular al cuello, tan novio de España, tan yerno perfecto. La imagen de Alborán provoca una mezcla de curiosidad y pereza en quien recibe el encargo de retratarle. El enésimo chico guapo y entusiasta en lucha por cumplir su sueño. Un triunfito pos-OT. Cara a cara es así pero de verdad: pulcro, extremadamente educado, con una voz cómplice animada por un rescoldo de acento andaluz. Mucho más joven aún que en las fotos. Un chaval de cutis delicado y la mirada franca de quien no tiene trampa ni cartón. Si este es el último producto prefabricado y teledirigido por la industria, lo disimula bien. O quizá es todo más sencillo y a veces las cosas son como parecen.
Después de dos días a su sombra incluyendo ensayos contrarreloj, grabación de un single, viajes, baños de fans y el estrés y resaca del primer concierto del año, no se le intercepta una mala palabra, un mal gesto, ni siquiera un bostezo. Firma hasta el último autógrafo, se hace hasta la última foto con la última admiradora pesada, saluda hasta al último mono. Todo es “increíble”, “emocionante”, “genial”. No fuma, no bebe –Rubio, habituado a la solicitud de alcohol y otros bienes de consumo por parte de otros artistas, “flipa” con la manzanilla que pide como única exigencia–, ni dice ni oculta que tiene una novieta en Málaga con la que ya le ha retratado alguna revista del corazón. En plena cresta de la ola, las noches de gira de este ídolo de chicas suelen acabar, como hoy, con una cena tardía con su equipo después de despistar a las fanáticas más irredentas y antes de retirarse al hotel para estar al cien por cien mañana. Un lambrusco como único exceso. Nada de sexo, ni drogas, ni más rock and roll que los rifs y las risas con Porti, Jorge, Antonio, Rubén y Esperanza, sus músicos y productores, pero, sobre todo, sus “hermanos” de tanto dar tumbos juntos. A cambio, la pasión y la vulnerabilidad que rezuman sus canciones asoman a sus ojos en cuanto se charla a solas con él.
–¿De dónde le sale tanta intensidad?
–Soy así. Gamberro, pillo, alegre, joven. Pero muy pasional, en lo bueno y en lo malo. Vivo las cosas al cien por cien. Si me enfado, es a muerte. Si me enamoro, me vuelvo loco. No creo que sea cursi ni dramático. Pero quizá tengo esa forma de transmitirlo, así me sale, que la gente lo interprete como quiera.
–He hablado con algunas de sus fans. Son esas chicas que dicen “te amo” en sus SMS hasta a sus amigas. Sabe conectar con ellas.
–Todos necesitamos querer y que nos quieran. Y hoy más que nunca debemos sacar ese lado cariñoso. No es una pose, ni que yo fuera el romántico del siglo XXI. Nunca he tenido tapujo en decir te quiero, o en demostrar lo que siento: llorar, gritar, cabrearme. No debemos encerrarnos en nosotros. La música me ha servido desde chico como desahogo y salvavidas psicológico. Cuando estoy mal, escribo. Y si estoy bien, también.
¿Pero le ha dado tiempo a sufrir tanto?
–No he vivido tanto para escribir sobre el amor o el dolor, pero me gusta ponerme en la piel del otro, y más en este momento de duda, de catástrofe, de incertidumbre. Hablo de mí y por mí, pero me gusta vivir a través de mis temas historias de otras personas. Plantearme qué hubiera sentido yo si mi novia me fuera infiel, si me desenamorara o si estuviera tan desesperado para pensar en el suicidio. Escucha esto: lo compuse el otro día en un hotel de México DF, entre entrevista y entrevista, metido en mi burbuja.
