Los Museos del Prado y del Ermitage firman un acuerdo de intercambio de exposiciones - La primera muestra enfrentará en Rusia a Velázquez y Goya con otros artistas europeos.
Rusia "necesita muchísimo" un auténtico museo de arte moderno como el MoMA de Nueva York , pero falta la persona con "gusto, talento, relaciones y sentido comercial" en torno a la cual puede cristalizar ese proyecto.
Y no lo dice cualquiera, sino Mijaíl Piotrovski, el director del Ermitage , el gran museo ruso.
Hoy Piotrovski firma en Madrid el acuerdo para intercambiar exposiciones con el Prado con motivo del "año dual" entre Rusia y España.
El 25 de febrero, los jefes de Estado de ambos países inaugurarán una gran exposición del Prado en el Ermitage.
Consta de 66 obras (33, de artistas españoles, entre ellos Velázquez y Goya, y 33, de artistas de Europa Occidental) del periodo comprendido entre mediados del siglo XV y principios del XIX.
En noviembre, el centro ruso llevará al español una selección de 170 obras.
El intercambio no tiene precedentes en la historia de ambas instituciones.
Los camiones con los cuadros del Prado comenzarán a llegar a San Petersburgo el próximo jueves y son esperados con excitación en el Ermitage, cuyo núcleo es la colección con la que Catalina II decoró el Palacio de Invierno en 1764.
"Las obras solo deben salir si hay condiciones", según el director del Ermitage
Los camiones con cuadros españoles llegarán el jueves a San Petersburgo
Símbolo del poder imperial, el Ermitage es también la casa de Piotrovski.
Este arabista y arqueólogo de 66 años dirige el museo desde 1992, siguiendo los pasos de su padre, Borís Piotrovski, que fue director hasta su muerte en 1990.
Piotrovski mantiene las tradiciones, aunque también explora el arte contemporáneo, del que tiene una incipiente colección.
Aun así opina que el gran museo de arte contemporáneo, inexistente aún en Rusia, "debería estar en oposición al Ermitage, porque este muestra que no hay arte viejo y arte nuevo, sino una continuidad y una tradición" y alberga lo que "ya tiene renombre".
Un museo contemporáneo, en cambio, debería enseñar la "pluralidad de lenguajes y de materiales, estimular el desarrollo del arte y mostrar cómo se forman las obras".
El Ermitage se financia del presupuesto del Estado (en un 60% o 70%) y se complementa con ingresos propios.
El deslinde entre proyectos comerciales y no comerciales, advierte Piotrovski, es "muy sutil" y depende de "cada caso concreto".
El museo colabora con los oligarcas rusos.
El magnate Mijaíl Jodorkovski (ahora en prisión) le ayudó en el pasado a organizar exposiciones en Reino Unido.
Ahora, el oligarca Vladímir Potanin es el presidente del "consejo patrocinador" del museo, formado por empresarios.
Potanin financia el Ermitage a través de su fundación, da becas a sus especialistas, ayuda a montar exposiciones y a comprar obras como Cuadrado negro, de Malévich.
El Ermitage, según su máximo responsable, no cambió tras la Revolución de Octubre en 1917 ni tras el fin de la URSS en 1991. ¿Y qué influencia han tenido los últimos 20 años en el gusto estético de los rusos? "El resultado no es muy bueno. Entre la generación de los mayores, que comprenden los méritos de nuestras exposiciones, y los jóvenes, que se interesan muy activamente por el arte moderno, existe una laguna de gente sin gusto, que no distingue lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer". Y explica: "los que llegaron rápidamente al poder procedentes del mundo de los negocios saben de los precios en las subastas, pero muchos no tienen gusto". Piotrovski cita la idea de convertir la plaza del Palacio (el espacio frente al Ermitage) en una pista de patinaje. "Si la gente no entiende que no se puede hacer una pista de patinaje en esa plaza, es imposible explicárselo".
Como otros intelectuales, Piotrovski se opuso a que Gazprom, el exportador monopolista de gas, construyera un rascacielos en San Petersburgo.
