Hallada en un archivo neozelandés una de las primeras películas en las que participó el director inglés - 'The White Shadow' se daba por perdida desde hacía décadas .
El enigma de un contrasentido, el de una sombra blanca, estaba oculto desde hace décadas en tres viejas latas de película de nitrato en Nueva Zelanda.
Sin duda, un intenso efecto dramático digno de la fértil imaginación del joven que, a principios del siglo XX, se embarcó en una aventura para cambiar el curso de los tiempos: el cine.
El embrión del genio de Alfred Hitch-cock (Londres, 1899-Los Ángeles, 1980) está en The white shadow (La sombra blanca), la película que en 1923 escribió, montó y diseñó el director de Los pájaros. Muda y en blanco y negro, se creía que de ella no quedaba rastro. Hitchcock, entonces el chico para todo, era además el ayudante de dirección del filme. Fue un año después, al despedirle el director Graham Cutts, celoso del creciente brillo del principiante, cuando le llegó la oportunidad de tomar el timón absoluto de un nuevo proyecto, El jardín de la alegría.
En sus célebres conversaciones con François Truffaut, Hitchock quitaría importancia a aquel punto de inflexión en su carrera: "Me preguntaron si quería dirigir, y la verdad era que yo nunca lo había pensado. Y era la verdad: estaba muy contento escribiendo guiones y haciendo la dirección artística".
Obsesionado con cada aspecto de sus películas, con la integridad de su trabajo, Hitchcock ("este hombre, que ha filmado mejor que nadie el miedo, es a su vez un miedoso", afirmó Truffaut) sintió desde el principio la necesidad de controlar todos los aspectos técnicos y creativos de sus filmes.
Por ello, explica Annette Melville, encargada del equipo de conservación de The white shadow, "es apasionante seguir su pista en los 2.689 pies (819 metros) de película rescatada. En ella está la semilla de un estilo".
"Hitchcock empezó a participar en rodajes con 18 años.
Era el chico para todo", apunta Ramón Luque, profesor de cine en la Universidad Rey Juan Carlos y autor del libro de ficción biográfica Hitchcock, un mar de soledad. "Se encargaba de los intertítulos y de todo lo demás.
Absorbió el cine desde todos los puntos de vista.
Y no era cierto que no quisiera ser director.
Lo decía, pero mentía.
Era una pose; ansiaba que el director tuviera un reconocimiento artístico que entonces se le negaba. Pero desde muy joven tuvo dotes de mando para solucionar cualquier problema y por eso desde el principio se encaró abiertamente con los realizadores de las películas en las que trabajaba".
Las latas de The white shadow llegaron en los años noventa a la filmoteca de Nueva Zelanda donadas por los herederos de un coleccionista, temerosos de la seguridad de aquel material inflamable. Probablemente ignoraban que su abuelo, un proyeccionista profesional llamado Jack Murtagh obsesionado con las películas antiguas y con almacenar todo tipo de objetos, guardaba las latas no solo de un Hitchcock en pañales sino de un western, El sargento, de 1910, o los restos de dos películas de John Ford: Strong Boy Trailer, protagonizada por Victor McLaglen en 1929, y Upstream, de 1927.
Todas estas joyas fundacionales han sido restauradas y catalogadas por el equipo de investigadores de la Filmoteca de Nueva Zelanda y la National Film Preservation Foundation, una organización estadounidense dedicada a salvar su patrimonio cinematográfico.
Uno de sus más activos e ilustres miembros, el cineasta Martin Scorsese, explicaba recientemente así la importancia de preservar estas películas: "Con la pérdida de cada fotograma perdemos una explicación sobre nuestra propia cultura, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros y, en definitiva, sobre nosotros mismos".
"Scorsese es un cineasta muy comprometido con nuestro trabajo", añade desde San Francisco Annette Melville.