Alborán manipula su iPhone y me hace oír el rasgueo de guitarra y el tarareo –“buscando la salida… encontré tu sonrisa”– que grabó entonces y que escucharé luego en forma de canción rematada en los ensayos. De esa tendencia a la introspección en medio del ruido y la gente brotó el germen de Deshidratándome, la historia de un suicida redimido por amor que competirá por figurar en su próximo álbum. Tiene docenas de temas acabados, en proceso o bulléndole dentro. Más que pájaros, Pablo se recuerda siempre con notas y palabras en la cabeza desde que, a los 10 años, el hipersensible y “sí, solitario, pero de independiente, no de triste” niño Alborán compusiera Malva, una letrilla en honor del vestido que lucía su madre una noche para salir con su padre. “Iban tan guapos y felices, que me salió del alma”.
La familia. Se le calienta la boca y, a la vez, se nota que se muerde la lengua al evocarla. Sus padres, su abuela, sus dos hermanos y sus parejas, y sus dos sobrinitas, cuyas caritas guapas salvan la pantalla de su móvil, y con los que vive “juntos, en plan comuna” en el chalé del clan en Benalmádena, son su “pilar” y el “refugio” al que vuelve en cuanto puede. Por eso quiere mantenerlos al margen. “Ayúdame a quitar de Internet lo de que soy familia de marqueses”, llega a pedir en vano. Porque Alborán es, en efecto, bisnieto del almirante Francisco Moreno Fernández, distinguido por Franco con el marquesado de Alborán en 1950, cinco años después de muerto. Aun así, “para que Pablo llegara a ser marqués se tendría que cargar a más de 60 primos”, según un familiar directísimo.
“Aunque le moleste legítimamente la etiqueta de niño de papá, Pablo es hijo de su padre y de su madre. No es un 15-M, no le busques mensaje. Tampoco una marioneta: si de algo es producto es de su educación, su voluntad y su talento. Puede que la vida no le haya arañado, pero lo hará, y ahí estará para contarlo”, dice Domi del Postigo. Fue este periodista –hoy en la SER de Málaga– quien vislumbró primero el potencial artístico y mediático de Alborán cuando aún era Pablo Moreno, el delgaducho hijo pequeño de su amigo Salvador. “En este caso, el padre es la madre del artista”, cuenta Del Postigo, informado puntualmente por Salva de los progresos del niño desde que, a los siete años, empezara a combinar sus estudios en el Liceo Francés con clases de piano y guitarra, y hasta que, precisamente en su casa, se produjera el encuentro decisivo.
Pablo es hijo del arquitecto Salvador Moreno de Alborán Peralta, gran agitador de la vida cultural malagueña, y de Elena Ferrándiz, hija de españoles nacida en Casablanca durante el Protectorado francés, una mujer de gran carisma y la auténtica matriarca del clan según quienes les tratan. Salvador, hijo del muy conservador vicealmirante Salvador Moreno de Alborán, creció en Madrid, pero fue desterrado a Málaga por su rebeldía con la dictadura y se considera un librepensador progresista al que le hubiera gustado ser pianista de Manolita Chen y que hoy asiste extasiado al éxito de su hijo. “Nos ha salido el niño de la farándula, pues qué bien, qué demonios. Yo, que llevo desde crío aporreando el piano, no he juntado dos acordes, y el cabroncete lleva 80 canciones, letra y música. Es un poeta, el niño, un generador de nostalgias futuras”, tiene dicho a una amiga. Viajes, libros, música. En ese ambiente creció Pablo, el “bebé” de la casa. Nueve años menor que Salva –publicista y pintor– y 12 más joven que Casilda –arquitecta y licenciada en Filosofía–, la mayor. “Tengo dos padres y dos madres y cuatro maestros en casa”, admite hoy el benjamín.
