Leyendo un artículo de D. Arturo Pérez-Reverte, hablando de su estancia en Venecia y lo que le ocurrió, habla de un lugar casi olvidado para mi en Barcelona. El Boadas, para los que viven en Barcelona deben saber como es y que combinados tan buenos hacen, ya que hablando de Helados podemos mecionar o puedo ese lugar. Lo Frecuentaba.
Un sitio de paso hacía otros, cuando la noche ya entrada y después de Cenar se buscaba prolongar la reunión y siempre terminabamos en casa de alguien.
Pero el Boadas me trae recuerdos hermosos y felices, el barullo, la gente, la música y la bebida, siempre pedía el mismo combinado con guinda.
No miro atrás pensando que tiempo tan felices. La memoria tamiza los que no fueron así. Pero de un lugar en el que se viven años es normal que nos pasen cosas, y entre ellas algunas muy buenas.
23 mar 2010
Alatriste, capa y espada
Alatriste, capa y espada
LUIS ALBERTO DE CUENCA - 20/11/2007
Soy un fan irredento de Alatriste en cuanto saga y en cuanto que supone la resurrección de un subgénero narrativo, el folletín, que está en el centro de mis intereses como lector desde que comencé a serlo en serio, hace casi cincuenta años. Alatriste es un folletín.
¿Y qué demonios es un folletín? Veámoslo sin más demora, teniendo en cuenta que el ámbito en que nace, crece y se desarrolla el folletín es, fundamentalmente, francés, y que es en el seno de la literatura francesa del siglo XIX donde hemos de ir en busca de los principales modelos temáticos y estilísticos de la escritura alatristesca, por más que mi admirado Arturo Pérez-Reverte beba en fuentes plurales y diversas, pues para él, como para el personaje de Terencio, «nada de lo humano le es ajeno».
Las letras francesas decimonónicas constituyen, por lo demás, un territorio por donde siempre he discurrido con gusto e interés.
Ya en marzo de 1800, el diario francés Le Journal des Débats comenzó a dedicar la parte inferior de cada página, llamada rez-de-chaussée («planta baja») o feuilleton («folletín»), a temas de crítica literaria, teatral y musical. A partir del 1 de julio de 1836, las cosas iban a cambiar.
Fue entonces cuando los empresarios Émile de Girardin y Armand Dutacq lanzaron de manera simultánea Le Siècle y La Presse, ofreciendo suscripciones a mitad de precio y aumentando considerablemente el número de anunciantes.
Para granjearse aún más el favor de los lectores, a Girardin se le ocurrió publicar en la «planta baja» de su periódico, y a lo largo de varios números, una novela completa. Había nacido el folletín, tal y como lo entendemos hoy.
La primera novela que se publicó de este modo, entre el 23 de octubre y el 30 de noviembre de 1836, fue La vieille fille, de Balzac.
Poco a poco, la «planta baja» va especializándose en obras de ficción: de septiembre a diciembre de 1837, Le Siècle publica unos capítulos de Las memorias del diablo, de Frédéric Soulié (1800-1847), y, acto seguido, una novela completa de Alejandro Dumas, El capitán Paul.
El éxito es impresionante, las suscripciones se multiplican. Dumas perfecciona su técnica y publica en 1841, siempre en Le Siècle, su primer folletín histórico, El caballero d'Harmental.
El medio es nuevo y, por lo tanto, las técnicas literarias deberán adaptarse a él. Dumas y sus rivales -Soulié en Le Journal des Débats, Eugenio Sue en La Presse- transforman esa novela arbitrariamente fragmentada que era el folletín primitivo en una novela pensada ex profeso para la «planta baja» de los diarios.
Así aparecerán los grandes folletines del siglo: Los misterios de París, de Sue (1842-1843); Los misterios de Londres, de Paul Féval (1843-1844); Los tres mosqueteros, de Dumas (1844); El judío errante, de Sue (1844-1845), y El conde de Montecristo, de Dumas (1844-1846). Con razón escribía en 1845 un columnista anónimo en L'Époque: «El diario era una costumbre y la novela lo ha convertido en una necesidad.»
LUIS ALBERTO DE CUENCA - 20/11/2007
Soy un fan irredento de Alatriste en cuanto saga y en cuanto que supone la resurrección de un subgénero narrativo, el folletín, que está en el centro de mis intereses como lector desde que comencé a serlo en serio, hace casi cincuenta años. Alatriste es un folletín.
¿Y qué demonios es un folletín? Veámoslo sin más demora, teniendo en cuenta que el ámbito en que nace, crece y se desarrolla el folletín es, fundamentalmente, francés, y que es en el seno de la literatura francesa del siglo XIX donde hemos de ir en busca de los principales modelos temáticos y estilísticos de la escritura alatristesca, por más que mi admirado Arturo Pérez-Reverte beba en fuentes plurales y diversas, pues para él, como para el personaje de Terencio, «nada de lo humano le es ajeno».
Las letras francesas decimonónicas constituyen, por lo demás, un territorio por donde siempre he discurrido con gusto e interés.
Ya en marzo de 1800, el diario francés Le Journal des Débats comenzó a dedicar la parte inferior de cada página, llamada rez-de-chaussée («planta baja») o feuilleton («folletín»), a temas de crítica literaria, teatral y musical. A partir del 1 de julio de 1836, las cosas iban a cambiar.
Fue entonces cuando los empresarios Émile de Girardin y Armand Dutacq lanzaron de manera simultánea Le Siècle y La Presse, ofreciendo suscripciones a mitad de precio y aumentando considerablemente el número de anunciantes.
Para granjearse aún más el favor de los lectores, a Girardin se le ocurrió publicar en la «planta baja» de su periódico, y a lo largo de varios números, una novela completa. Había nacido el folletín, tal y como lo entendemos hoy.
La primera novela que se publicó de este modo, entre el 23 de octubre y el 30 de noviembre de 1836, fue La vieille fille, de Balzac.
Poco a poco, la «planta baja» va especializándose en obras de ficción: de septiembre a diciembre de 1837, Le Siècle publica unos capítulos de Las memorias del diablo, de Frédéric Soulié (1800-1847), y, acto seguido, una novela completa de Alejandro Dumas, El capitán Paul.
El éxito es impresionante, las suscripciones se multiplican. Dumas perfecciona su técnica y publica en 1841, siempre en Le Siècle, su primer folletín histórico, El caballero d'Harmental.
El medio es nuevo y, por lo tanto, las técnicas literarias deberán adaptarse a él. Dumas y sus rivales -Soulié en Le Journal des Débats, Eugenio Sue en La Presse- transforman esa novela arbitrariamente fragmentada que era el folletín primitivo en una novela pensada ex profeso para la «planta baja» de los diarios.
