24 dic 2011
Rituales de una Navidad castiza
En una discreta caseta de obra se esconde el hombre que enciende la Navidad.
No tiene barbas blancas, sino melena de viejo rockero y cada día le da hasta 10 veces al botón de Cortylandia. Uno esperaría que apretase un enorme botón rojo con forma de seta, o algo, pero lo que aprieta Roberto Bressó, el técnico de luces, es un símbolo de play en una pantalla de ordenador.
Su gesto, a las horas en punto, lanza los impulsos eléctricos que accionan los pistones que mueven a los monigotes y arranca el famoso audio: “Cortylandia, Cortylandia, vamos todos a cantar / alegría en estas fiestas porque ya es Navidad”.
El botón también dispara un “¡Aaaaaahhhhh!”, largo y contenido, entre los niños (y los no tanto) que hay afuera. Roberto se señala la oreja y luego al público que apenas atisba por un ventanuco: “Ahí los tienes, nunca falla, no se cansan”.
Efectivamente: la gente no se cansa de Cortylandia.
Lleva ocurriendo desde 1979 y un festivo por la tarde puede convocar a más de 3.000 personas en la fachada trasera del Corte Inglés de Preciados. Un trozo de la calle Maestro Victoria que todo madrileño conoce metonímicamente (contenido por continente) como Cortylandia. Incluso el grupo del 15-M que allí se reúne se llama Asamblea de Madrid-Cortylandia.
“Cuando se amplió el edificio, la parte trasera era poco transitada, así que decidimos hacer algo para atraer al público”, recuerda el director del Corte Inglés de Preciados Pedro Mellizo. “Sabíamos que estábamos haciendo algo bonito, pero no que se convertiría en un hito navideño”.
Cada mes de diciembre una avalancha de visitantes se acercan a la capital. Exactamente 663.700 viajeros en 2010, lo que supuso un crecimiento del 8,2% respecto al año anterior (2,6 puntos superior al del conjunto de España, del 5,6%). Para las cifras de este año habrá que esperar a enero del que viene, pero en el Ayuntamiento esperan superarse de nuevo.
De la cabalgata de Reyes a las pelucas chillonas de la Plaza Mayor, los top navideños tienen algo en común: el gentío que convocan. El pasado Puente de la Inmaculada en Sol parecía el 15 M. Solo por el Corte Inglés de Preciados pasaron ese jueves 8 de diciembre 125.000 personas. Como si los habitantes de Ibiza (la isla, no la ciudad) hubiesen decidido ir a mirar regalos al mismo sitio, el mismo día. En Doña Manolita las colas para comprar el Gordo han llegado a las cuatro horas, y en el Belén de Cibeles, hay que tener la paciencia de un santo para ver al niño. La misma que que se necesita para tomar chocolate con churros en San Ginés por Año Nuevo.
Y sin embargo, aunque hay otras administraciones de lotería, otras churrerías y otros belenes mucho menos concurridos, y pese a que la mayoría ya hemos hecho estas cosas otras veces (y un belén no cambia mucho de año a año) turistas y madrileños seguimos cumpliendo las tradiciones. Algunas muy antiguas, como la fe en la suerte de Doña Manolita que inauguró su negocio en 1904. O el mercadillo de la Plaza Mayor que empezó a mediados del XIX, vendiendo pollos y pavos vivos para la cena de Nochebuena. Los puestos no aparecieron hasta que acabó la guerra y los gorros absurdos mucho más tarde, incluso después que Pepe Isbert perdiese al pobre ¡Cheeencho!
Hoy Cortylandia aparece en las guías turísticas de Madrid, pero el primer montaje consistía en una simple locomotora de vapor a pie de calle. Completaba el montaje un maniquí vestido de jefe de estación que levantaba un brazo. Este año, el retablo tiene seis pisos de alto y una veintena de figuras animadas. Pesa 20.000 kilos y escupe una banda sonora de cinco temas (obra del compositor Álvaro Nieto). “Año a año los montajes fueron creciendo”, dice el directivo. “El punto de inflexión, el que todo el mundo recuerda por su grandiosidad, fue Gulliver”, añade, aportando una fotografía de 1985 con la calle totalmente colapsada de liliputienses madrileños bajo los pies del gigante.
