La vida es caprichosa. Justo cuando Bob Dylan, el último músico en recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, andaba celebrando sus 70 años de vida, Leonard Cohen, tal vez el compositor que más se ha acercado a esa etiqueta de poeta tan apropiada para la obra de Dylan en la música anglosajona, y uno de los pocos que ha podido rivalizar con él en composiciones trascendentales, recibe este mismo galardón, en su sección de las Letras, que el año pasado recayó en el escritor libanés Amin Maalouf.
Aunque son artistas diferentes, con evoluciones distintas, existen paralelismos que no se pueden obviar entre Cohen y Dylan, y que sirven para situar al recién galardonado. En la cultura popular, ambos representan al cantautor cum-laude, al músico que sobrepasa la frontera de lo estrictamente musical para acampar con su obra en la literatura. Aunque mayor que Dylan, Cohen, de 77 años, empezó más tarde en el negocio que el cantante de Minnesota. Para cuando publicó su primer disco, Songs of Leonard Cohen, en 1967, Dylan había hecho la revolución en el pop-rock. Andaba alejado del ruido y el mundo, componiendo baladas de country y folk en Nashville, a su bola, como siempre.
Cohen, por su parte, siempre fiel a su papel y lápiz, dejaba los escenarios de folk para pisar por primera vez un estudio de grabación. Iba de la mano del gran John Hammond, un cazatalentos sin igual en la música norteamericana, que años antes había hecho lo mismo con Dylan.
Ambos debutaban en Columbia Records, una de las grandes compañías discográficas de EE UU.
Fue un bautizo musical sobresaliente.
Pocos álbumes de debut han sido tan excepcionales como Songs of Leonard Cohen, una obra maestra que ofrecía ya todas las claves que ilustran al nuevo Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Aunque se reconocía escritor antes que cantante –había publicado poemas y libros-, Cohen estructuró un disco maravilloso, inolvidable, de arreglos sencillos y una magnética profundidad lírica.
El cantante canadiense se erigía como un retratista del alma, planeando con ambición por un mundo dominado por el amor y el deseo.
Bajo una resonancia similar al Code of Silence de Simon & Garfunkel, publicado poco antes, Songs of Leonard Cohen se caracterizaba por su gran impacto emocional y psíquico.
Aquellos susurros eran la desnudez de la vida en formato disco. Delicadeza como seña de identidad para la música de autor que ha representado siempre Cohen.
Con este premio, el valor de la música de autor como expresión artística vuelve adquirir relevancia, aunque habrán tenido en cuenta sus libros de poesía y novelas.
Aún sin ser tan prolífico como Dylan u otros compañeros del gremio, Cohen es guardián de una labor creadora exquisita, donde se cosechan tesoros compositivos.
Desde sus comienzos, el músico canadiense ha mostrado un asombroso talento y arrojo para cruzar música y literatura, una envidiable capacidad para crear poemas musicados o canciones con certeza poética.
Hace años se supo que quedó enamorado de Federico García Lorca y fue parte del homenaje de Enrique Morente en el magnífico Omega.
De una pureza impura, canciones como Suzanne, Hallelujah, The Stranger, Chelsea Hotel No. 2, I’m your man, Sisters of Mercy o Avalanche alcanzan un clímax místico difícil de encontrar en el trepidante y campechano mundo del rock y el pop.
Nadie duda de la fuerza innata de su música pese a no necesitar de contundentes ropajes sonoros ni fuegos pirotécnicos.
Con esa voz grave, que parece surgir del fondo de una caverna, la sensibilidad ha sido siempre el motor de su obra, y el rasgo fascinante de su cancionero.
Como un caballero de la triste figura, con su sombrero y su flaqueza estilística, Cohen ha aportado sex-appeal al noble arte de componer canciones y cantarlas. Su monotonía vocal, muchas veces criticada y entendida como una especie de ser un anticantante, es vista por sus seguidores como un consuelo. Acuden a Cohen para curar las heridas o tener un hogar entre las ruinas de la vida. Como el farolero en la noche oscura, Cohen, íntimo y humano, ilumina el camino para los sinuosos trazos sentimentales del alma.
