. .Han pasado solo dos años. "Sesenta y seis escalones" no dejaba de repetir, una y otra vez, Marcelino Camacho junto a su inseparable compañera, Josefina. La salud de Marcelino comenzaba a renquear no solo por la edad sino por tantos años de cárcel y huelgas de hambre.
El mero hecho de bajar a la calle le suponía un gran esfuerzo. Aquella fue mi última visita. Era su 90 cumpleaños.
A Camacho y a Josefina no les faltaron reconocimientos en vida. Homenajes, institucionales o no, que también se constituyeron en reconocimientos a otros tantos militantes de Comisiones Obreras, para quienes Marcelino ha sido y es el símbolo por antonomasia del movimiento obrero en su conjunto.
Su casa de Carabanchel es y será siempre parte de la historia del movimiento obrero. Con enorme orgullo Josefina y Marcelino te internaban por un viaje al pasado y al presente de una parte fundamental de la historia reciente del país. Siempre con una amabilidad, humildad y una cercanía incomparables.
Su historia, la del movimiento obrero antifranquista y la de tantos militantes anónimos está todavía por escribir. El jueves por la noche a escasas dos horas de su fallecimiento entregaba yo a la editorial una obra colectiva, Delincuentes políticos, para cuya cubierta habíamos elegido una fotografía del propio Marcelino dirigiéndose a una reunión de delegados de CC OO en Madrid, un 6 de junio de 1979. Sabíamos que desde hacía tiempo estaba enfermo, pero queríamos llegar a tiempo para entregárselo. No pudo ser.
Ahora reviso aquella imagen cargada de simbolismo y fuerza, y estoy seguro de que su legado estará siempre presente. A Marcelino, a quien el régimen franquista vilipendió, juzgó y encarceló como si fuese un delincuente político, no lograron someterle ni humillarle.
No renunció jamás a su proyecto sindical y político. En nuestra memoria colectiva siempre quedará grabada aquella frase suya: "Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar", llena de coraje de un humilde fresador que cambió la historia de la mano de CC OO.
31 oct 2010
Hollywood se queda sin Godard
El próximo 13 de noviembre, la Academia de Hollywood otorgará cuatro oscars de honor a cuatro personalidades del cine. Una de ellas, el genial y controvertido director franco-suizo Jean-Luc Godard, emblema de la nouvelle vague y paradigma de una época, ha declinado la invitación y se quedará tranquilamente en su casa suiza de Rolle, a 70 kilómetros de Ginebra. Por primera vez, Hollywood homenajea a esa corriente, la nouvelle vague, compuesta en su tiempo de unos desconocidos cinéfilos treintañeros franceses que a base de valentía, innovación, inteligencia y determinación revolucionaron el cine en los años sesenta. Solo François Truffaut había conseguido, ya en 1974, el Oscar a la mejor película extranjera con La noche americana, considerada por la crítica como un filme alejado ya de las audacias formales de los primeros años. La Academia, ahora, dice de Godard: "Ha escrito y dirigido durante cincuenta años películas valientes, a veces controvertidas, que le han convertido en un maestro de la vanguardia".
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Tampoco quiso ir al festival de cine de Cannes, aludiendo a misteriosos problemas "de tipo griego"
La esposa del director ha deslizado una razón: "No son los Oscar de verdad". Se entregan en un acto descafeinado
Pero el viejo Godard no piensa ir a Hollywood.
Ya en septiembre avisó de que solo viajaría si "se lo permitía" su agenda. Ahora, la Academia, mediante un comunicado, ha explicado que tras un nutrido intercambio de cartas durante meses entre Godard y el presidente de la institución, Tom Sherak, el realizador franco-suizo "aseguró que no podría asistir personalmente a la ceremonia", sin precisar los motivos. La mujer de Godard (y productora), Anne-Marie Miéville (a la que el director cita con obsesión en las entrevistas que hace), se encargó de explicarlo un poco más hace unos días. A un reportero del diario The Australian le adujo la edad de Godard, que cumplirá 80 años en diciembre, para excusarle. Pero luego deslizó otra razón: "No son los Oscar de verdad".
