2 mar 2012
'Sabrina', elegancia hecha cine
Sabrina es clase, es gusto, es amor… pero a lo largo de su visionado hay algo que molesta, que chirría. Wilder siempre explicó que Sabrina no era perfecta, fue por su enfrentamiento con Bogart: "Hasta entonces había interpretado sobre todo a tipos duros con gabardina, que ocultaban sus sentimientos detrás de observaciones impertinentes. Y ahora debía engañar a una muchachita soñadora y cursi, para quedar, finalmente, a su merced. Por primera vez en su carrera tenía que interpretar a un hombre que llevaba pantalones de rayas, un sombrero rígido y un paraguas". Bogart respondía que nunca le dijeron "con quién iba a acabar Sabrina".
Y es que no lo sabían. Durante la filmación, Wilder hizo piña con Holden –ya habían trabajado juntos- y Hepburn, con ellos tomaba martinis… y porque en realidad el guion se escribía con solo dos días de antelación al rodaje. Hepburn y Holden protegieron a su director, le sirvieron como escudo para que nadie sospechara los problemas de escritura. Así que Bogart se sentía inseguro en su personaje y apartado del grupito que todas las noches compartían copas, sin sospechar que después Wilder aún se quedaba despierto escribiendo y reescribiendo. La leyenda habla de crisis de ansiedad del coguionista, Ernest Lehman; de enfrentamientos por el vestuario; de un alcohólico Bogart nervioso si la jornada de trabajo no acababa a las cinco (hora del trago), y de un último día de rodaje que Wilder remató mirando al cielo y gritando "¡Jódete!" a Dios.
Todo lo anterior no importa si uno mira en la pantalla a Sabrina subida a un árbol, si disfruta del sketch de las aceitunas con Martini, si se deja llevar por la evocación de un mundo lleno de gracia en el que Audrey Hepburn era la reina.
"El cine es como un espectáculo de magia"
Y entonces llegó Rodrigo Cortés con Buried. Hace décadas, las aventuras de cineastas como José Luis Borau, Bigas Luna o Fernando Trueba para rodar en inglés eran eso, aventuras. Hoy, esa apuesta parece más normalizada, aunque no es el día a día. Bayona, Fresnadillo, Coixet, Plaza, Balagueró, Amenábar… Pero eso de que Sundance sirva de catapulta para lanzar una película española solo lo ha logrado Buried, su director, Rodrigo Cortés, y su productor, Adrián Guerra. Era un órdago al juego, ahora hipervitamido en un órdago a la grande con Luces rojas. Ryan Reynolds estaba bien, pero más suman Robert de Niro, Sigourney Weaver, Cillian Murphy y Toby Jones. Y Rodrigo Cortés, nacido en Ourense en 1973, pero criado en Salamanca, el cineasta que mejor habla español –acento neutro, vocabulario profuso, dominio de los términos exactos- arrancó de nuevo en Sundance con otra película en inglés, capital español, rodaje mayoritario en Barcelona y sensación de fenómeno de la temporada (en el imperio Redford tuvieron que sumar una proyección más a las seis programadas por petición popular, aunque luego recibió críticas de todo tipo).
Cortés se declara exhausto –aunque quién lo diría viéndole- tras dos años en los que hasta ha montado Luces rojas. “También soy coproductor, porque así protejo el resultado”. El cineasta habla de la dureza del rodaje, de que todo es cine pero que en la filmación uno se aleja mucho más de la creatividad para convertirse en algo que él no verbaliza, pero que suena a mariscal de campo.
‘Luces rojas’ habla de parasicólogos, de magos de los sentimientos, de curanderos que se aprovechan de la gente.
A su vez, el filme se convierte en ese megatruco de los mejores ilusionistas, el llamado ‘prestigio’. “Me gusta pensar que Luces rojas es un juego activo. El espectador deja de confiar en lo que ve, porque sufre una manipulación amigable. Cada cierto tramo de la película, el público se ve obligado a reconvertirse, a replantearse lo que está absorbiendo de la pantalla”.
Cortés se declara exhausto –aunque quién lo diría viéndole- tras dos años en los que hasta ha montado Luces rojas. “También soy coproductor, porque así protejo el resultado”. El cineasta habla de la dureza del rodaje, de que todo es cine pero que en la filmación uno se aleja mucho más de la creatividad para convertirse en algo que él no verbaliza, pero que suena a mariscal de campo.
‘Luces rojas’ habla de parasicólogos, de magos de los sentimientos, de curanderos que se aprovechan de la gente.
A su vez, el filme se convierte en ese megatruco de los mejores ilusionistas, el llamado ‘prestigio’. “Me gusta pensar que Luces rojas es un juego activo. El espectador deja de confiar en lo que ve, porque sufre una manipulación amigable. Cada cierto tramo de la película, el público se ve obligado a reconvertirse, a replantearse lo que está absorbiendo de la pantalla”.