David González, de 32 años, fue uno de los niños ochenteros que lo vieron a hombros de sus padres y ha traído a su hija Emma, de 10 meses, desde Talavera de la Reina. Su “excursión rural navideña”, como la llama con sorna incluye Sol, Plaza Mayor, compra de lotería y “por supuesto” Cortylandia. “Me hace más ilusión a mí que a ella”, dice, “hace 15 años que no venía y lo recordaba más grande”.
El montaje de este año pesa unos 20.000 kilos.
Los días de mucho público, más de 3.000 personas se pueden agolpar en la calle Maestro Victoria.
Aunque ha tenido distintas bandas sonoras, el estribillo “Cortylandia, Cortylandia, vamos todos a cantar” siempre ha formado parte del show.
En general, los pases, que se celebran cada hora (de 11.00 a 14.00 y de 18.00 a 21.30), duran 16 minutos.
En el centro comercial de Arroyo Sur (Leganés) una exposición recorre la evolución de los 32 cortylandias. De El Arca de Noé a Don Quijote, de El Descubrimiento a El Señor de los Anillos. Vitrinas con las maquetas originales creadas por el departamento de “Artística” de El Corte Inglés (ahora “Creatividad”). Los escaparatistas y decoradores de las tiendas son quienes, cada año, diseñan el asunto. Como los falleros, empiezan nada más desmontar el anterior en enero (de hecho, algún año los monigotes han sido encargados a falleros). “Hay unas 100 personas de la casa implicadas en el proceso”, dice Mellizo, “se necesitan 30 solo para montarlo, con un mes de anticipación”.
El montaje requiere permisos municipales, para ocupar la calle o para superar el volumen de decibelios permitidos. “Algunos vecinos se han quejado del ruido, pero la mayoría de los edificios colindantes son comerciales”, dice Mellizo. En la tienda de difraces Maty la encargada dice que el problema no es tanto el ruido como las aglomeraciones que bloquean las puertas. La insistente melodía sí molesta a las monjas del Monasterio de la Descalzas Reales. “Interrumpe su rezos”, dice el portero que vive en el edificio. “Se escucha en el patio y eso que este año han bajado el volumen; eso sí, a mis hijos les encanta”. “La musiquita te taladra la cabeza, es imposible cruzar la calle con tanta gente y los carteristas hacen su agosto”, opina Juan Carlos Canales, guía del monasterio. “No veo normal que el Ayuntamiento lo permita, un día va a pasar algo”. “Nunca ha habido el más mínimo problema”, repiten en El Corte Inglés, cuyo retablo supervisa un arquitecto.
“Comercialmente es una bendición”, dice Oscar Calero, director de la Casa del Libro, “medio millón de personas pasa por delante de nuestros escaparates en 20 días”. “Pero también nos cierran la calle durante el mes de montaje, la gente bloquea las puertas, nos usa de meódromo y nos sueltan a los niños dentro...”. Cuando se reformó la tienda hace cinco años, la obra se hizo con Cortylandia en mente: se creó una salida de emergencia alejada de las masas y se cegaron con estanterías las ventanas del primer piso (“porque la gente se colaba para ver el show calentitos”).
No a todo el mundo le gusta Cortylandia. Hace unos años un grupo antisistema repartió CDs entre el público con el mensaje “Cortylandia es napalm” escondido en un villancico que desvelaba quienes son los Reyes y animaba a los niños a huir del consumismo. Pero por cada grupo de Facebook tipo “Yo también odio Cortylandia” o “Harto de dar la vuelta a Madrid para evitar Cortylandia”, hay otros titulados “Yo no me salto ningún Cortylandia” o “A mi edad, y aún me sigue haciendo ilusión ir a ver Cortylandia”.
11.00 Ver el Belén de Cibeles.
12.30 Lotería en Doña Manolita.
15.30. Bocata de calamares El Brillante.
17.00 De escaparates por Preciados.
18.00 Encendido, ¡oh!, de las luces
19.00 Paseo con peluca estridente por la Plaza Mayor.
21.00 Acabar en Sol, bajo el árbol.
El Corte Inglés tienen atracciones más llamativas y más modernas, pero ninguna con el tirón de la original. En Castellana la marca ha montado una pantalla de leds gigante, ¿podría el retablo de Preciados convertirse en algo parecido? “El Cortylandia original siempre tendra muñecos que se mueven, es parte de la tradición”, dice Mellizo. El kitsch está a salvo.
No tiene barbas blancas, sino melena de viejo rockero y cada día le da hasta 10 veces al botón de Cortylandia. Uno esperaría que apretase un enorme botón rojo con forma de seta, o algo, pero lo que aprieta Roberto Bressó, el técnico de luces, es un símbolo de play en una pantalla de ordenador.