Es cierto: la Academia de Hollywood desgajó hace dos años la ceremonia de los Oscar de honor, confinándolos a una cena algo descafeinada (y no televisada) que se ofrece meses antes de los otros, los de verdad, como diría Godard. Los otros tres homenajeados, a los que el veterano realizador llama "los tres mosqueteros" son el director Francis Ford Coppola, el actor Eli Walach y el historiador Kevin Brownlow. Hasta ahora ninguno ha renunciado a la ceremonia, descafeinada o no.
No es esta la única espantada sonada de Godard en este año. En la última edición del festival de Cannes, en mayo, a pesar de que tenía prevista, anunciada y confirmada su asistencia a fin de presentar y promocionar su última película Film socialisme, también prefirió quedarse en su casa dando la espalda a la prensa, a los espectadores y a los organizadores. Para disculparse (o explicarse), envió una enigmática nota manuscrita al director del festival imposible de descifrar: "Debido a mis problemas de tipo griego, no podré acudir a Cannes. Con el festival, yo voy hasta la muerte, pero ni un paso más allá. Con afecto, Jean-Luc Godard"
¿Cuáles son los problemas de tipo griego de Godard? ¿Asuntos de dinero? ¿Deudas? ¿O se trata de una protesta por el trato que Europa daba por entonces a Grecia, ahogada por su déficit? Es cierto que Godard ha asegurado recientemente que Grecia debería cobrar derechos de autor por su aportación a la cultura europea. Pero esta explicación cojea un poco.
A la vez, por si no hubiera sido poco desprecio el desplante personal al festival, Godard colgó su nueva película en Internet el mismo día que se presentaba en Cannes. Un experimento cinematográfico, especie de collage personal sin argumento claro, en el que mezcla, entre otras cosas, vídeos, cine y escenas extraídas de YouTube, que fascina a algunos y horripila y mata de aburrimiento a otros.
Con su eterna chaqueta marrón y sus jerséis de pico que parecen sacados de un catálogo de moda de los setenta, su pinta verdaderamente descuidada, su puro apagado o no, sus enormes gafas de pasta, sus cuatro pelos despeinados y su barba de cuatro o cinco días, el viejo Godard ha vivido este año no solo su reconocimiento en Hollywood y las iras de los organizadores de Cannes por su críptico desplante; no solo el desconcierto, la repulsa, el hartazgo o la fascinación de la crítica por su última película, experimental como todo su cine, aun con 80 años, sino también cierta gloria retrospectiva y algo nostálgica por el 50º aniversario de su primer largometraje, Al final de la escapada (À bout de souffle), uno de los más famosos, una de sus muchas obras maestras, con un irresistible Jean-Paul Belmondo disfrazado de macarra encantador y una adorable Jean Seberg de pelo corto.
Así, se han recordado algunas leyendas ciertas de esa película mítica: que se rodó sin guión, o que el argumento-resumen fue escrito a cuatro manos en los bancos de un andén de la estación de metro parisiense de Richelieu-Drouot por dos amigos de entonces enfermos de cinefilia que se separarían para siempre años después: François Truffaut y Jean-Luc Godard.
También este año, poco antes de que se estrenara en Cannes (y en Internet) su última película, apareció la primera biografía escrita en francés sobre él. Titulada simplemente Godard, el periodista, crítico y especialista Antoine de Baecque relata su infancia suiza, la adolescencia parisiense, sus discusiones con su familia, la nouvelle vague, su politización en mayo de 1968, la aventura malograda del grupo marxista revolucionario Dziga Vértov, su casi reclusión desde 2000, su vertiginoso ritmo de rodaje, sus incesantes obras maestras: Banda aparte, Alphaville, Pierrot el loco...
Ya no juega al tenis, dice, porque le duele una rodilla, pero aún adora el fútbol ofensivo del Barcelona. Le gustan los documentales de animales y los episodios de la serie norteamericana House. Vive en Suiza pero paga religiosamente sus impuestos en Francia -al revés que todos sus vecinos-, se confiesa amigo de las descargas de Internet, enemigo tanto de los derechos de autor como de las herencias inmobiliarias. Todo esto lo dice en una larga entrevista concedida hace algunos meses a la revista francesa Inrockuptibles. También se acordó en ella de su viejo compañero, de su amigo-enemigo Truffaut: "Nunca me perdonó que yo pensara que sus películas eran pésimas. O por lo menos no se perdonó no pensar de mis películas que eran también igual de pésimas".