Así aparecerán los grandes folletines del siglo: Los misterios de París, de Sue (1842-1843); Los misterios de Londres, de Paul Féval (1843-1844); Los tres mosqueteros, de Dumas (1844); El judío errante, de Sue (1844-1845), y El conde de Montecristo, de Dumas (1844-1846). Con razón escribía en 1845 un columnista anónimo en L'Époque: «El diario era una costumbre y la novela lo ha convertido en una necesidad.»
El doblón del capitán Ahab ARTURO PÉREZ-REVERTE
El doblón del capitán Ahab
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País - 11/9/2001
Llevo en el bolsillo el doblón de oro del capitán Ahab. Muchas veces remé hacia la ballena, con el cuchillo entre los dientes, sintiendo en la espalda la respiración entrecortada de mis compañeros mientras Queequeg, erguido en la proa, apuntaba el arpón al lomo de Moby Dick.
Otras salté desde la barquilla de un globo en el cielo de África, para aligerarlo de peso y salvar la vida de mis amigos, me cubrí con la máscara de Scaramouche o aguardé el asalto de los indios hurones tumbado en la hierba de la pradera, la culata del mosquete pegada a la cara, mirando de reojo el rostro sereno y picado de viruela de Lewis Wetzel, el implacable matador de hombres.
Y en más ocasiones de las que puedo recordar vi hundirse el sol en el mar acodado en la regala de la Hispaniola, salté por la borda del Patna en lugar de ese chico, Jim, me cañoneé penol a penol desde la fragata Surprise, o atravesé con mi espada al pirata Levasseur en una playa del Caribe.
A ustedes les asombraría mi currículum, caballeros, si se lo contara completo. Aquí donde me ven, he visto cosas que otros se limitan a soñar: naves ardiendo más allá de Orión y y toda la parafernalia, no sé si me explico.
Pero me temo que harían falta innumerables veladas como ésta para pasarle revista a todo eso. De cualquier modo, aquí, en la veranda del hotel Raffles, se está cómodo; la temperatura resulta agradable, y la Bombay azul que nos sirve el camarero malayo es tan perfumada como la noche que nos rodea con sus luciérnagas, sus ruidos de la selva próxima y demás. Hasta me parece oír a lo lejos, escuchen, el rugido de Shere Khan.
Así que déjenme encender la pipa, hagan arder sus cigarros, acomódense y oigan lo que puedo referir, si gustan. Y recuerden, sobre todo, que nada de lo que les cuento puede mirarse con ecuanimidad desde afuera. Quiero decir que para ciertas cosas es necesario un pacto previo. En las novelas de aventuras, por ejemplo, el lector debe ser capaz de incluirse en la trama; de participar en el asunto y vivir a través de los personajes. Mal asunto si va de listo, o de escéptico.
Si un lector no es capaz de poner en liza su imaginación, de implicarse y establecer ese vínculo, aunque sea resabiado y sutil, entonces que ni se moleste en intentarlo.
Se va a la novela, y en especial a la de aventuras, como los católicos a la comunión o como los tahúres al póker: en estado de gracia y dispuesto a jugar según las reglas del asunto. Y así, entre muchas posibles clases, divisiones y subdivisiones, los lectores se dividen básicamente en dos grandes grupos: los que están dentro y los que se quedan fuera.
Pero disculpen si me voy un poco por las ramas, caballeros.
Sí, beberé un poco más de esa ginebra, gracias. Me disponía, estaba diciendo, a hablarles de ellos: de los hombres y mujeres que conocí en el curso de innumerables viajes llenos de peligros y descubrimientos, a cuyo término ellos, y en consecuencia quien ahora les habla, encontramos la felicidad o la desilusión, la gloria o el desastre; pero en cualquier caso, también el conocimiento de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos, luchamos y morimos.
Y debo decir que los conocí de todo tipo y pelaje: héroes voluntarios o involuntarios, simpáticos, callados, estúpidos, inteligentes, hastiados de la vida o empeñados en sobrevivir a toda costa. Como en la vida cotidiana, supongo. Como en esta veranda de este mismo hotel de Singapur donde charlamos.
A la hora de hablar de aventureros malgré eux, fíjense si no en Robinson Crusoe, que ni siquiera fue un hombre valiente -siempre detesté a ese anglosajón miserable, que cuando al fin encontró un compañero lo convirtió en su criado-, o en el más simpático doctor Lemuel Gulliver, por ejemplo.
Recuerden a los chicos náufragos de La isla del coral o El señor de las moscas. A Passepartout, que sirve al flemático Phileas Fogg; al también doctor Pedro Blood, después esclavo y pirata en las Antillas; a ese inglés, Rudolf Rasendyll, que se va de accidentada pesca a Zenda; a los hermanos Michael, John y Digby Geste, o al más precoz de todos los héroes involuntarios, el bebé John Clayton III, más conocido luego como Tarzán de los Monos por razones mundialmente notorias.
Sin olvidar a los animales, invariablemente héroes a su pesar, empeñados en sobrevivir, como los perros Jerry y Buck, el conejo Frambueso -si La colina de Watership no es una novela de aventuras, que baje Dios y la lea-, o en cierto modo, en una visión ecologista y postmoderna, la mismísima Ballena Blanca; que a fin de cuentas sólo aspira a que la dejen en paz y mata para defenderse.
De modo que convendrán conmigo, caballeros, en que ese tipo de héroe involuntario es el que mejor permite al lector proyectarse en él; porque se trata de gente normal como ustedes o como yo -animales incluidos-, que de pronto se ve metida de cabeza en un buen lío, y el lector piensa bueno, qué diablos. A fin de cuentas pudo pasarme a mí.
Aunque en lo que a mi persona se refiere, y sin duda por la condición de capitán de marina, etcétera, me inclino más por los otros héroes. Los de ángulos oscuros y lluviosos corazones de noviembre -ustedes saben a qué me refiero, naturalmente- que van llegando a la novela a partir de la literatura romántica con su bagaje de libertad, fuga, revolución e individualismo, con la aventura como vocación, como refugio, como solución e incluso como medio de trabajo.
Pienso en mi viejo amigo Tom Lingard, sin ir más lejos, o en John Blackbourne, capitán de la goleta corsaria Intrépida. Y en el joven contrabandista polaco que empieza su relato confesando que él y sus amigos eran jóvenes, bebían vodka a cántaros y las chicas guapas los querían bien. Pienso en el pirata holandés que llegó a ser Shogún. En Enrique Feversham, el oficial británico que devolvió a sus amigos y a la mujer que amaba sus cuatro plumas.
O en Alan Quatermain y sus misteriosas minas africanas... Quatermain, por ejemplo, es un prototipo del aventurero profesional como también lo son Lewis Wetzel y Ojo de Halcón alias Calzas de Cuero, esos dos tipos duros a los que cualquier lector desearía tener como amigos llegado el caso de verse obligado a pelear contra los indios o contra quien haga falta.
