Un día Alejandro decide lanzarse y va a casa de Julia y le dice con torpeza que si ella aceptara ser su mujer, él se lo daría todo.
La joven, una hermosa mujer de provincias, hija del médico del lugar y con su punto de beatería, se queda pálida y le contesta que imposible. "Dentro de su alma se operó una metamorfosis brusca, decisiva, como si súbitamente la luz se apagara en ella", escribe Antón Chéjov sobre la reacción que tiene ante la abrupta negativa Alejandro, un joven adinerado que está de visita allí por la enfermedad de su hermana. "Y salió de la casa sintiéndose avergonzado, humillado, despreciado. Se sentía un personaje desagradable y hasta repugnante". Chéjov lo va acompañando mientras camina por la calle y va contando lo que le pasa.
Explica, por ejemplo, que luego le invadió "una indiferencia semejante a la de los criminales después de una condena severa, mientras piensan que, gracias a Dios, todo ha terminado".
Y es verdad, se acabó la incertidumbre, el penar día tras día pensando en cómo iba a reaccionar Julia.
Con ella no existe futuro alguno, lo sabe por fin, todo ha sido un desastre, no hay vuelta atrás.
"Estaba bien claro que debería renunciar a cualquier esperanza de felicidad, que habría de vivir sin deseo, que no debía esperar más", escribe Chéjov y, tras dar noticia del desdén con que decide afrontar cuanto hay en el presente, apunta: "La cabeza era un peso enorme y tenía la impresión de que de un momento a otro se le saltarían las lágrimas".
Llega Alejandro a casa de Julia preso de la excitación y llenó de energía, declara su amor a aquella bella mujer y ella lo rechaza; se siente entonces una piltrafa, luego respira aliviado por haber dejado atrás la incertidumbre, enseguida renuncia al deseo y la felicidad, se precipita en la indiferencia.
Y, justo ahí, es cuando está a punto de ponerse a llorar. ¿Hay alguien que se aclare? ¿Cómo es posible que ande ese muchacho subiendo y bajando en esa disparatada montaña rusa de emociones por las cosas de una jovencita? ¿Será posible? Lo es, y uno de los que mejor ha sabido contarlo ha sido desde siempre el escritor ruso Antón Chéjov.
El momento narrado pertenece a su nouvelle Tres años (Espasa, 2005; traducción de R. Galiart), pero los nombres de los personajes son los que ha elegido Juan Pastor en la particularísima versión que ha realizado de esta obra para su compañía de la Guindalera.
La trama se ha trasladado a la España de los años treinta y los personajes vuelven de aquellos remotos días para dirigirse al espectador de hoy y preguntarle si también lo siguen embrollando la felicidad y el amor y los celos y el afán de triunfar y el miedo a la soledad y la pobreza: todo eso que atrapa a los mortales.
La Guindalera es un proyecto que desde ya unos años llevan adelante Teresa Valentín-Gamazo y Juan Pastor. Reivindican la proximidad, el formato pequeño, la idea de que debe crearse entre actor y espectador una atmósfera especial donde pueda surgir el verdadero teatro.
Así que han montado una sala en Madrid, en la que tienen cuidado cada minúsculo detalle, y trabajan con una compañía en la que los actores se involucran al máximo.
Tres años, por ejemplo, se sostiene sobre la novela breve de Chéjov pero, conservando su espíritu, la han adaptado a su gusto y en el proceso todos han incorporado experiencias propias para aproximarla a España y a su historia
. La representación dura una hora y cincuenta minutos y pasa en una exhalación.
Juan Pastor sabe mover a los personajes, tiene sentido del ritmo, consigue subrayar aquello que le parece relevante. Los actores cumplen su cometido, destacando Raúl Fernández (Alejandro) y Alicia González (Paulina) (en la imagen, un momento de la obra; la fotografía es de Alicia González).
Buena parte de la responsabilidad, en cualquier caso, es de Chéjov.
Y de su manera de aproximarse a las criaturas de este mundo y a sus pequeños dramas.
En el prólogo que escribió para presentar la antología Cuentos imprescindibles del escritor ruso que él mismo seleccionó (Lumen, 2001), el novelista estadounidense Richard Ford comentaba que Chéjov le parecía, en realidad, un escritor para adultos, "un escritor cuya obra llega a ser provechosa, y también espléndida, cuando consigue dirigir la atención hacia sentimientos maduros, hacia complicadas reacciones humanas y casi imperceptibles alternativas morales circunscritas en dilemas mayores, cualquier parte de las cuales, si las encontráramos en nuestra compleja y precipitada vida con los demás, probablemente pasaría inadvertida incluso a la observación más sutil.
El deseo de Chéjov es complicar y poner en tela de juicio nuestra impresión sobre personajes que, erróneamente, uno se creería capaz de comprender a primera vista".
Viendo ahí en la Guindalera a los personajes de Chéjov, observando sus vaivenes emocionales y sus quiebras, sus rotos espirituales y su ineptitud a la hora de buscar la felicidad es como si al final nos encontráramos nosotros también ahí, como uno más de aquellos a los que, erróneamente, creímos haber comprendido alguna vez.
