3 jun 2011
Berlín, capital del mundo
Ciudad de sátira y novela negra
En los vertiginosos años veinte “uno hablaba de Berlín igual que de una mujer muy deseable, de proverbial indiferencia y frivolidad”, escribía el dramaturgo Carl Zuckmayer, citado por Peter Gay.
“Se la calificaba de ‘arrogante, esnob, arribista, inculta, común’, pero era el centro de las fantasías de todos y el objeto del deseo de todos: ‘Todos la querían, incitaba a todos”. En una máxima: “El hombre que poseía a Berlín era el dueño del mundo”.
Así debía de sentirse el orondo y rubicundo cantautor Käsebier, protagonista de la novela Käsebier conquista Berlín (Minúscula), de Gabriele Tergit, clásico de recién publicado. La naciente maquinaria mediática berlinesa extrae a Käsebier del anonimato y lo corona como monarca del Kurfürstendamm, la gran arteria de los cafés y los teatros.
El incauto Käsebier se convierte en icono; seduce tanto a las clases poderosas como a los obreros, como una gallina de los huevos de oro para empresarios, banqueros y abogados. Es la víctima propiciatoria de un monstruo recién nacido: la industria cultural.
A través de Käsebier, Tergit (1894-1982) construye una sátira de la acelerada producción cultural de Weimar, y muestra cómo la confluencia de crisis económica e intransigencia política empujaron Alemania hacia la catástrofe.
Como en las aventuras de Käsebier, la época de Weimar protagoniza un puñado de novedades de ficción que se añaden al protagonismo de Alemania en la Feria del Libro de Madrid, y que se suman a clásicos como Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. En Sombras sobre Berlín (Ediciones B), de Volker Kutscher, es Gereon Rath, policía novato del departamento de delitos sexuales, el que recorre las calles de la capital en pleno 1929 para resolver un turbio asesinato.
En la trilogía Noviembre de 1918, Döblin recrea el punto de inflexión del que nació la República, con la revuelta de los marineros de la flota de Kiel, que rechazan la orden de enfrentarse a la Armada británica.
La primera parte, Burgueses y soldados, que acaba de publicar Edhasa, narra la conmoción en Estrasburgo tras el armisticio de la Primera Guerra Mundial.
La firma de la paz entregó el territorio alemán de Alsacia-Lorena a Francia.
En Hammerstein o el tesón, de Hans Magnus Enzensberger (Anagrama), el intelectual alemán reconstruye la vida del barón Kurt von Hammerstein-Equord, que en 1930 asumió el mando del ejército del Tercer Reich y tan solo tres años después lo abandonó, tras conocer los planes de Hitler. En su repaso de la historia reciente de Alemania, corrige cualquier visión idealizada de los años de Weimar. “El país se encontraba en una situación de guerra civil latente que no se dirimiría sólo con los medios políticos, sino que iba adquiriendo formas cada vez más violentas”, indica el militar. “Es incomprensible que las generaciones posteriores pudieran tragarse la mentira de los “dorados años veinte” (…), Ese precario mito se nutre más bien de una mezcla de envidia, admiración y gusto por lo kitsch”. Sin contemplaciones: “Deberíamos dar gracias por no haber estado ahí”.
El historietista estadounidense Jason Lutes recorre aquel tiempo de agitación en su trilogía Berlín, de la que Astiberri ha publicado las dos primeras partes: Ciudad de piedras y Ciudad de humo. En tiempos de revueltas bolcheviques y movilizaciones nacionalsocialistas, un periodista y una estudiante de arte se adentran en el Berlín de 1928, lleno de pequeñas historias entrecruzadas contra el telón del crepúsculo de la primera democracia alemana.
Puerta a la Alemania de hoy
Los años de Weimar son una buena puerta de entrada a la literatura alemana del siglo XX y comienzos del XXI presente en la Feria.
Desde los títulos que rescatan zonas oscuras de la Segunda Guerra Mundial, como Solo en Berlín, de Hans Fallada (Maeva), que aborda la lucha de un matrimonio en la clandestinidad contra el Tercer Reich, o La muerte del adversario, de Hans Keilson (Minúscula), meditación de largo alcance sobre la fascinación que ejerce el enemigo, hasta la caída del muro, en 1989, y la reunificación, como en De Alemania a Alemania, de Günter Grass (Alfaguara), que reúne los viajes del Nobel de Literatura en 1990 por la RDA.
De las zonas oscuras del Estado del bienestar alemán, en Con los perdedores del mejor de los mundos (Anagrama), del reportero gonzo Günther Wallraff a la vida de la comunidad inmigrante en el Berlín actual, en Situaciones berlinesas, de Raul Zelik (Txalaparta). De los vagabundeos cerveceros de Sven Regener en Cómo ser el señor Lehmann (451 Editores) a los excesos adolescentes de una joven de 16 años alcohólica, adicta a las drogas y el sexo, y devota de las fiestas nocturnas en Axolote atropellado, de Helene Hegemann (Suma de Letras).