Fue con su hermano con quien empezó a escuchar flamenco, jazz y rock alternativo, y a tocar y cantar con ese aire sureño entre melódico y aflamencado que le caracteriza. Lo de componer, dice, vino solo. “Pablo era muy popular. Siempre ha tenido niñas detrás, pero su idea de pasarlo bien no es desbarrar por ahí. Es más de juntarse con su gente con una cena y una guitarra. Desde los 13 o 14 años grababa maquetas y subía vídeos a Myspace y ya flipabas con la madurez de las letras y la música del niñato este. Todo este boom me sorprende solo relativamente”, corrobora Rafael Galán, Rafita, futbolista del Alhaurina, opositor a bombero y su amigo del alma del Liceo hasta hoy. El Nómadas Café y otros pubs de Málaga fueron el escenario de los primeros recitales que se emperró en ofrecer el quinceañero Pablo por puro amor al arte. Un artista muy bien alimentado, sí. Pero con mucha hambre de público.
“Weee”. “Gracias, Mallorca”. “Abrazacos de hermanote”. Aún no se han apagado los aplausos y Pablo, emocionado hasta las lágrimas y sudando a chorro, acribilla su iPhone para subir sus impresiones del concierto. No me extraña que acredite más de un millón de amigos y seguidores en Facebook y Twitter. El artista jalea, alimenta y mima a su parroquia. Su dominio de los códigos y los tiempos de las redes sociales es absoluto.
“Nací con ellas. Los que dicen que soy un producto de Internet no me ofenden. Tuiteo porque me sale y es mi forma de generar y agradecer la energía que me da el público. Yo hago música, quiero llegar a la gente, y para eso haré lo que sea e iré donde me llamen”, dice un artista que igual llena el Palau de la Música de Barcelona que canta en Sálvame ante una arrobada Belén Esteban que, como las chicas que le esperan fuera para pedirle un autógrafo, se sabe de memoria sus canciones. Todas salvo, quizá, ese La vie en rose, o ese Ain’t no sunshine que este chico políglota y cultivado suele incluir de propina en sus recitales. Él no ve ese evidente choque de culturas. “Un día me dijo un heavy: ‘Tío, no puedo con Solamente tú, pero con Perdóname me has matao’. La música y la emoción son libres, ahí no manda nadie”.
“Al oírlo cantar me saltó lo que llamo la alarma de las lágrimas para detectar a un artista: ahí me tenías, con 55 tacos y llorando como una madrina con ese crío de 16. Ahí había un purasangre”. Manuel Illán, expianista de Esclarecidos y productor de Pablo, describe así su primer encuentro con su representado. Fue en casa de Del Postigo. Illán, siempre a la caza de nuevos talentos –descubrió desde a las Ketchup hasta a Diana Navarro–, aceptó la invitación de su amigo Domi de escuchar a un chaval que prometía.
A la vez, Del Postigo llamó a su íntimo Salvador y le dijo que se presentara con Pablo.
“Tenía la edad, el físico, el talento, era el momento de hacer algo”, recuerda Domi. Salvador tardó 20 minutos en presentarse con el niño. En esa cumbre empezó a gestarse el fenómeno Alborán. Manuel y Pablo sellan un pacto para crear un disco. Sin prisas, sin plazos, sin dinero por medio. Luego vinieron tres años “apasionantes y desesperantes”, según Pablo, en los que, mientras Illán se encarga de “vestir” sus canciones puliendo cada acorde, cada efecto, cada melisma, y de buscar músicos, arreglistas y discográfica, Alborán libra una batalla entre cabeza y corazón.
Ansía vivir de la música, pero no quiere defraudar a su familia, que espera de él un futuro de profesional convencional. Se muda a Madrid y empieza a estudiar publicidad: “No es lo mío, vender por vender no me interesa”. Vuelve a Málaga y se cambia a filosofía:
“Un desastre, tanta teoría”. Alterna los subidones de las galas en bares que le gestiona Illán para foguearle con el bajón de ver cómo EMI, la discográfica que por fin contrata el disco, le da largas a su publicación. Hasta que “explota” y toma la decisión que le cambia la vida. “Llevaba tres años luchando sin ver resultados. Estaba desesperado, me veía con 19 años, mis amigos encarrilados, mis hermanos con dos carreras, y yo, perdido en la vida. Necesitaba demostrar que esto es lo mío y valgo para ello”. Usó las armas a su alcance. Subió su trabajo a YouTube.
