11 dic 2010
El cuarteto de Alejandría – Lawrence Durrell
‘El cuarteto de Alejandría’ es una tetralogía escrita por Lawrence Durrell a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. La intención del autor, como explica en la nota que abre “Balthazar”, el segundo de los libros, es construir una serie de novela que se desplieguen en el espacio sin constituir una serie; obras que se complementen unas a otras, entretejiéndose en una relación puramente espacial, sin referencia temporal alguna. Eso es lo que Durrell hace con los tres primeros volúmenes, mientras que el último sí que se revela como un sucesor de los anteriores y utiliza el tiempo (narrando hechos posteriores a los ya mostrados) para tejer una imagen última —que no definitiva— de los protagonistas. Enseguida vienen a la mente los trabajos de Proust, por ejemplo, que también trataban de jugar con el tiempo para ofrecer un retrato más fidedigno, más completo, de los personajes; no obstante, ‘El cuarteto de Alejandría’ se apoya en el recurso del espacio-tiempo, acumulando facetas de los diferentes caracteres como si fueran capas de una cebolla que el lector va descubriendo a medida que avanza la lectura.
El resultado es sorprendente y muy bello, si bien el propósito último de Durrell dista de ser tan perfecto como ambicionaba. En palabras de Pursewarden, uno de los protagonistas, se podría «ensayar un juego con cuatro cartas en forma de novela; atravesando cuatro historias con un eje común, por así decir, y dedicando cada una de ellas a los cuatro vientos. Un continuum, por cierto, que comprendiera no sólo un temps retrouvé sino también un temps delivré». Ese continuum que Durrell persigue no es tan sólido como debiera, ya que las facetas de los personajes son desveladas de un modo demasiado arbitrario y abusando del efecto sorpresa. Con todo y con eso, la hermosura de una prosa que se crece a la hora de describir la ciudad de Alejandría y que ofrece unos retratos bellísimos de las personas ayuda a que el lector pase por alto esos defectos y se embarque en una historia de amor tan sencilla y manida como bien resuelta.
La historia da comienzo con “Justine”, en la que ejerce de narrador el nunca nombrado Darley, un escritor frustrado que trabaja como profesor en la Alejandría previa al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Retirado a una isla del Mediterráneo, recrea sus recuerdos en un manuscrito que está teñido de su absoluta, pero inconsciente, subjetividad. Su visión es única, quizá fruto del amor por Justine y la ‘ceguera’ autoinfligida que le provoca, aunque el lector (como él mismo) no lo perciba así; los personajes a los que trata (Nessim, un poderoso empresario, marido de Justina; Pursewarden, otro escritor de más éxito, mezquino y arrogante; Melissa, su enferma amante alejandrina) son casi inocentes, puros, unidimensionales. Su frustrada —y frustrante— historia de pasión está repleta de lagunas que Darley se esfuerza por entender, pero que rellena con suposiciones, con intuiciones fruto de su desconocimiento del pasado y de los seres humanos.
Ese desconocimiento se palia un tanto en la segunda novela de la serie, “Balthazar”. El comentario que Balthazar, médico y cabalista, hace del manuscrito que recibe de Darley (es decir, el primer libro: “Justine”) abre los ojos de éste a facetas nuevas de la historia (aunque hay detalles que fueron omitidos ex profeso en el primer libro, por lo que no todo es visto bajo una nueva luz). Los propósitos de personajes ya conocidos cambian sustancialmente: Darley recibe esas revelaciones y comprende que ciertas acciones no eran lo que parecían. Justine se revela no ya como una mujer adúltera, sino como una hábil manipuladora; también Nessim parece tener intereses desconocidos, mucho más allá de los simples celos, ya que se insinúa una conspiración contra los intereses británicos y franceses en Alejandría. Pursewarden se convierte en un ser desdichado y sensible, profundo conocedor del alma humana, con una coraza de cinismo que le protege contra el sufrimiento que ve a su alrededor. Tan atractivo resulta que se descubre que era amante de Justine al mismo tiempo que Darley, aunque éste se niegue a comprender esos nuevos matices de su personalidad que Balthazar le ofrece.
