Michael Tilson Thomas dirige a la Sinfónica de San Francisco en una gira consagrada al compositor - "El miedo de su tiempo se parece al nuestro" .
Hace 45 años, el pianista Arthur Rubinstein le invitó a desayunar y le dio un par de consejos. "A los 50, la gente me decía que la forma en que tocaba Chopin no era la adecuada. A los 55, empezaron a decirme que así era exactamente como debía hacerse. Usted hace cosas diferentes. Insista en sus sueños y aproveche el tiempo", le dijo a Michael Tilson Thomas (Los Ángeles, 1944), actual director de la Sinfónica de San Francisco. Él lo tomó al pie de la letra.
"Mire, los primeros 25 años me preguntaban: '¿Por qué haces eso?'. Ahora me dicen: 'Eso que haces, ¿podrías enseñarme a hacerlo?", señala en un desayuno quizá menos memorable.
Y "eso" son proyectos como el concierto YouTube, con músicos de todo el mundo y una audiencia de 34 millones de personas, o la construcción en Miami del centro New World Symphony (diseñado por Frank Gehry para la difusión y la educación musical).
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El músico dio un recital en YouTube para una audiencia de 34 millones
MTT, director, compositor y gran impulsor de la música norteamericana (se le considera heredero de Leonard Bernstein) y de las nuevas tecnologías aplicadas a la clásica, ha recorrido Europa con su orquesta (hoy y mañana están en Madrid), desplegando una laureada interpretación de las sinfonías de Mahler en el año de su centenario, cuando más de moda está y cuando su tiempo, al borde de la demolición, sintoniza más con el nuestro. "Es que lo que escribía Mahler estaba influido por el hundimiento del Imperio Austrohúngaro. Y eso es algo que compartimos ahora, el miedo a que nuestro mundo no sea ya tan seguro. Fíjese en el terror a los pepinos", bromea.
Y, ¿cómo explica a sus músicos lo que quiere de este compositor? "Mahler pide que tengan y toquen con mucho carácter. A veces tienen que ser delicados y cuidadosos, pero otras tienen que hacerlo de una forma bruta, ruda, irónica... como músicos callejeros", señala MTT (así le conocen).
El director californiano, descendiente de una familia de actores de teatro yiddish, recuerda perfectamente la primera vez que oyó aquel sonido. "Tenía 13 años y cambió profundamente mi vida. Su música describía todo mi mundo emocional, que entonces andaba un poco revuelto", recuerda sin querer profundizar en qué consistía aquel ajetreo ("otro día"). En cambio, MTT resalta la importancia de comprender la vida de Mahler para acercarse a su obra. "Fue el último gran maestro sinfónico. Pero utiliza material muy personal, abundantes referencias biográficas y de la gente de ese periodo. Sus primeras piezas están plagadas de referencias a la música folk de entonces. Y eso irrita a muchos aficionados a la clásica.
Su manera de pensar acerca de la sinfonía era muy adelantada, lo hacía de la misma manera que lo haría un director de cine. Eso sí, alguien como Mur-nau, Fritz Lang o Tarkovski". ¿Es más narrativo que otros? "Sí, pero también formalmente perfecto. Es una sinfonía real, pero en un nivel más expandido".
Una de las grandes obsesiones de MTT ha sido la regeneración del público de la música culta. Lo ha hecho desde San Francisco y desde su New World Symphony de Miami. "En EE UU pensamos permanentemente cuál es nuestra relación con la audiencia. No damos nada por sentado.
En los sitios donde eso no es así, puede que tengan problemas".
5 jun 2011
4 jun 2011
Midnight in Paris
Midnight in Paris
Director: Woody Allen
Intérpretes: Owen Wilson, Rachel McAdams, Marion Cotillard, Kathy Bates, Adrien Brody, Carla Bruni, Michael Sheen, Léa Seydoux
.Por Sergi Sánchez
En El episodio Kugelmass, uno de los cuentos más delirantes de Woody Allen, un hombre aplastado por la monotonía de su matrimonio recibe la llamada de un mago que le ofrece hacer realidad su más lúbrico sueño: cometer adulterio.
Sólo tiene que meterse en un armario con la novela, obra de teatro o poema que prefiera, y se proyectará en su universo. Quiero tener un affaire con una amante francesa. ¿Qué le parece Emma Bovary?, pregunta, ansioso.UFFFFF una plasta incunable.
