"En la ópera hay también flirteo y promiscuidad".
Es difícil encontrar ciertos grados de franqueza en el mundo de la ópera. Pero el efecto que la ensalada de tomate con ventresca produce en Ángeles Blancas es de una transparencia indiscutible. O quizás sea el aceite del aliño que no se priva de untar lo que la lleva a sincerarse.
También puede que se lo produzca un autorreconocido repelús a las relaciones públicas. El caso es que esta soprano española de sólida carrera internacional, habla con soltura: "Hoy ves cosas muy tremendas en mi mundo".
La soprano critica que no se busquen voces, sino glamur y negocio
Ella creció, "con mucha naturalidad ante la música", en una casa lírica con clara conciencia de esfuerzo. "Mi madre era hija de un músico de Ribadavia (Ourense) que tocaba a Wagner por las iglesias", cuenta.
"Pero pasaron mucha hambre, como me contaba ella, no fueron pocos los días que se vio yendo al murallón del pueblo a buscar cáscaras de naranja".
La Gulín tenía una voz que era un don. "Yo, en cambio, he debido adaptar la mía a mis propias necesidades. He debido transformar mi manera de cantar a lo que me apetece hacer y a lo que mi cerebro busca", confiesa mientras degusta unos tersos corazones de calabacín a la plancha.
Pero los cantantes de hoy, además, se adentran en un mundo mucho más sofisticado. "Nosotros debemos ser buenos actores, estar en forma, luchar contra una competencia absolutamente especializada. Es un mundo más complejo". Con tensión y desahogos. "Como en todas partes, se flirtea mucho, hay mucha promiscuidad y mucho de todo, pero igual que en otros trabajos, me imagino. La gente se inquieta".
Pero sin despistarse en la preparación de los papeles. Y ahí, los boletus con yema le confieren un halo de responsabilidad para hablar de lo que hará en enero en la Fenice, de Venecia. "Interpretaré Lou Salomé, la ópera que compuso Giuseppe Sinopoli -el músico muerto de un ataque al corazón mientras dirigía- sobre la amante de Rilke".
Su agenda internacional le lleva al mítico teatro italiano igual que este verano la acercó al Festival de Bregenz para hacer esa Andrea Chenier, de Umberto Giordano, de espectacular escenografía en mitad del lago, donde habían hundido un busto de Marat propio de Los viajes de Gulliver.
"Muy espectacular, sí, pero a punto estuve de estrellarme por esas escaleras. No creas que me va mucho la parafernalia".
A ella le van otras cosas. Pero no idealiza. A excepción de algunos sueños que no se priva de comentar en alto.
"Lo sublime, para mí, hubiese sido que Carlos Kleiber me dirigiera mirándome con esos ojos penetrantes. Pero la realidad no es esa en este mundo. La realidad algunas veces son orquestas vagas y directores que pasan de todo. No son Mutis, ni Abbados, pero hay que contar con eso...", afirma apurando su última copa de vino.