Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

2 mar 2012

Yo, Unamuno, me confieso


Miguel de Unamuno. / AGUSTIN SCIAMMARELLA
A punto de cumplir 40 años, Miguel de Unamuno (1864-1936) atraviesa una racha accidentada.
 Fallece su hijo Raimundo, el niño enfermo que le acompañaba mientras escribía.
Se descubre una malversación de fondos en la Universidad de Salamanca, cometida por alguien de su confianza, que, además del disgusto, le cuesta 5.000 pesetas de su bolsillo y le asfixia las cuentas.
Por si no bastara con ello, en abril de 1903 se viven en Salamanca escenas que, visto lo ocurrido días atrás en Valencia, se encuentran bien arraigadas en la tradición española.
 Un enfrentamiento entre guardias y estudiantes que finaliza con el asalto del claustro universitario por parte de la policía a caballo y la muerte de dos jóvenes.
Miguel de Unamuno, el rector salmantino, que había tratado de serenar a sus alumnos diciendo: “Contra la razón de la fuerza, oponed vosotros, muchachos, la fuerza de la razón”, pierde un botón de la chaqueta en la refriega y —mucho menos anecdótico— se gana varias enemistades. Sumadas a las que ya tenía, acrecientan la campaña para expulsarle del rectorado.
 El periódico El Lábaro le ataca día sí, día también. El obispo de Salamanca le reprocha que quiera “descatolizar” a la juventud —Unamuno repetía que “España necesita que la cristianicen descatolizándola”— y, en una carta al presidente del Gobierno Antonio Maura, exige la cabeza del rector (muy bíblico, por otra parte).
¿Qué hace Unamuno? En primer lugar coquetear con la idea de irse a Argentina, aunque tal vez sea una osadía moderna atribuir a la mente unamuniana el verbo coquetear. Presume que, al otro lado del Atlántico, sus hijos crecerán en un mundo más tolerante (“ya sé que a nadie se tuesta, ya no se hacen autos de fe, pero se hace algo peor: combatir las ideas con la burla”, dirá ante una asamblea de artesanos coruñeses, a la que acudió junto a Emilia Pardo Bazán por aquellas fechas). Y escribe, escribe como siempre en varios proyectos simultáneos, entre ellos un manuscrito sorprendente, que titula Mi confesión y que ha permanecido oculto más de un siglo, despistado entre otros papeles en la Casa-Museo Miguel de Unamuno, de la Universidad de Salamanca.
Es probable que Alicia Villar, catedrática de Filosofía Moderna en la Universidad Pontificia de Comillas, haya sido la primera lectora de estos folios de Unamuno, que ahora han sido publicados por la editorial Sígueme en un libro, que se complementa con el estudio de la experta y algunas cartas de Unamuno escritas entre 1902 y 1904 hasta ahora dispersas, que ayudan a entender las circunstancias adversas que afrontaba el pensador. “He pasado una temporada de disgustos, sinsabores y algo más”, le revela en una misiva a Pedro Jiménez Ilundáin en mayo de 1902.
