Periodismo para oscurecer
Durante algún tiempo venía a verme a mi sitio de trabajo una mujer que había perdido a su hijo en el peor atentado de España, el múltiple atentado ocurrido en Atocha hace hoy ocho años.
Ella quería escribir, narrar el vacío, llenarlo con sus palabras. Estaba transida de una inclemente melancolía que convertía aquellas visitas en un susurro del que yo trataba de levantarla con el único ánimo que me era posible: el ánimo solidario de escucharla, de recomendarle libros.
Tenía el aspecto de una mujer indefensa y herida, pero de ella no escuché jamás una palabra de rencor; sabía quiénes eran los culpables, escuchaba el rumor de los que ponían en dudas las autorías, pero a ella le importaba ya el dolor, cómo salvarse de esa oscura sensación de miedo retrospectivo, cómo norar al hijo, cómo conservar la memoria de lo mejor que tuvo.
Había perdido la ilusión, en realidad había perdido el ánimo, e incluso el ánimo de seguir, y alguien, quien la envió a verme, debió decirle que escribiendo acerca de lo que vivía podía superar esa vida de ausencias que poblaba su imaginación y su mente. Una memoria herida.
Hizo algunos ejercicios; escribía a mano, como quien escribe una carta que no ha de tener destinatario, y yo la leía con la emoción con la que ella transmitía aquellos trazos de bolígrafo azul sobre papel cuadriculado.
Siempre que leo sobre aquel suceso me vienen a mi memoria esas visitas de la mujer cordial, suave y débil que hacía lo posible por descubrir alguna luz en la nebulosa. Y cuando leo lo que publica un periodismo que parece no haber superado aún su nivel de abyección en la pesquisa, recuerdo el drama real que esa persona vivía.
Oscureciendo lo que pasó dañan a quienes lo sufrieron. La voluntad de ese periodismo es la de acertar dañando. Oscurecen para ganar (lectores, dudas) y no les importa que la mentira sea tan evidente como la intención con la que la expulsan. Ánimo para superar aquella terrible memoria, desdén para los que quieren aprovecharse del dolor alimentando dudas que no existe más allá de la capacidad de manipulación de un periodismo que no sabe decir su nombre.
Ella quería escribir, narrar el vacío, llenarlo con sus palabras. Estaba transida de una inclemente melancolía que convertía aquellas visitas en un susurro del que yo trataba de levantarla con el único ánimo que me era posible: el ánimo solidario de escucharla, de recomendarle libros.
Tenía el aspecto de una mujer indefensa y herida, pero de ella no escuché jamás una palabra de rencor; sabía quiénes eran los culpables, escuchaba el rumor de los que ponían en dudas las autorías, pero a ella le importaba ya el dolor, cómo salvarse de esa oscura sensación de miedo retrospectivo, cómo norar al hijo, cómo conservar la memoria de lo mejor que tuvo.
Había perdido la ilusión, en realidad había perdido el ánimo, e incluso el ánimo de seguir, y alguien, quien la envió a verme, debió decirle que escribiendo acerca de lo que vivía podía superar esa vida de ausencias que poblaba su imaginación y su mente. Una memoria herida.
Hizo algunos ejercicios; escribía a mano, como quien escribe una carta que no ha de tener destinatario, y yo la leía con la emoción con la que ella transmitía aquellos trazos de bolígrafo azul sobre papel cuadriculado.
Siempre que leo sobre aquel suceso me vienen a mi memoria esas visitas de la mujer cordial, suave y débil que hacía lo posible por descubrir alguna luz en la nebulosa. Y cuando leo lo que publica un periodismo que parece no haber superado aún su nivel de abyección en la pesquisa, recuerdo el drama real que esa persona vivía.
Oscureciendo lo que pasó dañan a quienes lo sufrieron. La voluntad de ese periodismo es la de acertar dañando. Oscurecen para ganar (lectores, dudas) y no les importa que la mentira sea tan evidente como la intención con la que la expulsan. Ánimo para superar aquella terrible memoria, desdén para los que quieren aprovecharse del dolor alimentando dudas que no existe más allá de la capacidad de manipulación de un periodismo que no sabe decir su nombre.
