4 nov 2010
3 nov 2010
Semblanzas de un padre intelectual y rico, visto desde el recuerdo de su hijo
Mi padre nació en 1897 en París. La rama paterna de la familia provenía de Alsacia, vivero de judíos franceses, tierra disputada con el enemigo alemán.
Como tantas familias judías, los tatarabuelos de mi padre se cristianizaron. Abandonaron los nombres hebreos. El apellido se mantuvo. En una familia de devotos católicos nació mi padre, en el momento en que Francia se dividía por el affaire Dreyfus.
Toda una ironía.
Mi padre vivió a un lado y otro de la frontera durante su infancia, adolescencia, juventud y parte de su vida adulta.
Los negocios de su padre le permitieron estudiar en París y pasar las vacaciones en Biarritz y Donostia, seguir los negocios del padre en Francia y España.
Hasta que llegó la guerra. Mi padre era un irujista, un nacionalista vasco de simpatías republicanas, democristiano, social-cristiano, católico social.
Hay muchos calificativos. Eran los tiempos de Jean Maritain y Robert Schumann. En España no tuvieron mucho eco esos dos filósofos y políticos, pero mi padre tenía en las estanterías sus ensayos y discursos, recortes de periódicos y publicaciones.
Tenía una buena biblioteca, repartida entre París y San Sebastián. Hasta que llegó la guerra.
En 1936 los requetés carlistas, bajo la égida de Mola, avanzaron hacia el norte, desde Pamplona, hasta Irun.
Estratégica ciudad fronteriza, republicana, que comunicaba San Sebastián y el noroeste de la Península con Francia, a través de Hendaya. Hay pasos en Navarra y Aragón, rurales y alejados, demasiado, en comparación con Irun. Irun ardió. No se sabe a ciencia cierta si a manos de los republicanos en retirada, o de los cruzados nacionales. 20 kilómetros separan la ciudad de San Sebastián, la del pacto republicano del 30, la ciudad por la que lucharon ingleses y franceses en tiempos de Napoleón.
Sin dificultad, atravesando las pocas ciudades y los pueblos que los separaban de la capital guipuzcoana, llegaron a San Sebastián en el otoño del 36, apenas tres meses después del golpe. Hay fotos de la entrada de la infantería, supongo, en la ciudad, por la calle Miracruz, que comunica el este de la capital con el centro de la ciudad a través del puente de Santa Catalina, con la Avenida de la Libertad al otro lado del río. El desastre. Mi padre vivía al sur del puente de Santa Catalina, en el Paseo de Francia, que se prolonga hacia el sur, a la orilla del Urumea, formado por casas y palacetes señoriales de la buena burguesía. Termina en el puente de María Cristina, donde se encuentra la Estación del Norte, en parte construida por un ingeniero llamado Eiffel. Más al sur, donde se encontraba la playa de vías y almacenes de ferrocarriles, hoy se puede caminar por el paseo de García Lorca.
Mi padre, simpatizante nacionalista, doble nacionalidad, republicano y burgués, de apellido sospechosamente extranjero, se fue.
Muchos lo hicieron. Los vecinos de la casa de al lado se exiliaron en el Uruguay. ¿Había riesgo para su vida?, ¿había necesidad de perderlo todo, al menos todo lo que tenía en el lado español de la frontera, huyendo como un fugitivo de la justicia “alzada”? Varias propiedades inmobiliarias, entre ellas su domicilio del Paseo de Francia. Unos pisos en propiedad en el ensanche de Cortázar, en la Parte Vieja –cruce Narrica con Esterlines, y c/31 de agosto–, las oficinas y el despacho de sus empresas en la Avenida de la Libertad, en las calle Hernani y Fuenterrabía, unos terrenos sin construir en los montes Ulía e Igueldo, y fábricas y talleres a las afueras del Antiguo, barrio del oeste de la ciudad. ¡Alehop!, todo perdido.
Robado, en realidad. Se lo robaron todo. Mucho dinero, mucha propiedad, muchos años de la vida, muchos recuerdos de infancia.
