DAVID TRUEBA
Había que frotarse los ojos en la mañana del viernes 11 de marzo para comprobar que, pese a la llegada de imágenes e información sobre el terremoto en Japón, los programas televisivos aún seguían fieles a la rutina habitual del enfrascamiento partidista o el estéril ejercicio de pitonisos a costa de la sucesión de Zapatero.
Finalmente, la tragedia se impone, también en la escaleta de los programas, con ese hilo invisible que nos une.
Los medios terminan de acercar lo remoto, haciéndote experimentar un dolor propio en el dolor ajeno.
Esa mañana, en la estación de Atocha, la agitación particular de la gente dejaba un espacio para los rostros cabizbajos y una plomiza tristeza entre quienes se acordaban de ese mismo lugar siete años atrás.
Pero al contrario de lo habitual, aquella tragedia, por su coincidencia electoral, no sirvió como otras para unir a un país, para soldarlo pese a las diferencias no ya eternas, sino necesarias.
Las elecciones que tal día como hoy viraron el partido de Gobierno siguen siendo un agravio.
Poco importa que cuatro años después Zapatero renovara su mayoría de manera bastante cómoda.
Hay algo en aquella fecha que muchos consideran inasumible.
Como si el poder no fuera una concesión temporal, sino un derecho genético y hubiera que buscar explicaciones extraordinarias para justificar su pérdida o su paso temporal a otras manos.
Y en esa búsqueda de excusas y razones propias no importara en absoluto salpicar a los demás, manchar la casa entera, poner patas arriba lo que haga falta.
Puede que si en marzo del año que viene se ha producido el cambio de poder que vaticinan las encuestas, tengamos por fin un día de luto tranquilo.
Puede que para entonces las supuestas líneas de investigación por escarbar ya no tengan ninguna utilidad práctica y se las aparque.
Entre tanto, es estimulante observar a Pilar Manjón.
Pese a la cacería organizada en su contra, resiste.
Cualquiera de nosotros en situación parecida nos esconderíamos.
Pero su indócil presencia nos recuerda cómo por un lado nos someten a sedación a fuerza de homenajes con violoncello y por otro nos agitan para perseguir fantasmas que no vimos; todo para que nadie recuerde la rabia contenida que en aquellos días acompañó a muchos camino de las urnas.
14 mar 2011
¿Cine nuclear? No, gracias
El séptimo arte y la energía nuclear nunca se han tenido demasiado cariño. Si hablamos de misiles u holocaustos, conspiraciones o maletines con uranio, la cosa cambia, pero cuando se trata de centrales, científicos y desastres más o menos realistas, el cine ha preferido mirar hacía otro lado.
De hecho, resulta curioso que para el cinéfilo más avezado el gran referente del género nuclear (por así llamarlo) sea un filme que ha cumplido ya los 30 años pero que sigue resultando igual de aterrador que el primer día: El síndrome de China.
La película, dirigida por James Bridges, contaba con un reparto de lujo, encabezado por Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas (quien ejercía a su vez de productor) y seguía los pasos de una reportera que se daba de narices con la historia de su vida: un accidente casi letal en una central nuclear que todos pretendían tapar.
Lo curioso de la historia es que el filme (un exitazo de taquilla, que se estrenó el 16 de marzo de 1979) fue cuestionado por su verosimilitud (la crítica de Variety decía que la película se daba "demasiada importancia" ) al tratar un asunto tan serio como la seguridad de las centrales nucleares.
La casualidad quiso que el 28 de marzo de 1979, 12 días después del estreno, se produjera el famoso incidente de Three Mile Island, cuando una fusión parcial de una de las unidades de esta central nuclear de Pennsylvania causó el pánico entre la población. Algunos medios de comunicación llegaron a culpar a la película de la psicosis posterior y en virtud de aquello tan recurrido del pez que se muerde la cola, la recaudación se disparó y la presión social obligó al gobierno estadounidense a ordenar, no una, sino dos investigaciones para aclarar el suceso.
También Skilwood, que tocaba de refilón el receloso mundo de las radiaciones, obtuvo en 1983 el reconocimiento más esperado por los estudios hollywoodienses: la pasta.
