En un par de meses se estrenará entre nosotros el remake de La cosa. Los hay que afirman que en realidad es el remake de un remake, ya que el original, El enigma que vino de otro mundo, es de Christian Nyby, estrenado en 1951, y La cosa, el clásico de John Carpenter, llegó 31 años después. Lo cierto es que no: lo primero es una obra con el filtro de Howard Hawks (las malas lenguas dicen que dirigió la película) que parece un western en la Antártida y donde los indios son alienígenas.
El filme de John Carpenter es una adaptación más fiel (y salvaje) del libro de John W. Campbell, Who goes there?, inspiración del original.
La tercera entrega, que se prevé innecesaria, es entonces el remake de La cosa, que no de El enigma que vino de otro mundo. ¿Y a qué tanto rollo? Para empezar, en la película de Nyby-Hawks todos/as trabajaban en grupo para acabar con el monstruo. Ya de paso estaba muy claro quién o qué era el monstruo. Por haber, había tiempo hasta para el romance. En la de Carpenter el malo podía ser uno o quizás todos, la paranoia era el eje central de la historia, eso y la idea de que el enemigo se esconde a plena vista, donde es imposible encontrarlo.
La película de Hawks fue un triunfo, un taquillazo, grandes críticas y colas por doquier. Lo de Carpenter provocó su despido fulminante y descalificaciones varias como la que le tildaba de pornógrafo de la violencia. No le llamaron asesino, pero casi. Aun así, La cosa es ahora un gigantesco filme de culto y su mensaje, respecto a la fragilidad de nuestras estructuras sociales, emocionales y jerárquicas, sigue intacto. En la sociedad de la información todo es más vulnerable que antes y estamos dispuestos -a la de tres- a degollar al enemigo aunque no sepamos muy bien quién es, basta con que nos lo señalen con el dedo y allí que vamos: la justicia es lenta y no tenemos tiempo que perder. Nos hemos cargado la equidistancia: el que no esté en mi bando es -automáticamente- mi enemigo.
De eso sabían mucho ciertas órdenes paramilitares en la Segunda Guerra Mundial cuyo lema rezaba Con nosotros o contra nosotros.
Visto así no parece alocado pensar que tratar de sumarizar el estado de las cosas con una película de terror nihilista dirigida por un señor holandés (Matthijs van Heijningen Jr) al que no conoce nadie, sería una buena idea.
Al fin y al cabo estamos tan mal que está bien que nos recuerden que podríamos estar peor.
Sin embargo, todo hace sospechar que el mensaje despiadado del filme de Carpenter habrá pasado aquí por el tamiz maximalista de un gran estudio de Hollywood y que todo saldrá bien.
De momento ya han puesto en la película una señorita de buen ver y han tirado de CGI. Seguro que el mensaje primerizo de Carpenter sobre la soledad, la desconfianza y el pánico que genera una amenaza (in)visible ha sido borrado en beneficio del público.
Quizás, al final, toda especulación quede en agua de borrajas y la película sea un fenomenal recordatorio de lo cerquita que estamos del abismo. Quizás esta metacrítica cognitiva sea una gigantesca metida de pata.
Quizás La cosa sea una disección en clave minimalista de todo lo que nos falta para sobrevivir, de lo que nos une y lo que nos separa. Ojalá.
Si es así, si es una gran película, prometo rectificar e invocar aquella frase de Vargas Llosa: "La vida es una tormenta de mierda y el arte nuestro único paraguas".
30 ago 2011
Homenaje al rigor y la ética de Josefina Aldecoa
La UIMP recuerda la obra de la fallecida escritora y pedagoga .
"Mi madre nunca hubiera podido elegir entre literatura o enseñanza". Desde luego, eran dos pasiones inseparables para la escritora y pedagoga Josefina Aldecoa, fallecida en marzo a los 85 años.
Su hija Susana lo atribuía ayer a una "profunda implicación en el compromiso, ese que falta en generaciones posteriores".
En recuerdo del enorme e inolvidable legado que dejó a su muerte, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) quiso rendir ayer homenaje a una de las mayores defensoras de la enseñanza laica centrada en el desarrollo personal y el pensamiento crítico.
"Enseñar a pensar", en palabras de Emiliano Martínez, presidente del Grupo Santillana y amigo de la familia, fue uno de los pilares sobre los que Aldecoa levantó una escuela "diferente" en Madrid, el colegio Estilo, fundado en el franquismo de 1959 y que recogió la herencia de la Institución Libre de Enseñanza.