Él lo sabía, lo intuía, no era optimista en cuanto a la guerra. Metió en una maleta algunos papeles, recortados, fotos de álbumes familiares, un par de libros, algo de ropa, efectos personales, y se largó, corriendo, como un criminal, temerariamente, como el Belmondo de Godard. Adiós y muy buenas. Por las carreteras endiabladas de la costa llegó a la primera capital de la República, Eibar. Cruzó frontera provincial: Ermua. Hacia el oeste, Durango. Me contó que de noche caían las bombas cerca de la posada donde pasó unos días. Tenía problemas de oído desde niño, por una infección mal curada, que él achacaba a su niñera. –No oí nunca las bombas, me decía. Llegó a un Bilbao destartalado, por la ría izquierda llegó a Cantabria, y alcanzó Santoña.
Símbolo de la debacle. Algunos se entregaron a los italianos, y acabaron combatiendo con los requetés. Otros se diluyeron y volvieron a Euskadi. Otros se subieron a los barcos que iban a Francia. Era un poco arriesgado, no se sabía qué podía pasar con los navíos de la Armada franquista.
Había rumores de submarinos. La cuestión es que llegaron sanos y salvos muchos pasajeros a Bayona, a unos minutos de Biarritz, una de las ciudades de mi padre. Mi padre llegó sólo a la punta sur de Francia, que tres años después sería el extremo del territorio ocupado por los alemanes. Llegó a Burdeos en tren, se plantó en París con una maleta y cansado, hundido.
Bahía de Biarritz, vista desde casa. Al fondo, a la derecha, Jaizkibel, el primer monte de la costa vasca. Peñas de Aia están tapadas por la bruma y las nubes.
Se acaba así la historia, la aventura, de mi padre. No volvió a pisar tierra española, “no mientras siga vivo ése”. El Generalísimo. Como el Generalísimo sobrevivió unos meses a mi padre, él se tuvo que contentar con ver los montes de la costa de Guipuzcoa desde Hendaya, San Juan de Luz, Sokoa, Géthary, Biarritz. Biarritz, hermana pequeña de Donostia. Así, entre Biarritz y París, mi padre construyó una vida privilegiada. Jamás, a pesar de su apellido, ni de habitar cerca de una comisaría nacional-socialista durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo problemas. Miedo, sí. ¿Cómo no le pasó nada? Misterios de la vida. Cuatro años de Ocupación, de ese fugado de España. Los Estatutos Judíos de Vichy no le afectaban, no tenía suficiente sangre judía. Era un buen católico, adinerado, dedicado a sus negocios. A la parte que no perdió, a los franceses. Exportación. Hasta que llegó la guerra y hubo que poner en barbecho gran parte de los negocios. Conoció a mi madre, elegante inglesa ella, de apellido francés. Unos siglos atrás su familia había huido, por protestante y hugonote, al otro lado del canal de la Mancha. Si muchos se quedaron en el sur de Inglaterra y en Londres, por algún extraño motivo, la familia de mi padre fue al norte, a Escocia. Entre protestantes andaba el juego, y a ella llegó por familia la fe presbiteriana. Menos creyente que mi padre, me pareció siempre. Una mujer discreta, un poco lejana. Se enamoraron, se casaron y nací yo en 1944. Mi madre me contó muchas veces que el primer y único discurso al que me llevaron fue en agosto de ese año, aún dentro de ella, para oír a otro General, esta vez bueno, Charles de Gaulle, desde el Ayuntamiento parisino. Ese famoso y bello discurso de la Francia eterna.
Mi madre tenía sus opiniones políticas. Es inevitable tenerlas. Se puede ser apartidista, pero no apolítico. Nunca las comunicó a los demás, no a mí, desde luego. Murió cuando yo era joven, tampoco hubo tiempo para discusiones de adolescentes y adultos sobre Argelia, De Gaulle Segunda Parte (1958) y demás. Yo, además, no hubiera dado pie a muchos conflictos familiares, porque fue un hijo de papá convencional y nada contestatario, y porque los caóticos 50 me pillaban aún joven; nada que ver con el hermano mayor de El club de los incorregibles optimistas, mi libro del año 2010. Demasiado joven para ver Al final de la escapada, donde De Gaulle, ya de vuelta al poder, recibe a Eisenhower en los Elíseos, o Los amantes, de Louis Malle, con una escena de comida en la mansión del director de periódico de provincias donde la parisina intrépida se ríe de la avenida Foch, un anticuario gigante del siglo XVI, se burla ella a su huésped de gustos medievales. La censura de la época, el escándalo de pechos y traseros, ¡qué horror! Vi ambas películas en proyecciones en casa, con el equipo cinematográfico de mi padre. Católico, apostólico y romano, pero a su manera. Votante del MRP democristiano de la Resistencia primero, de la UDSR de la Resistencia después –un intento fallido de formar un partido laborista a la francesa, fabiano de inspiración social-cristiana, con un señor apellidado Mitterrand al frente–, de los disidentes gaullistas, los Republicanos Sociales de Chaban-Delmas. Regresó al MRP mi padre en el 58, apoyó a De Gaulle, también cuando los democristianos se retiraron del gobierno en 1962 por la política nacionalista de De Gaulle, poco proeuropea. Gaullista hasta la médula, acabó siendo mi padre. Como tantos burgueses rurales, aunque él era urbanita. Desesperado por la lentitud en irse de Argelia, siguió recitándome La tragedia argelina, de Raymond Aron. Lector impenitente del Combat de Pia y Camus, luego del Le Figaro de Aron, del Le Monde de Beuve-Méry, de L’Express de JJ.SS. Era un poco, demasiado, contradictorio, mi padre; admiraba a Mendès France. Lo he heredado. Leía mucho, también fue su principal legado en mí. Como niño rico estudió hasta edades avanzadas en su época. Con lo que ganaba y lo que recibía se hizo una biblioteca amplia, y siguió leyendo mucho tiempo.
