Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

1 jul 2010

AMANECI OTRA VEZ

Los Sueños sueños son


Pedro Calderón de la Barca
(1600-1681)
(Este es el soliloquio más famoso del drama español;
ocurre al final del primer acto, cuando Segismundo
piensa en la vida y en su suerte.)




Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Por favor, no se me confundan de enemigo

Supongo que debe haber sido mi sufrida condición de funcionario la que me ha hecho particularmente sensible a un cierto tipo de comentarios. En todo caso, bienvenido sea el detonante si sirve para pensar en asuntos que a todos conciernen. Uno de ellos, particularmente importante a mi juicio, es la generalización de determinados tópicos en sectores que en principio deberían sentirse muy alejados de ellos. Con otras palabras: tengo la sensación de que sectores populares parecen hacer suyas banderas que no les corresponderían, interiorizando reivindicaciones y críticas propias de otros sectores.


Los sectores populares no deberían caer en la trampa de satanizar ni a los funcionarios ni a los sindicatos

Si los socialistas no hubieran abolido impuestos a los ricos, sobraría el tijeretazo
Es el caso, por el que empezaba este artículo, de una extendida actitud hacia los funcionarios, tomados como objeto de todo tipo de diatribas precisamente por aquellos que más los necesitan y más recurren a sus servicios. Como acertadamente recordaba Santos Juliá hace algunas semanas en estas mismas páginas, casi la mitad de los funcionarios de este país desarrollan su actividad en los diferentes niveles del sistema educativo, de infantil a universitario, y en las instituciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud, estando otro contingente muy importante formado por militares, policías y guardias civiles, o sea, personal de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a los que es preciso añadir el personal adscrito a la Administración de Justicia y a los centros penitenciarios y las policías locales y autonómicas. En definitiva, un personal absolutamente necesario para el funcionamiento de cualquier sociedad y que en ningún caso se identifica con la malintencionada imagen del oficinista ocioso y absentista que, cuando por fin acude a su puesto de trabajo, se sacude de encima la faena a las primeras de cambio echando mano del socorrido "vuelva usted mañana".

Análogo desenfoque parece estar sucediendo con los sindicatos, enemigos de clase tradicionales de la patronal, que ahora tienden a verse denostados desde los mismos sectores populares que, también en esto, hacen suyos los argumentos que no parecen corresponderles. No seré yo quien haga un elogio desatado de las organizaciones sindicales, ni quien obvie que en ellas pueden darse casos -incluso flagrantes, so pretexto de la profesionali-zación- de burocratismo o, lo más grave, de atención preferente a determinados sectores de trabajadores (lo que antaño se llamaba aristocracia obrera) en perjuicio de nuevos sectores damnificados (inmigración, juventud, parados...). Pero algo convendría no olvidar, sobre todo a la vista del cariz, cada vez más duro, que han ido tomando los acontecimientos: con todos sus defectos y errores, han sido las organizaciones sindicalesquienes han asumido, en algún caso en clamorosa soledad, la defensa de los intereses de los trabajadores frente a sectores que están dando sobradas pruebas de una avidez y una codicia sin límites.

Era precisamente un sindicalista, el secretario general de CC OO en Cataluña, Joan Carles Gallego, quien, en un artículo periodístico reciente, proporcionaba el dato: con la rebaja que ha efectuado la Generalitat de Cataluña en el impuesto de sucesiones había dejado de recaudar 540 millones de euros, mientras que con el recorte del sueldo a los funcionarios tan solo se iba a ahorrar 200. A nadie, en cambio, se le ha ocurrido plantear la reconsideración de estas medidas, quizá porque aquellos a quienes les correspondería hacerlo debieron creerse en su momento el solemne dictamen doctrinal del presidente del Gobierno afirmando que bajar impuestos es de izquierdas, dictamen ahora vuelto del revés como un calcetín.

Sin duda, ese cambio de banderas al que me refería al empezar el artículo tiene que ver con el deterioro, cuando no el abandono, de las propias. Del estado de confusión en el que parece sumida la socialdemocracia, reclamando día sí día también la necesidad del retorno de la política, pero sin especificar qué demonios haría con ella en caso de que tal retorno se produjera, para qué hablar. ¿Y qué decir de su izquierda? En momentos como el actual parece revelarse el carácter artificioso, impostado, por no decir oportunista, de muchas presuntas reconversiones ideológicas. Sin duda, para algunos debió resultar muy atractiva la transversalidad que ofrecían, por ejemplo, los discursos ecologistas (sobre todo cuando las tradicionales bases obreras menguaban a gran velocidad), pero en tiempos de crisis, en el que las urgencias más inmediatas pasan por delante, en el que la desesperación se extiende por doquier, uno no puede dejar de pensar que buena parte de aquellos discursos y sus reivindicaciones parecían diseñados para épocas de abundancia, y que seguir manteniéndolos tal cual, con la que está cayendo (y con los que han caído) a muchos les puede sonar a frivolidad insufrible.