"Mi madre siempre pensó que la gran medida de un país es la educación", dijo.
Susana se pondrá al frente de la dirección de la escuela desde el próximo curso. Insistirá en la idea de combinar las asignaturas obligatorias, como lengua o matemáticas, con las artísticas. "Es importante acercar al niño el mundo superior".
De su vertiente literaria, el presidente del Grupo Santillana afirmó que "construyó una obra de interés, sostenida a lo largo de toda su vida, y que fue iniciada cuando pocas mujeres alcanzaban el reconocimiento, en un mundo sobre todo de hombres" durante el franquismo.
Susana Aldecoa eligió palabras como "justa, ética y rigurosa" para referirse a su madre, de quien destacó "su capacidad de trabajo y autodisciplina, que fueron impresionantes hasta sus últimos días".
Durante el acto leyó unas emocionantes palabras en recuerdo de la fallecida.
La escritora Carme Riera se refirió a Josefina como "una de las personas más elegantes, y no solo por fuera sino en el interior", tras comentar algunos momentos de la vida de la escritora que iban acompañados de una proyección de imágenes, la mayoría en blanco y negro, en las que aparecía la escritora junto a sus compañeros de facultad, con algunas promociones del colegio Estilo o junto a su marido, el también escritor Ignacio Aldecoa.
La lectura de un fragmento de su primera obra La enredadera, "la que más quería", le sirvió a la escritora Soledad Puértolas para destacar una cuestión siempre presente en su obra: "La dificultad de acceder al fondo de las personas".
"Mi madre nunca hubiera podido elegir entre literatura o enseñanza". Desde luego, eran dos pasiones inseparables para la escritora y pedagoga Josefina Aldecoa, fallecida en marzo a los 85 años.
Su hija Susana lo atribuía ayer a una "profunda implicación en el compromiso, ese que falta en generaciones posteriores".
En recuerdo del enorme e inolvidable legado que dejó a su muerte, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) quiso rendir ayer homenaje a una de las mayores defensoras de la enseñanza laica centrada en el desarrollo personal y el pensamiento crítico.
"Enseñar a pensar", en palabras de Emiliano Martínez, presidente del Grupo Santillana y amigo de la familia, fue uno de los pilares sobre los que Aldecoa levantó una escuela "diferente" en Madrid, el colegio Estilo, fundado en el franquismo de 1959 y que recogió la herencia de la Institución Libre de Enseñanza.
"Mi madre siempre pensó que la gran medida de un país es la educación", dijo.
Susana se pondrá al frente de la dirección de la escuela desde el próximo curso. Insistirá en la idea de combinar las asignaturas obligatorias, como lengua o matemáticas, con las artísticas. "Es importante acercar al niño el mundo superior".
De su vertiente literaria, el presidente del Grupo Santillana afirmó que "construyó una obra de interés, sostenida a lo largo de toda su vida, y que fue iniciada cuando pocas mujeres alcanzaban el reconocimiento, en un mundo sobre todo de hombres" durante el franquismo.
Susana Aldecoa eligió palabras como "justa, ética y rigurosa" para referirse a su madre, de quien destacó "su capacidad de trabajo y autodisciplina, que fueron impresionantes hasta sus últimos días".
Durante el acto leyó unas emocionantes palabras en recuerdo de la fallecida.
La escritora Carme Riera se refirió a Josefina como "una de las personas más elegantes, y no solo por fuera sino en el interior", tras comentar algunos momentos de la vida de la escritora que iban acompañados de una proyección de imágenes, la mayoría en blanco y negro, en las que aparecía la escritora junto a sus compañeros de facultad, con algunas promociones del colegio Estilo o junto a su marido, el también escritor Ignacio Aldecoa.
La lectura de un fragmento de su primera obra La enredadera, "la que más quería", le sirvió a la escritora Soledad Puértolas para destacar una cuestión siempre presente en su obra: "La dificultad de acceder al fondo de las personas".
Orígenes de la medicina
Orígenes de la medicina
Artículo principal: Medicina en la prehistoria y la protohistoria
Cráneo datado en el Neolítico, con gran orificio de trépano, descubierto en Nogent-les-Vierges (Seine-et-Oise, Francia).
Conservado en el Musée de l'Homme, París.Para hablar de los orígenes de la medicina, es preciso hacerlo antes de los rastros dejados por la enfermedad en los restos humanos más antiguos conocidos y, en la medida en que eso es posible, de las huellas que la actividad médica haya podido dejar en ellos.