El director de cine entregado a una obra que le sobrevivirá y que acaba de despreciar el hecho de recibir un Oscar a toda su carrera asegura también que la posteridad no le importa nada y que tampoco le obsesiona mucho desaparecer.
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Tampoco quiso ir al festival de cine de Cannes, aludiendo a misteriosos problemas "de tipo griego"
La esposa del director ha deslizado una razón: "No son los Oscar de verdad". Se entregan en un acto descafeinado
Pero el viejo Godard no piensa ir a Hollywood.
Ya en septiembre avisó de que solo viajaría si "se lo permitía" su agenda. Ahora, la Academia, mediante un comunicado, ha explicado que tras un nutrido intercambio de cartas durante meses entre Godard y el presidente de la institución, Tom Sherak, el realizador franco-suizo "aseguró que no podría asistir personalmente a la ceremonia", sin precisar los motivos. La mujer de Godard (y productora), Anne-Marie Miéville (a la que el director cita con obsesión en las entrevistas que hace), se encargó de explicarlo un poco más hace unos días. A un reportero del diario The Australian le adujo la edad de Godard, que cumplirá 80 años en diciembre, para excusarle. Pero luego deslizó otra razón: "No son los Oscar de verdad".
Es cierto: la Academia de Hollywood desgajó hace dos años la ceremonia de los Oscar de honor, confinándolos a una cena algo descafeinada (y no televisada) que se ofrece meses antes de los otros, los de verdad, como diría Godard. Los otros tres homenajeados, a los que el veterano realizador llama "los tres mosqueteros" son el director Francis Ford Coppola, el actor Eli Walach y el historiador Kevin Brownlow. Hasta ahora ninguno ha renunciado a la ceremonia, descafeinada o no.
No es esta la única espantada sonada de Godard en este año. En la última edición del festival de Cannes, en mayo, a pesar de que tenía prevista, anunciada y confirmada su asistencia a fin de presentar y promocionar su última película Film socialisme, también prefirió quedarse en su casa dando la espalda a la prensa, a los espectadores y a los organizadores. Para disculparse (o explicarse), envió una enigmática nota manuscrita al director del festival imposible de descifrar: "Debido a mis problemas de tipo griego, no podré acudir a Cannes. Con el festival, yo voy hasta la muerte, pero ni un paso más allá. Con afecto, Jean-Luc Godard"
¿Cuáles son los problemas de tipo griego de Godard? ¿Asuntos de dinero? ¿Deudas? ¿O se trata de una protesta por el trato que Europa daba por entonces a Grecia, ahogada por su déficit? Es cierto que Godard ha asegurado recientemente que Grecia debería cobrar derechos de autor por su aportación a la cultura europea. Pero esta explicación cojea un poco.
A la vez, por si no hubiera sido poco desprecio el desplante personal al festival, Godard colgó su nueva película en Internet el mismo día que se presentaba en Cannes. Un experimento cinematográfico, especie de collage personal sin argumento claro, en el que mezcla, entre otras cosas, vídeos, cine y escenas extraídas de YouTube, que fascina a algunos y horripila y mata de aburrimiento a otros.
Con su eterna chaqueta marrón y sus jerséis de pico que parecen sacados de un catálogo de moda de los setenta, su pinta verdaderamente descuidada, su puro apagado o no, sus enormes gafas de pasta, sus cuatro pelos despeinados y su barba de cuatro o cinco días, el viejo Godard ha vivido este año no solo su reconocimiento en Hollywood y las iras de los organizadores de Cannes por su críptico desplante; no solo el desconcierto, la repulsa, el hartazgo o la fascinación de la crítica por su última película, experimental como todo su cine, aun con 80 años, sino también cierta gloria retrospectiva y algo nostálgica por el 50º aniversario de su primer largometraje, Al final de la escapada (À bout de souffle), uno de los más famosos, una de sus muchas obras maestras, con un irresistible Jean-Paul Belmondo disfrazado de macarra encantador y una adorable Jean Seberg de pelo corto.