Tras una amplia movilización social, la gobernadora archivó el proyecto. Piotrovski no baja la guardia y critica la decisión de quitarle a la ciudad el título de "población histórica", que subordinaba la construcción urbana a unos determinados principios. "Dinero, dinero", exclama. "Quienes lo tienen quieren ganar más aún de la forma más fácil y creen que todo les está permitido".
A la hora de integrar lo nuevo y lo viejo en San Petersburgo, París es el "mejor ejemplo".
El centro de arte ha colaborado anteriormente con la fundación Guggenheim, aunque ahora lo hace "a un nivel más bajo, porque ha cambiado la orientación de los museos".
Un proyecto conjunto en Las Vegas (EE UU) se acabó, por ser "complicado y caro". "Decidimos que habíamos cumplido nuestra función pedagógica".
La instalación de "pequeños Ermitage" por el mundo es actual, según Piotrovski. "En el gran Ermitage están los fondos, y luego tenemos un dinámico sistema de sputnik que pueden trasladarse de una órbita a otra.
En Londres tenemos un sputnik que ha dejado de hacer exposiciones para recaudar dinero para las exposiciones.
En Italia otro que realiza actividades científicas".
Piotrovski mira con desconfianza la restitución de obras de arte a las comunidades religiosas.
Apoyándose en una reciente ley, la Iglesia ortodoxa rusa reclama lo que le perteneció en el pasado. "Las obras de arte tienen que estar en los museos y salir solo si se reúnen las condiciones para ello", dice.
Por otra parte, Rusia ha suspendido todas las exposiciones en Estados Unidos, después de que un tribunal estadounidense decidiera que había que devolver a los judíos hasidas una biblioteca propiedad estatal en Rusia.
Por temor a la confiscación, el Ermitage ha renunciado a enviar cuadros a ese país.
7 feb 2011
Gary Moore, que estás en los cielos YAHVÉ M. DE LA CAVADA
Nadie podía esperarse la muerte de Gary Moore , con sólo 58 años.
El guitarrista seguía en activo y en buena forma, viviendo la acogedora calidez de la vida de una estrella de pequeño calibre.
Aunque Moore siempre pareció condenado a la "second line", Irlanda ha perdido a uno de sus hijos musicales predilectos.
Nunca será tan emblemático como su viejo amigo Phil Lynott pero, como guitarrista, se merece el segundo puesto en la historia irlandesa del rock (con permiso de The Edge de U2), por detrás del gran Rory Gallagher.
Muere Gary Moore, embajador europeo del 'blues'
Moore debutó profesionalmente a finales de los 60 tocando en grupos como Granny's Intention, Dr. Strangely Strange y, especialmente, Skid Row (no confundir con la banda de New Jersey liderada por Sebastian Bach), en donde coincidió con Lynott, que poco después formaría su propio proyecto, llamado Thin Lizzy.
En 1974 Moore se unió a esa mítica banda -tras el abandono de Eric Bell- durante cuatro meses y, a partir de entonces, volvió a ella de manera intermitente, llegando a grabar como guitarrista oficial de Thin Lizzy el álbum Black Rose (1979).
Tres meses después de la aparición del mismo, Moore abandonó el grupo abruptamente en mitad de una gira, aunque su relación con Lynott continuó hasta la muerte de éste, tanto en lo profesional como en lo personal.
Antes de finalizar la década Moore ya contaba con un par de álbumes a su nombre y un single en el Top 10 británico, Parisienne Walkways (co escrito, precisamente, por Lynott).
Llegaron los 80 y, con ellos, una serie de grabaciones que le situaron en el firmamento del heavy blando o del rock duro, según se mire.
Corridors of Power, Victims Of The Future, After The War y, sobre todo, los exitosos Run For Cover y Wild Frontier definieron un perfil de Moore basado en su asombrosa destreza con la guitarra y en buenos estribillos con alma de hard rock y un sonido demasiado obediente con la época.