Su gesto, a las horas en punto, lanza los impulsos eléctricos que accionan los pistones que mueven a los monigotes y arranca el famoso audio: “Cortylandia, Cortylandia, vamos todos a cantar / alegría en estas fiestas porque ya es Navidad”.
El botón también dispara un “¡Aaaaaahhhhh!”, largo y contenido, entre los niños (y los no tanto) que hay afuera. Roberto se señala la oreja y luego al público que apenas atisba por un ventanuco: “Ahí los tienes, nunca falla, no se cansan”.
Efectivamente: la gente no se cansa de Cortylandia.
Lleva ocurriendo desde 1979 y un festivo por la tarde puede convocar a más de 3.000 personas en la fachada trasera del Corte Inglés de Preciados. Un trozo de la calle Maestro Victoria que todo madrileño conoce metonímicamente (contenido por continente) como Cortylandia. Incluso el grupo del 15-M que allí se reúne se llama Asamblea de Madrid-Cortylandia.
“Cuando se amplió el edificio, la parte trasera era poco transitada, así que decidimos hacer algo para atraer al público”, recuerda el director del Corte Inglés de Preciados Pedro Mellizo. “Sabíamos que estábamos haciendo algo bonito, pero no que se convertiría en un hito navideño”.
Pelucas absurdas y colas de cuatro horas
“Venimos cada año por ver el ambientillo más que nada”, dicen las hermanas Tere y Sagra García Tarjuelo, de Toledo. En su recorrido navideño-madrileño no falta el bocadillo de calamares, la Plaza Mayor, Sol y Cortylandia. “Hay que verlo todo, es un poco la tontería, pero si no, la Navidad no parece Navidad”, zanjan. Como muchos otros visitantes, entre la cola del parking y las aglomeraciones que se suelen montar en estos populares hitos navideños, es probable que pasen gran parte del día atascadas o haciendo cola. Pero quizás eso también forma parte de la tradición festiva en Madrid.Cada mes de diciembre una avalancha de visitantes se acercan a la capital. Exactamente 663.700 viajeros en 2010, lo que supuso un crecimiento del 8,2% respecto al año anterior (2,6 puntos superior al del conjunto de España, del 5,6%). Para las cifras de este año habrá que esperar a enero del que viene, pero en el Ayuntamiento esperan superarse de nuevo.
De la cabalgata de Reyes a las pelucas chillonas de la Plaza Mayor, los top navideños tienen algo en común: el gentío que convocan. El pasado Puente de la Inmaculada en Sol parecía el 15 M. Solo por el Corte Inglés de Preciados pasaron ese jueves 8 de diciembre 125.000 personas. Como si los habitantes de Ibiza (la isla, no la ciudad) hubiesen decidido ir a mirar regalos al mismo sitio, el mismo día. En Doña Manolita las colas para comprar el Gordo han llegado a las cuatro horas, y en el Belén de Cibeles, hay que tener la paciencia de un santo para ver al niño. La misma que que se necesita para tomar chocolate con churros en San Ginés por Año Nuevo.
Y sin embargo, aunque hay otras administraciones de lotería, otras churrerías y otros belenes mucho menos concurridos, y pese a que la mayoría ya hemos hecho estas cosas otras veces (y un belén no cambia mucho de año a año) turistas y madrileños seguimos cumpliendo las tradiciones. Algunas muy antiguas, como la fe en la suerte de Doña Manolita que inauguró su negocio en 1904. O el mercadillo de la Plaza Mayor que empezó a mediados del XIX, vendiendo pollos y pavos vivos para la cena de Nochebuena. Los puestos no aparecieron hasta que acabó la guerra y los gorros absurdos mucho más tarde, incluso después que Pepe Isbert perdiese al pobre ¡Cheeencho!
David González, de 32 años, fue uno de los niños ochenteros que lo vieron a hombros de sus padres y ha traído a su hija Emma, de 10 meses, desde Talavera de la Reina. Su “excursión rural navideña”, como la llama con sorna incluye Sol, Plaza Mayor, compra de lotería y “por supuesto” Cortylandia. “Me hace más ilusión a mí que a ella”, dice, “hace 15 años que no venía y lo recordaba más grande”.
