Mirar es elegir desde dónde mirar.
Antena 3 emitió un reportaje que recordaba la matanza terrorista en la casa cuartel de la Guardia Civil en Vic al cumplirse 20 años.
En Mientras los niños jugaban, las víctimas guiaban la mirada emocional e indignada.
Cuando irrumpían las palabras en el juicio de uno de los terroristas que sobrevivió a la detención que se produjo horas después, su ausencia absoluta de empatía por el dolor volvía a herir a la razón.
Fernando Aramburu, en los cuentos de Los peces de la amargura, retrató el doble castigo de las víctimas del terrorismo.
Por un lado el daño literal y por otro la propina añadida de la incomprensión social, de una especie de estigma que ha llevado consigo ser víctima de un suceso tan ideologizado. Acaba de publicar una serie nueva de cuentos que escarban en la herida.
En El vigilante del fiordo las armas de su humor a ratos negro, a ratos tan blanco como la luz, ayudan a comprender el lado más débil del hilo de la violencia.
Estos días Canal + emite los tres episodios de hora y media que componen el retrato de Carlos, el terrorista que más tinta y celuloide mereció en su época.
El director, Oliver Assayas, nos sitúa perturbadoramente cerca del personaje.
La audacia de los golpes traslada al espectador a ese otro lado, porque la acción en imágenes es un color que lo tiñe todo de adrenalina y pasión.
Al ver batirse a alguien contra el orden y la lógica es fácil sentir admiración, pese a la falta de encanto de la realidad.
Por eso la conclusión de la serie necesita degradar al macho latino, mostrarlo como el juguete roto de las naciones en conflicto, mercancía incómoda y gastada, que los servicios secretos franceses conducen a una cárcel donde el olvido lo devora como las polillas mientras recuerda los años en que forzaba a los Gobiernos a negociar e intercambiar rehenes.
Uno de los juristas que se ocupó del caso, Jacques Vergés, lo cuenta en El abogado del terror con ladina ironía.
Ese documental muestra el terrorismo desde una barrera aún más incómoda y desasosegante que la militancia o el dolor.
7 jun 2011
Allegra Versace se hace mayor
La heredera del famoso diseñador vence a sus fantasmas y entra en el consejo de administración de la firma de la que tiene el 50% de las acciones .
La vida de Allegra Versace cambió para siempre el 15 de julio de 1997.
Tenía entonces 11 años y recibió la noticia de que el asesino Andrew Cunanan había disparado dos balas en la cabeza a su tío, el famoso diseñador Gianni Versace.
Al cabo de unos días, el testamento del Versace reveló que su sobrina favorita heredaba el 50% de las acciones de una de las principales casas de moda del mundo.
Demasiada responsabilidad para una adolescente, que solo encontró consuelo en la fuga y el escondite.
Durante años, Allegra Versace huyó de focos y escenarios.
Pero el tiempo ha pasado y la niña se ha hecho empresaria y acaba de entrar en el consejo de administración del grupo.
"Me lo ha pedido mi madre [Donatella Versace] y al principio no quería. Además, de financas no sé nada. Pero luego he entendido que para mí es necesario entender este mundo que tanto ha cambiado. Ya no es como cuando estaba mi tío, cuando lo importante eran la audacia, la creatividad y la búsqueda de la belleza extrema. Hoy manda el marketing", asegura la joven heredera en una entrevista a La Repubblica.
Allegra, hija de Donatella Versace y Paul Beck, intentará estar a la altura de un tío al que idolatra.
Aunque ella misma la considera una misión prácticamente imposible: "El trabajo era su vida. No creo que hoy exista alguien como él, era único.
Cuando recibí el legado de mi tío sabía que era una prueba de amor pero que conllevaba la responsabilidad de tener que ser grande como él lo fue. Y sabía que no estaría ala altura. Fue muy duro".
Hubo un momento, después del asesinato de su tío, en el que Allegra Versace perdió hasta los recuerdos. "Durante años viví enla oscuridad. No recordaba nada de mi vida antes de aquel terrible día.
Luego, poco a poco la memoria fue volviendo, y con ella las imágenes y las emociones y mi vida se liberó de ese vacío que me daba miedo", cuenta la heredera a La Repubblica.
Residente en Miami, lejos de la atención de los medios, en 2007 Allegra Versace empezó a sufrir anorexia.
Llegó a ser hospitalizada, debido a la gravedad de su enfermedad. Sin embargo Allegra consiguió sacudirse sus fantasmas de encima.
Hoy recuerda esa época como "el periodo de mi ausencia".
Lo que une a la niña asustada de 11 años y a la mujer madura de 25 es el odio por la fama. "Solo quería una cosa: no ser nadie, no ser reconocida.
Sigo prefiriendo el anonimato.
