O, en este caso, del suelo cultivable por medio de plantaciones de cannabis. Bernat Pellissa, alcalde por ERC de Rasquera, en Tarragona, no ha sido el primero ni será el último —de hecho hay ya una Federación de Asociaciones Cannábicas en España— en plantear la cesión de algunos terrenos a la Asociación Barcelonesa Cannábica de Autoconsumo (ABCDA), que cuenta con 5.000 socios, para cultivar la buscada planta.
Y lo hace dentro de su Plan de Acción Municipal Anticrisis para ir cerrando la deuda que tiene el Ayuntamiento de este pueblo agrícola del interior, de menos de un millar de habitantes, venido a menos con la crisis del sector.
No le costará nada y puede recibir hasta 1,3 millones de euros en dos años, que irán a una empresa municipal de investigación del hachís, además de puestos de trabajo.
Iniciativas similares han surgido en otras partes de España, poniendo en jaque a las autoridades. Pues si el consumo de cannabis no está prohibido en España (aunque no en lugares públicos desde la ley Corcuera de 1992), el Código Penal sí pone fuera de la ley el cultivo, la elaboración o el tráfico de drogas.
Todo esto está en una penumbra jurídica, en el caso de las llamadas drogas blandas.
Tanto que diversas asociaciones de productores privados de la planta de la hoja verde en el País Vasco ganaron varios juicios a las autoridades que han tenido que devolver el control sobre las plantaciones decomisadas, lo que llevó a conversaciones con las autoridades para aclarar la situación.
Los más agradecidos fueron algunos socios maduros, que consideraban que ya no tenían una edad como para ir de trapicheo por las oscuras esquinas de algunas poblaciones.
Pero qué duda cabe de que aclarar la situación requerirá de acuerdos complejos que impliquen a la policía, a sanidad y a la justicia. No se trata de transformar los campos españoles en un Ámsterdam.
En la ciudad holandesa, las autoridades han ordenado hace ya un tiempo que las famosas coffee shops fueran vetadas a los turistas y admitieran solo a socios.