Así, se han recordado algunas leyendas ciertas de esa película mítica: que se rodó sin guión, o que el argumento-resumen fue escrito a cuatro manos en los bancos de un andén de la estación de metro parisiense de Richelieu-Drouot por dos amigos de entonces enfermos de cinefilia que se separarían para siempre años después: François Truffaut y Jean-Luc Godard.
También este año, poco antes de que se estrenara en Cannes (y en Internet) su última película, apareció la primera biografía escrita en francés sobre él. Titulada simplemente Godard, el periodista, crítico y especialista Antoine de Baecque relata su infancia suiza, la adolescencia parisiense, sus discusiones con su familia, la nouvelle vague, su politización en mayo de 1968, la aventura malograda del grupo marxista revolucionario Dziga Vértov, su casi reclusión desde 2000, su vertiginoso ritmo de rodaje, sus incesantes obras maestras: Banda aparte, Alphaville, Pierrot el loco...
Ya no juega al tenis, dice, porque le duele una rodilla, pero aún adora el fútbol ofensivo del Barcelona. Le gustan los documentales de animales y los episodios de la serie norteamericana House. Vive en Suiza pero paga religiosamente sus impuestos en Francia -al revés que todos sus vecinos-, se confiesa amigo de las descargas de Internet, enemigo tanto de los derechos de autor como de las herencias inmobiliarias. Todo esto lo dice en una larga entrevista concedida hace algunos meses a la revista francesa Inrockuptibles. También se acordó en ella de su viejo compañero, de su amigo-enemigo Truffaut: "Nunca me perdonó que yo pensara que sus películas eran pésimas. O por lo menos no se perdonó no pensar de mis películas que eran también igual de pésimas".
El director de cine entregado a una obra que le sobrevivirá y que acaba de despreciar el hecho de recibir un Oscar a toda su carrera asegura también que la posteridad no le importa nada y que tampoco le obsesiona mucho desaparecer.
El neogaldosianismo y otras sandeces
El neogaldosianismo y otras sandeces
Anunciaba en un trabajo anterior la moda que se está imponiendo de atribuirse cierto galdosianismo en algunos autores y autoras de la actualidad narrativa. Galdós es un gigante, uno de esos novelistas supremos como sólo hay media docena en toda la historia de la literatura universal. Solemos decir que es el mejor novelista español después de Cervantes, pero eso no es exacto; yo diría que Cervantes y Galdós forman parte de ese ramillete de media docena de autores incuestionables y que son fuente en la que beben todas las literaturas de Occidente.
Ya he dicho muchas veces que quienes etiquetan a Galdós de realista a secas es que no han leído su obra. Es verdad que la mayor parte de sus novelas son realistas, pero tamizadas por una imaginación y una capacidad de contar pocas veces igualada. Galdós es también otras cosas: rupturista de los viejos esquemas (últimos cinco títulos de los Episodios Nacionales), renovador del teatro y autor de literatura fantástica cuando se lo propone. Pero él lo que quiere es mostrar la realidad sobre todo; en ese sentido es realista, y al mismo tiempo imprime a sus descripciones, sus diálogos y sus enumeraciones una profundidad tremenda, en la que se filtran de rondón la filosofía, la política, la ética, la religión o las reivindicaciones feministas mucho antes del feminismo. No es Galdós un contador de historia desnudo, es un novelista que funda espacios en los que podemos mirarnos cien años después de haber sido creados.
Sin embargo, cuando un novelista se acerca a la historia, enseguida sale el adjetivo galdosiano, sobre todo si se trata de la historia de España. Ya empiezan a colgarle ese rótulo a Pérez-Reverte porque hizo un remake de Trafalgar, o porque hace poco rememoró el Cádiz atacado por los franceses en la Guerra de Independencia.
También dicen lo mismo de las últimas entregas de Muñoz Molina, porque trata de reconstruir una época de la reciente historia española, y seguramente se lo colgarán -o quién sabe si él lo reivindica- a Eduardo Mendoza, porque en su novela del Planeta recrea un tiempo madrileño inmediatamente anterior a la guerra civil y salen personajes reales como Franco o José Antonio Primo de Rivera.