Es la Alemania polifónica y diversa que se cita en el parque del Retiro.
Ciudad de sátira y novela negra
En los vertiginosos años veinte “uno hablaba de Berlín igual que de una mujer muy deseable, de proverbial indiferencia y frivolidad”, escribía el dramaturgo Carl Zuckmayer, citado por Peter Gay.
“Se la calificaba de ‘arrogante, esnob, arribista, inculta, común’, pero era el centro de las fantasías de todos y el objeto del deseo de todos: ‘Todos la querían, incitaba a todos”. En una máxima: “El hombre que poseía a Berlín era el dueño del mundo”.
Así debía de sentirse el orondo y rubicundo cantautor Käsebier, protagonista de la novela Käsebier conquista Berlín (Minúscula), de Gabriele Tergit, clásico de recién publicado. La naciente maquinaria mediática berlinesa extrae a Käsebier del anonimato y lo corona como monarca del Kurfürstendamm, la gran arteria de los cafés y los teatros.
El incauto Käsebier se convierte en icono; seduce tanto a las clases poderosas como a los obreros, como una gallina de los huevos de oro para empresarios, banqueros y abogados. Es la víctima propiciatoria de un monstruo recién nacido: la industria cultural.
A través de Käsebier, Tergit (1894-1982) construye una sátira de la acelerada producción cultural de Weimar, y muestra cómo la confluencia de crisis económica e intransigencia política empujaron Alemania hacia la catástrofe.
Como en las aventuras de Käsebier, la época de Weimar protagoniza un puñado de novedades de ficción que se añaden al protagonismo de Alemania en la Feria del Libro de Madrid, y que se suman a clásicos como Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. En Sombras sobre Berlín (Ediciones B), de Volker Kutscher, es Gereon Rath, policía novato del departamento de delitos sexuales, el que recorre las calles de la capital en pleno 1929 para resolver un turbio asesinato.
En la trilogía Noviembre de 1918, Döblin recrea el punto de inflexión del que nació la República, con la revuelta de los marineros de la flota de Kiel, que rechazan la orden de enfrentarse a la Armada británica.
La primera parte, Burgueses y soldados, que acaba de publicar Edhasa, narra la conmoción en Estrasburgo tras el armisticio de la Primera Guerra Mundial.
La firma de la paz entregó el territorio alemán de Alsacia-Lorena a Francia.
En Hammerstein o el tesón, de Hans Magnus Enzensberger (Anagrama), el intelectual alemán reconstruye la vida del barón Kurt von Hammerstein-Equord, que en 1930 asumió el mando del ejército del Tercer Reich y tan solo tres años después lo abandonó, tras conocer los planes de Hitler. En su repaso de la historia reciente de Alemania, corrige cualquier visión idealizada de los años de Weimar. “El país se encontraba en una situación de guerra civil latente que no se dirimiría sólo con los medios políticos, sino que iba adquiriendo formas cada vez más violentas”, indica el militar. “Es incomprensible que las generaciones posteriores pudieran tragarse la mentira de los “dorados años veinte” (…), Ese precario mito se nutre más bien de una mezcla de envidia, admiración y gusto por lo kitsch”. Sin contemplaciones: “Deberíamos dar gracias por no haber estado ahí”.
El historietista estadounidense Jason Lutes recorre aquel tiempo de agitación en su trilogía Berlín, de la que Astiberri ha publicado las dos primeras partes: Ciudad de piedras y Ciudad de humo. En tiempos de revueltas bolcheviques y movilizaciones nacionalsocialistas, un periodista y una estudiante de arte se adentran en el Berlín de 1928, lleno de pequeñas historias entrecruzadas contra el telón del crepúsculo de la primera democracia alemana.
Puerta a la Alemania de hoy
Los años de Weimar son una buena puerta de entrada a la literatura alemana del siglo XX y comienzos del XXI presente en la Feria.
Desde los títulos que rescatan zonas oscuras de la Segunda Guerra Mundial, como Solo en Berlín, de Hans Fallada (Maeva), que aborda la lucha de un matrimonio en la clandestinidad contra el Tercer Reich, o La muerte del adversario, de Hans Keilson (Minúscula), meditación de largo alcance sobre la fascinación que ejerce el enemigo, hasta la caída del muro, en 1989, y la reunificación, como en De Alemania a Alemania, de Günter Grass (Alfaguara), que reúne los viajes del Nobel de Literatura en 1990 por la RDA.