"Enviamos a un especialista a la Filmoteca de Nueva Zelanda cuando supimos de sus fondos de cine estadounidense. Identificar esta película resultó ser un trabajo de detectives. Nos ha llevado años. El filme se rodó en Inglaterra, pero al comprarla un distribuidor americano aparece como americana. De ahí gran parte de la confusión a la hora de identificarla. Se perdieron las latas con los títulos de crédito y solo aparecían identificadas con el nombre del distribuidor, el de su actriz principal y el título Las hermanas gemelas".
La historia de dos gemelas, una con alma y otra sin ella, interpretadas ambas por Betty Compson, forma parte de los balbuceos cinematográficos de un director para quien el cine mudo forjó gran parte de su audacia formal.
Estas películas se rodaban en seis semanas y para el joven Hitchcock el reto estaba en hacerlo con el menor número posible de intertítulos.
Años después, famoso y desencantado, predicaba que en las escuelas de cine solo se deberían hacer ejercicios mudos.
Para él, en las películas la imagen mandaba y el realismo iba por otros derroteros que en la vida.
La emoción y la acción, decía, tienen sus propios códigos en una pantalla. "Pedirle a un hombre que cuenta historias que tome en consideración la verosimilitud me parece tan ridículo como pedir a un pintor figurativo que represente las cosas con exactitud.
Hay una gran diferencia entre la creación de un filme y la de un documental.
En un documental, Dios es el director. En una película, el director es dios, Él es quien crea la vida".
4 ago 2011
'La piel que habito' Juan Cruz
Hace muchos años un lector me dijo que no soportaba a Fernando Vallejo.
Era raro que un lector no soportara a Vallejo, que había escrito una novela memorable, La virgen de los sicarios, llena de la contundencia moral con la que aborda el colombiano su propia biografía.
La película de Almodóvar apela al alma que nos gusta y a la que nos disgusta. Trata de la venganza
Así que le pregunté a este amigo qué había pasado.
Y me dijo: "Es que empecé a leer La virgen de los sicarios y...". Las razones que uno no sabe explicar están siempre en los puntos suspensivos.
Lo que le había ocurrido fue que él no había sabido esperar por el libro; lo empezó a leer, el libro le fue diciendo unas cosas y a él se le fue el tiempo esperando otras. Espera por el libro, le dije.
Eso hizo. Muchos años después me vino con el resumen sentimental de otros libros de Vallejo, y estaba sobre todo conmovido ante un libro extraño, como un puñetazo en el estómago de la historia y de la vida, pues el libro es y no es una historia de la madre como circunstancia radical de nuestras trayectorias.
Pensé en lo que le había pasado a mi amigo con Vallejo y La virgen de los sicarios algunos días después de haber visto (ver, me parece, no es una buena palabra para el cine) la última película de Pedro Almodóvar, La piel que habito. Ignoro si Vallejo la verá alguna vez, allá en México, donde reside y vive, pero sí estoy seguro de que él entendería esa película como la extraordinaria explicación de la venganza como el más frío de los afectos.
En todo caso, vi esa película en una gélida sala de cine de preestreno, rodeado de periodistas que no expresaban nada (y así sucede en estos ejercicios de visión cinematográfica) y salí de allí perturbado, como si alguien me hubiera dado un golpe en la barriga mientras esperaba un saludo.
La película tiene el calor de la luz cenital, el ámbito perfecto y perturbador de un quirófano; y no es extraño, pues de quirófanos va; desde el inicio, el filme está marcado por los tonos de la amenaza y de la venganza, y del chantaje, que son fenómenos viejos que adoptan, en todos los tiempos, las sustancias mentirosas o falaces de cada época.
Cada movimiento de la cámara te lleva, indefectiblemente, a tus propios defectos, el de la venganza sobre todo, de modo que te revuelves en el asiento como si te estuvieran señalando con el dedo. Hasta que la pureza de los símbolos te señala tanto que tú dices, en ese mismo sitio, revuelto como estás contra ti mismo y contra el filme: "Ese no soy yo, eso no pasa".
Y ya fui derivando hacia los territorios adyacentes, hasta que, como hizo mi amigo con La virgen de los sicarios, decidí que la película me había abandonado, que yo no tenía nada que ver con ese universo, que era como hielo en mis tripas, revueltas por la presencia cada vez más amenazadora de la sustancia espiritual del filme: venganza, chantaje, suplantación...