Hablé anteriormente de Almudena Grandes en este espacio, y ella misma se reivindica heredera de Galdós al tratar de escribir en seis novelas otros tantos episodios acaecidos durante la dictadura franquista. Ser heredero de un autor tiene más que ver con el estilo que con lo que se cuenta, y ni Pérez-Reverte, ni Muñoz Molina, ni Almudena Grandes (mucho menos Eduardo Mendoza) tienen la menor concomitancia con el estilo galdosiano. Ahora va a resultar que todas las novelas alrededor de la historia de España son galdosianas, y leía hace unos días hablar del neogaldosianismo, puesto al servicio de los novelistas que escriben sobre la guerra civil y la dictadura franquista. Por lo tanto, al final todos vamos a ser neogaldosianos, un palabro que simplemente no significa nada.
Y escribo este artículo porque con estas etiquetas se vuelve a enmarcar a Galdós en un espacio muy reducido, el realismo historicista, cuando Don Benito se valía de él para crear mundos de una forma tan magistral que todavía no ha sido igualado en la vertiente realista (insisto en lo de realista porque seguro que alguien me saca a Juan Rulfo o a García Márquez, pero ese es otro palo). Tendríamos que llamar entonces neogaldosiano a Alexis Ravelo por sus novelas de la serie La Iniquidad, a Juancho Armas Marcelo porque novela en su próxima obra a un personaje histórico de la talla de Francisco de Miranda, o a quien esto escribe porque ha escrito alguna novela apegada a la historia, ha contado a salto de mata el siglo XX canario en los relatos de Crónicas del salitre y reivindica el mito de Juan García El Corredera en La Mitad de un Credo. Y nada de eso es cierto, porque los novelistas citados beben de Galdós como todos (para eso fue un maestro), pero no son neogaldosianos y está bien que así sea. Porque ¿qué es esa majadería del neogaldosianismo?
Quienes así se hacen llamar -o pretenden que otros lo hagan- responden más a dictados del márketing, y como ahora decir que se hereda de Galdós queda bien, pues vale. Y ya que estamos hablando de Don Benito recomiendo la lectura de sus obras, cualquiera de ellas, y encontrarán actualidad, reflexión que sirve para este tiempo, situaciones que parece que sucedieron ayer y un placer tremendo al degustar cada secuencia. Maravíllense con ese don de contar muchas cosas a la vez sin que se estorben, sin agobiar al lector con datos y datos (aunque los cuela, de eso sabía mucho nuestro paisano). Por lo que me toca, admiro tanto la obra de Galdós que me parece una insolencia sentirse heredero suyo, y hoy se llaman así quienes ayer procuraban que no los relacionaran con Galdós. Qué fauna literaria, Don Benito.
Sacado de http://www.canarias7.es/blogs/bardinia/Emilio González Déniz
Y no creo que esos escritores se hayan leído toda la Obra de Galdós, ni mucho menos, y Reverte en el Asedio y en el 2 de Mayo ni lo menciona, y ahora resulta que todos ellos son galdosianos, si y yo tb.
Anunciaba en un trabajo anterior la moda que se está imponiendo de atribuirse cierto galdosianismo en algunos autores y autoras de la actualidad narrativa. Galdós es un gigante, uno de esos novelistas supremos como sólo hay media docena en toda la historia de la literatura universal. Solemos decir que es el mejor novelista español después de Cervantes, pero eso no es exacto; yo diría que Cervantes y Galdós forman parte de ese ramillete de media docena de autores incuestionables y que son fuente en la que beben todas las literaturas de Occidente.
Ya he dicho muchas veces que quienes etiquetan a Galdós de realista a secas es que no han leído su obra. Es verdad que la mayor parte de sus novelas son realistas, pero tamizadas por una imaginación y una capacidad de contar pocas veces igualada. Galdós es también otras cosas: rupturista de los viejos esquemas (últimos cinco títulos de los Episodios Nacionales), renovador del teatro y autor de literatura fantástica cuando se lo propone. Pero él lo que quiere es mostrar la realidad sobre todo; en ese sentido es realista, y al mismo tiempo imprime a sus descripciones, sus diálogos y sus enumeraciones una profundidad tremenda, en la que se filtran de rondón la filosofía, la política, la ética, la religión o las reivindicaciones feministas mucho antes del feminismo. No es Galdós un contador de historia desnudo, es un novelista que funda espacios en los que podemos mirarnos cien años después de haber sido creados.