También hay profesionales y héroes vocacionales dignos como los capitanes de navío Horacio Hornblower o Jack Aubrey, de la marina de Su Majestad; héroes altruistas como el cruzado Sir Kenneth el del Leopardo, e Ivanhoe -yo siempre preferí a la judía Rebeca, si me permiten el apunte-, o como aquel otro sir inglés, el falso petimetre Percy Blakeney, disfrazado bajo el alias de La Pimpinela Escarlata.
También, por supuesto, hubo bandidos simpáticos como Dick Turpin, Robin Hood o Rocambole, y rufianes tramposos y pícaros como Danny Dravot y Peachy Carnehan -esos dos suboficiales compadres que casi llegaron a reinar en las montañas del Himalaya-, incluido el abyecto y divertido antihéroe victoriano llamado Harry Flashman. Sin olvidar tampoco, en el otro extremo del asunto, a idealistas como Robert Jordan, alias El Inglés, que volaba puentes para la República, o como Sydney Carton, que ofreció su mano a una muchacha asustada a la sombra de la guillotina, o como Gabriel, que episodio tras episodio nos cuenta la gran aventura épica de su vida y de su patria. Todo eso, faltaría más, considerando también la cara sombría, el lado oscuro de la que a menudo es una misma moneda: aquellos a quienes la vida pone al otro lado y que, a veces, pese a no ser los hombres más honestos ni los más piadosos, atrapan al lector con mucha más intensidad que los héroes de corazón puro: Ruperto de Hentzau, Bois-Gilbert, Conrado de Monferrat, el capitán Levasseur, Latour d'Azyr, Garfio, Rochefort, Eric, Fantomas, y dos mujeres -permítanme, caballeros, esta pequeña referencia íntima- que fueron piezas clave en mi educación sentimental : la bella y enigmática Milady de Los Tres Mosqueteros y la Irene Adler de Un escándalo en Bohemia. Me refiero a La Mujer, querido Watson.
Déjenme encender otra pipa, y continúo. Gracias. Iba a decirles ahora que, bueno, que siempre hay una primera vez. Un primer deslumbramiento. Igual que ocurre en la vida, un día estás junto a alguien, o abres un libro, y de pronto dices: este fulano me gusta. Lo adopto como amigo, me lo quedo.
En las novelas eso tiene la ventaja de que los riesgos, hasta cierto punto, son controlados. Y puedes escoger con más elementos de juicio que en la vida real. Tal vez por eso algunos elegimos nuestros mejores amigos, incluso nuestros odios y nuestros amores, a partir de las páginas de una novela.
Antes hablé de educación sentimental -les sorprendería saber hasta qué punto aquellas dos mujeres marcaron mi vida, amén de una tercera que conocí joven, cuando visitaba a mi primo Joachim en cierto sanatorio de montaña-; pero mucho más decisiva fue la educación personal que adquirí compartiendo viajes y aventuras con otros personajes.
Igual que los primeros amores, los primeros amigos no se olvidan nunca; y lo bueno que tiene el paso del tiempo es que ayuda a mirarlos de otra manera, con ojos diferentes, y entiendes cosas que antes sólo intuías, o ignorabas. Hubo un joven aprendiz de mosquetero, por supuesto.
En el principio fue la espada; y eso imprime carácter.
Pero es que, además, en torno a una espada o a una aventura cualquiera, los amigos son fundamentales; y ningún otro género literario ofrece, como éste, tan escogido manojo de amigos leales, resueltos a seguirte hasta las mismas fauces del infierno: Yáñez, Porthos, Peterkin, los irregulares de Baker Street, los mohicanos Chingachguk y Uncas, los nobles caballeros de Camelot, los almogávares de Bizancio, la hermandad de arqueros amigos de Dick Shelton, los lobos de Mogwli en la batalla contra los perros jaros, Batanero y el pelirrojo Peters, Little John y el padre Tuck, los maestros de esgrima Cocardasse y Passepoil, los remeros que a bordo del Argo persiguen el Vellocino en pos del sueño del hombre calzado con una sola sandalia. Y entre los más queridos de todos ellos se encuentran, faltaría más, dos arponeros llamados Ned Land y Queequeg, y un pirata cojo con un loro en el hombro -"Piezas de a ocho, piezas de a ocho"- que me mostró las imprecisas fronteras que median entre el bien y el mal, y que además me hizo descubrir uno de los ingredientes fundamentales en la literatura, en la ficción, en la imaginación y en la vida: la importancia del escenario.
Me refiero al viaje, el mar, el espacio o la tierra desconocida que huelen a peligro y a aventura. La terra incognita.
Ya se trate de un viaje buscado, como el de Hernán Cortés bajo la lluvia de Taloc, Lope de Aguirre en pos del Dorado, o Claudio Bombarnac a través de la estepa rusa; de un gaje del oficio -los marinos del Narcissus, el capitán MacWhirr o el joven que cruza su primera línea de sombra-; o de los viajes forzosos, accidentales, casuales, que emprenden James Dury, señor de Ballantrae, Ben Hur, David Balfour, Peter Hardin el cazador de barcos, John Tenchard, el egipcio Sinuhé, los niños por cuya causa terminan ahorcados los pobres piratas de Huracán en Jamaica, el joven Singleton, Humphrey Van Weyden, a quien vuelven marino a la fuerza a bordo de Ghost, o el mimado y jovencísimo millonario Harvey Cheney, que descubre por accidente la rudeza del mar, del trabajo y de la vida.
Quiza, fíjense ustedes, me hice a la mar por causa de algunos de ellos, y ahí está el origen del largo viaje que hoy me ha traído hasta la veranda de este hotel malayo donde, por cierto -llamen al mozo, por favor- compruebo que se está terminando la ginebra.
De cualquier modo, no puedo seguir hablando de este tipo de gente, de los compañeros de viaje, sin mencionar al bisabuelo de todos.
Al que primero me hizo ver más allá del mero relato, enseñándome que la vida es una encrucijada fascinante, una aventura de límites imprecisos donde todo se relaciona entre sí, donde el clavo de una herradura puede costar un reino, y donde el verdadero héroe es aquel que, consciente de su destino, viaja, navega, pelea lúcido -la lucidez es condición imprescindible p ara todo auténtico héroe cansado- bajo un cielo desprovisto de dioses propicios.
Me refiero a Ulises, rey de Itaca, el de los muchos caminos.
Viajo con él desde que lo traduje línea a línea, en un pupitre del colegio. Lo conozco, y gracias a él me conozco a mí mismo.