Desde hace poco trabajo con un estilista no italiano, en la organización de desfiles y en la parte creativa. ¡La cosa fantástica de este trabajo es que no me conoce nadie!", asegura . Aunque, ahora que ha vuelto, está obligada a luchar contra su último fantasma.
La vida de Allegra Versace cambió para siempre el 15 de julio de 1997.
Tenía entonces 11 años y recibió la noticia de que el asesino Andrew Cunanan había disparado dos balas en la cabeza a su tío, el famoso diseñador Gianni Versace.
Al cabo de unos días, el testamento del Versace reveló que su sobrina favorita heredaba el 50% de las acciones de una de las principales casas de moda del mundo.
Demasiada responsabilidad para una adolescente, que solo encontró consuelo en la fuga y el escondite.
Durante años, Allegra Versace huyó de focos y escenarios.
Pero el tiempo ha pasado y la niña se ha hecho empresaria y acaba de entrar en el consejo de administración del grupo.
"Me lo ha pedido mi madre [Donatella Versace] y al principio no quería. Además, de financas no sé nada. Pero luego he entendido que para mí es necesario entender este mundo que tanto ha cambiado. Ya no es como cuando estaba mi tío, cuando lo importante eran la audacia, la creatividad y la búsqueda de la belleza extrema. Hoy manda el marketing", asegura la joven heredera en una entrevista a La Repubblica.
Allegra, hija de Donatella Versace y Paul Beck, intentará estar a la altura de un tío al que idolatra.
Aunque ella misma la considera una misión prácticamente imposible: "El trabajo era su vida. No creo que hoy exista alguien como él, era único.
Cuando recibí el legado de mi tío sabía que era una prueba de amor pero que conllevaba la responsabilidad de tener que ser grande como él lo fue. Y sabía que no estaría ala altura. Fue muy duro".
Hubo un momento, después del asesinato de su tío, en el que Allegra Versace perdió hasta los recuerdos. "Durante años viví enla oscuridad. No recordaba nada de mi vida antes de aquel terrible día.
Luego, poco a poco la memoria fue volviendo, y con ella las imágenes y las emociones y mi vida se liberó de ese vacío que me daba miedo", cuenta la heredera a La Repubblica.
Residente en Miami, lejos de la atención de los medios, en 2007 Allegra Versace empezó a sufrir anorexia.
Llegó a ser hospitalizada, debido a la gravedad de su enfermedad. Sin embargo Allegra consiguió sacudirse sus fantasmas de encima.
Hoy recuerda esa época como "el periodo de mi ausencia".
Lo que une a la niña asustada de 11 años y a la mujer madura de 25 es el odio por la fama. "Solo quería una cosa: no ser nadie, no ser reconocida.
Sigo prefiriendo el anonimato.
Desde hace poco trabajo con un estilista no italiano, en la organización de desfiles y en la parte creativa. ¡La cosa fantástica de este trabajo es que no me conoce nadie!", asegura . Aunque, ahora que ha vuelto, está obligada a luchar contra su último fantasma.
Hiroshima, 66 años de censura
Antes de que el epicentro de los ataques del 11-S en Nueva York se convirtiera en la zona cero más famosa del mundo, hubo otra de proporciones mucho mayores y de la que sin embargo, apenas hay imágenes: Hiroshima.
Y ese es precisamente el título -Hiroshima: Zona Cero 1945- que el Centro Internacional de la Fotografía de Nueva York ha escogido para una exposición que tras la reciente catástrofe nuclear de Fukushima, en Japón, se antoja de lo más oportuna.
Los vencedores no querían fomentar el remordimiento entre la opinión pública
No es que los organizadores hayan querido hacerla coincidir con la estela del escape radiactivo que siguió al tsunami y al terremoto que asoló Japón hace apenas dos meses. Simplemente el destino es caprichoso y así lo ha querido.
Pero precisamente por eso, este sobrecogedor archivo de desolación, destrucción y vacío que puede verse hasta el 28 de agosto y que representa esta pequeña pero muy desasosegante exposición de 60 imágenes, es más que efectivo.
Tras lanzar sobre Hiroshima la primera bomba atómica que se utilizó en un conflicto armado, el Gobierno estadounidense impuso una estricta censura fotográfica sobre la ciudad. Tras una explosión que aniquiló en el acto a más de 140.000 seres humanos y destruyó el 70% de las estructuras físicas de la ciudad, Estados Unidos tuvo muy claro que cuanto menos viera el mundo de aquello, mucho mejor.
"No se tiene que imprimir nada que altere directa o indirectamente la tranquilidad del público", anunció el Gobierno un mes después de la explosión.
Las autoridades ya habían entendido perfectamente el poder de la fotografía para dejar grabada la muerte sobre la conciencia humana: las imágenes del recién liberado campo de concentración de Auschwitz o del bombardeo de la ciudad de Dresde acababan de hacer historia.