20.000 kilos de Navidad
Cortylandia se celebró por primera vez en 1979 y consistía en una locomotora de vapor a pie de calleEl montaje de este año pesa unos 20.000 kilos.
Los días de mucho público, más de 3.000 personas se pueden agolpar en la calle Maestro Victoria.
Aunque ha tenido distintas bandas sonoras, el estribillo “Cortylandia, Cortylandia, vamos todos a cantar” siempre ha formado parte del show.
En general, los pases, que se celebran cada hora (de 11.00 a 14.00 y de 18.00 a 21.30), duran 16 minutos.
El montaje requiere permisos municipales, para ocupar la calle o para superar el volumen de decibelios permitidos. “Algunos vecinos se han quejado del ruido, pero la mayoría de los edificios colindantes son comerciales”, dice Mellizo. En la tienda de difraces Maty la encargada dice que el problema no es tanto el ruido como las aglomeraciones que bloquean las puertas. La insistente melodía sí molesta a las monjas del Monasterio de la Descalzas Reales. “Interrumpe su rezos”, dice el portero que vive en el edificio. “Se escucha en el patio y eso que este año han bajado el volumen; eso sí, a mis hijos les encanta”. “La musiquita te taladra la cabeza, es imposible cruzar la calle con tanta gente y los carteristas hacen su agosto”, opina Juan Carlos Canales, guía del monasterio. “No veo normal que el Ayuntamiento lo permita, un día va a pasar algo”. “Nunca ha habido el más mínimo problema”, repiten en El Corte Inglés, cuyo retablo supervisa un arquitecto.
“Comercialmente es una bendición”, dice Oscar Calero, director de la Casa del Libro, “medio millón de personas pasa por delante de nuestros escaparates en 20 días”. “Pero también nos cierran la calle durante el mes de montaje, la gente bloquea las puertas, nos usa de meódromo y nos sueltan a los niños dentro...”. Cuando se reformó la tienda hace cinco años, la obra se hizo con Cortylandia en mente: se creó una salida de emergencia alejada de las masas y se cegaron con estanterías las ventanas del primer piso (“porque la gente se colaba para ver el show calentitos”).
No a todo el mundo le gusta Cortylandia. Hace unos años un grupo antisistema repartió CDs entre el público con el mensaje “Cortylandia es napalm” escondido en un villancico que desvelaba quienes son los Reyes y animaba a los niños a huir del consumismo. Pero por cada grupo de Facebook tipo “Yo también odio Cortylandia” o “Harto de dar la vuelta a Madrid para evitar Cortylandia”, hay otros titulados “Yo no me salto ningún Cortylandia” o “A mi edad, y aún me sigue haciendo ilusión ir a ver Cortylandia”.
Maratón de tópicos navideños
09:00. Churros en San Ginés.11.00 Ver el Belén de Cibeles.
12.30 Lotería en Doña Manolita.
15.30. Bocata de calamares El Brillante.
17.00 De escaparates por Preciados.
18.00 Encendido, ¡oh!, de las luces
19.00 Paseo con peluca estridente por la Plaza Mayor.
21.00 Acabar en Sol, bajo el árbol.
Piernas de Vértigo
Como para festejar que ya no existe el Ministerio de Cultura y que entramos en otra época dinástica en cuanto eso, cultura, en los Teatros del Canal se han esmerado en montar en su sala verde una réplica de las proporciones de la sala de fiestas de París que aloja el Crazy Horse (en su origen mítico Crazy Horse Saloon o del Caballo Loco, aunque del original líder indio lakota norteamericano solo quedan algunas plumas de colores, aquí señaladas por haces de luz, pelucas y cristales facetados).
Es el Crazy Horse un emblema dentro de los cabarés parisinos capaces de acumular sus propias leyendas tan urbanas como secretas, tan impropias como llenas de seducción.
Desde un principio, destacó por su carácter poco convencional, siempre ligado a una estética refinada y con pretensiones ocasionales de foco vanguardista, como el op-art. Su fundador ya en 1951, Alain Bernardin, quería desmarcarse de otros lujos más estandarizados en el Paris nocturno.
Para ello, se empeñó en un juego de luces caleidoscópico que resaltara las formas femeninas, tan sofisticado, que hacía ver lo que realmente sólo se sugería, aunque hoy ya se ve prácticamente todo, con detalles como el rasurado púbico, a medio camino entre el parterre inglés y el bigotito hitleriano.