Ulises, héroe voluntario en la guerra de Troya, se convierte en héroe involuntario en el azaroso viaje de regreso a su isla natal. Porque lo que a esas alturas de la vida pretende Ulises es regresar junto a Penélope y envejecer tranquilo, contándole a su hijo Telémaco y a sus nietos, como el abuelito Cebolleta -como yo a ustedes ahora, caballeros- la historia de aquella noche en que salió del caballo de madera junto a camaradas valerosos y crueles como él, y se hartó de degollar troyanos.
En Ulises y en su aventura descubrí de modo consciente, por primera vez, todos los elementos que nutren la literatura de aventuras y también la vida misma; tal vez porque son los que reinan en el corazón y en la memoria del ser humano, del mismo modo que todos los ingredientes de treinta siglos de literatura -espero que sepan ustedes disculparme la cita culta- estaban ya contenidos en la Poética de Aristóteles.
Hablo del viaje, el mar, la tempestad, el naufragio, el monstruo, el peligro, la tentación, la mujer perversa, la mujer noble y abnegada, el valor, la astucia, la ambición, la amistad, la lealtad, la justicia, el arco que nadie más puede tensar, la nodriza y el viejo perro fiel que te reconoce.
Y sobre todo, la más atroz y práctica conclusión para un lector de trece o catorce años: el héroe de la novela de aventuras o de la vida misma nace cuando, enfrentado al azar o al destino, invoca en su auxilio a los dioses y no acude nadie; así que no tiene más remedio que arreglárselas como puede.
Y al final, a veces, en la última página, descubrimos estupefactos que el Corsario negro está llorando, sentimos que es demasiado peso en la gruta de Locmaría, vemos arder la Bounty frente a la isla de Pitcairn o comprendemos, al fin, la sombría soledad del capitán N emo.
Se hace tarde, se acaban la ginebra y el tabaco, la luz del quinqué está extinguiéndose y los mosquitos me acribillan vivo. Pero no quiero irme a dormir, caballeros, sin hablarles de la materia principal de la que para mí están hechas las aventuras y los sueños: el mar.
No en vano, fíjense, llevo estos cuatro galones dorados en la bocamanga.
Más que el aire -nunca me interesó mucho ese medio, aparte Cinco semanas en globo, De la tierra a la luna y alguna historia así, porque mis héroes siempre tuvieron los pies en la tierra o en la movediza cubierta de un barco-, el mar fue siempre desafío y camino, y desde su infancia, asomados a los puertos y a las orillas, los hombres aprendieron a soñar con las cosas remotas que albergan, sin saberlo, en su propio corazón.
Hablo de mi propio caso, si me toleran otra referencia personal al respecto.
A fin de cuentas, no es casual que la que tal vez es la mejor novela de aventuras empiece con un joven llamado Edmundo Dantés a bordo de un navío llamado Faraón. O que una de las obras cumbres de la literatura universal narre minuciosamente la caza de una ballena. O que la más hermosa historia escrita para jóvenes sea un viaje por mar a la isla de los piratas.
Y en todas esas novelas vinculadas al mar, caballeros, más aún que en ningunas otras, se cumple inexorable el gran ritual de la literatura, de la aventura y de la vida: el viaje peligroso mediante el que, quien se atreve a emprenderlo, progresa en el conocimiento de sí mismo y del mundo en el que vive.
Como en el juego de la Oca al llegar a la trigésimosexta casilla, como el peregrino medieval que llega a Santiago, como el alquimista afortunado al término de la Gran Obra, el héroe que sobrevive al encuentro con el buque fantasma acaba sabiendo más.
Y a su regreso ya no es el mismo: para bien o para mal, será incapaz de ver el mundo igual que antes de partir.
Ahora sabe lo que sus compatriotas, o vecinos, o familiares, ignoran.
Es -yo lo fui con cada uno de ellos, caballeros, tienen ustedes mi palabra- el joven Hawkins desembarcando a su regreso de la isla del tesoro, Tuan Jim dando sus últimos pasos en Patusán, Ismael agarrado al ataúd calafateado de Queequeg, Jasón y Medea reprochándose el pasado, D'Artagnan con su flamante casaca de mosquetero después de permitir que degüellen a Milady, Gulliver al final de su último viaje, con la amarga certeza de que los caballos son los únicos seres racionales...
Vuelvo a la cubierta del Pequod -y disculpen que en realidad apenas salga de ella-, porque en su mástil, caballeros, hundida a martillazos por el viejo y maldito Ahab, reluce el doblón de oro que premia el avistamiento de la ballena blanca.
A mi juicio, ése es el mejor símbolo acuñado de todo aquello que fascina a ciertos hombres y mujeres, y los arrebata de la seguridad, y los lleva a remar, como decía al principio de esta conversación, a bordo de una ballenera con el cuchillo entre los dientes y separados de la Eternidad por el escaso grosor de una tabla de madera, rodeados de estachas que tal vez los atarán a su propia carroza funeraria, para correr la aventura de la vida: la que impidió que el ser humano siga siendo un molusco atrincherado en el fondo del mar.
Cada vez que me detengo en la biblioteca y acaricio el lomo de los viejos libros que me llevaron lejos, oigo el rumor de la marejada y el lejano golpeteo del martillo del viejo capitán clavando esa moneda en el palo.
Miradla bien, decía Ahab. Y aquí la tengo. Si la froto con la manga, así, reluce como el oro de los sueños.
Y déjenme decirles una última cosa, caballeros. Compadezco a los hombres cómodos, resignados y razonables que nunca leyeron libros que estremecieran su corazón. Compadezco a quienes nunca se dejaron seducir y arrastrar por una moneda de oro, una mujer hermosa, un amigo fiel, una aventura descubierta en un libro.
Compadezco a los que nunca dormirán la paz eterna con todos los piratas, junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País - 11/9/2001
Llevo en el bolsillo el doblón de oro del capitán Ahab. Muchas veces remé hacia la ballena, con el cuchillo entre los dientes, sintiendo en la espalda la respiración entrecortada de mis compañeros mientras Queequeg, erguido en la proa, apuntaba el arpón al lomo de Moby Dick.
Otras salté desde la barquilla de un globo en el cielo de África, para aligerarlo de peso y salvar la vida de mis amigos, me cubrí con la máscara de Scaramouche o aguardé el asalto de los indios hurones tumbado en la hierba de la pradera, la culata del mosquete pegada a la cara, mirando de reojo el rostro sereno y picado de viruela de Lewis Wetzel, el implacable matador de hombres.
Y en más ocasiones de las que puedo recordar vi hundirse el sol en el mar acodado en la regala de la Hispaniola, salté por la borda del Patna en lugar de ese chico, Jim, me cañoneé penol a penol desde la fragata Surprise, o atravesé con mi espada al pirata Levasseur en una playa del Caribe.
A ustedes les asombraría mi currículum, caballeros, si se lo contara completo. Aquí donde me ven, he visto cosas que otros se limitan a soñar: naves ardiendo más allá de Orión y y toda la parafernalia, no sé si me explico.