Sin embargo, cuando un novelista se acerca a la historia, enseguida sale el adjetivo galdosiano, sobre todo si se trata de la historia de España. Ya empiezan a colgarle ese rótulo a Pérez-Reverte porque hizo un remake de Trafalgar, o porque hace poco rememoró el Cádiz atacado por los franceses en la Guerra de Independencia.
También dicen lo mismo de las últimas entregas de Muñoz Molina, porque trata de reconstruir una época de la reciente historia española, y seguramente se lo colgarán -o quién sabe si él lo reivindica- a Eduardo Mendoza, porque en su novela del Planeta recrea un tiempo madrileño inmediatamente anterior a la guerra civil y salen personajes reales como Franco o José Antonio Primo de Rivera.
Hablé anteriormente de Almudena Grandes en este espacio, y ella misma se reivindica heredera de Galdós al tratar de escribir en seis novelas otros tantos episodios acaecidos durante la dictadura franquista. Ser heredero de un autor tiene más que ver con el estilo que con lo que se cuenta, y ni Pérez-Reverte, ni Muñoz Molina, ni Almudena Grandes (mucho menos Eduardo Mendoza) tienen la menor concomitancia con el estilo galdosiano. Ahora va a resultar que todas las novelas alrededor de la historia de España son galdosianas, y leía hace unos días hablar del neogaldosianismo, puesto al servicio de los novelistas que escriben sobre la guerra civil y la dictadura franquista. Por lo tanto, al final todos vamos a ser neogaldosianos, un palabro que simplemente no significa nada.
Y escribo este artículo porque con estas etiquetas se vuelve a enmarcar a Galdós en un espacio muy reducido, el realismo historicista, cuando Don Benito se valía de él para crear mundos de una forma tan magistral que todavía no ha sido igualado en la vertiente realista (insisto en lo de realista porque seguro que alguien me saca a Juan Rulfo o a García Márquez, pero ese es otro palo). Tendríamos que llamar entonces neogaldosiano a Alexis Ravelo por sus novelas de la serie La Iniquidad, a Juancho Armas Marcelo porque novela en su próxima obra a un personaje histórico de la talla de Francisco de Miranda, o a quien esto escribe porque ha escrito alguna novela apegada a la historia, ha contado a salto de mata el siglo XX canario en los relatos de Crónicas del salitre y reivindica el mito de Juan García El Corredera en La Mitad de un Credo. Y nada de eso es cierto, porque los novelistas citados beben de Galdós como todos (para eso fue un maestro), pero no son neogaldosianos y está bien que así sea. Porque ¿qué es esa majadería del neogaldosianismo?
Quienes así se hacen llamar -o pretenden que otros lo hagan- responden más a dictados del márketing, y como ahora decir que se hereda de Galdós queda bien, pues vale. Y ya que estamos hablando de Don Benito recomiendo la lectura de sus obras, cualquiera de ellas, y encontrarán actualidad, reflexión que sirve para este tiempo, situaciones que parece que sucedieron ayer y un placer tremendo al degustar cada secuencia. Maravíllense con ese don de contar muchas cosas a la vez sin que se estorben, sin agobiar al lector con datos y datos (aunque los cuela, de eso sabía mucho nuestro paisano). Por lo que me toca, admiro tanto la obra de Galdós que me parece una insolencia sentirse heredero suyo, y hoy se llaman así quienes ayer procuraban que no los relacionaran con Galdós. Qué fauna literaria, Don Benito.
Sacado de http://www.canarias7.es/blogs/bardinia/Emilio González Déniz
Y no creo que esos escritores se hayan leído toda la Obra de Galdós, ni mucho menos, y Reverte en el Asedio y en el 2 de Mayo ni lo menciona, y ahora resulta que todos ellos son galdosianos, si y yo tb.
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