La joven, una hermosa mujer de provincias, hija del médico del lugar y con su punto de beatería, se queda pálida y le contesta que imposible. "Dentro de su alma se operó una metamorfosis brusca, decisiva, como si súbitamente la luz se apagara en ella", escribe Antón Chéjov sobre la reacción que tiene ante la abrupta negativa Alejandro, un joven adinerado que está de visita allí por la enfermedad de su hermana. "Y salió de la casa sintiéndose avergonzado, humillado, despreciado. Se sentía un personaje desagradable y hasta repugnante". Chéjov lo va acompañando mientras camina por la calle y va contando lo que le pasa.
Explica, por ejemplo, que luego le invadió "una indiferencia semejante a la de los criminales después de una condena severa, mientras piensan que, gracias a Dios, todo ha terminado".
Y es verdad, se acabó la incertidumbre, el penar día tras día pensando en cómo iba a reaccionar Julia.
Con ella no existe futuro alguno, lo sabe por fin, todo ha sido un desastre, no hay vuelta atrás.
"Estaba bien claro que debería renunciar a cualquier esperanza de felicidad, que habría de vivir sin deseo, que no debía esperar más", escribe Chéjov y, tras dar noticia del desdén con que decide afrontar cuanto hay en el presente, apunta: "La cabeza era un peso enorme y tenía la impresión de que de un momento a otro se le saltarían las lágrimas".
Llega Alejandro a casa de Julia preso de la excitación y llenó de energía, declara su amor a aquella bella mujer y ella lo rechaza; se siente entonces una piltrafa, luego respira aliviado por haber dejado atrás la incertidumbre, enseguida renuncia al deseo y la felicidad, se precipita en la indiferencia.
Y, justo ahí, es cuando está a punto de ponerse a llorar. ¿Hay alguien que se aclare? ¿Cómo es posible que ande ese muchacho subiendo y bajando en esa disparatada montaña rusa de emociones por las cosas de una jovencita? ¿Será posible? Lo es, y uno de los que mejor ha sabido contarlo ha sido desde siempre el escritor ruso Antón Chéjov.
El momento narrado pertenece a su nouvelle Tres años (Espasa, 2005; traducción de R. Galiart), pero los nombres de los personajes son los que ha elegido Juan Pastor en la particularísima versión que ha realizado de esta obra para su compañía de la Guindalera.
La trama se ha trasladado a la España de los años treinta y los personajes vuelven de aquellos remotos días para dirigirse al espectador de hoy y preguntarle si también lo siguen embrollando la felicidad y el amor y los celos y el afán de triunfar y el miedo a la soledad y la pobreza: todo eso que atrapa a los mortales.
La Guindalera es un proyecto que desde ya unos años llevan adelante Teresa Valentín-Gamazo y Juan Pastor. Reivindican la proximidad, el formato pequeño, la idea de que debe crearse entre actor y espectador una atmósfera especial donde pueda surgir el verdadero teatro.
Así que han montado una sala en Madrid, en la que tienen cuidado cada minúsculo detalle, y trabajan con una compañía en la que los actores se involucran al máximo.
Tres años, por ejemplo, se sostiene sobre la novela breve de Chéjov pero, conservando su espíritu, la han adaptado a su gusto y en el proceso todos han incorporado experiencias propias para aproximarla a España y a su historia
. La representación dura una hora y cincuenta minutos y pasa en una exhalación.
Juan Pastor sabe mover a los personajes, tiene sentido del ritmo, consigue subrayar aquello que le parece relevante. Los actores cumplen su cometido, destacando Raúl Fernández (Alejandro) y Alicia González (Paulina) (en la imagen, un momento de la obra; la fotografía es de Alicia González).
Buena parte de la responsabilidad, en cualquier caso, es de Chéjov.
Y de su manera de aproximarse a las criaturas de este mundo y a sus pequeños dramas.
En el prólogo que escribió para presentar la antología Cuentos imprescindibles del escritor ruso que él mismo seleccionó (Lumen, 2001), el novelista estadounidense Richard Ford comentaba que Chéjov le parecía, en realidad, un escritor para adultos, "un escritor cuya obra llega a ser provechosa, y también espléndida, cuando consigue dirigir la atención hacia sentimientos maduros, hacia complicadas reacciones humanas y casi imperceptibles alternativas morales circunscritas en dilemas mayores, cualquier parte de las cuales, si las encontráramos en nuestra compleja y precipitada vida con los demás, probablemente pasaría inadvertida incluso a la observación más sutil.
El deseo de Chéjov es complicar y poner en tela de juicio nuestra impresión sobre personajes que, erróneamente, uno se creería capaz de comprender a primera vista".
Viendo ahí en la Guindalera a los personajes de Chéjov, observando sus vaivenes emocionales y sus quiebras, sus rotos espirituales y su ineptitud a la hora de buscar la felicidad es como si al final nos encontráramos nosotros también ahí, como uno más de aquellos a los que, erróneamente, creímos haber comprendido alguna vez.