De las zonas oscuras del Estado del bienestar alemán, en Con los perdedores del mejor de los mundos (Anagrama), del reportero gonzo Günther Wallraff a la vida de la comunidad inmigrante en el Berlín actual, en Situaciones berlinesas, de Raul Zelik (Txalaparta). De los vagabundeos cerveceros de Sven Regener en Cómo ser el señor Lehmann (451 Editores) a los excesos adolescentes de una joven de 16 años alcohólica, adicta a las drogas y el sexo, y devota de las fiestas nocturnas en Axolote atropellado, de Helene Hegemann (Suma de Letras).
Es la Alemania polifónica y diversa que se cita en el parque del Retiro.
Acompañar en sus lecturas a Proust
"Mientras la fregona -haciendo resplandecer involuntariamente la superioridad de Françoise, igual que el Error vuelve más clamoroso, por contraste, el triunfo de la Verdad- servía un café que, según mamá, era simple agua caliente, y subía luego a nuestros cuartos el agua caliente que apenas estaba tibia, yo me había echado sobre mi cama con un libro en la mano, en mi habitación que, temblando, protegía su frescor transparente y frágil del sol de la tarde tras sus persianas casi cerradas donde, sin embargo, un reflejo de día había encontrado modo de filtrar sus alas amarillas y permanecía inmóvil entre la madera y el cristal, en un rincón, como una mariposa que se hubiera posado.
Apenas había suficiente claridad para leer, y la sensación del esplendor de la luz sólo me llegaba gracias a los golpes que en la calle de la Cure daba Camus contra unas cajas polvorientas pero, resonando en la atmósfera sonora propia de los días calurosos, parecían hacer volar allá lejos unos astros escarlatas". (...)
He ahí a Marcel Proust convirtiendo su vida en arte.
Esta vez durante una de sus largas estancias estivales en Combray; de donde salió este En busca del tiempo perdido.
Proust (Francia, 1871-1922) desplegó en palabras el teatro de la vida con un sinnúmero de situaciones y personajes que entran y salen de su casa y de su vida y de la vida; mientras él se empeña en combatir lo corriente, incluso en los días más calurosos.
Sigue allí, retratando el adiós de una época y la manera impercentible e inevitable como llega otra.
Como un río que baja impetuoso y de repente se topa con otro más soberbio que lo absorbe en una sola corriente primero revoltosa y luego mansa.
Pero hoy he preferido detenerme en este Veranos literarios en el cuándo, cómo y dónde leía quien habría de cambiar la literatura del siglo XX.
Dejemos a un lado los recuerdos, evocaciones, cotilleos, reflexiones, descripciones y estéticas sobre las que tanto se habla de este clásico de Proust y asomémonos en su mundo más literario, porque donde realmente vivía era en esas páginas de libros ajenos y en las que luego escribía.
Ahí sigue, en su habitación en penumbra, protegiéndose de un sol rabioso, con un libro en las manos. No esperemos más y veamos qué hace:
"Aquel oscuro frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra al rayo, es decir tan luminosa como él, y ofrecía a mi imaginación el espectáculo total del verano, del que mis sentidos, si hubiese salido a pasear, sólo habría podido disfrutar de modo fragmentario; y de esta manera se acomodaba bien a mi reposo que (gracias a las aventuras narradas en mis libros, capaces de estremecerlo) soportaba, como el reposo de una mano inmóvil en medio de una corriente de agua, el choque y la animación de un torrente de actividad.
Pero la abuela, incluso si el tiempo demasiado caluroso se había estropeado, si había sobrevivido una tormenta o simplemente un chaparrón, venía a suplicarme que saliera. Y no queriendo renunciar a mi lectura, iba por lo menos a proseguirla en el jardín, bajo el castaño, en una pequeña garita de esparto y tela en cuyo fondo me sentaba y me creía oculto a los ojos de las personas que pudieran venir a visitar a mis padres.
¿Y no era también mi pensamiento una especie de nido en cuyo fondo me sentía sumido, incluso para mirar lo que estaba ocurriendo fuera?
Cuando veía un objeto exterior, la conciencia de verlo permanecía entre yo y él, lo ribeteaba con una fina orla espiritual que me impedía tocar nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que yo entrase en contacto con ella, como un cuerpo incandescente, si se le acerca un objeto mojado, no toca su humedad porque siempre va precedido de una zona de evaporación.
Era en aquella especie de pantalla esmaltada de diferentes estados, que mientras leía, desplegaba simultáneamente mi conciencia , y que iban de las aspiraciones más profundas escondidas dentro de mí hacia la visión totalmente exterior del horizonte que tenía ante mis ojos desde el fondo del jardín, lo más inmediato, lo más íntimo que había en mí, la palanca siempre en movimiento que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica, en la belleza del libro que leía, y mi deseo de apropiármelas, fuera cual fuese el libro. (...)