Será en “Mountolive”, la tercera parte de la serie, cuando el lector comience a hacerse una idea más o menos completa de las múltiples tramas que Durrell ha ido tejiendo en los anteriores libros. El estilo cambia en esta novela: de la primera persona pasamos a una tercera bastante personal, que nos revela facetas desconocidas tanto por el Darley narrador de los dos anteriores libros como por muchos de los participantes en este palimpsesto literario. Justine y Nessim se descubren como dos seres solitarios, ávidos de poder y con unos escrúpulos muy personales para conseguir sus fines. Es ahora cuando el lector entiende que Justine no engañaba a su marido con uno u otro amante, sino que ambos trabajaban en pro de un objetivo mayor (y muy mundano, por otra parte). El Mountolive que apenas aparecía en el segundo libro y del que se desconocía casi todo se convierte en el protagonista principal, si bien actúa en realidad como eje alrededor del cual se suceden los acontecimientos que el lector ya conoce (es decir, los relatados en los anteriores partes) y a los que dota de nuevos matices. Pursewarden, por ejemplo, resulta ser un hombre atormentado por el amor que siente hacia su propia hermana, y su suicidio (que había sido visto como fruto de una personalidad frágil y desequilibrada) es una maniobra desesperada para no tener que elegir entre dos hombres a los que respeta y aprecia. El mismo Darley aparece aquí como un hombre gris, algo perdido en el laberinto social y diplomático que es Alejandría; algo que el lector ya intuía desde el principio, si bien ahora se confirma con creces.
En “Clea”, la novela que cierra la serie, de nuevo regresa el Darley narrador. La historia, esta vez, avanza en el tiempo y no continúa aportando nuevas visiones, sino que refleja los diferentes caminos que toman cada uno de los protagonistas. Acabada la guerra, Nessim trata de rehacerse de sus frustrados planes conspirativos, mientras que Justine es encerrada en su propia residencia por el apoyo que proporcionó a su marido. Mountolive abandona Alejandría con la hermana de Pursewarden, ambos heridos de amor y unidos por ese sentimiento de renuncia y culpa. Darley descubre su propio amor por Clea, una joven pintora que sirvió como enlace para todos los protagonistas de esta gran historia, pero también comprende que ese amor no es sino un sustituo de su gran amor por el arte, como ella misma —y las terribles circunstancias— se encarga de mostrarle.
En realidad, como decía más arriba, Durrell traza varias historias que sólo hablan de amor, si bien se enmarcan en un contexto en el que otras tramas se mezclan y otros personajes intervienen decisivamente: Pombal, Scobie, Naruz, Leila… Esas diferentes visiones sobre la pasión proporcionan el sustento de la cuatrilogía, su alma, y el lector descubre enseguida que las motivaciones de los personajes no son más que reflejos de sus pulsiones amorosas; el amor, parece decir Durrell, es lo que pone en movimiento muchas de nuestras acciones, muchos de nuestros deseos.
El resultado final es una hermosa historia que se desarrolla en un marco aún más hermoso, poblado por personajes entrañables y reales. Las facetas que el autor introduce poco a poco en las diferentes partes contribuyen a ese efecto, aunque sea la propia fuerza de la narración y de los protagonistas lo que levanta la obra de verdad. Como dije, el propósito último de Durrell no se cumple al cien por cien, ya que el continuum al que aspiraba se rompe por la inherente cualidad fantástica de la novela (la suspensión de la incredulidad, en este caso, funciona en contra del escritor); sin embargo, la potencia humana de sus creaciones supera cualquier intención formal. ‘El cuarteto de Alejandría’ termina por ser una magna obra de arte capaz de embelesar a cualquier que se aventure en su lectura.
El resultado es sorprendente y muy bello, si bien el propósito último de Durrell dista de ser tan perfecto como ambicionaba. En palabras de Pursewarden, uno de los protagonistas, se podría «ensayar un juego con cuatro cartas en forma de novela; atravesando cuatro historias con un eje común, por así decir, y dedicando cada una de ellas a los cuatro vientos. Un continuum, por cierto, que comprendiera no sólo un temps retrouvé sino también un temps delivré». Ese continuum que Durrell persigue no es tan sólido como debiera, ya que las facetas de los personajes son desveladas de un modo demasiado arbitrario y abusando del efecto sorpresa. Con todo y con eso, la hermosura de una prosa que se crece a la hora de describir la ciudad de Alejandría y que ofrece unos retratos bellísimos de las personas ayuda a que el lector pase por alto esos defectos y se embarque en una historia de amor tan sencilla y manida como bien resuelta.
La historia da comienzo con “Justine”, en la que ejerce de narrador el nunca nombrado Darley, un escritor frustrado que trabaja como profesor en la Alejandría previa al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Retirado a una isla del Mediterráneo, recrea sus recuerdos en un manuscrito que está teñido de su absoluta, pero inconsciente, subjetividad. Su visión es única, quizá fruto del amor por Justine y la ‘ceguera’ autoinfligida que le provoca, aunque el lector (como él mismo) no lo perciba así; los personajes a los que trata (Nessim, un poderoso empresario, marido de Justina; Pursewarden, otro escritor de más éxito, mezquino y arrogante; Melissa, su enferma amante alejandrina) son casi inocentes, puros, unidimensionales. Su frustrada —y frustrante— historia de pasión está repleta de lagunas que Darley se esfuerza por entender, pero que rellena con suposiciones, con intuiciones fruto de su desconocimiento del pasado y de los seres humanos.