Midnight in Paris explota ese punto de partida –que también estaba en el epicentro de una de sus películas más hermosas, La Rosa Púrpura de El Cairo (1985)-, no solo para ratificar la francofilia de su autor sino para reírse de la imagen idealizada que los americanos tienen sobre la vieja Europa como cuna de la cultura, para poner contra las cuerdas a todas aquellos que lo tachan de turista accidental (y, por extensión, de cineasta superficial) y para elaborar una furibunda diatriba contra la nostalgia.Pues eso se debe a algunos porque yo no lo vi.
Midnight in Paris es, en ese sentido, una película paradójica: por un lado, celebra los clichés de una ciudad que Allen adora tanto como Nueva York, y, por otro, siente la necesidad de desmontar la dimensión simbólica de esos clichés, materializada en un dream team de la vida bohemia del París de los años 20 que parece un parque temático para intelectuales de pacotilla, y que Allen recrea sin miedo a hacer el ridículo. Pues lo hace
Es en los requiebros de esa fantasía imposible donde Allen logra que Midnight in Paris se convierta en su película más original desde Desmontando a Harry (1997). Más allá del ingenio de la premisa, con sus hilarantes gags sobre El Ángel Exterminador (Luis Buñuel, 1962) y sus parodias de Hemingway y Dalí, el viaje en el tiempo que emprende su alter ego en la pantalla le permite reivindicar el presente como tabla de salvación. El hombre siempre quiere lo que no tiene, nos dice Allen, y ese deseo no es otro que el de escapar de la muerte, el de dejar su huella para la posteridad.
Y por muy ligera y cálida y deliciosa que sea esta comedia, el poso que deja es pura melancolía.
Y de aburrimiento. Me ha aburrido hasta decir basta, Quría ver si me equicovaba oero no. Un Peñazo
Director: Woody Allen
Intérpretes: Owen Wilson, Rachel McAdams, Marion Cotillard, Kathy Bates, Adrien Brody, Carla Bruni, Michael Sheen, Léa Seydoux
.Por Sergi Sánchez
En El episodio Kugelmass, uno de los cuentos más delirantes de Woody Allen, un hombre aplastado por la monotonía de su matrimonio recibe la llamada de un mago que le ofrece hacer realidad su más lúbrico sueño: cometer adulterio.
Sólo tiene que meterse en un armario con la novela, obra de teatro o poema que prefiera, y se proyectará en su universo. Quiero tener un affaire con una amante francesa. ¿Qué le parece Emma Bovary?, pregunta, ansioso.UFFFFF una plasta incunable.
Midnight in Paris explota ese punto de partida –que también estaba en el epicentro de una de sus películas más hermosas, La Rosa Púrpura de El Cairo (1985)-, no solo para ratificar la francofilia de su autor sino para reírse de la imagen idealizada que los americanos tienen sobre la vieja Europa como cuna de la cultura, para poner contra las cuerdas a todas aquellos que lo tachan de turista accidental (y, por extensión, de cineasta superficial) y para elaborar una furibunda diatriba contra la nostalgia.Pues eso se debe a algunos porque yo no lo vi.
Midnight in Paris es, en ese sentido, una película paradójica: por un lado, celebra los clichés de una ciudad que Allen adora tanto como Nueva York, y, por otro, siente la necesidad de desmontar la dimensión simbólica de esos clichés, materializada en un dream team de la vida bohemia del París de los años 20 que parece un parque temático para intelectuales de pacotilla, y que Allen recrea sin miedo a hacer el ridículo. Pues lo hace
Es en los requiebros de esa fantasía imposible donde Allen logra que Midnight in Paris se convierta en su película más original desde Desmontando a Harry (1997). Más allá del ingenio de la premisa, con sus hilarantes gags sobre El Ángel Exterminador (Luis Buñuel, 1962) y sus parodias de Hemingway y Dalí, el viaje en el tiempo que emprende su alter ego en la pantalla le permite reivindicar el presente como tabla de salvación. El hombre siempre quiere lo que no tiene, nos dice Allen, y ese deseo no es otro que el de escapar de la muerte, el de dejar su huella para la posteridad.
Y por muy ligera y cálida y deliciosa que sea esta comedia, el poso que deja es pura melancolía.