Cabrera Infante en el cine con Caín
Cabrera Infante en el cine con Caín
Por: Juan Cruz | 02 de marzo de 2012
Leíamos a Guillermo Cabrera Infante para vivir más, sobre todo por la noche; leíamos Tres tristes tigres, Así en la paz como en la guerra, leíamos Un oficio del siglo XX...; había alguno entre nosotros que se sabía de memoria párrafos enteros de sus libros. Estaba tan presente, en nuestras conversaciones, en nuestros gustos, en nuestras juergas, que era sin duda uno de los nuestros. Y era, para mi, el escritor que más quería, como si fuera un espejo y una mano que me guiara por la literatura como aspiración y como compañía.
En ese entonces nosotros no sabíamos de veras qué era el exilio y cómo le estaba afectando a Miriam Gómez, su mujer, y a él, esa injusticia que la historia puso en el camino de ambos. Lo supimos luego, cuando ya empezamos a saber de veras qué era Cuba, aquella esperanza isleña que nosotros compartíamos a ciegas. Los conocimos en Londres, vivimos con ellos muchas aventuras, y sobre todo disfrutamos de su casa y de su memoria, que son indisolubles. Los vimos sentados debajo de aquellos libros históricos del cine y de la literatura, enfrente del enorme televisor en el que siguieron juntos viendo películas, animados por la charla de Guillermo y de Miriam, que se quitaban la palabra para recontar mejor, con más gracia, con una memoria acelerada por el tiempo y el genio, historias que ellos vivieron en la prehistoria y que ahora eran materia de la literatura oral (y escrita) que habitaba en esa casa de Gloucester Road.
Los dos eran tres. El tercero ya no actuaba, pues se había fundido en ellos y se había quedado en la eternidad del cine. Era G. Caín, el seudónimo con el que Guillermo fue al cine y que fue el sustrato humano (y divino) que se dio a sí mismo para escribir de películas en blanco y negro o del incipiente color en las columnas que tuvo en la prensa habanera de la prerrevolución. Aquel G. Caín y aquel Guillermo Cabrera Infante constituyeron una dualidad imborrable en la historia de la mejor literatura cinematográfica. Y ahora ha tenido Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la divina ocurrencia de traerlos juntos otra vez en un volumen que Toni Munné, el feliz editor de las obras completas de GCI, ha titulado El cronista de cine. Ahí ha agrupado, junto con Un oficio del siglo XX, su libro más completo sobre cine/literatura, y otros escritos cinematográficos. El conjunto es un saludable volumen de cerca de 1500 páginas que seguramente habría hecho muy feliz a Guillermo, que murió hace siete años y nos dejó tan huérfanos, y sin duda hará muy feliz a Miriam que, como Caín, es una figura imprescindible de la figura única de Guillermo Cabrera Infante. Está ya en librerías, se presenta el martes próximo, y lo aconsejo como creo que pocas veces he aconsejado un libro.
En ese entonces nosotros no sabíamos de veras qué era el exilio y cómo le estaba afectando a Miriam Gómez, su mujer, y a él, esa injusticia que la historia puso en el camino de ambos. Lo supimos luego, cuando ya empezamos a saber de veras qué era Cuba, aquella esperanza isleña que nosotros compartíamos a ciegas. Los conocimos en Londres, vivimos con ellos muchas aventuras, y sobre todo disfrutamos de su casa y de su memoria, que son indisolubles. Los vimos sentados debajo de aquellos libros históricos del cine y de la literatura, enfrente del enorme televisor en el que siguieron juntos viendo películas, animados por la charla de Guillermo y de Miriam, que se quitaban la palabra para recontar mejor, con más gracia, con una memoria acelerada por el tiempo y el genio, historias que ellos vivieron en la prehistoria y que ahora eran materia de la literatura oral (y escrita) que habitaba en esa casa de Gloucester Road.
Los dos eran tres. El tercero ya no actuaba, pues se había fundido en ellos y se había quedado en la eternidad del cine. Era G. Caín, el seudónimo con el que Guillermo fue al cine y que fue el sustrato humano (y divino) que se dio a sí mismo para escribir de películas en blanco y negro o del incipiente color en las columnas que tuvo en la prensa habanera de la prerrevolución. Aquel G. Caín y aquel Guillermo Cabrera Infante constituyeron una dualidad imborrable en la historia de la mejor literatura cinematográfica. Y ahora ha tenido Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la divina ocurrencia de traerlos juntos otra vez en un volumen que Toni Munné, el feliz editor de las obras completas de GCI, ha titulado El cronista de cine. Ahí ha agrupado, junto con Un oficio del siglo XX, su libro más completo sobre cine/literatura, y otros escritos cinematográficos. El conjunto es un saludable volumen de cerca de 1500 páginas que seguramente habría hecho muy feliz a Guillermo, que murió hace siete años y nos dejó tan huérfanos, y sin duda hará muy feliz a Miriam que, como Caín, es una figura imprescindible de la figura única de Guillermo Cabrera Infante. Está ya en librerías, se presenta el martes próximo, y lo aconsejo como creo que pocas veces he aconsejado un libro.
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