La desaparición de la Dirección General del Libro coincide con los mayores desafíos de la cultura escrita. No se trata de llorar por la muerte de un ente burocrático, sino de preguntarse qué significa su ausencia.
Imaginemos esto que parece ficción: el Gobierno de 2043 decide la disolución del Museo del Prado en un organismo llamado Industrias de la Pintura. Este no es 'un problema industrial', ni lo va a resolver la industria
La lectura es una de las deficiencias nacionales, lo muestran las estadísticas educativas
¿Eso es bueno, eso es malo? Según, como diría un gallego.
Según quien aplique las políticas, y según qué sean estas políticas, decía el presidente de los libreros de Madrid, Fernando Valverde. "La idea te descoloca. Pero estoy seguro de que lo resolverán.
Porque la Dirección del Libro ha sido fructífera. Y espero que donde esté lo siga siendo".
En tiempos oprobiosos, la Dirección del Libro fue el vehículo de la censura, por ejemplo; pero también fue Instituto Nacional del Libro, y desde los tiempos de la Unión de Centro Democrático, fue Dirección General del Libro, una pared con muchas ventanas. Los creadores, los editores, los libreros, los lectores..., todo ese entramado de la cultura escrita acudía a esas ventanillas.
Tuvo pujanza, qué duda cabe; en los primeros tiempos de Jaime Salinas; el director general del Libro con el que se inauguró la época socialista, el que fuera creador, con José Ortega y con Javier Pradera, de Alianza Editorial, pensó una idea gloriosa: si funcionaban las bibliotecas públicas, si estas se nutrían abundantemente de la producción editorial española, era muy posible que la industria, esa palabra, floreciera algún día.
No se hizo todo, es verdad, y Salinas se comió las uñas y el ánimo en medio del marasmo presupuestario; luego vinieron otros tiempos -José Manuel Velasco, Federico Ibáñez, Javier Abásolo, con el PSOE, Fernando Rodríguez Lafuente, Fernando Lanzas, y últimamente con el PSOE Rogelio Blanco- y la Dirección General del Libro siguió abundando en los supuestos para los que había sido creada. Con una fortuna u otra, todos tuvieron un libro de estilo: ayudar al creador a buscar al lector. En España, en el mundo. Enfrente, como una pared ciega, los presupuestos; en lo más cercano, la cicatería propia con la que se ha tratado (también en etapas de bonanza) la aventura cultural de la escritura.
Esa búsqueda del lector ha sido un aliciente y una necesidad, pues solo subsiste la industria si se consume lo que se escribe; pero para que ese edificio no se hunda hace falta un enorme esfuerzo de promoción. A eso, de manera estrambóti-ca o ilusoria, o con mayor eficacia, contribuía la Dirección General. Hacía viajar a los escritores, propiciaba "la necesaria traducción", como decía Javier Pradera, y creaba (debía crear) un clima propicio para que la población entendiera que "la lectura" (la frase es de Saramago) "es buena para la salud".
Es cierto que era un instrumento y un escudo; ahora el libro en todas sus formas (también el libro en formato digital) está viviendo un tsunami que está quemando vivo el suelo, el techo y las paredes del edificio de la industria. ¿Era este el momento más adecuado para retirar el escudo antimisiles que, en términos ideales, constituía la Dirección General del Libro?
No parece que, desde el punto de vista de las metáforas, esenciales en este territorio, el Gobierno haya acertado con su propuesta, aunque ahora depende de la gestión de sus responsables que lo que parece una ausencia se convierta en un proyecto, en una política, como suele decir Santos Juliá, que alivie al sector de la zozobra que sufrió cuando aparecieron las noticias de que la vieja Dirección General del Libro pasaba a otra vida.
José María Lassalle, el secretario de Estado que ahora dirigirá el barco oficial de la cultura, se apresuró el sábado último a decirle a Montserrat Domínguez, en su despedida como tertuliano del programa A vivir que son dos días (la SER), que esa dirección no desaparecía, que se reafirmaba en la nueva denominación.