Para cuando EMI publicó el álbum Pablo Alborán en febrero de 2011, él mismo había generado una demanda potencial de cientos de miles de consumidores. Los mismos que habían visitado tres millones de veces los vídeos caseros que este desconocido había grabado en el sofá del garaje de su casa
. Una rabieta espontánea, según el interesado. Una estrategia de promoción viral perfectamente orquestada por productor y discográfica, según otros.
Una maniobra eficaz, en cualquier caso. Porque una legión de internautas pinchó el enlace y vio y escuchó al chico de la mirada limpia y la voz cristalina cantando el hoy archipopular Solamente tú con la sensación de estar descubriendo –ellos, en la intimidad de su pantalla– una joya entre el caos de la Red. Lo sintieron como algo suyo y se implicaron, inconscientemente, en el afán de Pablo por llegar al gran público compartiendo su hallazgo con sus respectivos círculos. Algo así como el orgullo del yo lo vi primero de toda la vida llevado al extremo por el poder exponencial de las redes sociales.
El sueño húmedo de cualquier publicista moderno
. El virus Alborán se extendió silenciosa pero irremisiblemente. Y cuando hubo algo que comprar, los infectados corrieron a hacerse con ello.
Es así como lleva vendidas 300.000 copias en unos tiempos en los que despachar 40.000 se considera una hazaña digna de un disco de platino. El hecho de que, hasta hace poco, el oro blanco se ganaba con 100.000 da idea del desplome de un negocio masacrado por la crisis y la piratería. En 2011, la venta de discos cayó un 11%, y aunque las descargas legales suponen un 31%, no compensan las pérdidas ni de lejos. Es por ese poder de convocatoria no solo a los recitales, sino a las tiendas –bastantes asistentes al recital de Palma no han comprado un disco, o al menos otro disco, en su vida–, por lo que muchos siguen con lupa los pasos de Alborán. Por lo que puedan aprender. Y copiar.
“En este negocio hay que escribir entre todos un libro de instrucciones nuevo, y Pablo nos ha dado algunas pistas”, admite Simone Bosé, responsable de EMI España y Portugal. Bosé aún recuerda “el silencio de iglesia” que se produjo cuando, el pasado verano, presentó a Alborán a los ejecutivos mundiales de la casa en un minirrecital en Ibiza.
“Tipos con el colmillo retorcido, el peor público posible, cayeron en una especie de encantamiento colectivo. El inglés, un tío frío a más no poder, me dijo que no entendía nada, pero le había llegado al alma. Pablo tiene lo que hay que tener para ser un artista global: el don de transmitir emociones, canciones sencillas pero no simples que funcionan como un reloj, y una propuesta honesta y de calidad. Eso, Internet lo puede difundir, no crear”.
“El de Alborán es un fenómeno interesantísimo”, opina Florian von Hoyer, director de Altafonte, un sello emergente especializado en el mundo digital. “No es casualidad que haya sucedido con un niño bien, con todos mis respetos. El mercado le estaba esperando. Es guapo, tiene una voz preciosa y una oferta buenísima, aunque personalmente me empalague. Pero además es fino, culto y nativo digital. Lo romántico siempre vende, pero la industria ha dejado de apostar por los latinos tipo Chayanne y Luis Miguel, y los flamenquitos habituales no tienen esa aura de refinamiento. Los clientes se sienten implicados y quieren que siga componiendo, por eso lo compran. A Pitbull ya se lo descargan gratis. Pero a Pablo quieren conservarlo, o regalarlo. Gusta y consuela como esos pasteles que compramos los domingos pese a la crisis. A EMI les tocó la lotería, estoy seguro de que ha salvado puestos de trabajo”.
Que se lo digan a Antonio Portillo, Porti, guitarrista y líder de los músicos de Alborán. “Todos los días me pellizco y ruego que esto dure”, dice este músico freelance de 43 años.