Y su plato fuerte siempre ha sido la selección de su grupo de bailarinas, esa tropa ligeramente uniforme, o que da la idea de homogeneidad, pero que contiene bellezas distintivas para muchos gustos diferentes, las que serían recordadas además por sus nalgas y sus delanteras, por sus imaginativos y sugerentes nombres, algo que parecía formar parte de su talento y exposición: como Rita Cadillac, Diva Terminus o Lova Moor, tres históricas que han parecido en más de una novela negra y cuya fama no parece ser olvidada en la barra acharolada. Ahora los nombres son Lila Magnetic o Taina de las Bermudas; la primera se explaya en un sofá daliniano y la segunda se desespera y se desnuda con la caída de la bolsa, una muestra de severo compromiso con los tiempos que corren.
En la historia de los escenarios de Crazy Horse recientemente se desató las cintas de su corsé la vedette más actual y mediática del nuevo burlesque: Dita Von Teese, una personalidad tan revulsiva que se dice ha también marcado estilo allí, un antes y un después de sus actuaciones sicalípticas. Pero Dita enseña bastante menos que estas potentes vedettes de hoy.
Las nuevas coreografías son de Philippe Decouflé (París, 1961), cuya biografía particular ya justifica que se apasionara con la idea de recrear el universo del Crazy Horse
. Cuando era adolescente, quería ser payaso, y entró en la Escuela Nacional de Circo de donde pasó a la escuela de mimo de Marcel Marceau. A los 18 años, llamó la atención de Alvin Nikolais en Angers y se lo lleva a su compañía y sucesivamente baila para Regine Chopinot y Karole Armitage y su primera coreografía premiada de 1983 se llamó Vague Café. Su última gran obra tuvo título español: Sombrero (2006).
Ahora se lo ha quitado ante estas mujeres y vuelve a sus orígenes de luz, color, cuerpo e imaginación.
Es el Crazy Horse un emblema dentro de los cabarés parisinos capaces de acumular sus propias leyendas tan urbanas como secretas, tan impropias como llenas de seducción.
Desde un principio, destacó por su carácter poco convencional, siempre ligado a una estética refinada y con pretensiones ocasionales de foco vanguardista, como el op-art. Su fundador ya en 1951, Alain Bernardin, quería desmarcarse de otros lujos más estandarizados en el Paris nocturno.
Para ello, se empeñó en un juego de luces caleidoscópico que resaltara las formas femeninas, tan sofisticado, que hacía ver lo que realmente sólo se sugería, aunque hoy ya se ve prácticamente todo, con detalles como el rasurado púbico, a medio camino entre el parterre inglés y el bigotito hitleriano.
Y su plato fuerte siempre ha sido la selección de su grupo de bailarinas, esa tropa ligeramente uniforme, o que da la idea de homogeneidad, pero que contiene bellezas distintivas para muchos gustos diferentes, las que serían recordadas además por sus nalgas y sus delanteras, por sus imaginativos y sugerentes nombres, algo que parecía formar parte de su talento y exposición: como Rita Cadillac, Diva Terminus o Lova Moor, tres históricas que han parecido en más de una novela negra y cuya fama no parece ser olvidada en la barra acharolada. Ahora los nombres son Lila Magnetic o Taina de las Bermudas; la primera se explaya en un sofá daliniano y la segunda se desespera y se desnuda con la caída de la bolsa, una muestra de severo compromiso con los tiempos que corren.
En la historia de los escenarios de Crazy Horse recientemente se desató las cintas de su corsé la vedette más actual y mediática del nuevo burlesque: Dita Von Teese, una personalidad tan revulsiva que se dice ha también marcado estilo allí, un antes y un después de sus actuaciones sicalípticas. Pero Dita enseña bastante menos que estas potentes vedettes de hoy.
Las nuevas coreografías son de Philippe Decouflé (París, 1961), cuya biografía particular ya justifica que se apasionara con la idea de recrear el universo del Crazy Horse
. Cuando era adolescente, quería ser payaso, y entró en la Escuela Nacional de Circo de donde pasó a la escuela de mimo de Marcel Marceau. A los 18 años, llamó la atención de Alvin Nikolais en Angers y se lo lleva a su compañía y sucesivamente baila para Regine Chopinot y Karole Armitage y su primera coreografía premiada de 1983 se llamó Vague Café. Su última gran obra tuvo título español: Sombrero (2006).
Ahora se lo ha quitado ante estas mujeres y vuelve a sus orígenes de luz, color, cuerpo e imaginación.
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