Grandes nombres como Ozzy Osbourne, Jack Bruce, Glenn Hughes o el propio Lynott aparecían en sus discos y poco a poco se iba labrando una reputación discreta, pero intachable.
Así que decidió torcer su camino y tocar lo que le apetecía: blues.
Still Got The Blues [ver vídeo] consiguió llevar a las listas de éxitos dos cosas difíciles de ver en este negocio: un tema centrado en la guitarra eléctrica (Santana lo ha conseguido en varias ocasiones) y un disco con el blues como premisa.
Pero el blues de Moore arrastraba un bagaje que le pasó cierta factura.
No resultaba fácil dejar atrás sus antecedentes rockeros y el estilo frenético e hipertrofiado del guitarrista quedaba en evidencia ante el lenguaje del blues, más aún con Albert King y Albert Collins como invitados.
Aún así, las ventas fueron tan bien que, de una forma u otra, Moore intentó repetir la fórmula en varias ocasiones.
De hecho, en casi todos los discos del guitarrista posteriores a 1990 hay algún tema que emula el formato o estilo del popular single, en ocasiones rozando lo sonrojante.
Después de After Hours y del fabuloso directo Blues Alive, Moore consiguió grabar finalmente un verdadero disco de blues, Blues For Greeny, dedicado a su mentor (y una de sus principales influencias) Peter Green.
El tortazo comercial fue lo suficientemente importante como para intentar reconducirse hacia el rock (Dark Days In Paradise) e incluso tontear con programaciones electrónicas (A Different Beat). En la última década de su carrera puso rumbo de nuevo hacia el blues con resultados más (Power Of The Blues) o menos (Back To The Blues) dignos.
Seguía teniendo un público reducido pero fiel, algo que tal vez le llevó a cierto estado de paz.
Su último disco de estudio, Bad For You Baby, mostraba a un Moore relajado y natural, consciente de sí mismo y fiel a ese estilo blues-rock tan suyo.
Nadie, ni siquiera él, sabía que era el último capítulo de su discografía.
A partir de su giro hacia el blues a primeros de los 90, Gary Moore tuvo la maldición de quienes están en tierra de nadie.
Los heavys le consideraron un traidor y los aficionados al blues nunca le aceptaron, teniéndole por un rockero reciclado. Nada más lejos. Con los años, el irlandés fue desarrollando un estilo muy personal en el que consiguió aunar la contención emocional del blues con el desenfreno del rock.
Como ocurre con los grandes, adquirió una forma de tocar única y completamente reconocible que le acompañaría hasta el fin de sus días.
Observando atentamente la portada de Still Got The Blues se puede hacer un retrato pertinente de la inspiración de Moore, además de su propia personalidad.
En ella se ve a un niño sentado en la cama de su dormitorio practicando con su guitarra Gibson Les Paul.
En la pared, un gran póster de Jimi Hendrix y, esparcidos por la cama y el suelo, una docena de LPs entre los que es posible distinguir algunos de Albert King, John Mayall, B.B. King y Fleetwood Mac.
En la contraportada del álbum, un Gary Moore adulto toca en la cama de un hotel, rodeado, en este caso, de un puñado de CDs.
En la fotografía, Moore mira fijamente al único disco que se repite en ambas imágenes: el legendario Bluesbreakers de John Mayall y Eric Clapton.
Los años pasan pero la música permanece.
Esa es una buena forma de recordar a Gary Moore, con la mirada en sus raíces y las manos en su guitarra.
Yahvé M. de la Cavada es colaborador del blog 'Muro de sonido'
El guitarrista seguía en activo y en buena forma, viviendo la acogedora calidez de la vida de una estrella de pequeño calibre.
Aunque Moore siempre pareció condenado a la "second line", Irlanda ha perdido a uno de sus hijos musicales predilectos.
Nunca será tan emblemático como su viejo amigo Phil Lynott pero, como guitarrista, se merece el segundo puesto en la historia irlandesa del rock (con permiso de The Edge de U2), por detrás del gran Rory Gallagher.
