Midnight in Paris
Director: Woody Allen
Intérpretes: Owen Wilson, Rachel McAdams, Marion Cotillard, Kathy Bates, Adrien Brody, Carla Bruni, Michael Sheen, Léa Seydoux
.Por Sergi Sánchez
En El episodio Kugelmass, uno de los cuentos más delirantes de Woody Allen, un hombre aplastado por la monotonía de su matrimonio recibe la llamada de un mago que le ofrece hacer realidad su más lúbrico sueño: cometer adulterio.
Sólo tiene que meterse en un armario con la novela, obra de teatro o poema que prefiera, y se proyectará en su universo. Quiero tener un affaire con una amante francesa. ¿Qué le parece Emma Bovary?, pregunta, ansioso.UFFFFF una plasta incunable.
Midnight in Paris explota ese punto de partida –que también estaba en el epicentro de una de sus películas más hermosas, La Rosa Púrpura de El Cairo (1985)-, no solo para ratificar la francofilia de su autor sino para reírse de la imagen idealizada que los americanos tienen sobre la vieja Europa como cuna de la cultura, para poner contra las cuerdas a todas aquellos que lo tachan de turista accidental (y, por extensión, de cineasta superficial) y para elaborar una furibunda diatriba contra la nostalgia.Pues eso se debe a algunos porque yo no lo vi.
Midnight in Paris es, en ese sentido, una película paradójica: por un lado, celebra los clichés de una ciudad que Allen adora tanto como Nueva York, y, por otro, siente la necesidad de desmontar la dimensión simbólica de esos clichés, materializada en un dream team de la vida bohemia del París de los años 20 que parece un parque temático para intelectuales de pacotilla, y que Allen recrea sin miedo a hacer el ridículo. Pues lo hace
Es en los requiebros de esa fantasía imposible donde Allen logra que Midnight in Paris se convierta en su película más original desde Desmontando a Harry (1997). Más allá del ingenio de la premisa, con sus hilarantes gags sobre El Ángel Exterminador (Luis Buñuel, 1962) y sus parodias de Hemingway y Dalí, el viaje en el tiempo que emprende su alter ego en la pantalla le permite reivindicar el presente como tabla de salvación. El hombre siempre quiere lo que no tiene, nos dice Allen, y ese deseo no es otro que el de escapar de la muerte, el de dejar su huella para la posteridad.
Y por muy ligera y cálida y deliciosa que sea esta comedia, el poso que deja es pura melancolía.
Y de aburrimiento. Me ha aburrido hasta decir basta, Quría ver si me equicovaba oero no. Un Peñazo
4 jun 2011
Libros en pintura
Existe la creencia de que en las novelas que van ilustradas los grabados, los dibujos, se basaron siempre en los textos escritos. Y, sin embargo, no siempre fue así. Hubo una época en la que los narradores que escribían novelas por entregas para los periódicos se ponían al servicio de famosos y prestigiosos dibujantes; primero, entregaban éstos sus ilustraciones, y después venían los narradores y se acoplaban a los dibujos de las estrellas de los grabados.
Es el caso célebre del periódico londinense Evening Chronicle, que en 1836 le encargó al joven Dickens de 24 años que escribiese una serie de textos de carácter costumbrista para las ilustraciones del famoso dibujante Robert Seymour, gran estrella del momento.
O sea que Seymour hacía las ilustraciones y a éstas las acompañaba posteriormente un texto adicional.
La trama de las historias, por tanto, se subordinaba al dibujo. En el caso que nos ocupa, pronto surgieron las desavenencias entre la estrella Seymour y el genio -entonces desconocido- de Dickens.
La obra concebida por el dibujante proponía, a través de sus grabados, un relato acerca de un club de cazadores llamado Nimrod, una sociedad de perdigueros cómicamente inexpertos...
Pero sucedió que el texto no tardó en imponerse a su ilustración, es decir, que el escritor desconocido se impuso al afamado dibujante.
Leer el siguiente capítulo de Los papeles póstumos del Club Pickwick, la brillante y divertidísima historia de Dickens, se convirtió en una pasión tan grande en Londres que en unos meses provocó el aumento de la tirada del periódico desde los 400 ejemplares a los 400.000.