Con la historia de una trabajadora de un complejo nuclear a la que le hacían la vida imposible y con la -siempre resultona- percha de "basado en una historia real" Mike Nichols, un señor del drama, montó una de esas películas donde Meryl Streep acostumbraba a sufrir lo indecible sin protestar demasiado.
Ahora bien , más allá de estas dos propuestas parece que el cine (tanto el estadounidense como el del resto del mundo) no ha deseado nunca acercarse demasiado al universo nuclear, no fuera que éste le separase de su público.
Probablemente porque cuanto más papeletas tiene la posibilidad de que lo contado se convierta en realidad menos ganas tienen los de arriba de invertir en ello. Solo así se explica que el gran desastre nuclear de nuestro tiempo, Chernobyl, no haya sido abordado nunca con recursos, más allá de los telefilmes (ya no de serie B, sino de serie Z) producidos en Rusia, Ucrania o incluso el Reino Unido.
De hecho, hemos tenido que esperar hasta febrero de este año, en el marco del festival de Berlín, para ver la primera película ambiciosa sobre el suceso: Innocent Saturday, del reputado guionista y realizador ruso Aleksandr Mindadze, que viaja hasta 1986 para seguir a un testigo de la catástrofe, un oficial del partido comunista que llega al área justo cuando se produce el accidente.
La crítica reacciono de forma tibia a la película, incluida a competición en la Berlinale, pero al menos el filme pretendía ser algo más que una chapuza de tintes sensacionalistas.
Si uno echa la vista atrás al "género" (por decirlo de una forma entendible), con títulos como Holocausto 2000, Atomic Twister o Chernobyl, The final warning, no encontrará demasiados motivos para pensar que un día de estos, y más allá de lobbies, influencias, gobiernos en la sombra, pros y contras, podremos ver alguna película seria sobre el mundo nuclear.
Por lo visto en Japón (y lo que falta por ver) material, lo que se dice material, hay de sobra.
De hecho, resulta curioso que para el cinéfilo más avezado el gran referente del género nuclear (por así llamarlo) sea un filme que ha cumplido ya los 30 años pero que sigue resultando igual de aterrador que el primer día: El síndrome de China.
La película, dirigida por James Bridges, contaba con un reparto de lujo, encabezado por Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas (quien ejercía a su vez de productor) y seguía los pasos de una reportera que se daba de narices con la historia de su vida: un accidente casi letal en una central nuclear que todos pretendían tapar.
Lo curioso de la historia es que el filme (un exitazo de taquilla, que se estrenó el 16 de marzo de 1979) fue cuestionado por su verosimilitud (la crítica de Variety decía que la película se daba "demasiada importancia" ) al tratar un asunto tan serio como la seguridad de las centrales nucleares.
La casualidad quiso que el 28 de marzo de 1979, 12 días después del estreno, se produjera el famoso incidente de Three Mile Island, cuando una fusión parcial de una de las unidades de esta central nuclear de Pennsylvania causó el pánico entre la población. Algunos medios de comunicación llegaron a culpar a la película de la psicosis posterior y en virtud de aquello tan recurrido del pez que se muerde la cola, la recaudación se disparó y la presión social obligó al gobierno estadounidense a ordenar, no una, sino dos investigaciones para aclarar el suceso.
También Skilwood, que tocaba de refilón el receloso mundo de las radiaciones, obtuvo en 1983 el reconocimiento más esperado por los estudios hollywoodienses: la pasta.
Con la historia de una trabajadora de un complejo nuclear a la que le hacían la vida imposible y con la -siempre resultona- percha de "basado en una historia real" Mike Nichols, un señor del drama, montó una de esas películas donde Meryl Streep acostumbraba a sufrir lo indecible sin protestar demasiado.
Ahora bien , más allá de estas dos propuestas parece que el cine (tanto el estadounidense como el del resto del mundo) no ha deseado nunca acercarse demasiado al universo nuclear, no fuera que éste le separase de su público.
