.(Un artículo del escritor Carlo Frabetti).- Soy escritor profesional y vivo fundamentalmente de mis derechos de autor.
Pero cada vez que en mis frecuentes viajes a Latinoamérica descubro una edición “pirata” de alguna de mis obras, lejos de indignarme o acongojarme me llevo una gran alegría, pues es una señal de que lo que escribo interesa a quienes no pueden pagar el excesivo precio que se suele cobrar por los libros.
Y estoy radicalmente en contra del canon por el préstamo de libros en las bibliotecas públicas, que supuestamente nos beneficia a los autores y que en realidad no es sino una maniobra de los verdaderos piratas culturales (las grandes editoriales y las grandes gestoras de derechos) para incrementar aún más sus abusivos beneficios; o sea, un paso más hacia la destrucción de lo público en aras del lucro de unos pocos, un nuevo zarpazo del capitalismo salvaje.
Quienes fotocopian mis libros, o los leen gratis en las bibliotecas, o se los bajan de Internet, no me roban ni me amenazan, sino todo lo contrario: le dan sentido a mi trabajo y me animan a seguir haciéndolo; pues si he llegado al punto de ser “pirateado” es, sencillamente, porque mi obra ya ha alcanzado un grado de difusión y de remuneración superior al que merece.
Y no se entienda esto último como un alarde de falsa modestia (y mucho menos de modestia auténtica), sino como el mero reconocimiento de que, en términos comparativos (en comparación con otros trabajos, quiero decir), cualquier autor con presencia en el mercado está recibiendo de la sociedad mucho más de lo que le ha dado.
O devuelto, más bien, pues quienes podemos dedicarnos a alguna actividad vocacional y creativa, no hacemos más que restituir una pequeña parte de lo mucho que hemos recibido.
Somos doblemente privilegiados: por el mero hecho de poder dedicarnos a algo que nos gratifica y enriquece, y por haber tenido acceso a la formación necesaria para poder desarrollar nuestras capacidades.
A lo largo de mi vida, he tenido el privilegio de conocer personalmente a un buen número de grandes artistas e intelectuales. Y cuanto mayor era su talento, más afortunados se sentían y más agradecidos se mostraban, aunque su actividad no siempre fuera acompañada de unos ingresos sustanciosos. Solo los mediocres se quejan; y cuando, por una u otra vía, consiguen encumbrarse, se aferran a sus inmerecidos privilegios como los politicastros a sus escaños y los ejecutivillos a sus maletines. Solo los mediocres que han conseguido el premio de consolación del “éxito” tienen miedo de las nuevas tecnologías, es decir, de las nuevas relaciones de intercambio que inevitablemente generan. Y con razón, porque solo ellos tienen algo que perder. Las nuevas formas de reproducción y difusión de textos, imágenes y sonidos amenazan tanto el monopolio de los grandes medios de comunicación como la hegemonía de los mediocres, anuncian el final de ambas mediocracias.
En esa última cena del antiguo régimen cultural en la que se coló un lúcido y valiente Amador Fernández Savater (la ministra debió de confundirlo con su padre), se vio claro quiénes son los verdaderos depredadores, los verdaderos enemigos de la cultura, que no son otros -y otras- que quienes quieren convertirla en un coto y un mercado.
Si algo tienen en común los invitados a aquella bochornosa “cena del miedo” (con escasas y honrosas excepciones), es su condición de mediocres encumbrados, hombres y mujeres que en vano intentan compensar su falta de talento con una mezcla de oficiosidad, oportunismo y sumisión a los poderes establecidos.
Y que tiemblan ante Internet de la misma manera -y por los mismos motivos- que el clero y la nobleza del Medioevo temblaron ante la imprenta.
Pues si la imprenta hizo posible la revolución humanista del Renacimiento y el telégrafo hizo posible la revolución socialista, Internet, heredera forzosa de la imprenta y de la telegrafía, propiciará una revolución humana y social cuyas consecuencias solo podemos vislumbrar. Y, como en todas las revoluciones, caerán las cabezas de los privilegiados y se levantarán las cabezas de los desposeídos.
Ya se están levantando.
20 feb 2011
LAS REGLAS DEL JUEGO
LAS REGLAS DEL JUEGO
Para seguir y no quedarse tonto,
para alzar la cabeza y mirar lejos,
para besar y no quedar prendidos,
para vivir con cierta expectativa.
Para luchar y no ceder el pulso,
para mirar el sol cuando se pone
despacito debajo de una loma,
cariñoso y cordial como un abrazo.
Para tener moral y alucinarse
viendo cómo los cuerpos elaboran
sabias y simuladas estrategias
cuando el reloj se apaga despistado.
Para te quiero mucho y para siempre,
para nunca jamás, inolvidable,
eternamente junto a tus pupilas,
indefinidamente en tu ribera.