Como tantas otras veces, fue un hallazgo fortuito. Alicia Villar investigaba la vinculación entre Pascal y el autor Del sentimiento trágico de la vida en la Casa-Museo, cuando encontró una carpeta donde se guardaba el Tratado del amor de Dios y 19 folios numerados, escritos por las dos caras, sobre los que no había oído hablar jamás. “Unamuno tiene tanto escrito que tardé un tiempo en comprobar que no había sido publicado nunca”, explica Villar, especialista en las obras de Pascal, Rousseau y Unamuno.
En Mi confesión se incluyen tres ensayos con algunas de las cuestiones esenciales que acompañarán al intelectual vasco durante el resto de su vida y que dieron lugar a una de sus obras más célebres: Del sentimiento trágico de la vida.
 Hay incluso párrafos (los relacionados con la inmortalidad), según la comparación de la catedrática Villar, desarrollados en la conocida obra que se anticipan en el manuscrito.
 “Asimismo coinciden las referencias a Platón, Spinoza, Nietzsche y Kierkegaard”. Y añade: “Hay otros temas recurrentes como el cainismo y la crítica al intelectualismo que ya había planteado en El mal del siglo”.
Un aspecto que aborda inicialmente el manuscrito y que luego perderá fuelle en sus preocupaciones es el afán de perpetuarse eternamente de los escritores, una inclinación que acuña como “erostratismo”, en honor de Eróstrato, que incendió el templo de Éfeso para inmortalizar su nombre. “¡Mi nombre! ¿Y qué importa mi nombre? (…) Siembro las ideas que me vienen a las mientes —sean propias o ajenas— al azar de mi marcha por el mundo, a boleo, y el mismo ahínco pongo en una carta que será trizada no bien leída, que en un escrito público que se archive y empolve mañana en uno de esos cementerios que llamamos bibliotecas”, expone el escritor, que clama contra “la avaricia espiritual” como “raíz de todo decaimiento”.
En Mi confesión se asiste al desgarro de Unamuno, que parecía brotar de una paradoja: un apasionado rehén de la razón, o viceversa: un intelectual en busca de la fe.
“No quiero poner paz entre mi corazón y mi cabeza, entre mi fe y mi razón, sino quiero que se peleen y se nieguen recíprocamente, pues su combate es mi vida”, escribe en un adelanto de lo que absorberá su pensamiento en unos años.
Sospechaba de la docencia que se arrodillaba ante los ideales —políticos o económicos— y le atemorizaba la “sequedad intelectual, sin fondo de sentimiento”. Ese alejamiento del sectarismo le condena a cierta soledad.
“Tiene dificultades en todos los frentes, muchos intelectuales no entienden sus problemas con la fe y los conservadores le consideran un heterodoxo”, analiza Alicia Villar.
En la pugna y la duda vive cómodo. Nunca fue el autor de La tía Tula un hombre de ideas excluyentes
. “Los que lo ven todo claro son espíritus oscuros”, le dijo una tarde el poeta portugués Guerra Junqueiro. Lo suscribió plenamente: “No leo a los escritores agresivos, cortantes, afirmativos, de batalla. Creo que hacen su obra, pero que es obra muy pasajera.
Y como no me siento un luchador de avanzada ni un propagandista, me quedo aquí en este retiro”.