Probablemente porque cuanto más papeletas tiene la posibilidad de que lo contado se convierta en realidad menos ganas tienen los de arriba de invertir en ello. Solo así se explica que el gran desastre nuclear de nuestro tiempo, Chernobyl, no haya sido abordado nunca con recursos, más allá de los telefilmes (ya no de serie B, sino de serie Z) producidos en Rusia, Ucrania o incluso el Reino Unido.
De hecho, hemos tenido que esperar hasta febrero de este año, en el marco del festival de Berlín, para ver la primera película ambiciosa sobre el suceso: Innocent Saturday, del reputado guionista y realizador ruso Aleksandr Mindadze, que viaja hasta 1986 para seguir a un testigo de la catástrofe, un oficial del partido comunista que llega al área justo cuando se produce el accidente.
La crítica reacciono de forma tibia a la película, incluida a competición en la Berlinale, pero al menos el filme pretendía ser algo más que una chapuza de tintes sensacionalistas.
Si uno echa la vista atrás al "género" (por decirlo de una forma entendible), con títulos como Holocausto 2000, Atomic Twister o Chernobyl, The final warning, no encontrará demasiados motivos para pensar que un día de estos, y más allá de lobbies, influencias, gobiernos en la sombra, pros y contras, podremos ver alguna película seria sobre el mundo nuclear.
Por lo visto en Japón (y lo que falta por ver) material, lo que se dice material, hay de sobra.
El museo de Sarkozy divide Francia
Varios especialistas critican por "nostálgica" la futura Casa de la Historia - Sostienen que el proyecto no es científico sino político y de exaltación identitaria .
El nombre del expresidente francés Georges Pompidou quedará para siempre asociado al centro de arte moderno de París, parada obligada de cualquier turista de paso por la capital. François Mitterrand colocó una pirámide de cristal en pleno patio del Louvre para culminar su ampliación y Jacques Chirac creó el Museo Antropológico del Quai Branly.
Nicolas Sarkozy también quiere su propia obra: una Casa de la Historia de Francia, que debería abrir sus puertas al público en el centro de París en 2015.
El proyecto entra ahora en fase de prefiguración, pero se enfrenta al recelo de historiadores que temen su revisión política y se preguntan sobre la necesidad de este enésimo museo parisiense.
El nuevo centro se instalará en 2015 en la sede de los Archivos Nacionales
La iniciativa lleva gestándose desde la llegada al Elíseo de Sarkozy en 2007, aunque este no la anunció oficialmente hasta enero de 2009.
"Me fascina la idea de que Francia sea muy rica en cuanto a sus museos de arte, pero que no exista ningún museo de historia digno de ese nombre", lamentó entonces, en un discurso ante representantes del mundo de la cultura.
"No existe ningún lugar para cuestionar la historia de Francia en su conjunto", añadió.
El futuro centro será a la vez la sede de una red de museos y castillos y un espacio que acogerá exposiciones y coloquios.
Servirá igualmente de lugar de investigación y se acompañará de un exhaustivo portal enciclopédico en Internet.
El calendario de realización del proyecto, que desde el anuncio oficial había caído un poco en el olvido, se ha acelerado en los últimos meses.
En septiembre, tras haber barajado varios lugares, como el hotel de los Inválidos, el palacio de Versalles e incluso contemplado la posibilidad de construir un edificio nuevo, el presidente anunció que el museo se instalará en el seno de la sede parisiense de los Archivos Nacionales, en pleno barrio de Le Marais, por un coste estimado de entre 60 y 80 millones de euros.
También fijó 2015 como año de apertura.
A mediados de enero, el titular de cultura, Frédéric Mitterrand, nombró a un comité de científicos encargado de concretar el contenido del futuro centro.
Con una sede física y una fecha de apertura ya en el horizonte, los detractores del proyecto multiplican las intervenciones en los medios. Una de las más sonadas ha sido la del veterano historiador Pierre Nora, cofundador de la revista Le Débat, quien denuncia el "origen impuro y político" de la iniciativa en una reciente carta abierta a Mitterrand. Cuando anunció la creación del museo, en pleno auge de la extrema derecha, Sarkozy explicó que serviría para "reforzar la identidad cultural" del país. Unos meses después, el presidente lanzaba el controvertido debate sobre la identidad nacional. "No se puede mezclar los dos registros, el de la estrategia electoral y el del gran juego desinteresado de la investigación histórica y la pedagogía cívica", advierte Nora.