París, piso comprado en 1940.
La gente de dinero suele ser obscenamente ignorante, ridículamente superficial. En un Chabrol ya avanzado, en La ceremonia, con Huppert en segundo plano (¿en realidad?, siempre extraordinaria, mejor en la pantalla que en la vida real, un poco engreída), citan a Nietzsche, “hay algo muy pobre en los ricos”. Lo tienen todo, la renta mensual se regenera como agua de cascada, y se embrutecen. Mi padre, jamás. Eso fue lo que siempre me pidió, que me cultivara, sobre todo que leyera, y que si quería ver películas no aptas para un público juvenil, que me dijera el título del filme, y lo veríamos. Un melómano, también. Yo, un poco menos. Leer, leer, una obsesión para él. Seguía haciendo negocio y pensaba menos en la herida abierta de España y Euskadi. Veía la costa vasca desde lejos, nunca volvería. Mi identidad aroniana me la transmitió él, leyéndome de pequeño Le Figaro por la avenida Foch, al salir de la escuela bilingüe yo, y del trabajo, él. Jefe de sí mismo, vivió siempre en el piso del distrito XVI, av. Wilson con rue Brignole, no muy lejos de los fastuosos anticuarios-palacios de la avenida Foch. Discretamente paralela a la Foch, y a la avenida de Pedro I de Serbia, a la que daba la otra fachada del edificio, avenida de diplomáticos y embajadas, paralela a la avenida New York, New York, y al Sena, la esquina de la casa no llamaba la atención, no era pretenciosa, pero estaba a diez minutos del Arco. Fueron casi 40 años en que fue apagándose, hasta que murió. Vivió bien, jubilándose bastante mayor, tomando el sol en el jardín del Galliera, que, si se fijan, rodó para su El rayo verde Éric Rohmer, al principio de la película. En tren solía descender hasta Biarritz en verano; así aprendió su hijo a hacer surf. Hasta que murió, bajaba todos los días a leer la prensa en el jardín del Galliera, donde hoy los niños de la burguesía comme il faut juegan con sus niñeras filipinas al salir de la guardería, mientras sus padres hacen carrera o recorren galerías de arte.
Casa de Biarritz, renovada en 2010.
Recuerdo a mi padre como un héroe, aunque poco hizo de heroico. Cogió con prisas lo que tenía a mano en San Sebastián y nunca volvió. No soportó el frío de la playa ni de la noche en los campos de detención de exiliados. Tenía la nacionalidad francesa, de modo que jamás debió someterse al chantaje de “o trabajas como mano de trabajo bruta o matas en la legión, o te vuelves a casa”. Las manos, mi padre siempre se las cuidó mucho. Tenía casa en París, y se compró otra, la que da al Galliera. Navegó por la Ocupación sin fallos de motor, siguió haciendo dinero, que era lo que él mejor sabía hacer y lo que le habían enseñado. Interesado en política, pronto supo que Franco duraría. Se hizo a la idea, y no se hizo. Un punto de amargura le impedía disfrutar de la belleza de los estíos en Biarritz, en su casa del acantilado, de la avenida MacCroskey, que debió ser algún general de los Aliados, de antecedentes celtas, en las guerras del XX. Al lado hay una avenida, rodeada de campos de golf, que lleva por nombre a la famosa enfermera inglesa ejecutada por los alemanes en la guerra del 14-18, Edith Cavell.