Ese desconocimiento se palia un tanto en la segunda novela de la serie, “Balthazar”. El comentario que Balthazar, médico y cabalista, hace del manuscrito que recibe de Darley (es decir, el primer libro: “Justine”) abre los ojos de éste a facetas nuevas de la historia (aunque hay detalles que fueron omitidos ex profeso en el primer libro, por lo que no todo es visto bajo una nueva luz). Los propósitos de personajes ya conocidos cambian sustancialmente: Darley recibe esas revelaciones y comprende que ciertas acciones no eran lo que parecían. Justine se revela no ya como una mujer adúltera, sino como una hábil manipuladora; también Nessim parece tener intereses desconocidos, mucho más allá de los simples celos, ya que se insinúa una conspiración contra los intereses británicos y franceses en Alejandría. Pursewarden se convierte en un ser desdichado y sensible, profundo conocedor del alma humana, con una coraza de cinismo que le protege contra el sufrimiento que ve a su alrededor. Tan atractivo resulta que se descubre que era amante de Justine al mismo tiempo que Darley, aunque éste se niegue a comprender esos nuevos matices de su personalidad que Balthazar le ofrece.
Será en “Mountolive”, la tercera parte de la serie, cuando el lector comience a hacerse una idea más o menos completa de las múltiples tramas que Durrell ha ido tejiendo en los anteriores libros. El estilo cambia en esta novela: de la primera persona pasamos a una tercera bastante personal, que nos revela facetas desconocidas tanto por el Darley narrador de los dos anteriores libros como por muchos de los participantes en este palimpsesto literario. Justine y Nessim se descubren como dos seres solitarios, ávidos de poder y con unos escrúpulos muy personales para conseguir sus fines. Es ahora cuando el lector entiende que Justine no engañaba a su marido con uno u otro amante, sino que ambos trabajaban en pro de un objetivo mayor (y muy mundano, por otra parte). El Mountolive que apenas aparecía en el segundo libro y del que se desconocía casi todo se convierte en el protagonista principal, si bien actúa en realidad como eje alrededor del cual se suceden los acontecimientos que el lector ya conoce (es decir, los relatados en los anteriores partes) y a los que dota de nuevos matices. Pursewarden, por ejemplo, resulta ser un hombre atormentado por el amor que siente hacia su propia hermana, y su suicidio (que había sido visto como fruto de una personalidad frágil y desequilibrada) es una maniobra desesperada para no tener que elegir entre dos hombres a los que respeta y aprecia. El mismo Darley aparece aquí como un hombre gris, algo perdido en el laberinto social y diplomático que es Alejandría; algo que el lector ya intuía desde el principio, si bien ahora se confirma con creces.
En “Clea”, la novela que cierra la serie, de nuevo regresa el Darley narrador. La historia, esta vez, avanza en el tiempo y no continúa aportando nuevas visiones, sino que refleja los diferentes caminos que toman cada uno de los protagonistas. Acabada la guerra, Nessim trata de rehacerse de sus frustrados planes conspirativos, mientras que Justine es encerrada en su propia residencia por el apoyo que proporcionó a su marido. Mountolive abandona Alejandría con la hermana de Pursewarden, ambos heridos de amor y unidos por ese sentimiento de renuncia y culpa. Darley descubre su propio amor por Clea, una joven pintora que sirvió como enlace para todos los protagonistas de esta gran historia, pero también comprende que ese amor no es sino un sustituo de su gran amor por el arte, como ella misma —y las terribles circunstancias— se encarga de mostrarle.
En realidad, como decía más arriba, Durrell traza varias historias que sólo hablan de amor, si bien se enmarcan en un contexto en el que otras tramas se mezclan y otros personajes intervienen decisivamente: Pombal, Scobie, Naruz, Leila… Esas diferentes visiones sobre la pasión proporcionan el sustento de la cuatrilogía, su alma, y el lector descubre enseguida que las motivaciones de los personajes no son más que reflejos de sus pulsiones amorosas; el amor, parece decir Durrell, es lo que pone en movimiento muchas de nuestras acciones, muchos de nuestros deseos.
El resultado final es una hermosa historia que se desarrolla en un marco aún más hermoso, poblado por personajes entrañables y reales. Las facetas que el autor introduce poco a poco en las diferentes partes contribuyen a ese efecto, aunque sea la propia fuerza de la narración y de los protagonistas lo que levanta la obra de verdad. Como dije, el propósito último de Durrell no se cumple al cien por cien, ya que el continuum al que aspiraba se rompe por la inherente cualidad fantástica de la novela (la suspensión de la incredulidad, en este caso, funciona en contra del escritor); sin embargo, la potencia humana de sus creaciones supera cualquier intención formal. ‘El cuarteto de Alejandría’ termina por ser una magna obra de arte capaz de embelesar a cualquier que se aventure en su lectura.
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