Después de esta creencia central que, durante mi lectura, ejecutaba incesantes movimientos de dentro afuera hacia el descubrimiento de la verdad, venían las emociones que en mí provocaba la acción en que tomaba parte, porque aquellas tardes contenían más acontecimientos dramáticos de los que suelen ocurrir en toda una vida.
Eran los acontecimientos que estaban pasando en el libro que estaba leyendo."
A la busca del tiempo perdido. Por la parte de Swan y A la sombra de las muchachas en flor. Marcel Proust. Edición de Mauro Armiño.
Apenas había suficiente claridad para leer, y la sensación del esplendor de la luz sólo me llegaba gracias a los golpes que en la calle de la Cure daba Camus contra unas cajas polvorientas pero, resonando en la atmósfera sonora propia de los días calurosos, parecían hacer volar allá lejos unos astros escarlatas". (...)
He ahí a Marcel Proust convirtiendo su vida en arte.
Esta vez durante una de sus largas estancias estivales en Combray; de donde salió este En busca del tiempo perdido.
Proust (Francia, 1871-1922) desplegó en palabras el teatro de la vida con un sinnúmero de situaciones y personajes que entran y salen de su casa y de su vida y de la vida; mientras él se empeña en combatir lo corriente, incluso en los días más calurosos.
Sigue allí, retratando el adiós de una época y la manera impercentible e inevitable como llega otra.
Como un río que baja impetuoso y de repente se topa con otro más soberbio que lo absorbe en una sola corriente primero revoltosa y luego mansa.
Pero hoy he preferido detenerme en este Veranos literarios en el cuándo, cómo y dónde leía quien habría de cambiar la literatura del siglo XX.
Dejemos a un lado los recuerdos, evocaciones, cotilleos, reflexiones, descripciones y estéticas sobre las que tanto se habla de este clásico de Proust y asomémonos en su mundo más literario, porque donde realmente vivía era en esas páginas de libros ajenos y en las que luego escribía.
Ahí sigue, en su habitación en penumbra, protegiéndose de un sol rabioso, con un libro en las manos. No esperemos más y veamos qué hace:
"Aquel oscuro frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra al rayo, es decir tan luminosa como él, y ofrecía a mi imaginación el espectáculo total del verano, del que mis sentidos, si hubiese salido a pasear, sólo habría podido disfrutar de modo fragmentario; y de esta manera se acomodaba bien a mi reposo que (gracias a las aventuras narradas en mis libros, capaces de estremecerlo) soportaba, como el reposo de una mano inmóvil en medio de una corriente de agua, el choque y la animación de un torrente de actividad.
Pero la abuela, incluso si el tiempo demasiado caluroso se había estropeado, si había sobrevivido una tormenta o simplemente un chaparrón, venía a suplicarme que saliera. Y no queriendo renunciar a mi lectura, iba por lo menos a proseguirla en el jardín, bajo el castaño, en una pequeña garita de esparto y tela en cuyo fondo me sentaba y me creía oculto a los ojos de las personas que pudieran venir a visitar a mis padres.
¿Y no era también mi pensamiento una especie de nido en cuyo fondo me sentía sumido, incluso para mirar lo que estaba ocurriendo fuera?
Cuando veía un objeto exterior, la conciencia de verlo permanecía entre yo y él, lo ribeteaba con una fina orla espiritual que me impedía tocar nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que yo entrase en contacto con ella, como un cuerpo incandescente, si se le acerca un objeto mojado, no toca su humedad porque siempre va precedido de una zona de evaporación.
Era en aquella especie de pantalla esmaltada de diferentes estados, que mientras leía, desplegaba simultáneamente mi conciencia , y que iban de las aspiraciones más profundas escondidas dentro de mí hacia la visión totalmente exterior del horizonte que tenía ante mis ojos desde el fondo del jardín, lo más inmediato, lo más íntimo que había en mí, la palanca siempre en movimiento que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica, en la belleza del libro que leía, y mi deseo de apropiármelas, fuera cual fuese el libro. (...)
Después de esta creencia central que, durante mi lectura, ejecutaba incesantes movimientos de dentro afuera hacia el descubrimiento de la verdad, venían las emociones que en mí provocaba la acción en que tomaba parte, porque aquellas tardes contenían más acontecimientos dramáticos de los que suelen ocurrir en toda una vida.
Eran los acontecimientos que estaban pasando en el libro que estaba leyendo."
A la busca del tiempo perdido. Por la parte de Swan y A la sombra de las muchachas en flor. Marcel Proust. Edición de Mauro Armiño.
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