Pero ninguno de los argumentos anteriores -o incluso otros mejores en la misma línea que se pudieran ofrecer- hace buena, ni menos aún legitima, la confusión de enemigo. Se diría que, insaciables en todo, quienes han conseguido imponer sus directrices en el terreno de la economía o de la política (obligando a la izquierda a tomar medidas que hasta ayer mismo juraba que jamás tomaría), también aspiran a la hegemonía en materia de ideas y actitudes. Parecen estar obteniéndola. Durante la época de vacas gordas, consiguieron imponer su modelo hipercompetitivo, hicieron creer a los menos favorecidos que el ascensor social estaba perfectamente engrasado y que el mercado no solo se encargaba de ordenarlo todo, sino que terminaría encumbrando a los mejores, sin hacer distingos por su extracción de clase. Ahora estamos viendo los frutos de aquel espejismo: quienes, por su posición en la sociedad, deberían ser decididamente solidarios (¿tan poca memoria deja venir de pobre?) se han convertido en ferozmente rencorosos, asumiendo, en cruel paradoja, los argumentos de quienes precisamente les han conducido a la lamentable situación en la que ahora se encuentran.

En definitiva, quizá, como le hacía decir El Roto al personaje de una de sus impagables viñetas, ya no haya derecha e izquierda, pero de lo que no hay la menor duda es de que continúa habiendo arriba y abajo. De ahí la súplica que daba título al presente artículo: por favor, no se me confundan de enemigo.

Manuel Cruz es funcionario del Ministerio de Educación.

30 jun 2010

Prohibido Prohibir

Como ha señalado Sánchez Ferlosio, no hay disparo más peligroso que el de quien se ha cargado de razón. Ejemplo señero es el de aquel boy-scout cuya obra buena del día fue ayudar a cruzar la calle al ciego que no quería cambiar de acera.
En España padecemos hoy una conjura de salvadores para redimirnos de nuestros vicios y nuestras devociones, en la que confluyen una derecha que tiene de liberal lo que yo de obispo y una izquierda torpe en la gestión económica y laboral pero firme en las prohibiciones: del tabaco, de los toros, de la rotulación comercial en lengua impropia y quizá mañana de las corrientes de aire, que también salen caras a la Seguridad Social.
A los desobedientes solo nos salva que no siempre se ponen de acuerdo en lo que debe ser proscrito: cuando coinciden, estamos perdidos.


La neutralidad laica de lo público no implica prohibir la libertad individual de expresión religiosa

Libertad democrática es aprender a convivir con lo que no nos gusta
Ahora les toca el turno al burka y al niqab. El Senado -que de irrelevante parece decidido a ascender a nocivo en varias lenguas- recomienda prohibirlo por ley en los espacios públicos... incluida la calle, en nombre de la libertad, la igualdad y la seguridad. Quienes han votado en contra sostienen que no es para tanto, aunque apoyan el fondo de esa argumentación. Admirable batiburrillo. Hay espacios públicos que nadie duda de que deben estar regulados (escuelas, oficinas ministeriales o municipales, controles de aeropuerto, etcétera) y en los que no caben máscaras o disfraces. Pero en otros espacios públicos los controles son más discutibles: ¿debe la autoridad decidir cómo debemos ir por la calle? ¿Pueden prohibirme el maquillaje estrafalario, las pelucas de colores o la barba postiza? ¿Qué me dicen de los tatuajes? ¿Está permitido que un hombre se vista de mujer, aunque eso vaya contra su "dignidad" según el criterio de algunos?

En efecto, las instituciones (que son de todos) no deben implicarse en ceremonias religiosas particulares. Los demócratas laicos (católicos incluidos) celebran que se suprima la implicación militar en el Corpus toledano, indeseable residuo teocrático. Ojalá también se suprimieran los capellanes militares y demás jerarquía clerosoldadesca. Lo mismo cabe decir de los crucifijos en las aulas, etcétera. Pero la neutralidad laica de lo público tiene como objetivo permitir la libertad confesional o impía de los particulares. Mejor dicho, su libertad a secas, de expresar como quieran su personalidad, religiosa o estética, en ciertos lugares públicos y desde luego en su privacidad.

Cubrirse con velos o enseñar todo lo posible forman parte de esa libertad. En el caso de las mujeres que optan voluntariamente por velarse, resulta obvio que no es el velo lo que conculca su libertad, sino la imposiciónde prescindir de él les guste o no. Y tampoco el más tupido de los velos ofende su dignidad tanto como quienes no escuchan su testimonio de lo que piensan o desean y las declara sin apelación esclavas de lo irracional. Llamar a esos procedimientos impositivos "libertad" o "dignidad" es utilizar un nuevo lenguaje similar al que George Orwell patentó en 1984.