Ojalá. Valverde dice: "Creo que trabajaremos bien con él". No hay orfandad, dice: "Hay expectativa. Qué harán".
Ojalá. Ahora bien, dicen en el sector que el Gobierno tendría que haber provocado un funeral más solemne para decirle adiós a tanta historia. Imaginen que el Museo del Prado... pero ese es otro cuento. Lo que es tangible ahora es que el libro está en un momento calamitoso, y este no es un problema industrial, ni lo va a resolver la industria.
Un editor me decía estos días que algún día veremos en las escuelas de letras (si siguen existiendo) anuncios para preparar a la gente en el arriscado oficio de leer o de releer; la lectura es una de las deficiencias nacionales, lo muestran las estadísticas educativas, pues afecta desde los primeros a los últimos niveles de la enseñanza, y ahora, en periodo de crisis, pero también en periodos de vacas mejores, lo comprueban las librerías, donde se vende, a duras penas, el género mayor, pero donde cada vez es más difícil que circule aquel género que Jaime Salinas soñaba apoyar desde la adquisición bibliotecaria.
Digamos que esta decisión, tachar el Libro de la Dirección General, relegarlo al lado de las otras industrias, supone mucho más que una decisión burocrática.
El Gobierno socialista ya cayó en la tentación de rebajar el carácter administrativo de la Biblioteca Nacional, acaso para poner en su sitio a los funcionarios, o simplemente porque sí. Ahora, como decía el exdirector general Federico Ibáñez, los que forman parte de la degradación formal arbitrada por esta decisión gubernamental son los autores, y son los lectores. Dice él: "¿Qué pintan ahí los autores?
Pareciera que quedan reducidos al simple papel de proveedores de materia prima. ¿Y los editores y libreros cuya vocación esencial sea la de participar en la cadena de la comunicación, la formación del gusto o los valores sociales? Poco tendrán que hacer en un órgano de la Administración que se interesa por el aspecto industrial de su profesión".
Como cultura, España ha vivido en décadas, en primer lugar gracias a sus editores y a los autores que aquellos han mantenido en sus catálogos incluso cuando los vientos de fronda asaltaban las redes de librerías, épocas de cierto esplendor editorial, y se nos ha llenado la boca, e incluso el estómago, con el estímulo de las estadísticas, que los libreros sufren como nadie.
Ahora las estadísticas son un arma de doble filo, pues indican lo que se edita pero no cuentan, generalmente, lo que se tira o se devuelve. Hemos vuelto a aquellos tiempos en que el legendario Joaquín Díez Canedo (exiliado en México, fundador de Joaquín Mortiz) sabía exactamente qué libros había en sus almacenes y se extrañaba de que se vaciara al fin una caja de novedades... Y los libreros están padeciendo en sus carnes la incertidumbre de la crisis y también la zozobra digital, que aún no se ha empezado a deglutir.
Pero en los buenos tiempos España ha sido una potencia, que desbancó, por largo rato, a la legendaria potencia del eje México-Argentina.
Ahora hay signos bien visibles (editoriales y literarios) de que la (saludable) globalización de la cultura escrita en español ya no tiene centro, o al menos de que el centro ya no está ni en Barcelona ni en Madrid. ¿Por qué?
Pues porque la industria es global, porque los editores ya son globales y porque editar e imprimir ya no depende de un sitio físico, sino de una mente aclarada, de una apuesta, de una decisión, de un entorno cultural que pase de burocracias y exprese entusiasmo y riesgo.
Los españoles que vamos con cierta frecuencia a la FIL de Guadalajara (México) no sabemos, acaso, cómo se llama allí la entidad burocrática que ampara esa fiesta, pero sí sentimos que detrás de eso hay un aliento al que nosotros los españoles no hemos sabido llegar.
Ahora, además, entierran la Dirección General sin decirnos cuál es el destino de ese cadáver. Y, claro, el sector se hace preguntas que parecen plegarias. Y ojalá que sean plegarias atendidas, que el libro no se nos caiga de las manos, ni ahora ni en 2043, cuando el Museo del Prado...
Pero esto sí que era ficción. ¿O no?