Pasaron unos días desde que salí atolondrado de la sala de cine matinal (aconsejo no ver cine por la mañana: produce alucinaciones) hasta que el filme volvió a mi encuentro en un envoltorio nuevo; y no era un envoltorio intelectual, era un envoltorio sentimental, perturbador, ajeno y cercano, y profundamente humano. Como si Almodóvar hubiera decidido hacer una disección personal de lo que está en lo más recóndito de sus perturbaciones personales y acometiera la enorme tarea (propia de Kafka o de Onetti) de contar el alma rasgándosela.
El alma no es esa parte caritativa de los seres; el alma es todo, lo bueno y lo malo, la derecha y la izquierda en el cosmos, lo que queremos y lo que odiamos, lo que nos sirve y lo que no nos sirve de nosotros mismos. Toda esa secuencia única que es la película apela al alma que nos gusta y al alma que nos disgusta; es una película sobre la venganza, y la venganza es la piel que nos habita.
Esas sensaciones fueron las que me volvieron como un torbellino cuando ya era tarde para decirles nada a las personas que me preguntaron "¿y qué te pareció la película?". ¿La película me había llegado tarde? No, yo había llegado tarde a la película, a sus símbolos, al discurso circular, tan arriesgado, que el cineasta nos deja como un regalo, acaso el más complicado, de su alma compleja.
Una vez vi a Almodóvar en un oscuro restaurante de provincias, solo, mirando a los vacíos en los que se fijan los artistas cuando no hay luces alrededor. Lo noté melancólico, como si estuviera deglutiendo un plato vacío, rompiendo una esperanza a ver qué tenía dentro. Ahora cada vez que pienso en él, y mucho más después de haber entrado en la película, lo noto como si estuviera en aquel local oscuro.
Muchos lo conocieron en tiempos de mucha luz roja, en el Madrid de la movida después de lo inmóvil.
Luego han pasado muchas cosas. Y él habrá entendido algunas aristas que en su película son metáforas de lo que ha visto.
Eso convierte el filme al que algunos llegamos tarde en una piel especial que trasluce mucho de la piel de Almodóvar. Onetti tiene un cuento, El infierno tan temido, que trata el mismo asunto que este que aborda Pedro en La piel que habito.
Entrar en ese cuento ofrece la misma dificultad que la que hallamos ante Vallejo o ante este Almodóvar. Decía Cocteau: "Aquello que los demás rechazan de ti, cultívalo; eso eres tú mismo".
Pues sirve para leer o para ver: si lo rechazas, a lo mejor es que trata de ti.
Era raro que un lector no soportara a Vallejo, que había escrito una novela memorable, La virgen de los sicarios, llena de la contundencia moral con la que aborda el colombiano su propia biografía.
La película de Almodóvar apela al alma que nos gusta y a la que nos disgusta. Trata de la venganza
Así que le pregunté a este amigo qué había pasado.
Y me dijo: "Es que empecé a leer La virgen de los sicarios y...". Las razones que uno no sabe explicar están siempre en los puntos suspensivos.
Lo que le había ocurrido fue que él no había sabido esperar por el libro; lo empezó a leer, el libro le fue diciendo unas cosas y a él se le fue el tiempo esperando otras. Espera por el libro, le dije.
Eso hizo. Muchos años después me vino con el resumen sentimental de otros libros de Vallejo, y estaba sobre todo conmovido ante un libro extraño, como un puñetazo en el estómago de la historia y de la vida, pues el libro es y no es una historia de la madre como circunstancia radical de nuestras trayectorias.
Pensé en lo que le había pasado a mi amigo con Vallejo y La virgen de los sicarios algunos días después de haber visto (ver, me parece, no es una buena palabra para el cine) la última película de Pedro Almodóvar, La piel que habito. Ignoro si Vallejo la verá alguna vez, allá en México, donde reside y vive, pero sí estoy seguro de que él entendería esa película como la extraordinaria explicación de la venganza como el más frío de los afectos.