Por algo aún hoy el ejército de Estados Unidos prohíbe publicar las fotos de sus propios caídos en conflictos bélicos.
El lado vencedor de la Segunda Guerra Mundial no quería remordimientos de conciencia entre la opinión pública.
De ahí que apenas se hayan visto fotografías de la Hiroshima (y Nagasaki) pos nuclear, lo que convierte esta exposición en un evento extraordinario. Pero que no se hayan visto no significa que no las hubiera.
Dos meses después del letal ataque, el presidente Truman envió a aquella ciudad arrasada a un equipo de ingenieros y arquitectos encargados de analizar los daños civiles, económicos y militares provocados por la bomba y que incluía a siete fotógrafos integrantes de la llamada Survey Physical Damage Division.
Durante dos meses se dedicaron a fotografiar y analizar los restos de 135 edificios, 52 puentes, maquinaria y estructuras y situaron todos ellos en el mapa de la ciudad, detallando su distancia del epicentro de la bomba y sus daños.
Más de 800 de aquellas fotografías fueron publicadas en un informe secreto de tres tomos titulado Los efectos de la bomba de Hiroshima, Japón que se convirtió en la biblia del Gobierno estadounidense para la construcción de ciudades en los años que siguieron.
El informe sugería que para que las urbes patrias fueran más resistentes a un ataque nuclear era necesario trasladar las fábricas a distritos pequeños, (para que, ante un eventual ataque, no se desintegrara la capacidad de producción del país).
Además, proponía reforzar los edificios con acero y cemento armado y construir búnkeres en sus sótanos. Muchos de esos edificios son todavía hoy parte del paisaje urbano estadounidense y el símbolo de "protección ante radiación nuclear" en las entradas indica sus características de "edificio a prueba de bomba".
Las fotos fueron desclasificadas en la década de los sesenta, se conservaron durante años en el sótano de uno de los ingenieros que elaboró el informe gubernamental y estuvieron a punto de ser pasto de las llamas en un incendio en el que pereció aquel ingeniero.
Su hija las tiró a la basura, un joven las rescató, pero después perdió parte de ellas.
Las encontró el dueño de un restaurante en la calle en Watertown (Massachussets) en 2000 y con la ayuda de un amigo localizó a su último dueño, organizó una exposición modesta e ignorada y finalmente, en 2006, se convirtieron en parte de la colección del ICP. Ahora este centro les devuelve su descorazonadora importancia.
Y ese es precisamente el título -Hiroshima: Zona Cero 1945- que el Centro Internacional de la Fotografía de Nueva York ha escogido para una exposición que tras la reciente catástrofe nuclear de Fukushima, en Japón, se antoja de lo más oportuna.
Los vencedores no querían fomentar el remordimiento entre la opinión pública
No es que los organizadores hayan querido hacerla coincidir con la estela del escape radiactivo que siguió al tsunami y al terremoto que asoló Japón hace apenas dos meses. Simplemente el destino es caprichoso y así lo ha querido.
Pero precisamente por eso, este sobrecogedor archivo de desolación, destrucción y vacío que puede verse hasta el 28 de agosto y que representa esta pequeña pero muy desasosegante exposición de 60 imágenes, es más que efectivo.
Tras lanzar sobre Hiroshima la primera bomba atómica que se utilizó en un conflicto armado, el Gobierno estadounidense impuso una estricta censura fotográfica sobre la ciudad. Tras una explosión que aniquiló en el acto a más de 140.000 seres humanos y destruyó el 70% de las estructuras físicas de la ciudad, Estados Unidos tuvo muy claro que cuanto menos viera el mundo de aquello, mucho mejor.
"No se tiene que imprimir nada que altere directa o indirectamente la tranquilidad del público", anunció el Gobierno un mes después de la explosión.
Las autoridades ya habían entendido perfectamente el poder de la fotografía para dejar grabada la muerte sobre la conciencia humana: las imágenes del recién liberado campo de concentración de Auschwitz o del bombardeo de la ciudad de Dresde acababan de hacer historia.
Por algo aún hoy el ejército de Estados Unidos prohíbe publicar las fotos de sus propios caídos en conflictos bélicos.
El lado vencedor de la Segunda Guerra Mundial no quería remordimientos de conciencia entre la opinión pública.
De ahí que apenas se hayan visto fotografías de la Hiroshima (y Nagasaki) pos nuclear, lo que convierte esta exposición en un evento extraordinario. Pero que no se hayan visto no significa que no las hubiera.
Dos meses después del letal ataque, el presidente Truman envió a aquella ciudad arrasada a un equipo de ingenieros y arquitectos encargados de analizar los daños civiles, económicos y militares provocados por la bomba y que incluía a siete fotógrafos integrantes de la llamada Survey Physical Damage Division.