Durante algún tiempo venía a verme a mi sitio de trabajo una mujer que había perdido a su hijo en el peor atentado de España, el múltiple atentado ocurrido en Atocha hace hoy ocho años.
Ella quería escribir, narrar el vacío, llenarlo con sus palabras. Estaba transida de una inclemente melancolía que convertía aquellas visitas en un susurro del que yo trataba de levantarla con el único ánimo que me era posible: el ánimo solidario de escucharla, de recomendarle libros.
Tenía el aspecto de una mujer indefensa y herida, pero de ella no escuché jamás una palabra de rencor; sabía quiénes eran los culpables, escuchaba el rumor de los que ponían en dudas las autorías, pero a ella le importaba ya el dolor, cómo salvarse de esa oscura sensación de miedo retrospectivo, cómo norar al hijo, cómo conservar la memoria de lo mejor que tuvo.
Había perdido la ilusión, en realidad había perdido el ánimo, e incluso el ánimo de seguir, y alguien, quien la envió a verme, debió decirle que escribiendo acerca de lo que vivía podía superar esa vida de ausencias que poblaba su imaginación y su mente. Una memoria herida.
Hizo algunos ejercicios; escribía a mano, como quien escribe una carta que no ha de tener destinatario, y yo la leía con la emoción con la que ella transmitía aquellos trazos de bolígrafo azul sobre papel cuadriculado.
Siempre que leo sobre aquel suceso me vienen a mi memoria esas visitas de la mujer cordial, suave y débil que hacía lo posible por descubrir alguna luz en la nebulosa. Y cuando leo lo que publica un periodismo que parece no haber superado aún su nivel de abyección en la pesquisa, recuerdo el drama real que esa persona vivía.
Oscureciendo lo que pasó dañan a quienes lo sufrieron. La voluntad de ese periodismo es la de acertar dañando. Oscurecen para ganar (lectores, dudas) y no les importa que la mentira sea tan evidente como la intención con la que la expulsan. Ánimo para superar aquella terrible memoria, desdén para los que quieren aprovecharse del dolor alimentando dudas que no existe más allá de la capacidad de manipulación de un periodismo que no sabe decir su nombre.
Ella quería escribir, narrar el vacío, llenarlo con sus palabras. Estaba transida de una inclemente melancolía que convertía aquellas visitas en un susurro del que yo trataba de levantarla con el único ánimo que me era posible: el ánimo solidario de escucharla, de recomendarle libros.
Tenía el aspecto de una mujer indefensa y herida, pero de ella no escuché jamás una palabra de rencor; sabía quiénes eran los culpables, escuchaba el rumor de los que ponían en dudas las autorías, pero a ella le importaba ya el dolor, cómo salvarse de esa oscura sensación de miedo retrospectivo, cómo norar al hijo, cómo conservar la memoria de lo mejor que tuvo.
Había perdido la ilusión, en realidad había perdido el ánimo, e incluso el ánimo de seguir, y alguien, quien la envió a verme, debió decirle que escribiendo acerca de lo que vivía podía superar esa vida de ausencias que poblaba su imaginación y su mente. Una memoria herida.
Hizo algunos ejercicios; escribía a mano, como quien escribe una carta que no ha de tener destinatario, y yo la leía con la emoción con la que ella transmitía aquellos trazos de bolígrafo azul sobre papel cuadriculado.
Siempre que leo sobre aquel suceso me vienen a mi memoria esas visitas de la mujer cordial, suave y débil que hacía lo posible por descubrir alguna luz en la nebulosa. Y cuando leo lo que publica un periodismo que parece no haber superado aún su nivel de abyección en la pesquisa, recuerdo el drama real que esa persona vivía.
Oscureciendo lo que pasó dañan a quienes lo sufrieron. La voluntad de ese periodismo es la de acertar dañando. Oscurecen para ganar (lectores, dudas) y no les importa que la mentira sea tan evidente como la intención con la que la expulsan. Ánimo para superar aquella terrible memoria, desdén para los que quieren aprovecharse del dolor alimentando dudas que no existe más allá de la capacidad de manipulación de un periodismo que no sabe decir su nombre.