Mark Armand Ruffer (1859-1917), médico y arqueólogo británico, definió la paleopatología como la ciencia de las enfermedades que pueden ser demostradas en restos humanos de gran antigüedad.
Dentro de las patologías diagnosticadas en restos de seres humanos datados en el Neolítico se incluyen anomalías congénitas como la acondroplasia, enfermedades endocrinas (gigantismo, enanismo, acromegalia, gota), enfermedades degenerativas (artritis, espondilosis) e incluso algunos tumores (osteosarcomas), principalmente identificados sobre restos óseos.
Entre los vestigios arqueológicos de los primeros homo sapiens es raro encontrar individuos por encima de los cincuenta años por lo que son escasas las evidencias de enfermedades degenerativas o relacionadas con la edad.
Abundan, en cambio, los hallazgos relacionados con enfermedades o procesos traumáticos, fruto de una vida al aire libre y en un entorno poco domesticado.
La excepción a esta norma la encontramos en la tuberculosis, considerada por varios autores como la enfermedad humana más antigua que se conoce.
Una de las hipótesis más aceptadas sobre el surgimiento del Mycobacterium (el germen causante de esta enfermedad) propone que el antepasado común denominado M. archaicum, bacteria libre, habría dado origen a los modernos Mycobacterium, incluido el M. tuberculosis.[2]
La mutación se habría producido durante el Neolítico, en relación con la domesticación de bóvidos salvajes en África.
Las primeras evidencias de tuberculosis en humanos se han encontrado en restos óseos del Neolítico, en un cementerio próximo a Heidelberg, supuestamente pertenecientes a un adulto joven, y datados en torno a 5000 años antes de nuestra era.[3]
También se han encontrado datos sugestivos de tuberculosis en momias egipcias datadas entre los años 3000 y 2400 a. C.[4]
Chamán esquimal fotografiado en Nushagak, Alaska en 1890 por Frank G. CarpenterEn cuanto a los primeros tratamientos médicos de los que se tiene constancia hay que hacer mención a la práctica de la trepanación (perforación de los huesos de la cabeza para acceder al encéfalo).
Existen hallazgos arqueológicos de cráneos con signos evidentes de trepanación datados en torno al año 3000 a. C. en los que se postula la supervivencia del paciente tras la intervención.
Los más antiguos se han hallado en la cuenca del Danubio, pero existen hallazgos similares en excavaciones de Dinamarca, Polonia, Francia, Reino Unido, Suecia, España o Perú.
La etnología, por otra parte, extrapola los descubrimientos realizados en culturas y civilizaciones preindustriales que han conseguido sobrevivir hasta nuestros días para comprender o deducir los modelos culturales y conductuales de las primeras sociedades humanas.
En general, las sociedades nómadas, recolectoras y cazadoras, no poseen la figura especializada del sanador y cualquier miembro del grupo puede ejercer esta función, de manera principalmente empírica.
En cambio, las sociedades asentadas, que han abandonado patrones trashumantes y comienzan a aprovechar y modificar el entorno en su provecho, tienden a especializar a un miembro del grupo en funciones de brujo, chamán o sanador, con frecuencia revestido de algún poder o influencia divina.
Estos sanadores suelen ocupar una posición social privilegiada y en muchos casos se subespecializan para tratar diferentes enfermedades, como se evidenció entre los aztecas, entre los que podía encontrarse el médico chamán (ticitl) más versado en procedimientos mágicos, el teomiquetzan, experto sobre todo en heridas y traumatismos producidos en combate, o la tlamatlquiticitl, comadrona encargada del seguimiento de los embarazos.
Por otra parte, las sociedades primitivas suelen considerar al enfermo como un «impuro», especialmente ante procesos patológicos incomprensibles, acudiendo a la explicación divina, como causa de los mismos.
El enfermo lo es porque ha transgredido algún tabú que ha irritado a alguna deidad, sufriendo por ello el «castigo» correspondiente, en forma de enfermedad.
La evolución de la medicina en estas sociedades arcaicas encuentra su máxima expresión en las primeras civilizaciones humanas: Mesopotamia, Egipto, América precolombina, India y China.
En ellas se expresaba esa doble vertiente, empírica y mágica, característica de la medicina primitiva.
Artículo principal: Medicina en la prehistoria y la protohistoria
Cráneo datado en el Neolítico, con gran orificio de trépano, descubierto en Nogent-les-Vierges (Seine-et-Oise, Francia).