Mi padre ni fue detenido, ni lo ejecutaron, en España o en Francia –en ese caso servidor no hubiera nacido nunca–, fue una presencia discreta en la Francia de los Treinta Gloriosos, con sus fantasmas en la cabeza, con ese San Sebastián dorado y perdido para siempre. Uno de los cientos de miles de componentes de la alta burguesía francesa, un católico heterodoxo, un gaullista que sabía que su tiempo había pasado, por lo que “NO, NO, NO” desfiló por los Elíseos en la manifestación gaullista gigante del 30 de mayo de 1968, me advirtió por teléfono (yo estaba en Londres, en mi primer trabajo, en un banco de la City, cuando la City era menos glamourosa y más sucia que la fosteriana de nuestros días). Le disgustó el espectáculo de burgueses contra el orden burgués, lanzando piedras a CRS que no eran más que asustados paletos de provincias que no tenían dinero para ir a la facultad. Fueron sus palabras. Luego estaban las huelgas de trabajadores, también jóvenes, para los que ir a la universidad era como pisar tierra marciana. Inalcanzable. En algún momento pudieron converger ambos movimientos, no hubo ocasión, lo cortocircuitaron los comunistas y Pompidou con los acuerdos de la calle Grenelle, calle burguesa. A mi padre le disgustaba la manipulación de radiotelevisión pública, la ORTF, el Estado UDR (siglas del partido gobernante), la asfixia de un país que no respondía a los clamores de su juventud. Votó por última vez, en 1974, poco antes de morir, al gaullista republicano social Chaban-Delmas, el de la Nueva Sociedad, la pluralidad informativa y los acuerdos sindicatos-patronal en los que estaba aconsejado por un socialdemócrata cristiano, Jacques Delors. Yo voté a Giscard, pero esa es otra cuestión, más joven, más activo, más liberal. Hablo de Giscard, no de mí, que también…
Y murió. C’est fini ! Me queda su mirada, sus papeles, sus fotos, sus recuerdos. Desapareció, enterrado lejos de San Sebastián. Creyente él, estará en algún paraíso leyendo, espero que no este eterno texto. Fue mi primer hombre.
Como tantas familias judías, los tatarabuelos de mi padre se cristianizaron. Abandonaron los nombres hebreos. El apellido se mantuvo. En una familia de devotos católicos nació mi padre, en el momento en que Francia se dividía por el affaire Dreyfus.
Toda una ironía.
Mi padre vivió a un lado y otro de la frontera durante su infancia, adolescencia, juventud y parte de su vida adulta.
Los negocios de su padre le permitieron estudiar en París y pasar las vacaciones en Biarritz y Donostia, seguir los negocios del padre en Francia y España.
Hasta que llegó la guerra. Mi padre era un irujista, un nacionalista vasco de simpatías republicanas, democristiano, social-cristiano, católico social.
Hay muchos calificativos. Eran los tiempos de Jean Maritain y Robert Schumann. En España no tuvieron mucho eco esos dos filósofos y políticos, pero mi padre tenía en las estanterías sus ensayos y discursos, recortes de periódicos y publicaciones.
Tenía una buena biblioteca, repartida entre París y San Sebastián. Hasta que llegó la guerra.
En 1936 los requetés carlistas, bajo la égida de Mola, avanzaron hacia el norte, desde Pamplona, hasta Irun.
Estratégica ciudad fronteriza, republicana, que comunicaba San Sebastián y el noroeste de la Península con Francia, a través de Hendaya. Hay pasos en Navarra y Aragón, rurales y alejados, demasiado, en comparación con Irun. Irun ardió. No se sabe a ciencia cierta si a manos de los republicanos en retirada, o de los cruzados nacionales. 20 kilómetros separan la ciudad de San Sebastián, la del pacto republicano del 30, la ciudad por la que lucharon ingleses y franceses en tiempos de Napoleón.