Y de aburrimiento. Me ha aburrido hasta decir basta, Quría ver si me equicovaba oero no. Un Peñazo
Libros en pintura
Existe la creencia de que en las novelas que van ilustradas los grabados, los dibujos, se basaron siempre en los textos escritos. Y, sin embargo, no siempre fue así. Hubo una época en la que los narradores que escribían novelas por entregas para los periódicos se ponían al servicio de famosos y prestigiosos dibujantes; primero, entregaban éstos sus ilustraciones, y después venían los narradores y se acoplaban a los dibujos de las estrellas de los grabados.
Es el caso célebre del periódico londinense Evening Chronicle, que en 1836 le encargó al joven Dickens de 24 años que escribiese una serie de textos de carácter costumbrista para las ilustraciones del famoso dibujante Robert Seymour, gran estrella del momento.
O sea que Seymour hacía las ilustraciones y a éstas las acompañaba posteriormente un texto adicional.
La trama de las historias, por tanto, se subordinaba al dibujo. En el caso que nos ocupa, pronto surgieron las desavenencias entre la estrella Seymour y el genio -entonces desconocido- de Dickens.
La obra concebida por el dibujante proponía, a través de sus grabados, un relato acerca de un club de cazadores llamado Nimrod, una sociedad de perdigueros cómicamente inexpertos...
Pero sucedió que el texto no tardó en imponerse a su ilustración, es decir, que el escritor desconocido se impuso al afamado dibujante.
Leer el siguiente capítulo de Los papeles póstumos del Club Pickwick, la brillante y divertidísima historia de Dickens, se convirtió en una pasión tan grande en Londres que en unos meses provocó el aumento de la tirada del periódico desde los 400 ejemplares a los 400.000.
Tras la quinta entrega, Seymour se suicidó. Nunca se había ilustrado de esa forma tan trágica la derrota de un ilustrador. A partir de ese momento, fue Hablot Knight Browne, alias Phiz, quien se encargó de los dibujos y quien permitió que Los papeles... se invirtieran y pasara Dickens a escribir el texto y, a partir de lo que dictaba la trama del narrador, se hacía la ilustración.
Hace unos años, Jordi Llovet cedió por unas semanas los grabados de su ejemplar de 1837 de la edición original de Los papeles póstumos del Club Pickwick para que Mondadori, en su colección de Grandes Clásicos, traducción de José María Valverde (2004), remedara aquella primera edición en la que la unión entre Dickens y Phiz configuró uno de los libros ilustrados más extraordinarios de la literatura inglesa y también de la universal de todos los tiempos.
Esa edición original de Los papeles... es uno de los faros que todavía hoy guían el espíritu de los esforzados impresores y empresarios de vocación literaria que tratan de hacer brillantes libros ilustrados, concentrándose, últimamente más que nunca, en la edición de clásicos de la literatura, lo que de algún modo facilita la lectura de algunos libros que absurdamente imponen respeto cuando en realidad los clásicos son los libros más contemporáneos que existen, quiero decir que son una fiesta de lo moderno, como se ve perfectamente en algunos de los libros que he seleccionado para estas páginas.
Un día tendremos que ocuparnos del divertido tema de los escritores que dibujan. Como es sabido, con el romanticismo, en Francia, los escritores empezaron a dibujar. La pluma corría por la hoja, se detenía, vacilaba, distraída o nerviosamente... A comienzos del XIX, comenzaron a aparecer escritores como Victor Hugo que demostraron ser, encima de grandes narradores, buenos pintores.
Pero es que Victor Hugo era excesivo en todo y de hecho fue la excepción en la malévola regla que dice que los malos escritores dibujan bien, y viceversa.
Me acuerdo ahora de los casos de Stendhal o de Balzac, que lo intentaron, pero se vio que eran dibujantes ridículos, infantiles, patéticos.
El caso más interesante, que quedó al descubierto ante la nueva moda, fue el de los escritores que sabían dibujar demasiado bien (Mérimée, Alfred de Vigny, Théophile Gautier, los Goncourt, siempre los Goncourt) y que precisamente a causa de esto escribían rematadamente mal.
De esa época llama la atención especialmente Alfred de Musset, precursor de los cómics; componía para diversión suya y de amigos y familiares, historietas con conocidos personajes caricaturizados... Pero para terminar volvamos ya a los inefables hermanos Goncourt, los reyes del dibujo.