En todo caso, vi esa película en una gélida sala de cine de preestreno, rodeado de periodistas que no expresaban nada (y así sucede en estos ejercicios de visión cinematográfica) y salí de allí perturbado, como si alguien me hubiera dado un golpe en la barriga mientras esperaba un saludo.
La película tiene el calor de la luz cenital, el ámbito perfecto y perturbador de un quirófano; y no es extraño, pues de quirófanos va; desde el inicio, el filme está marcado por los tonos de la amenaza y de la venganza, y del chantaje, que son fenómenos viejos que adoptan, en todos los tiempos, las sustancias mentirosas o falaces de cada época.
Cada movimiento de la cámara te lleva, indefectiblemente, a tus propios defectos, el de la venganza sobre todo, de modo que te revuelves en el asiento como si te estuvieran señalando con el dedo. Hasta que la pureza de los símbolos te señala tanto que tú dices, en ese mismo sitio, revuelto como estás contra ti mismo y contra el filme: "Ese no soy yo, eso no pasa".
Y ya fui derivando hacia los territorios adyacentes, hasta que, como hizo mi amigo con La virgen de los sicarios, decidí que la película me había abandonado, que yo no tenía nada que ver con ese universo, que era como hielo en mis tripas, revueltas por la presencia cada vez más amenazadora de la sustancia espiritual del filme: venganza, chantaje, suplantación...
Pasaron unos días desde que salí atolondrado de la sala de cine matinal (aconsejo no ver cine por la mañana: produce alucinaciones) hasta que el filme volvió a mi encuentro en un envoltorio nuevo; y no era un envoltorio intelectual, era un envoltorio sentimental, perturbador, ajeno y cercano, y profundamente humano. Como si Almodóvar hubiera decidido hacer una disección personal de lo que está en lo más recóndito de sus perturbaciones personales y acometiera la enorme tarea (propia de Kafka o de Onetti) de contar el alma rasgándosela.
El alma no es esa parte caritativa de los seres; el alma es todo, lo bueno y lo malo, la derecha y la izquierda en el cosmos, lo que queremos y lo que odiamos, lo que nos sirve y lo que no nos sirve de nosotros mismos. Toda esa secuencia única que es la película apela al alma que nos gusta y al alma que nos disgusta; es una película sobre la venganza, y la venganza es la piel que nos habita.
Esas sensaciones fueron las que me volvieron como un torbellino cuando ya era tarde para decirles nada a las personas que me preguntaron "¿y qué te pareció la película?". ¿La película me había llegado tarde? No, yo había llegado tarde a la película, a sus símbolos, al discurso circular, tan arriesgado, que el cineasta nos deja como un regalo, acaso el más complicado, de su alma compleja.
Una vez vi a Almodóvar en un oscuro restaurante de provincias, solo, mirando a los vacíos en los que se fijan los artistas cuando no hay luces alrededor. Lo noté melancólico, como si estuviera deglutiendo un plato vacío, rompiendo una esperanza a ver qué tenía dentro. Ahora cada vez que pienso en él, y mucho más después de haber entrado en la película, lo noto como si estuviera en aquel local oscuro.
Muchos lo conocieron en tiempos de mucha luz roja, en el Madrid de la movida después de lo inmóvil.
Luego han pasado muchas cosas. Y él habrá entendido algunas aristas que en su película son metáforas de lo que ha visto.
Eso convierte el filme al que algunos llegamos tarde en una piel especial que trasluce mucho de la piel de Almodóvar. Onetti tiene un cuento, El infierno tan temido, que trata el mismo asunto que este que aborda Pedro en La piel que habito.
Entrar en ese cuento ofrece la misma dificultad que la que hallamos ante Vallejo o ante este Almodóvar. Decía Cocteau: "Aquello que los demás rechazan de ti, cultívalo; eso eres tú mismo".
Pues sirve para leer o para ver: si lo rechazas, a lo mejor es que trata de ti.
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