Sin dificultad, atravesando las pocas ciudades y los pueblos que los separaban de la capital guipuzcoana, llegaron a San Sebastián en el otoño del 36, apenas tres meses después del golpe. Hay fotos de la entrada de la infantería, supongo, en la ciudad, por la calle Miracruz, que comunica el este de la capital con el centro de la ciudad a través del puente de Santa Catalina, con la Avenida de la Libertad al otro lado del río. El desastre. Mi padre vivía al sur del puente de Santa Catalina, en el Paseo de Francia, que se prolonga hacia el sur, a la orilla del Urumea, formado por casas y palacetes señoriales de la buena burguesía. Termina en el puente de María Cristina, donde se encuentra la Estación del Norte, en parte construida por un ingeniero llamado Eiffel. Más al sur, donde se encontraba la playa de vías y almacenes de ferrocarriles, hoy se puede caminar por el paseo de García Lorca.
Mi padre, simpatizante nacionalista, doble nacionalidad, republicano y burgués, de apellido sospechosamente extranjero, se fue.
Muchos lo hicieron. Los vecinos de la casa de al lado se exiliaron en el Uruguay. ¿Había riesgo para su vida?, ¿había necesidad de perderlo todo, al menos todo lo que tenía en el lado español de la frontera, huyendo como un fugitivo de la justicia “alzada”? Varias propiedades inmobiliarias, entre ellas su domicilio del Paseo de Francia. Unos pisos en propiedad en el ensanche de Cortázar, en la Parte Vieja –cruce Narrica con Esterlines, y c/31 de agosto–, las oficinas y el despacho de sus empresas en la Avenida de la Libertad, en las calle Hernani y Fuenterrabía, unos terrenos sin construir en los montes Ulía e Igueldo, y fábricas y talleres a las afueras del Antiguo, barrio del oeste de la ciudad. ¡Alehop!, todo perdido.
Robado, en realidad. Se lo robaron todo. Mucho dinero, mucha propiedad, muchos años de la vida, muchos recuerdos de infancia.
Él lo sabía, lo intuía, no era optimista en cuanto a la guerra. Metió en una maleta algunos papeles, recortados, fotos de álbumes familiares, un par de libros, algo de ropa, efectos personales, y se largó, corriendo, como un criminal, temerariamente, como el Belmondo de Godard. Adiós y muy buenas. Por las carreteras endiabladas de la costa llegó a la primera capital de la República, Eibar. Cruzó frontera provincial: Ermua. Hacia el oeste, Durango. Me contó que de noche caían las bombas cerca de la posada donde pasó unos días. Tenía problemas de oído desde niño, por una infección mal curada, que él achacaba a su niñera. –No oí nunca las bombas, me decía. Llegó a un Bilbao destartalado, por la ría izquierda llegó a Cantabria, y alcanzó Santoña.
Símbolo de la debacle. Algunos se entregaron a los italianos, y acabaron combatiendo con los requetés. Otros se diluyeron y volvieron a Euskadi. Otros se subieron a los barcos que iban a Francia. Era un poco arriesgado, no se sabía qué podía pasar con los navíos de la Armada franquista.
Había rumores de submarinos. La cuestión es que llegaron sanos y salvos muchos pasajeros a Bayona, a unos minutos de Biarritz, una de las ciudades de mi padre. Mi padre llegó sólo a la punta sur de Francia, que tres años después sería el extremo del territorio ocupado por los alemanes. Llegó a Burdeos en tren, se plantó en París con una maleta y cansado, hundido.
Bahía de Biarritz, vista desde casa. Al fondo, a la derecha, Jaizkibel, el primer monte de la costa vasca. Peñas de Aia están tapadas por la bruma y las nubes.
Se acaba así la historia, la aventura, de mi padre. No volvió a pisar tierra española, “no mientras siga vivo ése”. El Generalísimo. Como el Generalísimo sobrevivió unos meses a mi padre, él se tuvo que contentar con ver los montes de la costa de Guipuzcoa desde Hendaya, San Juan de Luz, Sokoa, Géthary, Biarritz. Biarritz, hermana pequeña de Donostia. Así, entre Biarritz y París, mi padre construyó una vida privilegiada. Jamás, a pesar de su apellido, ni de habitar cerca de una comisaría nacional-socialista durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo problemas. Miedo, sí. ¿Cómo no le pasó nada? Misterios de la vida. Cuatro años de Ocupación, de ese fugado de España. Los Estatutos Judíos de Vichy no le afectaban, no tenía suficiente sangre judía. Era un buen católico, adinerado, dedicado a sus negocios. A la parte que no perdió, a los franceses. Exportación. Hasta que llegó la guerra y hubo que poner en barbecho gran parte de los negocios. Conoció a mi madre, elegante inglesa ella, de apellido francés. Unos siglos atrás su familia había huido, por protestante y hugonote, al otro lado del canal de la Mancha. Si muchos se quedaron en el sur de Inglaterra y en Londres, por algún extraño motivo, la familia de mi padre fue al norte, a Escocia. Entre protestantes andaba el juego, y a ella llegó por familia la fe presbiteriana. Menos creyente que mi padre, me pareció siempre. Una mujer discreta, un poco lejana. Se enamoraron, se casaron y nací yo en 1944. Mi madre me contó muchas veces que el primer y único discurso al que me llevaron fue en agosto de ese año, aún dentro de ella, para oír a otro General, esta vez bueno, Charles de Gaulle, desde el Ayuntamiento parisino. Ese famoso y bello discurso de la Francia eterna.