Los premios Príncipe de Asturias vuelven a reconocer el valor de la composición musical. Su trascendencia mucho más allá del hilo musical y el mero entretenimiento irrelevante y soez al que nos tienen abocados las radiofórmulas y el negocio dominado por los ejecutivos y especuladores del sonido.
Allí donde no suena la música monótona del anticantante Leonard Cohen. Allí donde sus letras son literatura.
Antes fue Dylan. Hoy es Cohen. Gana la música. Ganamos todos. Por una vez, aleluya, y enhorabuena al guardián Cohen.
1 jun 2011
Leonard Cohen, Príncipe de Asturias de las Letras
La poesía cantada, esas novelas de seis minutos y pico, la prosa mecida por inconfundibles melodías folk le han valido al músico Leonard Cohen (Montreal, 1934) el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Por sus canciones de marcado carácter literario, sí, pero también por su obra no cantada, libros como Flores para Hitler, Los hermosos vencidos, Comparemos mitologías, o la novela El juego favorito.
Leonard Cohen, el susurro feroz
El monje Leonard Cohen
"Oigo música actual con gran placer, sin reconocer a nadie"
Dos viejos amigos en Benicàssim
Leonard Cohen inicia triunfalmente en León su gira española
Con esta decisión, el jurado de los galardones hace realidad una vieja amenaza de la Academia Sueca: conceder su máxima distinción literaria a un simple cantante de rock. A lo mejor el Nobel nunca acaba por recaer en Bob Dylan, pero sí ha merecido un Príncipe de Asturias el cantautor canadiense cuyas letras (Suzanne, Last year's man, So long Marianne, Joan of Arc. Famous Blue Raincoat o I'm your man) son leídas con la reverencia debida a las grandes obras de la literatura por generaciones de oyentes.
El jurado ha destacado el "imaginario sentimental" creado por Leonard Cohen en el que "la poesía y la música se funden en un valor inalterable".
Posiblemente ahora cobre todo su sentido el hecho de que la carrera de Cohen, fenomenal recitador de voz grave y ascendencia lituana, comenzase en los cenáculos literarios en aquellos años 60 en los que la generación que revisó las tradiciones del folk introdujo la sensibilidad poética de autores estadounidenses como Walt Whitman o Henry David Thoreau.
Su novela de debú, El juego favorito, tomó la forma de un libro de aprendizaje.
Después vendría el fichaje por Columbia Records, auspiciado por John Hammond. Y su estreno discográfico, Songs of Leonard Cohen, acaso uno de los mejores álbumes de la historia del rock.
Se abría con Suzanne, una letra dedicada platónicamente a una bailarina canadiense que ya daba idea de unas inquietudes poéticas nada común en la industria de la música: "Y cuando tratas de decirle / que careces de amor para ofrecer / te coge y te mece entre sus brazos / dejando que el río conteste / que siempre fuiste su amante".
La pulsión estilística de Cohen nunca desapareció desde entonces, en discos como Songs from a Room (1969), Songs of Love and Hate (1971), Death of a Ladies' Man (1977, con producción de Phil Spector), I'm Your Man (1988) o su último álbum de estudio Dear Heather(2004).
Cohen visitó España por última vez en 2010 en una gira enmarcada en un tour monumental, espoleado por la pertinaz ruina en la que se quedó tras el último divorcio. El tour le llevó por todo el mundo desde 2009 (en realidad, eran dos giras enlazadas). Una prueba de lo que se pudo ver en aquellos conciertos está contenida en Live in London (2009).
Cohen firmó un brillante capítulo en su relación con España cuando colaboró con sus composiciones para un disco de Enrique Morente, Omega (1996). El Festival Internacional de Benicàssim fue testigo del reencuentro entre ambas leyendas de la música.
El galardón, que el año pasado recayó en el escritor libanés Amin Maalouf, reconoce a las personas cuya labor creadora o de investigación represente una contribución relevante a la cultura universal en los campos de la literatura o de la lingüística.