Muere Gary Moore, embajador europeo del 'blues'
Moore debutó profesionalmente a finales de los 60 tocando en grupos como Granny's Intention, Dr. Strangely Strange y, especialmente, Skid Row (no confundir con la banda de New Jersey liderada por Sebastian Bach), en donde coincidió con Lynott, que poco después formaría su propio proyecto, llamado Thin Lizzy.
En 1974 Moore se unió a esa mítica banda -tras el abandono de Eric Bell- durante cuatro meses y, a partir de entonces, volvió a ella de manera intermitente, llegando a grabar como guitarrista oficial de Thin Lizzy el álbum Black Rose (1979).
Tres meses después de la aparición del mismo, Moore abandonó el grupo abruptamente en mitad de una gira, aunque su relación con Lynott continuó hasta la muerte de éste, tanto en lo profesional como en lo personal.
Antes de finalizar la década Moore ya contaba con un par de álbumes a su nombre y un single en el Top 10 británico, Parisienne Walkways (co escrito, precisamente, por Lynott).
Llegaron los 80 y, con ellos, una serie de grabaciones que le situaron en el firmamento del heavy blando o del rock duro, según se mire.
Corridors of Power, Victims Of The Future, After The War y, sobre todo, los exitosos Run For Cover y Wild Frontier definieron un perfil de Moore basado en su asombrosa destreza con la guitarra y en buenos estribillos con alma de hard rock y un sonido demasiado obediente con la época.
Grandes nombres como Ozzy Osbourne, Jack Bruce, Glenn Hughes o el propio Lynott aparecían en sus discos y poco a poco se iba labrando una reputación discreta, pero intachable.
Así que decidió torcer su camino y tocar lo que le apetecía: blues.
Still Got The Blues [ver vídeo] consiguió llevar a las listas de éxitos dos cosas difíciles de ver en este negocio: un tema centrado en la guitarra eléctrica (Santana lo ha conseguido en varias ocasiones) y un disco con el blues como premisa.
Pero el blues de Moore arrastraba un bagaje que le pasó cierta factura.
No resultaba fácil dejar atrás sus antecedentes rockeros y el estilo frenético e hipertrofiado del guitarrista quedaba en evidencia ante el lenguaje del blues, más aún con Albert King y Albert Collins como invitados.
Aún así, las ventas fueron tan bien que, de una forma u otra, Moore intentó repetir la fórmula en varias ocasiones.
De hecho, en casi todos los discos del guitarrista posteriores a 1990 hay algún tema que emula el formato o estilo del popular single, en ocasiones rozando lo sonrojante.
Después de After Hours y del fabuloso directo Blues Alive, Moore consiguió grabar finalmente un verdadero disco de blues, Blues For Greeny, dedicado a su mentor (y una de sus principales influencias) Peter Green.
El tortazo comercial fue lo suficientemente importante como para intentar reconducirse hacia el rock (Dark Days In Paradise) e incluso tontear con programaciones electrónicas (A Different Beat). En la última década de su carrera puso rumbo de nuevo hacia el blues con resultados más (Power Of The Blues) o menos (Back To The Blues) dignos.
Seguía teniendo un público reducido pero fiel, algo que tal vez le llevó a cierto estado de paz.
Su último disco de estudio, Bad For You Baby, mostraba a un Moore relajado y natural, consciente de sí mismo y fiel a ese estilo blues-rock tan suyo.
Nadie, ni siquiera él, sabía que era el último capítulo de su discografía.
A partir de su giro hacia el blues a primeros de los 90, Gary Moore tuvo la maldición de quienes están en tierra de nadie.
Los heavys le consideraron un traidor y los aficionados al blues nunca le aceptaron, teniéndole por un rockero reciclado. Nada más lejos. Con los años, el irlandés fue desarrollando un estilo muy personal en el que consiguió aunar la contención emocional del blues con el desenfreno del rock.
Como ocurre con los grandes, adquirió una forma de tocar única y completamente reconocible que le acompañaría hasta el fin de sus días.
Observando atentamente la portada de Still Got The Blues se puede hacer un retrato pertinente de la inspiración de Moore, además de su propia personalidad.