Mi madre tenía sus opiniones políticas. Es inevitable tenerlas. Se puede ser apartidista, pero no apolítico. Nunca las comunicó a los demás, no a mí, desde luego. Murió cuando yo era joven, tampoco hubo tiempo para discusiones de adolescentes y adultos sobre Argelia, De Gaulle Segunda Parte (1958) y demás. Yo, además, no hubiera dado pie a muchos conflictos familiares, porque fue un hijo de papá convencional y nada contestatario, y porque los caóticos 50 me pillaban aún joven; nada que ver con el hermano mayor de El club de los incorregibles optimistas, mi libro del año 2010. Demasiado joven para ver Al final de la escapada, donde De Gaulle, ya de vuelta al poder, recibe a Eisenhower en los Elíseos, o Los amantes, de Louis Malle, con una escena de comida en la mansión del director de periódico de provincias donde la parisina intrépida se ríe de la avenida Foch, un anticuario gigante del siglo XVI, se burla ella a su huésped de gustos medievales. La censura de la época, el escándalo de pechos y traseros, ¡qué horror! Vi ambas películas en proyecciones en casa, con el equipo cinematográfico de mi padre. Católico, apostólico y romano, pero a su manera. Votante del MRP democristiano de la Resistencia primero, de la UDSR de la Resistencia después –un intento fallido de formar un partido laborista a la francesa, fabiano de inspiración social-cristiana, con un señor apellidado Mitterrand al frente–, de los disidentes gaullistas, los Republicanos Sociales de Chaban-Delmas. Regresó al MRP mi padre en el 58, apoyó a De Gaulle, también cuando los democristianos se retiraron del gobierno en 1962 por la política nacionalista de De Gaulle, poco proeuropea. Gaullista hasta la médula, acabó siendo mi padre. Como tantos burgueses rurales, aunque él era urbanita. Desesperado por la lentitud en irse de Argelia, siguió recitándome La tragedia argelina, de Raymond Aron. Lector impenitente del Combat de Pia y Camus, luego del Le Figaro de Aron, del Le Monde de Beuve-Méry, de L’Express de JJ.SS. Era un poco, demasiado, contradictorio, mi padre; admiraba a Mendès France. Lo he heredado. Leía mucho, también fue su principal legado en mí. Como niño rico estudió hasta edades avanzadas en su época. Con lo que ganaba y lo que recibía se hizo una biblioteca amplia, y siguió leyendo mucho tiempo.
París, piso comprado en 1940.
La gente de dinero suele ser obscenamente ignorante, ridículamente superficial. En un Chabrol ya avanzado, en La ceremonia, con Huppert en segundo plano (¿en realidad?, siempre extraordinaria, mejor en la pantalla que en la vida real, un poco engreída), citan a Nietzsche, “hay algo muy pobre en los ricos”. Lo tienen todo, la renta mensual se regenera como agua de cascada, y se embrutecen. Mi padre, jamás. Eso fue lo que siempre me pidió, que me cultivara, sobre todo que leyera, y que si quería ver películas no aptas para un público juvenil, que me dijera el título del filme, y lo veríamos. Un melómano, también. Yo, un poco menos. Leer, leer, una obsesión para él. Seguía haciendo negocio y pensaba menos en la herida abierta de España y Euskadi. Veía la costa vasca desde lejos, nunca volvería. Mi identidad aroniana me la transmitió él, leyéndome de pequeño Le Figaro por la avenida Foch, al salir de la escuela bilingüe yo, y del trabajo, él. Jefe de sí mismo, vivió siempre en el piso del distrito XVI, av. Wilson con rue Brignole, no muy lejos de los fastuosos anticuarios-palacios de la avenida Foch. Discretamente paralela a la Foch, y a la avenida de Pedro I de Serbia, a la que daba la otra fachada del edificio, avenida de diplomáticos y embajadas, paralela a la avenida New York, New York, y al Sena, la esquina de la casa no llamaba la atención, no era pretenciosa, pero estaba a diez minutos del Arco. Fueron casi 40 años en que fue apagándose, hasta que murió. Vivió bien, jubilándose bastante mayor, tomando el sol en el jardín del Galliera, que, si se fijan, rodó para su El rayo verde Éric Rohmer, al principio de la película. En tren solía descender hasta Biarritz en verano; así aprendió su hijo a hacer surf. Hasta que murió, bajaba todos los días a leer la prensa en el jardín del Galliera, donde hoy los niños de la burguesía comme il faut juegan con sus niñeras filipinas al salir de la guardería, mientras sus padres hacen carrera o recorren galerías de arte.