En la misma línea, el historiador Nicolas Offenstadt, uno de los más críticos con el proyecto y autor de varias publicaciones sobre la utilización de la historia por parte del mandatario francés, denuncia la política de "exaltación de las raíces" en la que se inscribe a su juicio la iniciativa. "Es esa idea de que existe una Francia que siempre estuvo ahí a la que hay que valorar, lo cual constituye un discurso moral y político, no científico", dice. "El motor de este museo no es la voluntad de divulgar la historia, su motor no es otro que la idea de vender la nostalgia", zanja.
Offenstandt también cuestiona la propia relevancia del centro. "No hay ninguna necesidad de crear un museo de la historia de Francia, al igual que no había necesidad de lanzar un debate sobre la identidad nacional, ni sobre el islam", dice.
En cualquier caso, para el historiador y para parte de sus colegas, "hoy en día, cuando hay tantas interconexiones", la idea de crear un museo de historia restringido a Francia aparece como "una visión muy reducida y limitada".
Para Jean-François Hébért, encargado de la prefiguración del proyecto y director del palacio de Fontainebleau, el "pecado original" del proyecto no es otro que el de haber sido propuesto por el presidente Sarkozy.
Espera que con el nombramiento del comité científico, compuesto por una veintena de académicos de diversas tendencias políticas y especializaciones, el proyecto entre en una "fase de concreción de los contenidos" y se aleje así "de la polémica estéril". "Es increíble, se ha dicho de todo cuando todavía no hay nada decidido", apunta.
El comité ya se ha reunido en tres ocasiones, y debería presentar antes del verano un primer esbozo de sus planes.
De momento, una iniciativa que se va dibujando es la creación de una galería del tiempo, una suerte de cronología de la historia de Francia.
La elección de las fechas señaladas es por supuesto uno de los temas de debate. También está previsto que los jardines de la sede parisiense de los Archivos Nacionales, hasta ahora cerrados al público, estén en acceso libre a partir de este verano.
Antes de finales de año se celebrará una primera exposición preparatoria.
Pero para ello, los promotores del nuevo centro tendrán que superar otro obstáculo. El personal de los Archivos Nacionales está en pie de guerra en contra del proyecto de instalación del museo, que considera se hace en detrimento de su propio centro.
Una primera ronda de negociación parecía haber puesto fin a la protesta después de más de cuatro meses de ocupación del edificio.
Pero los piquetes volvieron la semana pasada decididos a no bajar los brazos hasta que logren que el museo que quiere Sarkozy se busque su propia sede.
El nombre del expresidente francés Georges Pompidou quedará para siempre asociado al centro de arte moderno de París, parada obligada de cualquier turista de paso por la capital. François Mitterrand colocó una pirámide de cristal en pleno patio del Louvre para culminar su ampliación y Jacques Chirac creó el Museo Antropológico del Quai Branly.
Nicolas Sarkozy también quiere su propia obra: una Casa de la Historia de Francia, que debería abrir sus puertas al público en el centro de París en 2015.
El proyecto entra ahora en fase de prefiguración, pero se enfrenta al recelo de historiadores que temen su revisión política y se preguntan sobre la necesidad de este enésimo museo parisiense.
El nuevo centro se instalará en 2015 en la sede de los Archivos Nacionales
La iniciativa lleva gestándose desde la llegada al Elíseo de Sarkozy en 2007, aunque este no la anunció oficialmente hasta enero de 2009.
"Me fascina la idea de que Francia sea muy rica en cuanto a sus museos de arte, pero que no exista ningún museo de historia digno de ese nombre", lamentó entonces, en un discurso ante representantes del mundo de la cultura.
"No existe ningún lugar para cuestionar la historia de Francia en su conjunto", añadió.
El futuro centro será a la vez la sede de una red de museos y castillos y un espacio que acogerá exposiciones y coloquios.