De ellos son estas sabias palabras: "¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo.
Y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un completo sufrimiento...".
Ni qué decir tiene que los Goncourt sufrieron toda la vida y todavía hoy su cerebro padece en la eternidad.
Es el caso célebre del periódico londinense Evening Chronicle, que en 1836 le encargó al joven Dickens de 24 años que escribiese una serie de textos de carácter costumbrista para las ilustraciones del famoso dibujante Robert Seymour, gran estrella del momento.
O sea que Seymour hacía las ilustraciones y a éstas las acompañaba posteriormente un texto adicional.
La trama de las historias, por tanto, se subordinaba al dibujo. En el caso que nos ocupa, pronto surgieron las desavenencias entre la estrella Seymour y el genio -entonces desconocido- de Dickens.
La obra concebida por el dibujante proponía, a través de sus grabados, un relato acerca de un club de cazadores llamado Nimrod, una sociedad de perdigueros cómicamente inexpertos...
Pero sucedió que el texto no tardó en imponerse a su ilustración, es decir, que el escritor desconocido se impuso al afamado dibujante.
Leer el siguiente capítulo de Los papeles póstumos del Club Pickwick, la brillante y divertidísima historia de Dickens, se convirtió en una pasión tan grande en Londres que en unos meses provocó el aumento de la tirada del periódico desde los 400 ejemplares a los 400.000.
Tras la quinta entrega, Seymour se suicidó. Nunca se había ilustrado de esa forma tan trágica la derrota de un ilustrador. A partir de ese momento, fue Hablot Knight Browne, alias Phiz, quien se encargó de los dibujos y quien permitió que Los papeles... se invirtieran y pasara Dickens a escribir el texto y, a partir de lo que dictaba la trama del narrador, se hacía la ilustración.
Hace unos años, Jordi Llovet cedió por unas semanas los grabados de su ejemplar de 1837 de la edición original de Los papeles póstumos del Club Pickwick para que Mondadori, en su colección de Grandes Clásicos, traducción de José María Valverde (2004), remedara aquella primera edición en la que la unión entre Dickens y Phiz configuró uno de los libros ilustrados más extraordinarios de la literatura inglesa y también de la universal de todos los tiempos.
Esa edición original de Los papeles... es uno de los faros que todavía hoy guían el espíritu de los esforzados impresores y empresarios de vocación literaria que tratan de hacer brillantes libros ilustrados, concentrándose, últimamente más que nunca, en la edición de clásicos de la literatura, lo que de algún modo facilita la lectura de algunos libros que absurdamente imponen respeto cuando en realidad los clásicos son los libros más contemporáneos que existen, quiero decir que son una fiesta de lo moderno, como se ve perfectamente en algunos de los libros que he seleccionado para estas páginas.
Un día tendremos que ocuparnos del divertido tema de los escritores que dibujan. Como es sabido, con el romanticismo, en Francia, los escritores empezaron a dibujar. La pluma corría por la hoja, se detenía, vacilaba, distraída o nerviosamente... A comienzos del XIX, comenzaron a aparecer escritores como Victor Hugo que demostraron ser, encima de grandes narradores, buenos pintores.
Pero es que Victor Hugo era excesivo en todo y de hecho fue la excepción en la malévola regla que dice que los malos escritores dibujan bien, y viceversa.
Me acuerdo ahora de los casos de Stendhal o de Balzac, que lo intentaron, pero se vio que eran dibujantes ridículos, infantiles, patéticos.
El caso más interesante, que quedó al descubierto ante la nueva moda, fue el de los escritores que sabían dibujar demasiado bien (Mérimée, Alfred de Vigny, Théophile Gautier, los Goncourt, siempre los Goncourt) y que precisamente a causa de esto escribían rematadamente mal.
De esa época llama la atención especialmente Alfred de Musset, precursor de los cómics; componía para diversión suya y de amigos y familiares, historietas con conocidos personajes caricaturizados... Pero para terminar volvamos ya a los inefables hermanos Goncourt, los reyes del dibujo.
De ellos son estas sabias palabras: "¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo.
Y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un completo sufrimiento...".
Ni qué decir tiene que los Goncourt sufrieron toda la vida y todavía hoy su cerebro padece en la eternidad.
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