Si una mujer es obligada a desnudarse por un proxeneta o a cubrirse de pies a cabeza por un imán, debe haber instancias legales que la protejan eficazmente de tales atropellos. Pero si lo hacen de acuerdo a su voluntad, por mal orientada que esté según opinión de algunos, el atropello vendrá de quien se lo prohíba decidiendo que su criterio es mejor que el suyo, como si ellas no tuvieran raciocinio propio en materia ética. O aún peor, de quienes supongan según su prejuicio que cuando se desnudan lo hacen por gozo liberador y cuando se tapan son prisioneras de negras supersticiones. Según la ministra Bibiana Aído, que no es partidaria de la prohibición, las mujeres veladas son "víctimas" con las que no hay que ensañarse, aunque el objetivo gubernamental sea acabar con el burka "en público y en privado". ¿Víctimas? Entonces ¿por qué no las salva? ¿No es humillante considerarlas a todas así, quieran o no? ¿No es una ofensa a su dignidad y a su libertad? ¿Por qué la ministra Aído no se decide ya a declararlas "enfermas" y tratarlas como a los homosexuales en esa clínica catalana que se ofrece a curarlos?

La ciudadanía democrática es un marco abstracto e igualitario para que cada cual intente su concreta realización personal, de acuerdo con su cultura, sus creencias, sus pasiones y manías. Como bien analiza Carlo Galli en su jugoso librito La humanidad multicultural (ed. Katz) no es fácil "mantener juntos, sin síntesis definitivas, los diferentes niveles de las culturas (de los grupos dotados de sentido, de lo común), de lo universal (de todos) y de las individualidades (de los particulares)". Un empeño urgente en nuestras complejas y mestizas sociedades europeas, donde la humanidad concreta "solo puede ser imaginada y producida como crítica universal de los universalismos no críticos y, por igual razón, de los particularismos tribales". Aquí es imprescindible la educación en valores cívicos y una paciente labor social con los inmigrantes, mientras que la actitud prohibicionista es un atajo que ni comprende ni asume ni remedia las irremediables diferencias.

Yo no sé si los diversos velos islámicos representan (sobre todo para quienes los llevan) la "opresión" de lo femenino: el día que me dé por averiguarlo procuraré acudir a fuentes antropológicas más fiables que la señora Sánchez Camacho, CiU y demás criaturas electorales. Tampoco sé si es ofensivo para la dignidad cívica pintarse la cara con los colores nacionales -y aún peor, la de los niños- para ir al fútbol o airear los trapos sucios familiares en programas del corazón. En cambio creo saber en qué consiste la libertad democrática: en aprender a convivir con lo que no nos gusta.
Conviene recordarlo ahora que hay tantos paladines dispuestos a todo por defender "nuestros valores", porque hay amores que matan...
Personalmente, a mí me desagrada profundamente ver mujeres con burka o niqab, pero procuro recordar que también las señoras que los llevan desaprobarán muchas de mis aficiones que no quisiera ver prohibidas (aunque hay quien lo intenta, desde luego).

"Prohibido prohibir" fue uno de los lemas del ahora denostado -por carcas y arrepentidos, a cual más bobo- Mayo del 68 y acepto desde luego que, tomado literalmente, se trata de una peligrosa exageración.
Pero entiendo que su verdadero significado era: "prohibidos los inquisidores que quieren salvarnos de lo que somos, por nuestro bien".
Y esta prohibición es de las pocas que siguen en mi devocionario plenamente vigente.

Fernando Savater
El Mayo del 68 con sus variadas consignas fue un hecho que en su momento nos valía para cambiar la sociedad, hoy quizás, los que vivimos esa revolución , esa lucha, seamos mayores y los que no levantaron un dedo para comprobar que SI había arena debajo de los adoquines les parezca transnochado, pero esos que hicieron? que hacen? los jóvenes que se encontraron con una Sociedad del revés y la culpa es nuestra no se han mojado salvo en llevar por fuera signos de aquellos tiempos, lo que les interesa es la estética, esos pelos rasta de hace 30 años, toda la moda hippy para lo cual hasta el Corte inglés la vende y nos miran por encima del hombro porque ya no nos vestimos así pero pensamos, y ellos no. Lejos de mi la funesta manía de pensar. Decía uno.
Como dice la canción de Paco Ibañez no reniego de mi origen ni de mis ideales que si los cuentan , son ya una batallita, pero nos pusimos el mundo por montera, (Todos no, quizás los que ahora están en el poder) hicimos una forma de vida para darnos cuenta que la forma nos la imponen pero por mucho que digan todavía queda gente coherente, no ilusa, no es lo mismo, coherente sin dar cuentas nada más que a nosotros mismos, pero la vida pasa factura, y muchas veces nos encontramos con injusticias que creiamos no iban a aparecer ya.
Si somos consecuentes y de valores, valores de vida, no hace falta especificar burgueses o no porque lo son, pero somos una generación de excesos, y esos son los que ahora nos dicen "para".
De excesos, no se entiendan solo drogas y rock excesos en la lucha en nuestra forma de aventurarnos, de como pudiendo vivir más comodamente no supimos hacerlo, otros lo hicieron tan bien, que ahora tienen cargos para meternos en una sociedad de intensidad 8 de la escala de R.
Ellos y nosotros, los que luchamos y forjamos un futuro fuera de poltronas y Bonos del Tesoro, y eso , que es vida, solo se paga con lo mismo, la vida.