Servirá igualmente de lugar de investigación y se acompañará de un exhaustivo portal enciclopédico en Internet.
El calendario de realización del proyecto, que desde el anuncio oficial había caído un poco en el olvido, se ha acelerado en los últimos meses.
En septiembre, tras haber barajado varios lugares, como el hotel de los Inválidos, el palacio de Versalles e incluso contemplado la posibilidad de construir un edificio nuevo, el presidente anunció que el museo se instalará en el seno de la sede parisiense de los Archivos Nacionales, en pleno barrio de Le Marais, por un coste estimado de entre 60 y 80 millones de euros.
También fijó 2015 como año de apertura.
A mediados de enero, el titular de cultura, Frédéric Mitterrand, nombró a un comité de científicos encargado de concretar el contenido del futuro centro.
Con una sede física y una fecha de apertura ya en el horizonte, los detractores del proyecto multiplican las intervenciones en los medios. Una de las más sonadas ha sido la del veterano historiador Pierre Nora, cofundador de la revista Le Débat, quien denuncia el "origen impuro y político" de la iniciativa en una reciente carta abierta a Mitterrand. Cuando anunció la creación del museo, en pleno auge de la extrema derecha, Sarkozy explicó que serviría para "reforzar la identidad cultural" del país. Unos meses después, el presidente lanzaba el controvertido debate sobre la identidad nacional. "No se puede mezclar los dos registros, el de la estrategia electoral y el del gran juego desinteresado de la investigación histórica y la pedagogía cívica", advierte Nora.
En la misma línea, el historiador Nicolas Offenstadt, uno de los más críticos con el proyecto y autor de varias publicaciones sobre la utilización de la historia por parte del mandatario francés, denuncia la política de "exaltación de las raíces" en la que se inscribe a su juicio la iniciativa. "Es esa idea de que existe una Francia que siempre estuvo ahí a la que hay que valorar, lo cual constituye un discurso moral y político, no científico", dice. "El motor de este museo no es la voluntad de divulgar la historia, su motor no es otro que la idea de vender la nostalgia", zanja.
Offenstandt también cuestiona la propia relevancia del centro. "No hay ninguna necesidad de crear un museo de la historia de Francia, al igual que no había necesidad de lanzar un debate sobre la identidad nacional, ni sobre el islam", dice.
En cualquier caso, para el historiador y para parte de sus colegas, "hoy en día, cuando hay tantas interconexiones", la idea de crear un museo de historia restringido a Francia aparece como "una visión muy reducida y limitada".
Para Jean-François Hébért, encargado de la prefiguración del proyecto y director del palacio de Fontainebleau, el "pecado original" del proyecto no es otro que el de haber sido propuesto por el presidente Sarkozy.
Espera que con el nombramiento del comité científico, compuesto por una veintena de académicos de diversas tendencias políticas y especializaciones, el proyecto entre en una "fase de concreción de los contenidos" y se aleje así "de la polémica estéril". "Es increíble, se ha dicho de todo cuando todavía no hay nada decidido", apunta.
El comité ya se ha reunido en tres ocasiones, y debería presentar antes del verano un primer esbozo de sus planes.
De momento, una iniciativa que se va dibujando es la creación de una galería del tiempo, una suerte de cronología de la historia de Francia.
La elección de las fechas señaladas es por supuesto uno de los temas de debate. También está previsto que los jardines de la sede parisiense de los Archivos Nacionales, hasta ahora cerrados al público, estén en acceso libre a partir de este verano.
Antes de finales de año se celebrará una primera exposición preparatoria.
Pero para ello, los promotores del nuevo centro tendrán que superar otro obstáculo. El personal de los Archivos Nacionales está en pie de guerra en contra del proyecto de instalación del museo, que considera se hace en detrimento de su propio centro.
Una primera ronda de negociación parecía haber puesto fin a la protesta después de más de cuatro meses de ocupación del edificio.
Pero los piquetes volvieron la semana pasada decididos a no bajar los brazos hasta que logren que el museo que quiere Sarkozy se busque su propia sede.
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