Pero me temo que harían falta innumerables veladas como ésta para pasarle revista a todo eso. De cualquier modo, aquí, en la veranda del hotel Raffles, se está cómodo; la temperatura resulta agradable, y la Bombay azul que nos sirve el camarero malayo es tan perfumada como la noche que nos rodea con sus luciérnagas, sus ruidos de la selva próxima y demás. Hasta me parece oír a lo lejos, escuchen, el rugido de Shere Khan.
Así que déjenme encender la pipa, hagan arder sus cigarros, acomódense y oigan lo que puedo referir, si gustan. Y recuerden, sobre todo, que nada de lo que les cuento puede mirarse con ecuanimidad desde afuera. Quiero decir que para ciertas cosas es necesario un pacto previo. En las novelas de aventuras, por ejemplo, el lector debe ser capaz de incluirse en la trama; de participar en el asunto y vivir a través de los personajes. Mal asunto si va de listo, o de escéptico.
Si un lector no es capaz de poner en liza su imaginación, de implicarse y establecer ese vínculo, aunque sea resabiado y sutil, entonces que ni se moleste en intentarlo.
Se va a la novela, y en especial a la de aventuras, como los católicos a la comunión o como los tahúres al póker: en estado de gracia y dispuesto a jugar según las reglas del asunto. Y así, entre muchas posibles clases, divisiones y subdivisiones, los lectores se dividen básicamente en dos grandes grupos: los que están dentro y los que se quedan fuera.
Pero disculpen si me voy un poco por las ramas, caballeros.
Sí, beberé un poco más de esa ginebra, gracias. Me disponía, estaba diciendo, a hablarles de ellos: de los hombres y mujeres que conocí en el curso de innumerables viajes llenos de peligros y descubrimientos, a cuyo término ellos, y en consecuencia quien ahora les habla, encontramos la felicidad o la desilusión, la gloria o el desastre; pero en cualquier caso, también el conocimiento de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos, luchamos y morimos.
Y debo decir que los conocí de todo tipo y pelaje: héroes voluntarios o involuntarios, simpáticos, callados, estúpidos, inteligentes, hastiados de la vida o empeñados en sobrevivir a toda costa. Como en la vida cotidiana, supongo. Como en esta veranda de este mismo hotel de Singapur donde charlamos.
A la hora de hablar de aventureros malgré eux, fíjense si no en Robinson Crusoe, que ni siquiera fue un hombre valiente -siempre detesté a ese anglosajón miserable, que cuando al fin encontró un compañero lo convirtió en su criado-, o en el más simpático doctor Lemuel Gulliver, por ejemplo.
Recuerden a los chicos náufragos de La isla del coral o El señor de las moscas. A Passepartout, que sirve al flemático Phileas Fogg; al también doctor Pedro Blood, después esclavo y pirata en las Antillas; a ese inglés, Rudolf Rasendyll, que se va de accidentada pesca a Zenda; a los hermanos Michael, John y Digby Geste, o al más precoz de todos los héroes involuntarios, el bebé John Clayton III, más conocido luego como Tarzán de los Monos por razones mundialmente notorias.
Sin olvidar a los animales, invariablemente héroes a su pesar, empeñados en sobrevivir, como los perros Jerry y Buck, el conejo Frambueso -si La colina de Watership no es una novela de aventuras, que baje Dios y la lea-, o en cierto modo, en una visión ecologista y postmoderna, la mismísima Ballena Blanca; que a fin de cuentas sólo aspira a que la dejen en paz y mata para defenderse.
De modo que convendrán conmigo, caballeros, en que ese tipo de héroe involuntario es el que mejor permite al lector proyectarse en él; porque se trata de gente normal como ustedes o como yo -animales incluidos-, que de pronto se ve metida de cabeza en un buen lío, y el lector piensa bueno, qué diablos. A fin de cuentas pudo pasarme a mí.
Aunque en lo que a mi persona se refiere, y sin duda por la condición de capitán de marina, etcétera, me inclino más por los otros héroes. Los de ángulos oscuros y lluviosos corazones de noviembre -ustedes saben a qué me refiero, naturalmente- que van llegando a la novela a partir de la literatura romántica con su bagaje de libertad, fuga, revolución e individualismo, con la aventura como vocación, como refugio, como solución e incluso como medio de trabajo.
Pienso en mi viejo amigo Tom Lingard, sin ir más lejos, o en John Blackbourne, capitán de la goleta corsaria Intrépida. Y en el joven contrabandista polaco que empieza su relato confesando que él y sus amigos eran jóvenes, bebían vodka a cántaros y las chicas guapas los querían bien. Pienso en el pirata holandés que llegó a ser Shogún. En Enrique Feversham, el oficial británico que devolvió a sus amigos y a la mujer que amaba sus cuatro plumas.
O en Alan Quatermain y sus misteriosas minas africanas... Quatermain, por ejemplo, es un prototipo del aventurero profesional como también lo son Lewis Wetzel y Ojo de Halcón alias Calzas de Cuero, esos dos tipos duros a los que cualquier lector desearía tener como amigos llegado el caso de verse obligado a pelear contra los indios o contra quien haga falta.
También hay profesionales y héroes vocacionales dignos como los capitanes de navío Horacio Hornblower o Jack Aubrey, de la marina de Su Majestad; héroes altruistas como el cruzado Sir Kenneth el del Leopardo, e Ivanhoe -yo siempre preferí a la judía Rebeca, si me permiten el apunte-, o como aquel otro sir inglés, el falso petimetre Percy Blakeney, disfrazado bajo el alias de La Pimpinela Escarlata.
También, por supuesto, hubo bandidos simpáticos como Dick Turpin, Robin Hood o Rocambole, y rufianes tramposos y pícaros como Danny Dravot y Peachy Carnehan -esos dos suboficiales compadres que casi llegaron a reinar en las montañas del Himalaya-, incluido el abyecto y divertido antihéroe victoriano llamado Harry Flashman. Sin olvidar tampoco, en el otro extremo del asunto, a idealistas como Robert Jordan, alias El Inglés, que volaba puentes para la República, o como Sydney Carton, que ofreció su mano a una muchacha asustada a la sombra de la guillotina, o como Gabriel, que episodio tras episodio nos cuenta la gran aventura épica de su vida y de su patria. Todo eso, faltaría más, considerando también la cara sombría, el lado oscuro de la que a menudo es una misma moneda: aquellos a quienes la vida pone al otro lado y que, a veces, pese a no ser los hombres más honestos ni los más piadosos, atrapan al lector con mucha más intensidad que los héroes de corazón puro: Ruperto de Hentzau, Bois-Gilbert, Conrado de Monferrat, el capitán Levasseur, Latour d'Azyr, Garfio, Rochefort, Eric, Fantomas, y dos mujeres -permítanme, caballeros, esta pequeña referencia íntima- que fueron piezas clave en mi educación sentimental : la bella y enigmática Milady de Los Tres Mosqueteros y la Irene Adler de Un escándalo en Bohemia. Me refiero a La Mujer, querido Watson.