De los ocho galardones que convoca la Fundación Príncipe de Asturias, el de las Letras ha sido el quinto en fallarse en la presente edición.
La entrega de los premios será en otoño en el teatro ovetense Campoamor, presidida por Don Felipe de Borbón.
Cada premio está dotado con 50.000 euros y la escultura creada expresamente por Joan Miró.
31 may 2011
Oprah DAVID TRUEBA
Quizá en España nos resulta difícil calibrar la dimensión del final de The Oprah Winfrey Show en Estados Unidos tras 25 años de reinado.
Después de la versión homenaje llena de amigos e invitados asiduos, la última emisión fue un largo monólogo con el obligado "Thank you, America", vídeos de sus primeros programas y hasta su profe de 4º curso.
La televisión, medio inmediato, concede a sus protagonistas una última edición nostálgica, donde abrir el baúl de los recuerdos.
Ellos no han sido nunca tan delicados con el pasado ajeno, pues viven obsesionados con el presente.
Pero los profesionales de la tele se reservan para sí, sucede siempre, una lagrimita de recuerdos propios. Al fin y al cabo juegan en casa.
Dejar un programa tras 25 años es algo así como enterrar a la familia. Uno se imagina el día siguiente como un desierto espinoso.
Y más para Oprah.
Su programa ha servido de confesionario, de trampolín, de lavado y hoguera para una enorme cantidad de personajes de la Norteamérica contemporánea.
Nosotros lo asociamos al forzado Tom Cruise dando saltitos en el sofá de su anfitriona, pero el significado profundo de gestos así, delata la trascendencia en el negocio del espectáculo de quedar bien en la ventana de Oprah.
Para muchos sería inimaginable que un presidente negro hubiera llegado a la Casa Blanca si ella antes no hubiera tendido el puente.
Puente de Misisipi a la televisión, con el eslabón definitivo apoyado en la blanca imaginería de Spielberg y El color púrpura, película donde Oprah fue enorme revelación.
Oprah, con revista a su nombre, funda un canal propio de televisión, llamado así, propio, OWN, a juego con sus iniciales.
Catapultó 65 libros en su club de lectura de dos millones de fieles, aunque algunos escritores no se dejaron, y cada vez que elegía un producto para recomendar lo bañaba de éxito.
Era la amiga lista del vecindario y el abanico de recomendaciones iba desde fundas para el móvil a chocolatinas.
Rompedora de la distancia televisiva, daba miedo, con esa autoridad de diosa en posesión del juicio definitivo.
A un mundo desamparado, ella regaló una madre, una profe, una compañera de trabajo liberada, que habló de abusos, incesto y aborto en una tele que pone pitidos a las palabrotas.
Después de la versión homenaje llena de amigos e invitados asiduos, la última emisión fue un largo monólogo con el obligado "Thank you, America", vídeos de sus primeros programas y hasta su profe de 4º curso.
La televisión, medio inmediato, concede a sus protagonistas una última edición nostálgica, donde abrir el baúl de los recuerdos.
Ellos no han sido nunca tan delicados con el pasado ajeno, pues viven obsesionados con el presente.
Pero los profesionales de la tele se reservan para sí, sucede siempre, una lagrimita de recuerdos propios. Al fin y al cabo juegan en casa.
Dejar un programa tras 25 años es algo así como enterrar a la familia. Uno se imagina el día siguiente como un desierto espinoso.
Y más para Oprah.
Su programa ha servido de confesionario, de trampolín, de lavado y hoguera para una enorme cantidad de personajes de la Norteamérica contemporánea.
Nosotros lo asociamos al forzado Tom Cruise dando saltitos en el sofá de su anfitriona, pero el significado profundo de gestos así, delata la trascendencia en el negocio del espectáculo de quedar bien en la ventana de Oprah.
Para muchos sería inimaginable que un presidente negro hubiera llegado a la Casa Blanca si ella antes no hubiera tendido el puente.
