Sencillamente mejor
La sencillez es deseable, la simpleza, no. En tiempos difíciles y complejos, lo razonable parece ser reorganizar la escala de valores y, como cuando se complica la salud, aprender a apreciar lo que en la vida resulta más determinante. Incluso hace falta que el comportamiento, las maneras y el estilo se depuren hacia un modo de ser menos engolado y pomposo. Quedan más en evidencia las grandilocuencias y los engreimientos.
Y, sobre todo, las complicaciones son una ocasión para apreciar lo que realmente merece la pena, para buscar lo que nos reconforta y precisamos.
La necesaria organización del tiempo, de los recursos y de las fuerzas obliga a una reorientación que no conviene dejar simplemente en manos de la coyuntura de los momentos.
Se trata de establecer prioridades.
Y no es preciso insistir en que suelen resultar decisivos los afectos, los entornos, la proximidad cordial. Y las condiciones dignas de vida. La sencillez es también la búsqueda de lo fundamental.
La sencillez es un saber, no un acopio de conocimientos, sino una forma de vida.
Podríamos decir sin exceso que es una sabiduría que se busca. Resulta extraordinariamente agradable encontrarse con quien la entiende como una forma de de entrega, sin ostentación, de dedicación intensa sin aspavientos, sin reclamar permanentemente reconocimiento, y sin medir permanentemente el poder de los demás o el interés.
Pero sencillo no significa falto de exigencia o tibio.
Por eso resulta tan llamativa la autosuficiencia. También se es incauto, que es un modo de ser simple, por exceso de confianza o por prepotencia.
No faltan quienes aún hablan como si ya estuviera todo claro, como si no dudaran, como si siempre supieran perfectamente lo que hay que hacer, como si todo estuviera en sus manos, todo y todos, como si fuera la gran ocasión para la frase ocurrente, la determinación que todo lo zanja. Tal vez no es sólo falta de sencillez, también lo es de modestia.
Otra cosa es que, por lo visto, es importante dar una imagen de contundencia, de dominio, pero la sencillez no impide la cuidada firmeza.
No es una claudicación ante la complejidad, ni un desinterés por lo sofisticado o de múltiples raíces, ni la incapacidad para el análisis pormenorizado
. Sin ostentación ni artificios, es cuestión de expresar con naturalidad los conceptos.
La sencillez no ha de ser una coartada para la indiferencia, ni desatención para con lo refinado, ni falta de implicación.
Nos sentimos respetados por quienes son sencillos, por quienes no se dirigen a nosotros exhibiéndose, propalando sus conocimientos, sino ofreciéndonos caminos o solicitando compañía para procurárnoslos conjuntamente.
En el peor de los casos, algunos nos dictan permanentemente lo que ha de hacerse, lo que nos conviene, lo que es y cómo es, porque a su juicio somos nosotros quienes hemos de cambiar. Su supuesta superioridad carece de sencillez.
La sencillez es un desafío para todos.
Nos permite tratar de comprender el alcance y el sentido del vivir, y el carácter pleno y efímero de la existencia, que se expresa en las experiencias cotidianas
. Este saber tan sentido y labrado en personas admirables nos enseña a no pretender el permanente deslumbramiento de una presunta brillantez, siempre con acciones de impacto.
Ello nos conduciría a la parálisis que Hegel atribuye al alma bella. Tan convencida está de la importancia de las acciones determinantes, que no encuentra ninguna que esté a la altura de su voluntad. Y así, con su arrogancia, no hace nada y “el alma bella se deshace en una nostálgica tuberculosis”.
Esa supuesta ambición es finalmente más ineficaz que la tarea permanente, diaria, pormenorizada, cuidadosa, de lo sencillamente bien hecho. Es difícil lograrlo
. Es un desafío para todos ya que, como señalamos, precisa gran sabiduría. E intensidad. E insistencia.
En definitiva, ello nos permite escuchar limpiamente lo que nos dice el oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”, no como una llamada anacrónica a la introspección, sino como la convocatoria a asumir los propios límites y limitaciones de nuestra condición humana que, por cierto, no es poca cosa.
Pero el oráculo nos recuerda que no somos dioses. Así es, somos mortales.
Puede resultar llamativo que nos veamos en la necesidad de recordárnoslo.
Nos ayuda la reescritura y la relectura entonada de las conocidas preguntas de Kant, que todo ilustrado ha de plantearse: ¿Qué otra cosa se puede esperar si somos seres humanos, sencillamente humanos?
Y esto no nos frena, nos convoca.
En lugar de una mirada precipitada, atolondrada, excesiva, obsesiva en acaparar, dominar y consumir, se requiere la intensidad sencilla, y no menos ambiciosa, de vivir libre, adecuada y justamente.
Cuando eso ocurre, se distingue más claramente lo que nos falta y lo que nos sobra.
No es preciso enmascarar ni envolver cada acción con más de lo que es. A ver si queriendo otra cosa, acabamos deseando ser antes simples que sencillos.
Como el agua moja, el sol brilla y el verso dice, la sencillez tiene su propia elocuencia.
(Imágenes: Kitagawa Utamaro ( 1753-1806), Pescadoras de mariscos; cuadro de Lola Abellán; y fotografía de Roger McLassus)