Déjenme encender otra pipa, y continúo. Gracias. Iba a decirles ahora que, bueno, que siempre hay una primera vez. Un primer deslumbramiento. Igual que ocurre en la vida, un día estás junto a alguien, o abres un libro, y de pronto dices: este fulano me gusta. Lo adopto como amigo, me lo quedo.
En las novelas eso tiene la ventaja de que los riesgos, hasta cierto punto, son controlados. Y puedes escoger con más elementos de juicio que en la vida real. Tal vez por eso algunos elegimos nuestros mejores amigos, incluso nuestros odios y nuestros amores, a partir de las páginas de una novela.
Antes hablé de educación sentimental -les sorprendería saber hasta qué punto aquellas dos mujeres marcaron mi vida, amén de una tercera que conocí joven, cuando visitaba a mi primo Joachim en cierto sanatorio de montaña-; pero mucho más decisiva fue la educación personal que adquirí compartiendo viajes y aventuras con otros personajes.
Igual que los primeros amores, los primeros amigos no se olvidan nunca; y lo bueno que tiene el paso del tiempo es que ayuda a mirarlos de otra manera, con ojos diferentes, y entiendes cosas que antes sólo intuías, o ignorabas. Hubo un joven aprendiz de mosquetero, por supuesto.
En el principio fue la espada; y eso imprime carácter.
Pero es que, además, en torno a una espada o a una aventura cualquiera, los amigos son fundamentales; y ningún otro género literario ofrece, como éste, tan escogido manojo de amigos leales, resueltos a seguirte hasta las mismas fauces del infierno: Yáñez, Porthos, Peterkin, los irregulares de Baker Street, los mohicanos Chingachguk y Uncas, los nobles caballeros de Camelot, los almogávares de Bizancio, la hermandad de arqueros amigos de Dick Shelton, los lobos de Mogwli en la batalla contra los perros jaros, Batanero y el pelirrojo Peters, Little John y el padre Tuck, los maestros de esgrima Cocardasse y Passepoil, los remeros que a bordo del Argo persiguen el Vellocino en pos del sueño del hombre calzado con una sola sandalia. Y entre los más queridos de todos ellos se encuentran, faltaría más, dos arponeros llamados Ned Land y Queequeg, y un pirata cojo con un loro en el hombro -"Piezas de a ocho, piezas de a ocho"- que me mostró las imprecisas fronteras que median entre el bien y el mal, y que además me hizo descubrir uno de los ingredientes fundamentales en la literatura, en la ficción, en la imaginación y en la vida: la importancia del escenario.
Me refiero al viaje, el mar, el espacio o la tierra desconocida que huelen a peligro y a aventura. La terra incognita.
Ya se trate de un viaje buscado, como el de Hernán Cortés bajo la lluvia de Taloc, Lope de Aguirre en pos del Dorado, o Claudio Bombarnac a través de la estepa rusa; de un gaje del oficio -los marinos del Narcissus, el capitán MacWhirr o el joven que cruza su primera línea de sombra-; o de los viajes forzosos, accidentales, casuales, que emprenden James Dury, señor de Ballantrae, Ben Hur, David Balfour, Peter Hardin el cazador de barcos, John Tenchard, el egipcio Sinuhé, los niños por cuya causa terminan ahorcados los pobres piratas de Huracán en Jamaica, el joven Singleton, Humphrey Van Weyden, a quien vuelven marino a la fuerza a bordo de Ghost, o el mimado y jovencísimo millonario Harvey Cheney, que descubre por accidente la rudeza del mar, del trabajo y de la vida.
Quiza, fíjense ustedes, me hice a la mar por causa de algunos de ellos, y ahí está el origen del largo viaje que hoy me ha traído hasta la veranda de este hotel malayo donde, por cierto -llamen al mozo, por favor- compruebo que se está terminando la ginebra.
De cualquier modo, no puedo seguir hablando de este tipo de gente, de los compañeros de viaje, sin mencionar al bisabuelo de todos.
Al que primero me hizo ver más allá del mero relato, enseñándome que la vida es una encrucijada fascinante, una aventura de límites imprecisos donde todo se relaciona entre sí, donde el clavo de una herradura puede costar un reino, y donde el verdadero héroe es aquel que, consciente de su destino, viaja, navega, pelea lúcido -la lucidez es condición imprescindible p ara todo auténtico héroe cansado- bajo un cielo desprovisto de dioses propicios.
Me refiero a Ulises, rey de Itaca, el de los muchos caminos.
Viajo con él desde que lo traduje línea a línea, en un pupitre del colegio. Lo conozco, y gracias a él me conozco a mí mismo.
Ulises, héroe voluntario en la guerra de Troya, se convierte en héroe involuntario en el azaroso viaje de regreso a su isla natal. Porque lo que a esas alturas de la vida pretende Ulises es regresar junto a Penélope y envejecer tranquilo, contándole a su hijo Telémaco y a sus nietos, como el abuelito Cebolleta -como yo a ustedes ahora, caballeros- la historia de aquella noche en que salió del caballo de madera junto a camaradas valerosos y crueles como él, y se hartó de degollar troyanos.
En Ulises y en su aventura descubrí de modo consciente, por primera vez, todos los elementos que nutren la literatura de aventuras y también la vida misma; tal vez porque son los que reinan en el corazón y en la memoria del ser humano, del mismo modo que todos los ingredientes de treinta siglos de literatura -espero que sepan ustedes disculparme la cita culta- estaban ya contenidos en la Poética de Aristóteles.
Hablo del viaje, el mar, la tempestad, el naufragio, el monstruo, el peligro, la tentación, la mujer perversa, la mujer noble y abnegada, el valor, la astucia, la ambición, la amistad, la lealtad, la justicia, el arco que nadie más puede tensar, la nodriza y el viejo perro fiel que te reconoce.
Y sobre todo, la más atroz y práctica conclusión para un lector de trece o catorce años: el héroe de la novela de aventuras o de la vida misma nace cuando, enfrentado al azar o al destino, invoca en su auxilio a los dioses y no acude nadie; así que no tiene más remedio que arreglárselas como puede.
Y al final, a veces, en la última página, descubrimos estupefactos que el Corsario negro está llorando, sentimos que es demasiado peso en la gruta de Locmaría, vemos arder la Bounty frente a la isla de Pitcairn o comprendemos, al fin, la sombría soledad del capitán N emo.
Se hace tarde, se acaban la ginebra y el tabaco, la luz del quinqué está extinguiéndose y los mosquitos me acribillan vivo. Pero no quiero irme a dormir, caballeros, sin hablarles de la materia principal de la que para mí están hechas las aventuras y los sueños: el mar.