Tras la quinta entrega, Seymour se suicidó. Nunca se había ilustrado de esa forma tan trágica la derrota de un ilustrador. A partir de ese momento, fue Hablot Knight Browne, alias Phiz, quien se encargó de los dibujos y quien permitió que Los papeles... se invirtieran y pasara Dickens a escribir el texto y, a partir de lo que dictaba la trama del narrador, se hacía la ilustración.
Hace unos años, Jordi Llovet cedió por unas semanas los grabados de su ejemplar de 1837 de la edición original de Los papeles póstumos del Club Pickwick para que Mondadori, en su colección de Grandes Clásicos, traducción de José María Valverde (2004), remedara aquella primera edición en la que la unión entre Dickens y Phiz configuró uno de los libros ilustrados más extraordinarios de la literatura inglesa y también de la universal de todos los tiempos.
Esa edición original de Los papeles... es uno de los faros que todavía hoy guían el espíritu de los esforzados impresores y empresarios de vocación literaria que tratan de hacer brillantes libros ilustrados, concentrándose, últimamente más que nunca, en la edición de clásicos de la literatura, lo que de algún modo facilita la lectura de algunos libros que absurdamente imponen respeto cuando en realidad los clásicos son los libros más contemporáneos que existen, quiero decir que son una fiesta de lo moderno, como se ve perfectamente en algunos de los libros que he seleccionado para estas páginas.
Un día tendremos que ocuparnos del divertido tema de los escritores que dibujan. Como es sabido, con el romanticismo, en Francia, los escritores empezaron a dibujar. La pluma corría por la hoja, se detenía, vacilaba, distraída o nerviosamente... A comienzos del XIX, comenzaron a aparecer escritores como Victor Hugo que demostraron ser, encima de grandes narradores, buenos pintores.
Pero es que Victor Hugo era excesivo en todo y de hecho fue la excepción en la malévola regla que dice que los malos escritores dibujan bien, y viceversa.
Me acuerdo ahora de los casos de Stendhal o de Balzac, que lo intentaron, pero se vio que eran dibujantes ridículos, infantiles, patéticos.
El caso más interesante, que quedó al descubierto ante la nueva moda, fue el de los escritores que sabían dibujar demasiado bien (Mérimée, Alfred de Vigny, Théophile Gautier, los Goncourt, siempre los Goncourt) y que precisamente a causa de esto escribían rematadamente mal.
De esa época llama la atención especialmente Alfred de Musset, precursor de los cómics; componía para diversión suya y de amigos y familiares, historietas con conocidos personajes caricaturizados... Pero para terminar volvamos ya a los inefables hermanos Goncourt, los reyes del dibujo.
De ellos son estas sabias palabras: "¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo.
Y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un completo sufrimiento...".
Ni qué decir tiene que los Goncourt sufrieron toda la vida y todavía hoy su cerebro padece en la eternidad.
Es el caso célebre del periódico londinense Evening Chronicle, que en 1836 le encargó al joven Dickens de 24 años que escribiese una serie de textos de carácter costumbrista para las ilustraciones del famoso dibujante Robert Seymour, gran estrella del momento.
O sea que Seymour hacía las ilustraciones y a éstas las acompañaba posteriormente un texto adicional.
La trama de las historias, por tanto, se subordinaba al dibujo. En el caso que nos ocupa, pronto surgieron las desavenencias entre la estrella Seymour y el genio -entonces desconocido- de Dickens.
La obra concebida por el dibujante proponía, a través de sus grabados, un relato acerca de un club de cazadores llamado Nimrod, una sociedad de perdigueros cómicamente inexpertos...
Pero sucedió que el texto no tardó en imponerse a su ilustración, es decir, que el escritor desconocido se impuso al afamado dibujante.
Leer el siguiente capítulo de Los papeles póstumos del Club Pickwick, la brillante y divertidísima historia de Dickens, se convirtió en una pasión tan grande en Londres que en unos meses provocó el aumento de la tirada del periódico desde los 400 ejemplares a los 400.000.