Conservado en el Musée de l'Homme, París.Para hablar de los orígenes de la medicina, es preciso hacerlo antes de los rastros dejados por la enfermedad en los restos humanos más antiguos conocidos y, en la medida en que eso es posible, de las huellas que la actividad médica haya podido dejar en ellos.
Mark Armand Ruffer (1859-1917), médico y arqueólogo británico, definió la paleopatología como la ciencia de las enfermedades que pueden ser demostradas en restos humanos de gran antigüedad.
Dentro de las patologías diagnosticadas en restos de seres humanos datados en el Neolítico se incluyen anomalías congénitas como la acondroplasia, enfermedades endocrinas (gigantismo, enanismo, acromegalia, gota), enfermedades degenerativas (artritis, espondilosis) e incluso algunos tumores (osteosarcomas), principalmente identificados sobre restos óseos.
Entre los vestigios arqueológicos de los primeros homo sapiens es raro encontrar individuos por encima de los cincuenta años por lo que son escasas las evidencias de enfermedades degenerativas o relacionadas con la edad.
Abundan, en cambio, los hallazgos relacionados con enfermedades o procesos traumáticos, fruto de una vida al aire libre y en un entorno poco domesticado.
La excepción a esta norma la encontramos en la tuberculosis, considerada por varios autores como la enfermedad humana más antigua que se conoce.
Una de las hipótesis más aceptadas sobre el surgimiento del Mycobacterium (el germen causante de esta enfermedad) propone que el antepasado común denominado M. archaicum, bacteria libre, habría dado origen a los modernos Mycobacterium, incluido el M. tuberculosis.[2]
La mutación se habría producido durante el Neolítico, en relación con la domesticación de bóvidos salvajes en África.
Las primeras evidencias de tuberculosis en humanos se han encontrado en restos óseos del Neolítico, en un cementerio próximo a Heidelberg, supuestamente pertenecientes a un adulto joven, y datados en torno a 5000 años antes de nuestra era.[3]
También se han encontrado datos sugestivos de tuberculosis en momias egipcias datadas entre los años 3000 y 2400 a. C.[4]
Chamán esquimal fotografiado en Nushagak, Alaska en 1890 por Frank G. CarpenterEn cuanto a los primeros tratamientos médicos de los que se tiene constancia hay que hacer mención a la práctica de la trepanación (perforación de los huesos de la cabeza para acceder al encéfalo).
Existen hallazgos arqueológicos de cráneos con signos evidentes de trepanación datados en torno al año 3000 a. C. en los que se postula la supervivencia del paciente tras la intervención.
Los más antiguos se han hallado en la cuenca del Danubio, pero existen hallazgos similares en excavaciones de Dinamarca, Polonia, Francia, Reino Unido, Suecia, España o Perú.
La etnología, por otra parte, extrapola los descubrimientos realizados en culturas y civilizaciones preindustriales que han conseguido sobrevivir hasta nuestros días para comprender o deducir los modelos culturales y conductuales de las primeras sociedades humanas.
En general, las sociedades nómadas, recolectoras y cazadoras, no poseen la figura especializada del sanador y cualquier miembro del grupo puede ejercer esta función, de manera principalmente empírica.
En cambio, las sociedades asentadas, que han abandonado patrones trashumantes y comienzan a aprovechar y modificar el entorno en su provecho, tienden a especializar a un miembro del grupo en funciones de brujo, chamán o sanador, con frecuencia revestido de algún poder o influencia divina.
Estos sanadores suelen ocupar una posición social privilegiada y en muchos casos se subespecializan para tratar diferentes enfermedades, como se evidenció entre los aztecas, entre los que podía encontrarse el médico chamán (ticitl) más versado en procedimientos mágicos, el teomiquetzan, experto sobre todo en heridas y traumatismos producidos en combate, o la tlamatlquiticitl, comadrona encargada del seguimiento de los embarazos.
Por otra parte, las sociedades primitivas suelen considerar al enfermo como un «impuro», especialmente ante procesos patológicos incomprensibles, acudiendo a la explicación divina, como causa de los mismos.
El enfermo lo es porque ha transgredido algún tabú que ha irritado a alguna deidad, sufriendo por ello el «castigo» correspondiente, en forma de enfermedad.
La evolución de la medicina en estas sociedades arcaicas encuentra su máxima expresión en las primeras civilizaciones humanas: Mesopotamia, Egipto, América precolombina, India y China.
En ellas se expresaba esa doble vertiente, empírica y mágica, característica de la medicina primitiva.
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