Puente de Misisipi a la televisión, con el eslabón definitivo apoyado en la blanca imaginería de Spielberg y El color púrpura, película donde Oprah fue enorme revelación.
Oprah, con revista a su nombre, funda un canal propio de televisión, llamado así, propio, OWN, a juego con sus iniciales.
Catapultó 65 libros en su club de lectura de dos millones de fieles, aunque algunos escritores no se dejaron, y cada vez que elegía un producto para recomendar lo bañaba de éxito.
Era la amiga lista del vecindario y el abanico de recomendaciones iba desde fundas para el móvil a chocolatinas.
Rompedora de la distancia televisiva, daba miedo, con esa autoridad de diosa en posesión del juicio definitivo.
A un mundo desamparado, ella regaló una madre, una profe, una compañera de trabajo liberada, que habló de abusos, incesto y aborto en una tele que pone pitidos a las palabrotas.
"Es por las mujeres que quise ser el más grande"
Alain Delon repasa en un libro su vida sentimental
"Es por las mujeres que siempre quise ser el más grande, el más guapo, el más fuerte". Lo dice quien fue el mayor seductor del cine francés, Alain Delon, en un libro dedicado precisamente a las mujeres de su vida: desde su madre hasta sus compañeras de reparto, con un enfoque especial, por supuesto, para sus parejas sentimentales más destacadas. A lo largo de más de 200 fotografías en blanco y negro, escogidas por el propio Delon y acompañadas por comentarios suyos, el libro (Delon: Les femmes de ma vie -Delon: las mujeres de mi vida-, dirigido por Philippe Barbier), recorre momentos clave de las vivencias de este mito de la gran pantalla, que siempre se ha negado a dar muchos detalles sobre su vida privada.
El todo está bendecido nada menos que por su gran amiga Brigitte Bardot, quien firma la introducción.
"Alain Delon, mi amigo, es una fiera, uno de esos animales preciosos e indomables en vía de extinción", señala Bardot, en un texto escrito desde su casa de Saint Tropez, que comparte con el actor su pasión por los animales.
La actriz también destaca que detrás de aquel individuo cuya presencia invade todo lo que le rodea, como "un tsunami", se esconde "un hombre extremadamente frágil, una ternura secreta desbordante de amor".
En el centro de las mujeres que han acompañado al seductor francés se encuentra Romy Schneider, con la que tuvo un romance de varios años y que ocupa un lugar especial en su vida amorosa.
"El recuerdo que guardo de ella es su sonrisa", escribe el actor. "El de una Romy deslumbrante que la iluminaba, la metamorfoseaba.
Era la sonrisa de su alma". Le acompañan fotografías de ambos en su mansión y en rodajes, entre las que se ven las famosas imágenes de la grabación de La piscina, cuando eran pareja.
Estas instantáneas contrastan con una fotografía en la que la actriz aparece con la mirada ausente a su llegada al estreno de Pour la peau d'un flic (Por la piel de un policía) en septiembre de 1981, arropada por Delon y su pareja de entonces, Mireille Darc. "Ya no estaba presente", escribe el actor.
Un par de meses antes, su hijo de 14 años murió en un accidente particularmente espeluznante: perdió el equilibrio al tratar de escalar la verja de casa y quedó empalado. Menos de un año después, a finales de mayo de 1982, la actriz aparecía muerta en su domicilio, probablemente por sobredosis de barbitúricos.
"Mi ángel bonito, estés donde estés, pienso en ti, hasta siempre", escribe el actor bajo otra instantánea junto a Schneider.
La publicación también dedica un amplio espacio a la cantante Dalida, a la que Delon conoció en 1956 en París y con la que mantuvo un romance en 1963 en Roma; a Nathalie, la única mujer con la que se casó y que dio a luz a su hijo Anthony; a la actriz Mireille Darc, su compañera sentimental durante 15 años, y por supuesto a Rosalie van Breemen, la madre de sus otros dos hijos, Alain-Fabien y Anouchka, "la más guapa de las mujeres de mi vida".
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