Tras la quinta entrega, Seymour se suicidó. Nunca se había ilustrado de esa forma tan trágica la derrota de un ilustrador. A partir de ese momento, fue Hablot Knight Browne, alias Phiz, quien se encargó de los dibujos y quien permitió que Los papeles... se invirtieran y pasara Dickens a escribir el texto y, a partir de lo que dictaba la trama del narrador, se hacía la ilustración.
Hace unos años, Jordi Llovet cedió por unas semanas los grabados de su ejemplar de 1837 de la edición original de Los papeles póstumos del Club Pickwick para que Mondadori, en su colección de Grandes Clásicos, traducción de José María Valverde (2004), remedara aquella primera edición en la que la unión entre Dickens y Phiz configuró uno de los libros ilustrados más extraordinarios de la literatura inglesa y también de la universal de todos los tiempos.
Esa edición original de Los papeles... es uno de los faros que todavía hoy guían el espíritu de los esforzados impresores y empresarios de vocación literaria que tratan de hacer brillantes libros ilustrados, concentrándose, últimamente más que nunca, en la edición de clásicos de la literatura, lo que de algún modo facilita la lectura de algunos libros que absurdamente imponen respeto cuando en realidad los clásicos son los libros más contemporáneos que existen, quiero decir que son una fiesta de lo moderno, como se ve perfectamente en algunos de los libros que he seleccionado para estas páginas.
Un día tendremos que ocuparnos del divertido tema de los escritores que dibujan. Como es sabido, con el romanticismo, en Francia, los escritores empezaron a dibujar. La pluma corría por la hoja, se detenía, vacilaba, distraída o nerviosamente... A comienzos del XIX, comenzaron a aparecer escritores como Victor Hugo que demostraron ser, encima de grandes narradores, buenos pintores.
Pero es que Victor Hugo era excesivo en todo y de hecho fue la excepción en la malévola regla que dice que los malos escritores dibujan bien, y viceversa.
Me acuerdo ahora de los casos de Stendhal o de Balzac, que lo intentaron, pero se vio que eran dibujantes ridículos, infantiles, patéticos.
El caso más interesante, que quedó al descubierto ante la nueva moda, fue el de los escritores que sabían dibujar demasiado bien (Mérimée, Alfred de Vigny, Théophile Gautier, los Goncourt, siempre los Goncourt) y que precisamente a causa de esto escribían rematadamente mal.
De esa época llama la atención especialmente Alfred de Musset, precursor de los cómics; componía para diversión suya y de amigos y familiares, historietas con conocidos personajes caricaturizados... Pero para terminar volvamos ya a los inefables hermanos Goncourt, los reyes del dibujo.
De ellos son estas sabias palabras: "¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo.
Y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un completo sufrimiento...".
Ni qué decir tiene que los Goncourt sufrieron toda la vida y todavía hoy su cerebro padece en la eternidad.
A MARGARITA DEBAYLE
A MARGARITA DEBAYLE
Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
un cuento:
Esto era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha de día
y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita, como tú.
Una tarde, la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.
La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla
y una pluma y una flor.
Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.
Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.
Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
más lo malo es que ella iba
sin permiso de papá.
Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.
Y el rey dijo: —«¿Qué te has hecho?
te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho
que encendido se te ve?».
La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
—« Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad».
Y el rey clama: —«¿No te he dicho
que el azul no hay que cortar?.
¡ Qué locura!, ¡Qué capricho!...
El Señor se va a enojar».
Y ella dice: —«No hubo intento;
yo me fui no sé por qué.
Por las olas por el viento
fui a la estrella y la corté».
Y el papá dice enojado:
—« Un castigo has de tener:
vuelve al cielo y lo robado
vas ahora a devolver».
La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.
Y así dice: —«En mis campiñas
esa rosa le ofrecí;
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí».
Viste el rey pompas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.
La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.
* * *
Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.
1908
La Casada Infiel
LA CASADA INFIEL
Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río
Pasada las zarzamoras
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz de entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena,
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.
Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
La regalé un costurero
grande, de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.
Federico García Lorca
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