En ella se ve a un niño sentado en la cama de su dormitorio practicando con su guitarra Gibson Les Paul.
En la pared, un gran póster de Jimi Hendrix y, esparcidos por la cama y el suelo, una docena de LPs entre los que es posible distinguir algunos de Albert King, John Mayall, B.B. King y Fleetwood Mac.
En la contraportada del álbum, un Gary Moore adulto toca en la cama de un hotel, rodeado, en este caso, de un puñado de CDs.
En la fotografía, Moore mira fijamente al único disco que se repite en ambas imágenes: el legendario Bluesbreakers de John Mayall y Eric Clapton.
Los años pasan pero la música permanece.
Esa es una buena forma de recordar a Gary Moore, con la mirada en sus raíces y las manos en su guitarra.
Yahvé M. de la Cavada es colaborador del blog 'Muro de sonido'
6 feb 2011
"Quise retratar un superhéroe y un grano de arena"
DANNY BOYLE Cineasta
Cualquiera que habla de 127 horas recuerda la amputación en seco que se infligió el montañero Aron Ralston para salir con vida de un accidente en un remoto paraje de Utah (EE UU). O de los desmayos y vómitos que provoca la película -en realidad, es más una leyenda urbana que una realidad en las salas- cuando James Franco recrea el momento en pantalla. Danny Boyle, su director, nunca habla en esos términos. Al revés.
Este británico de 51 años cuenta la historia de un superhéroe y un grano de arena.
Algo así como Superman y su criptonita, aunque en el mundo real.
"Es una historia muy personal", confiesa este urbanita blancuzco, ni especialmente alto ni en forma y con gafas.
"Ya sé que en lo físico no nos parecemos y recuerdo perfectamente mi última acampada porque fue hace 33 años.
Pero yo soy culpable de algunas cosas muy parecidas a los errores de Ralston, como haber distanciado a gente que quería. En cambio, su historia ilustra sentimientos en las que creo, como ese 'nosotros' como grupo, que me parece la mejor forma de subsistir".
Boyle tiene extraña forma de creer en la humanidad con una filmografía basada en yonquis (Trainspotting), zombis (28 días después) o en lo más bajo de los bajos fondos de Mumbai (Slumdog millionaire). El realizador exuda una extraña fascinación por lo extraño.
De ahí su interés por Ralston. Siguió el accidente en 2003 "con el mismo interés con el que el mundo entero siguió ahora el rescate de los mineros chilenos".
Y desde la publicación del libro, Boyle quiso ayudar.
Ralston quería hacer un documental y el realizador le contó en su primera reunión una de superhéroes, un filme de acción donde el protagonista queda inmovilizado toda la película. "Es un superhéroe, superenforma, superpreparado, superseguro hasta que la naturaleza interviene con un grano de arena, porque en términos cósmicos así es la piedra que se le cayó encima", explica sin frenar su discurso. Ralston, de entrada, no lo vio. "Su cabeza estaba llena de hechos y le entiendo. Es su historia. Pero al final se dio cuenta de que siempre será su historia. Solo la tomé prestada", resume Boyle. El préstamo artístico incluyó un presupuesto de 14 millones de euros y la película más realista que Boyle, junto con Simon Beaufoy, haya escrito jamás. 127 horas se estrenó el pasado viernes en España.
Durante una semana Boyle llevó su rodaje al verdadero cañón donde el explorador se quedó atrapado (eso sí, con el confor de un urbanita, transportando en helicóptero hasta las letrinas) y el resto de los dos meses transcurrió en un almacén de muebles de Salt Lake City donde el realizador levantó dos reproducciones del lugar de los hechos y sometió a su equipo a un intenso rodaje en turno continuo (con dos directores de fotografía) para mantener en todo momento la energía.
"Nunca lo vi como una película meditativa sobre la naturaleza y yo; 127 horas tiene la impaciencia de un thriller urbano", resume.