No en vano, fíjense, llevo estos cuatro galones dorados en la bocamanga.
Más que el aire -nunca me interesó mucho ese medio, aparte Cinco semanas en globo, De la tierra a la luna y alguna historia así, porque mis héroes siempre tuvieron los pies en la tierra o en la movediza cubierta de un barco-, el mar fue siempre desafío y camino, y desde su infancia, asomados a los puertos y a las orillas, los hombres aprendieron a soñar con las cosas remotas que albergan, sin saberlo, en su propio corazón.
Hablo de mi propio caso, si me toleran otra referencia personal al respecto.
A fin de cuentas, no es casual que la que tal vez es la mejor novela de aventuras empiece con un joven llamado Edmundo Dantés a bordo de un navío llamado Faraón. O que una de las obras cumbres de la literatura universal narre minuciosamente la caza de una ballena. O que la más hermosa historia escrita para jóvenes sea un viaje por mar a la isla de los piratas.
Y en todas esas novelas vinculadas al mar, caballeros, más aún que en ningunas otras, se cumple inexorable el gran ritual de la literatura, de la aventura y de la vida: el viaje peligroso mediante el que, quien se atreve a emprenderlo, progresa en el conocimiento de sí mismo y del mundo en el que vive.
Como en el juego de la Oca al llegar a la trigésimosexta casilla, como el peregrino medieval que llega a Santiago, como el alquimista afortunado al término de la Gran Obra, el héroe que sobrevive al encuentro con el buque fantasma acaba sabiendo más.
Y a su regreso ya no es el mismo: para bien o para mal, será incapaz de ver el mundo igual que antes de partir.
Ahora sabe lo que sus compatriotas, o vecinos, o familiares, ignoran.
Es -yo lo fui con cada uno de ellos, caballeros, tienen ustedes mi palabra- el joven Hawkins desembarcando a su regreso de la isla del tesoro, Tuan Jim dando sus últimos pasos en Patusán, Ismael agarrado al ataúd calafateado de Queequeg, Jasón y Medea reprochándose el pasado, D'Artagnan con su flamante casaca de mosquetero después de permitir que degüellen a Milady, Gulliver al final de su último viaje, con la amarga certeza de que los caballos son los únicos seres racionales...
Vuelvo a la cubierta del Pequod -y disculpen que en realidad apenas salga de ella-, porque en su mástil, caballeros, hundida a martillazos por el viejo y maldito Ahab, reluce el doblón de oro que premia el avistamiento de la ballena blanca.
A mi juicio, ése es el mejor símbolo acuñado de todo aquello que fascina a ciertos hombres y mujeres, y los arrebata de la seguridad, y los lleva a remar, como decía al principio de esta conversación, a bordo de una ballenera con el cuchillo entre los dientes y separados de la Eternidad por el escaso grosor de una tabla de madera, rodeados de estachas que tal vez los atarán a su propia carroza funeraria, para correr la aventura de la vida: la que impidió que el ser humano siga siendo un molusco atrincherado en el fondo del mar.
Cada vez que me detengo en la biblioteca y acaricio el lomo de los viejos libros que me llevaron lejos, oigo el rumor de la marejada y el lejano golpeteo del martillo del viejo capitán clavando esa moneda en el palo.
Miradla bien, decía Ahab. Y aquí la tengo. Si la froto con la manga, así, reluce como el oro de los sueños.
Y déjenme decirles una última cosa, caballeros. Compadezco a los hombres cómodos, resignados y razonables que nunca leyeron libros que estremecieran su corazón. Compadezco a quienes nunca se dejaron seducir y arrastrar por una moneda de oro, una mujer hermosa, un amigo fiel, una aventura descubierta en un libro.
Compadezco a los que nunca dormirán la paz eterna con todos los piratas, junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.
22 mar 2010
El fantasma del Bauer Arturo Pérez-Reverte
El fantasma del Bauer
XL SEMANAL - 22/3/2010
Volví hace unos días a Venecia.
Por razones profesionales, y por primera vez desde hace dieciséis años, estuve alojado en un hotel distinto al habitual.
El paisaje que esta vez pude apreciar desde las ventanas era también otro: la vista no incluía la laguna, la isla de San Giorgio y la boca del Gran Canal, como siempre, sino una parte de éste que va desde la iglesia de la Salute a la punta de la Aduana. Panorama espléndido, también, sobre todo cuando el sol poniente se refleja en el canal entre góndolas, lanchas y vaporettos, y la habitación se inunda de luz dorada, secular y mágica.
Me alojé en la parte antigua del hotel Bauer, el palazzo; y sin pretenderlo, cumplí un viejo deseo: dormir en el mismo hotel donde alguna vez estuvo Thomas Mann. Cuya Montaña mágica, en la edición de obras completas encuadernadas en piel azul de Plaza y Janés, lastró durante mucho tiempo mi mochila, releída varias veces por la ancha geografía de las catástrofes, donde -yo era el joven Hans Castorp, compréndanlo- en tiempos tempranos de lecturas todavía intensas, decisivas, empezaba a ganarme la vida.
Vaya por delante que en esa clase de asuntos soy poco mitómano. En Venecia, sin ir más lejos, detesto el Harry's Bar -es pequeño, soso e incómodo, y prefiero el Boadas de Barcelona- precisamente porque allí se emborrachaban Hemingway y cuantos pretendieron imitarlo acodándose en barras de bares sin tener su talento. Y me deja frío que en la brasserie Lipp de Paris, por ejemplo, comieran Sartre, Simone de Beauvoir o la madre que los parió.
Reconozco, sin embargo, que en Roma, siendo un polluelo casi implume, pasé una noche en el hotel de Inglaterra, gastándome una pasta, porque allí durmió Stendhal. Pero compréndanlo. En aquellos tiempos -quizá también ahora, aunque no estoy seguro- por Stendhal, Dumas, Thomas Mann, Homero, Virgilio y Joseph Conrad, yo habría hecho cualquier cosa.
El caso, volviendo a Venecia, es que esta vez me alojé en el Bauer. Gracias a Dios, o a quien sea, el Carnaval y sus horrores habían quedado atrás, y la ciudad recobraba su serenidad invernal por un tiempo, antes de verse anegada por el aluvión de la temporada alta. Todavía hacía frío y quedaban calles solitarias por las que internarse.
Anduve por la ciudad, como acostumbro, por las librerías, restaurantes y lugares habituales, trazando ahora las huellas de un episodio que, si hay tiempo y salud para ello, tal vez lean algunos de ustedes como aventura alatristesca dentro de un año, más o menos.