Durante dos meses se dedicaron a fotografiar y analizar los restos de 135 edificios, 52 puentes, maquinaria y estructuras y situaron todos ellos en el mapa de la ciudad, detallando su distancia del epicentro de la bomba y sus daños.
Más de 800 de aquellas fotografías fueron publicadas en un informe secreto de tres tomos titulado Los efectos de la bomba de Hiroshima, Japón que se convirtió en la biblia del Gobierno estadounidense para la construcción de ciudades en los años que siguieron.
El informe sugería que para que las urbes patrias fueran más resistentes a un ataque nuclear era necesario trasladar las fábricas a distritos pequeños, (para que, ante un eventual ataque, no se desintegrara la capacidad de producción del país).
Además, proponía reforzar los edificios con acero y cemento armado y construir búnkeres en sus sótanos. Muchos de esos edificios son todavía hoy parte del paisaje urbano estadounidense y el símbolo de "protección ante radiación nuclear" en las entradas indica sus características de "edificio a prueba de bomba".
Las fotos fueron desclasificadas en la década de los sesenta, se conservaron durante años en el sótano de uno de los ingenieros que elaboró el informe gubernamental y estuvieron a punto de ser pasto de las llamas en un incendio en el que pereció aquel ingeniero.
Su hija las tiró a la basura, un joven las rescató, pero después perdió parte de ellas.
Las encontró el dueño de un restaurante en la calle en Watertown (Massachussets) en 2000 y con la ayuda de un amigo localizó a su último dueño, organizó una exposición modesta e ignorada y finalmente, en 2006, se convirtieron en parte de la colección del ICP. Ahora este centro les devuelve su descorazonadora importancia.
Gracias ROSA MONTERO
Todos los escritores veteranos como yo sabemos bien lo que cuesta llenar una sala para presentar un libro; ni los agentes de prensa más eficientes ni el patrocinio de grandes empresas pueden asegurar que un local se llene, porque cada día somos físicamente más vagos y hay menos espacio para la cultura en los medios de comunicación. Pero probablemente todos hemos asistido también a alguno de esos milagros que suceden cuando llegas a una pequeña localidad, a una plaza difícil sin tradición cultural o a una barriada deprimida, invitado por una modesta librería; y de repente el sitio se abarrota de público y la gente no cabe y se agolpa en la calle.
La noticia en otros webs
•webs en español
•en otros idiomas
Y déjame que te diga, hermano escritor: no es mérito tuyo, sino de los libreros.
Cuanto, cuantísimo hay que trabajar cada día, cada mes, cada año, para lograr llenar ese local.
Un trabajo tenaz, imaginativo y callado, una siembra lentísima, hasta conseguir tal confianza con los clientes que, como Hamelin, puedas arrastrarlos detrás de ti al compás de tu música, esto es, de tus consejos.
En mitad de la Feria del Libro de Madrid, mientras firmo de caseta en caseta, no hago más que pensar en los libreros.
En esas personas tan especiales que dedican su vida a algo que desde luego no va a hacerles millonarios, y que trabajan inacabables horas leyendo, cuidando, recomendando, enardeciendo la voluntad de sus parroquianos.
El buen librero conoce a sus asiduos con finura de enamorado; ofrece las lecturas adecuadas, va creando generaciones de lectores, acompaña a los hijos de los clientes en su crecimiento literario.
En muchas zonas la librería es el único centro de dinamización cultural, un papel que nadie les tiene en cuenta.
Las librerías son nidos de sueños y los libreros son médicos del alma. Sin libreros predictores, solo leeríamos best sellers. Por todo esto, gracias. Muchas gracias.
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Y déjame que te diga, hermano escritor: no es mérito tuyo, sino de los libreros.
Cuanto, cuantísimo hay que trabajar cada día, cada mes, cada año, para lograr llenar ese local.
Un trabajo tenaz, imaginativo y callado, una siembra lentísima, hasta conseguir tal confianza con los clientes que, como Hamelin, puedas arrastrarlos detrás de ti al compás de tu música, esto es, de tus consejos.
En mitad de la Feria del Libro de Madrid, mientras firmo de caseta en caseta, no hago más que pensar en los libreros.
En esas personas tan especiales que dedican su vida a algo que desde luego no va a hacerles millonarios, y que trabajan inacabables horas leyendo, cuidando, recomendando, enardeciendo la voluntad de sus parroquianos.
El buen librero conoce a sus asiduos con finura de enamorado; ofrece las lecturas adecuadas, va creando generaciones de lectores, acompaña a los hijos de los clientes en su crecimiento literario.
En muchas zonas la librería es el único centro de dinamización cultural, un papel que nadie les tiene en cuenta.
Las librerías son nidos de sueños y los libreros son médicos del alma. Sin libreros predictores, solo leeríamos best sellers. Por todo esto, gracias. Muchas gracias.
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