Si su enfoque sorprendió a la hora de realizar una película que sobre el papel parecía un ejercicio dramático imposible, labor que le ha hecho obtener seis candidaturas al Oscar -aunque no ha sido seleccionado en la categoría de mejor director-, él también está abierto a sorpresas como la que le dio su actor. "Siempre está como dormido.
Como si estuviera fumado. Es la impresión que te quiere dar. Su tapadera.
Porque él es increíblemente inteligente", defiende ahora porque de entrada le costó dos entrevistas con James Franco darse cuenta de que el actor tenía lo que hay que tener para enfrentarse al famoso grano de arena.
Cualquiera que habla de 127 horas recuerda la amputación en seco que se infligió el montañero Aron Ralston para salir con vida de un accidente en un remoto paraje de Utah (EE UU). O de los desmayos y vómitos que provoca la película -en realidad, es más una leyenda urbana que una realidad en las salas- cuando James Franco recrea el momento en pantalla. Danny Boyle, su director, nunca habla en esos términos. Al revés.
Este británico de 51 años cuenta la historia de un superhéroe y un grano de arena.
Algo así como Superman y su criptonita, aunque en el mundo real.
"Es una historia muy personal", confiesa este urbanita blancuzco, ni especialmente alto ni en forma y con gafas.
"Ya sé que en lo físico no nos parecemos y recuerdo perfectamente mi última acampada porque fue hace 33 años.
Pero yo soy culpable de algunas cosas muy parecidas a los errores de Ralston, como haber distanciado a gente que quería. En cambio, su historia ilustra sentimientos en las que creo, como ese 'nosotros' como grupo, que me parece la mejor forma de subsistir".
Boyle tiene extraña forma de creer en la humanidad con una filmografía basada en yonquis (Trainspotting), zombis (28 días después) o en lo más bajo de los bajos fondos de Mumbai (Slumdog millionaire). El realizador exuda una extraña fascinación por lo extraño.
De ahí su interés por Ralston. Siguió el accidente en 2003 "con el mismo interés con el que el mundo entero siguió ahora el rescate de los mineros chilenos".
Y desde la publicación del libro, Boyle quiso ayudar.
Ralston quería hacer un documental y el realizador le contó en su primera reunión una de superhéroes, un filme de acción donde el protagonista queda inmovilizado toda la película. "Es un superhéroe, superenforma, superpreparado, superseguro hasta que la naturaleza interviene con un grano de arena, porque en términos cósmicos así es la piedra que se le cayó encima", explica sin frenar su discurso. Ralston, de entrada, no lo vio. "Su cabeza estaba llena de hechos y le entiendo. Es su historia. Pero al final se dio cuenta de que siempre será su historia. Solo la tomé prestada", resume Boyle. El préstamo artístico incluyó un presupuesto de 14 millones de euros y la película más realista que Boyle, junto con Simon Beaufoy, haya escrito jamás. 127 horas se estrenó el pasado viernes en España.
Durante una semana Boyle llevó su rodaje al verdadero cañón donde el explorador se quedó atrapado (eso sí, con el confor de un urbanita, transportando en helicóptero hasta las letrinas) y el resto de los dos meses transcurrió en un almacén de muebles de Salt Lake City donde el realizador levantó dos reproducciones del lugar de los hechos y sometió a su equipo a un intenso rodaje en turno continuo (con dos directores de fotografía) para mantener en todo momento la energía.
"Nunca lo vi como una película meditativa sobre la naturaleza y yo; 127 horas tiene la impaciencia de un thriller urbano", resume.
Si su enfoque sorprendió a la hora de realizar una película que sobre el papel parecía un ejercicio dramático imposible, labor que le ha hecho obtener seis candidaturas al Oscar -aunque no ha sido seleccionado en la categoría de mejor director-, él también está abierto a sorpresas como la que le dio su actor. "Siempre está como dormido.
Como si estuviera fumado. Es la impresión que te quiere dar. Su tapadera.
Porque él es increíblemente inteligente", defiende ahora porque de entrada le costó dos entrevistas con James Franco darse cuenta de que el actor tenía lo que hay que tener para enfrentarse al famoso grano de arena.
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