Y una de tales tardes, a la vuelta de una larga caminata, cuando el resplandor del sol poniente del que les hablaba antes, reverberando en el canal, se adueñaba de la habitación con un torrente de luz dorada, salí de la ducha. Entonces, mientras me vestía con la puerta del baño abierta -una puerta de madera antigua y barnizada-, vi algo reflejado en ésta.
Había una luz especial, como digo. Casi abrumadora.
Y también es cierto que el paseo que acababa de dar no había disipado por completo los efectos, en extremo benéficos, de una botella de barbaresco del Piamonte que me había calzado con los espaguetis de la comida, un par de horas antes.
Pero juro por la memoria de Frederick Rolfe, alias barón Corvo, que la vi. Allí, reflejada ligeramente borrosa en el barniz de la puerta, ondulante por el reverbero de la luz exterior: una mujer esbelta y desnuda que peinaba sus cabellos. Cómo sería de real la visión, figúrense, que fui hasta el cuarto de baño y eché un vistazo dentro, para asegurarme de que allí no había nadie.
Después, desconcertado, retrocedí hasta situarme en el mismo lugar donde estaba al principio. Entonces volví a verla: ligeramente difuminada en el barniz de la madera, peinando su pelo largo ante el espejo.
Me acerqué otra vez a la puerta, y cometí el error de tocar ésta, moviéndola. Entonces la visión desapareció.
Que me parta un rayo ahora mismo. Que nadie lea nunca una novela mía. Que se me fundan las teclas del ordenata, si no estoy contando la verdad.
Va en ello mi palabra de honor: esa mujer estaba allí, en el barniz de la puerta de mi habitación del hotel Bauer, bellísima en la luz dorada del atardecer veneciano. Ella y su contorno fantasmal, como si la vieja puerta conservara, impresa, la huella de una mujer hermosa que, en algún momento del pasado, se hubiese reflejado allí. Entonces supe -o confirmé, más bien- que ciertos fantasmas existen y que hay lugares singulares, luces y sombras que los albergan. Y que es nuestra mirada, con su temple de vida, libros e imaginación, la que los despierta y hace vivir de nuevo.
XL SEMANAL - 22/3/2010
Volví hace unos días a Venecia.
Por razones profesionales, y por primera vez desde hace dieciséis años, estuve alojado en un hotel distinto al habitual.
El paisaje que esta vez pude apreciar desde las ventanas era también otro: la vista no incluía la laguna, la isla de San Giorgio y la boca del Gran Canal, como siempre, sino una parte de éste que va desde la iglesia de la Salute a la punta de la Aduana. Panorama espléndido, también, sobre todo cuando el sol poniente se refleja en el canal entre góndolas, lanchas y vaporettos, y la habitación se inunda de luz dorada, secular y mágica.
Me alojé en la parte antigua del hotel Bauer, el palazzo; y sin pretenderlo, cumplí un viejo deseo: dormir en el mismo hotel donde alguna vez estuvo Thomas Mann. Cuya Montaña mágica, en la edición de obras completas encuadernadas en piel azul de Plaza y Janés, lastró durante mucho tiempo mi mochila, releída varias veces por la ancha geografía de las catástrofes, donde -yo era el joven Hans Castorp, compréndanlo- en tiempos tempranos de lecturas todavía intensas, decisivas, empezaba a ganarme la vida.
Vaya por delante que en esa clase de asuntos soy poco mitómano. En Venecia, sin ir más lejos, detesto el Harry's Bar -es pequeño, soso e incómodo, y prefiero el Boadas de Barcelona- precisamente porque allí se emborrachaban Hemingway y cuantos pretendieron imitarlo acodándose en barras de bares sin tener su talento. Y me deja frío que en la brasserie Lipp de Paris, por ejemplo, comieran Sartre, Simone de Beauvoir o la madre que los parió.
Reconozco, sin embargo, que en Roma, siendo un polluelo casi implume, pasé una noche en el hotel de Inglaterra, gastándome una pasta, porque allí durmió Stendhal. Pero compréndanlo. En aquellos tiempos -quizá también ahora, aunque no estoy seguro- por Stendhal, Dumas, Thomas Mann, Homero, Virgilio y Joseph Conrad, yo habría hecho cualquier cosa.
El caso, volviendo a Venecia, es que esta vez me alojé en el Bauer. Gracias a Dios, o a quien sea, el Carnaval y sus horrores habían quedado atrás, y la ciudad recobraba su serenidad invernal por un tiempo, antes de verse anegada por el aluvión de la temporada alta. Todavía hacía frío y quedaban calles solitarias por las que internarse.
Anduve por la ciudad, como acostumbro, por las librerías, restaurantes y lugares habituales, trazando ahora las huellas de un episodio que, si hay tiempo y salud para ello, tal vez lean algunos de ustedes como aventura alatristesca dentro de un año, más o menos.
Y una de tales tardes, a la vuelta de una larga caminata, cuando el resplandor del sol poniente del que les hablaba antes, reverberando en el canal, se adueñaba de la habitación con un torrente de luz dorada, salí de la ducha. Entonces, mientras me vestía con la puerta del baño abierta -una puerta de madera antigua y barnizada-, vi algo reflejado en ésta.
Había una luz especial, como digo. Casi abrumadora.
Y también es cierto que el paseo que acababa de dar no había disipado por completo los efectos, en extremo benéficos, de una botella de barbaresco del Piamonte que me había calzado con los espaguetis de la comida, un par de horas antes.
Pero juro por la memoria de Frederick Rolfe, alias barón Corvo, que la vi. Allí, reflejada ligeramente borrosa en el barniz de la puerta, ondulante por el reverbero de la luz exterior: una mujer esbelta y desnuda que peinaba sus cabellos. Cómo sería de real la visión, figúrense, que fui hasta el cuarto de baño y eché un vistazo dentro, para asegurarme de que allí no había nadie.
Después, desconcertado, retrocedí hasta situarme en el mismo lugar donde estaba al principio. Entonces volví a verla: ligeramente difuminada en el barniz de la madera, peinando su pelo largo ante el espejo.
Me acerqué otra vez a la puerta, y cometí el error de tocar ésta, moviéndola. Entonces la visión desapareció.
Que me parta un rayo ahora mismo. Que nadie lea nunca una novela mía. Que se me fundan las teclas del ordenata, si no estoy contando la verdad.
Va en ello mi palabra de honor: esa mujer estaba allí, en el barniz de la puerta de mi habitación del hotel Bauer, bellísima en la luz dorada del atardecer veneciano. Ella y su contorno fantasmal, como si la vieja puerta conservara, impresa, la huella de una mujer hermosa que, en algún momento del pasado, se hubiese reflejado allí. Entonces supe -o confirmé, más bien- que ciertos fantasmas existen y que hay lugares singulares, luces y sombras que los albergan. Y que es nuestra mirada, con su temple de vida, libros e imaginación, la que los despierta y hace vivir de nuevo.
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