INSPIRACIÓN

INSPIRACIÓN

INSPIRACIÓN
Ocurrió que una mariposa me franqueó el alma. 
Decidí llamarla Inspiración y algunas de mis palabras se llenan de su hermosura, se nutren de su mirada, se vuelcan en su belleza, se inspiran en su ternura...

'Sabrina', elegancia hecha cine

Audrey Hepburn en una imagen publicitaria de 'Sabrina', 1954, fotografiada por Bud Frake

Solo dos veces en su vida Billy Wilder pareció ceder a la presión de Hollywood. La primera fue con El vals del emperador, un favor que realizó a los estudios Paramount, que buscaban un argumento para Bing Crosby. Wilder la odiaba y se arrepintió toda su vida. La otra fue Sabrina, y no fue una rendición consciente, sino que sencillamente Wilder tocó el mito de la Cenicienta con una virginal Audrey Hepburn, de aire adolescente, que volvía loca a los hombres con sus sueños de una manera tan púdica que en Sabrina las conversaciones sexuales jamás rozan su personaje ("Mira esas piernas. ¿No son fantásticas?", dice el personaje de William Holden. Respuesta de su hermano, interpretado por Humphrey Bogart: "Las últimas piernas que te parecieron fantásticas le costaron a la familia 25.000 dólares"). Su creador aseguraba que tenía muchos toques Lubitsch (el maestro de Wilder), que sabía insinuar de manera ligera y elegante sin caer en lo obvio. Y eso que habla de un triángulo amoroso: el de la hija del chófer de una familia millonaria, una chica que pasa de pelusilla molesta a belleza etérea vía una educación en París, y los dos herederos: el currante Linus (Bogart) y el cigarra David (Holden).
Sabrina es clase, es gusto, es amor… pero a lo largo de su visionado hay algo que molesta, que chirría. Wilder siempre explicó que Sabrina no era perfecta, fue por su enfrentamiento con Bogart: "Hasta entonces había interpretado sobre todo a tipos duros con gabardina, que ocultaban sus sentimientos detrás de observaciones impertinentes. Y ahora debía engañar a una muchachita soñadora y cursi, para quedar, finalmente, a su merced. Por primera vez en su carrera tenía que interpretar a un hombre que llevaba pantalones de rayas, un sombrero rígido y un paraguas". Bogart respondía que nunca le dijeron "con quién iba a acabar Sabrina".
Y es que no lo sabían. Durante la filmación, Wilder hizo piña con Holden –ya habían trabajado juntos- y Hepburn, con ellos tomaba martinis… y porque en realidad el guion se escribía con solo dos días de antelación al rodaje. Hepburn y Holden protegieron a su director, le sirvieron como escudo para que nadie sospechara los problemas de escritura. Así que Bogart se sentía inseguro en su personaje y apartado del grupito que todas las noches compartían copas, sin sospechar que después Wilder aún se quedaba despierto escribiendo y reescribiendo. La leyenda habla de crisis de ansiedad del coguionista, Ernest Lehman; de enfrentamientos por el vestuario; de un alcohólico Bogart nervioso si la jornada de trabajo no acababa a las cinco (hora del trago), y de un último día de rodaje que Wilder remató mirando al cielo y gritando "¡Jódete!" a Dios.
Todo lo anterior no importa si uno mira en la pantalla a Sabrina subida a un árbol, si disfruta del sketch de las aceitunas con Martini, si se deja llevar por la evocación de un mundo lleno de gracia en el que Audrey Hepburn era la reina.

"El cine es como un espectáculo de magia"

Y entonces llegó Rodrigo Cortés con Buried. Hace décadas, las aventuras de cineastas como José Luis Borau, Bigas Luna o Fernando Trueba para rodar en inglés eran eso, aventuras. Hoy, esa apuesta parece más normalizada, aunque no es el día a día. Bayona, Fresnadillo, Coixet, Plaza, Balagueró, Amenábar… Pero eso de que Sundance sirva de catapulta para lanzar una película española solo lo ha logrado Buried, su director, Rodrigo Cortés, y su productor, Adrián Guerra. Era un órdago al juego, ahora hipervitamido en un órdago a la grande con Luces rojas. Ryan Reynolds estaba bien, pero más suman Robert de Niro, Sigourney Weaver, Cillian Murphy y Toby Jones. Y Rodrigo Cortés, nacido en Ourense en 1973, pero criado en Salamanca, el cineasta que mejor habla español –acento neutro, vocabulario profuso, dominio de los términos exactos- arrancó de nuevo en Sundance con otra película en inglés, capital español, rodaje mayoritario en Barcelona y sensación de fenómeno de la temporada (en el imperio Redford tuvieron que sumar una proyección más a las seis programadas por petición popular, aunque luego recibió críticas de todo tipo).
Cortés se declara exhausto –aunque quién lo diría viéndole- tras dos años en los que hasta ha montado Luces rojas. “También soy coproductor, porque así protejo el resultado”. El cineasta habla de la dureza del rodaje, de que todo es cine pero que en la filmación uno se aleja mucho más de la creatividad para convertirse en algo que él no verbaliza, pero que suena a mariscal de campo.
‘Luces rojas’ habla de parasicólogos, de magos de los sentimientos, de curanderos que se aprovechan de la gente.
A su vez, el filme se convierte en ese megatruco de los mejores ilusionistas, el llamado ‘prestigio’. “Me gusta pensar que Luces rojas es un juego activo. El espectador deja de confiar en lo que ve, porque sufre una manipulación amigable. Cada cierto tramo de la película, el público se ve obligado a reconvertirse, a replantearse lo que está absorbiendo de la pantalla”.