“Estoy cansado de ver a muchos de mis ídolos, músicos míticos, sin trabajo. Por eso, porque podría ser mi hijo, porque es una magnífica persona y un músico excepcional, todos cuidamos al niño. Es una máquina componiendo. Él es su producto. El futuro es suyo”.
Aparentemente ajeno a la presión, la ansiedad y las expectativas que genera, el artista sigue haciéndose y dejándose querer. “Sé que los focos se pueden apagar, pero aspiro a vivir de la música dignamente: cantando, tocando, componiendo, como sea”.
De vuelta al hotel, el frío de la noche y la humedad del mar calan los huesos.
Alborán se emboza en su fular. Una panda de chicas que probablemente hayan estado gritándole burradas en el concierto apuran los restos de un botellón de aúpa. Están tan ciegas que Pablo Alborán en persona pasa por delante y ni le ven. Sí, a veces las cosas son como parecen.
Flores, Flores, ...............
Lilas, malvas, violetas...........................
Cuando subí, todo lo por florecer en estas faldas de la Colina estaba en flor.
Lilas, malvas, violetas de los cardos y de los hierbajos que para mí continúan innominados. (¡Qué dicha, las cosas con nombre todavía por adivinar!).
Y los amarillos de los silvestres generales, los pequeños, aterciopelados botones, los diminutos, espigados pétalos que brotan con más desparpajo rompiendo el asfalto, el cemento, la costra de las basuras sólidas.
Las acacias se habían sacado sus flores blancas olorosas, como sucede cada vez que vuelven los vencejos, que en la Colina se adelantan por muy poco a las golondrinas.
Blanco de acacia y gemido todavía tímido de vencejo.
Luego se fue viniendo la bruma desde el mar, omitiendo la costa, las edificaciones del espanto que procuramos que se nos pase desapercibido.
Entré, por primera vez desde el último otoño, en el Manzanares, que también está cambiado, con otros dueños, otros olores, sin las fotos dedicadas de Ana María Matute en la pared.
-¡Hola, judío! -me saludó un buenapersona, un conocido de alguna noche de borrasca y discusión, uno que no nació con todo lo que debiera y que un día de estos, qué más da, se irá sin echarlo en falta.
-¡Y también canario! -volvió a exclamar desde una punta de la barra.
Se me acercó. Me dieron ganas de pasarle la mano por la espalda. Desvalidos del mundo...
-¿Y Sharon Stone también es judía?
Me fui hacia la niebla. Tomé el autobús con una tarjeta caducada. ¡Todas las glorias rubias y judías de Hollywood!
-¡Le comería hasta el hueso! -profirió, ya en delirio, mi conocido, mi buenapersona-. Aunque ya es mayor... -añadió no sé si con pesadumbre.
Todas las glorias judías y rubias, toda la rubiez judía y de mediodía que nunca me acompañará mientras subo a la Colina en el autobús y en su poco pasaje se nos prenden los ojos, una americana del Sur, uno de donde no es nada.
Piscinas judías de Hollywood... A mí al principio no se me venía el nombre.
Quería decir que sí, que soy judío, como cualquier persona normal, y también canario, vaya por dios, con esos canarios en el exterior que tenemos, vergüenza ninguna y mucha mafia de papel, y dije: "Sí, como aquella que cruzaba las piernas... Sí, como aquella que cruzaba las piernas, dios, cómo se llama..."
Y el de al lado, levantando los ojos de El Periódico de Catalunya, intervino con una sonrisa:
-Sharon Stone.
Al otro costado de este mundo, debe de haber otro con Stone cruzando sus judías piernas, unas piscinas, unos mediodías en los que jamás entrará la bruma, y sí toda la fragancia blanca y alimonada de las acacias, arriba de todo las golondrinas, las nubes de azul y blanco, la alegría de los altamares.
Jose Carlos Cataño
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