Casa de Biarritz, renovada en 2010.
Recuerdo a mi padre como un héroe, aunque poco hizo de heroico. Cogió con prisas lo que tenía a mano en San Sebastián y nunca volvió. No soportó el frío de la playa ni de la noche en los campos de detención de exiliados. Tenía la nacionalidad francesa, de modo que jamás debió someterse al chantaje de “o trabajas como mano de trabajo bruta o matas en la legión, o te vuelves a casa”. Las manos, mi padre siempre se las cuidó mucho. Tenía casa en París, y se compró otra, la que da al Galliera. Navegó por la Ocupación sin fallos de motor, siguió haciendo dinero, que era lo que él mejor sabía hacer y lo que le habían enseñado. Interesado en política, pronto supo que Franco duraría. Se hizo a la idea, y no se hizo. Un punto de amargura le impedía disfrutar de la belleza de los estíos en Biarritz, en su casa del acantilado, de la avenida MacCroskey, que debió ser algún general de los Aliados, de antecedentes celtas, en las guerras del XX. Al lado hay una avenida, rodeada de campos de golf, que lleva por nombre a la famosa enfermera inglesa ejecutada por los alemanes en la guerra del 14-18, Edith Cavell.
Mi padre ni fue detenido, ni lo ejecutaron, en España o en Francia –en ese caso servidor no hubiera nacido nunca–, fue una presencia discreta en la Francia de los Treinta Gloriosos, con sus fantasmas en la cabeza, con ese San Sebastián dorado y perdido para siempre. Uno de los cientos de miles de componentes de la alta burguesía francesa, un católico heterodoxo, un gaullista que sabía que su tiempo había pasado, por lo que “NO, NO, NO” desfiló por los Elíseos en la manifestación gaullista gigante del 30 de mayo de 1968, me advirtió por teléfono (yo estaba en Londres, en mi primer trabajo, en un banco de la City, cuando la City era menos glamourosa y más sucia que la fosteriana de nuestros días). Le disgustó el espectáculo de burgueses contra el orden burgués, lanzando piedras a CRS que no eran más que asustados paletos de provincias que no tenían dinero para ir a la facultad. Fueron sus palabras. Luego estaban las huelgas de trabajadores, también jóvenes, para los que ir a la universidad era como pisar tierra marciana. Inalcanzable. En algún momento pudieron converger ambos movimientos, no hubo ocasión, lo cortocircuitaron los comunistas y Pompidou con los acuerdos de la calle Grenelle, calle burguesa. A mi padre le disgustaba la manipulación de radiotelevisión pública, la ORTF, el Estado UDR (siglas del partido gobernante), la asfixia de un país que no respondía a los clamores de su juventud. Votó por última vez, en 1974, poco antes de morir, al gaullista republicano social Chaban-Delmas, el de la Nueva Sociedad, la pluralidad informativa y los acuerdos sindicatos-patronal en los que estaba aconsejado por un socialdemócrata cristiano, Jacques Delors. Yo voté a Giscard, pero esa es otra cuestión, más joven, más activo, más liberal. Hablo de Giscard, no de mí, que también…
Y murió. C’est fini ! Me queda su mirada, sus papeles, sus fotos, sus recuerdos. Desapareció, enterrado lejos de San Sebastián. Creyente él, estará en algún paraíso leyendo, espero que no este eterno texto. Fue mi primer hombre.
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