Hace falta saber y hacer las paces
con cierta forma de mentir sin daño,
con la complicidad de los silencios,
con el hecho puntual de que vivimos.
Hace falta también un ritmo cierto,
una resignación agazapada,
un no dejarse ver por los rincones,
una apariencia de pisar muy firme.
Después morir, ajeno y por la espalda.
Pepe Junco
De comer ELPAIS.com MANUEL VICENT
En un restaurante puedes rechazar un plato, exigir que el filete esté más o menos hecho, dejar a medias la sopa sin dar explicaciones a nadie.
En un restaurante de lujo uno puede permitirse cualquier veleidad gastronómica y algunos ejecutivos recién ascendidos a una mesa de cinco tenedores la exhiben solo para afirmar su personalidad. Los hay que en principio nunca dan por bueno el primer vino que les ofrece el sumiller; otros, más resabiados, necesitan tener sistemáticamente un altercado previo con el camarero para excitar los jugos gástricos o vaciar la propia frustración.
El camarero cargará con la culpa que en todo caso corresponde al cocinero.
Estos melindres culinarios se suelen dar en tipos que pasaron hambre en su niñez o estuvieron en su juventud condenados a engullir infinitos pinchos de mortadela.
Pero hay casos en que no se permiten estos caprichos y el respeto es obligado, por ejemplo, cuando un amigo te invita a cenar a casa.
Si su mujer ha preparado un plato con una receta propia y resulta que es una bazofia, no puedes devolverla a la cocina.
Deberás poner buena cara, tragártela entera y ponderar la excelente mano de la cocinera entre los besos y sonrisas de la despedida.
Otra cosa distinta es el comentario malvado que uno puede hacer ya en el coche de vuelta con el estómago destrozado.
Tampoco está permitida ninguna clase de rebeldía en los restaurantes famosos de la alta cocina.
Allí el camarero es un oficiante litúrgico que impone mucho respeto; en medio de un plato enorme el manjar se te ofrece como una diminuta instalación imposible de descifrar y el cocinero se aparece a los postres con una mitra faraónica para recibir el aplauso.
En la alta cocina los cocineros son teólogos y entre ellos se engendran disputas encarnizadas como en las antiguas sectas.
El único plato que admite una discusión libre sin reservas en el momento de zampárselo es la paella.
Después del silencio de rigor que produce la primera cucharada está permitido criticar, discutir, burlarse, blasfemar, comparar, alabar o zaherir al cocinero.
La paella es un guiso abierto y democrático que te permite ser natural a la hora de comer como hereje.
El arroz llegó de China como medicina para formar emplastos o cataplasmas. A eso debe su prestigio.
En un restaurante de lujo uno puede permitirse cualquier veleidad gastronómica y algunos ejecutivos recién ascendidos a una mesa de cinco tenedores la exhiben solo para afirmar su personalidad. Los hay que en principio nunca dan por bueno el primer vino que les ofrece el sumiller; otros, más resabiados, necesitan tener sistemáticamente un altercado previo con el camarero para excitar los jugos gástricos o vaciar la propia frustración.
El camarero cargará con la culpa que en todo caso corresponde al cocinero.
Estos melindres culinarios se suelen dar en tipos que pasaron hambre en su niñez o estuvieron en su juventud condenados a engullir infinitos pinchos de mortadela.
Pero hay casos en que no se permiten estos caprichos y el respeto es obligado, por ejemplo, cuando un amigo te invita a cenar a casa.
Si su mujer ha preparado un plato con una receta propia y resulta que es una bazofia, no puedes devolverla a la cocina.
Deberás poner buena cara, tragártela entera y ponderar la excelente mano de la cocinera entre los besos y sonrisas de la despedida.
Otra cosa distinta es el comentario malvado que uno puede hacer ya en el coche de vuelta con el estómago destrozado.
Tampoco está permitida ninguna clase de rebeldía en los restaurantes famosos de la alta cocina.
Allí el camarero es un oficiante litúrgico que impone mucho respeto; en medio de un plato enorme el manjar se te ofrece como una diminuta instalación imposible de descifrar y el cocinero se aparece a los postres con una mitra faraónica para recibir el aplauso.
En la alta cocina los cocineros son teólogos y entre ellos se engendran disputas encarnizadas como en las antiguas sectas.
El único plato que admite una discusión libre sin reservas en el momento de zampárselo es la paella.
Después del silencio de rigor que produce la primera cucharada está permitido criticar, discutir, burlarse, blasfemar, comparar, alabar o zaherir al cocinero.
La paella es un guiso abierto y democrático que te permite ser natural a la hora de comer como hereje.
El arroz llegó de China como medicina para formar emplastos o cataplasmas. A eso debe su prestigio.
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