El Sueño
No le resultaba raro lo que le sucedía, porque le pasaba cada noche.
Se dormía y se ponía a soñar. Naturalmente el mismo sueño. Con las mismas personas y en el mismo lugar.
Sencillo y brevísimo. Llegaba a una casa que parecía abandonada y llamaba a la puerta. Le abrían. Entraba. Había cinco o seis habitaciones cerradas. Por los pasillos parecía circular gente a la que no conseguía ver.
Después entraba en un gran salón, en el que parecía haberse instaurado el abandono: telarañas, sillones cubiertos con sábanas blancas agujereadas, cornucopias semi caídas.
Entonces entraban dos personajes.
-Ya has regresado.-le decían con un gesto neutro-.
Él los miraba.
Y se despertaba.
Pero hoy en vez de despertarse ha respondido que sí.
20 mar 2010
18 mar 2010
Una intifada de navaja y macetazo ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una intifada de navaja y macetazo
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País - 20/4/2008
En estos tiempos de códigos más o menos Vincis, de conspiraciones vaticanas y de tramas ocultas, regado todo con la inevitable agua llevada al molino de la política, el 2 de Mayo no podía quedar al margen.
En estos tiempos de códigos más o menos Vincis, de conspiraciones vaticanas y de tramas ocultas, regado todo con la inevitable agua llevada al molino de la política, el 2 de Mayo no podía quedar al margen.
Por eso, junto a historiadores de probada solvencia que aportan al bicentenario obras fundamentales para comprender mejor un tiempo decisivo para la España de entonces y la de hoy, aparecen también versiones pintorescas de los acontecimientos que desencadenaron la Guerra de la Independencia.
Historiadores o historietistas de variada casta, sin recurrir ni siquiera al recurso -que casi todo lo justifica- de la ficción, vuelcan en la fecha del 2 de Mayo las más peregrinas interpretaciones personales: desde quien plantea el conflicto como una primera guerra civil entre españoles, anacronismo que hace llevarse las manos a la cabeza a los historiadores serios, a quien pretende demostrar, no ya que los madrileños se alzaran directamente por la Constitución de 1812, sino por la de 1978, o casi.
Sin que falte algún historiador profesional que -a qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras- presenta libro, pretendidamente riguroso, bajo el reclamo publicitario: Las tramas secretas de la insurrección.
Nada de eso es malo, por supuesto. Está bien que circulen opiniones diversas, artículos y libros, y que el lector curioso o especializado disponga de variados puntos de vista para establecer su propia idea del asunto.
El tiempo y los verdaderos historiadores ponen siempre, al fin, cada cosa en su lugar. Eso ocurre ya estos días con la difusión de trabajos admirables como los del teniente coronel José Manuel Guerrero Acosta o la historiadora Carmen Iglesias -magnífico, su ensayo breve La tragedia de la inteligencia-, la publicación de ensayos solventes como el José Bonaparte de Manuel Moreno Alonso o el Dos de Mayo de 1808 de Arsenio García Fuentes, entre otros, y la reedición, o feliz permanencia en las mesas de novedades de las librerías, de títulos fundamentales como La guerra de la Independencia, de Miguel Artol; El Dos de Mayo, mito y fiesta nacional, de Christian Demange; o El sueño de la nación indomable, de Ricardo García Cárcel.
A juicio del simple lector que soy, el valor singular de las obras citadas es que sus autores saben, o supieron, mantener las distancias con el lugar común de la nación en armas unida y solidaria como un solo hombre, poniendo límites al alcance del mito que a los españoles de mi generación se nos inculcó en las escuelas de los años 50 y 60: resistencia numantina, patria y religión, lealtad colectiva y sin fisuras a la idea de una España unida en su rica diversidad, arma al brazo y en el cielo las estrellas, etcétera; capaz de ponerle camisa azul lo mismo a Viriato que al Cid Campeador, a Cervantes, a Daoíz o a Velarde.
El 2 de Mayo y la guerra de la Independencia fueron procesos complejos donde, como ocurre en todos los lugares del mundo, la mayor parte de los protagonistas se vieron arrastrados contra su voluntad y donde, paradójicamente, muchas grandes hazañas tuvieron justificación en el fanatismo e incultura de sus protagonistas. Ni todos los curas fueron trabucaires -no pocos obispos colaboraron con el invasor-, ni todos los guerrilleros fueron héroes -numerosos bandoleros y asesinos se justificaron bajo ese nombre-, ni todos los afrancesados fueron villanos oportunistas.
Además, los aliados ingleses se comportaron a veces con más crueldad y falta de escrúpulos que las tropas francesas. Y entre 1808 y 1814, los ejércitos españoles fueron de derrota en derrota hasta la victoria final, lograda a fuerza de coraje y tenacidad nacional, de una parte, y de ayuda británica, por la otra, mientras miles de patriotas voluntarios o forzosos eran sacrificados por la incompetencia, la desorganización, la insolidaridad y la mala fe tradicionales, tan propias de España y su gente.
Sin contar lo que vino después: el retorno del rey más infame de nuestra historia, la abolición de las libertades constitucionales y la demostración aplastante, en el sentido literal del término, de que en 1808 -o unos años antes, cuando todavía era posible, quizás, una guillotina en la Puerta del Sol- los españoles nos equivocamos de enemigo. Error del que, doscientos años después, todavía pagamos las consecuencias.
Frente a esas realidades probadas por autoridades solventes, el fatigoso rumor de la España épico-folclórica, levantada para defender, unánime y coordinada desde el primer día, nación y libertad, sigue como fondo del discurso de ciertos historiadores.
Algunos, como el profesor de la Complutense Emilio de Diego, parecen incluso haber descubierto -en eso se basa, al menos, la promoción de un reciente libro suyo sobre 1808-, que la guerra de la Independencia, a través del 2 de Mayo, empezó con una red de conspiraciones previas secretísimas y clandestinas; un aristocratismo difuso encabezado por militares, aristócratas y clérigos, que habría hecho las delicias de Dan Brown.
Todo eso, a pesar de que algunas de tales conspiraciones, las menos novelescas, son del dominio público hace tiempo -se conocen al menos cuatro, y ninguna fue más allá del proyecto, a veces disparatado-, de que casi todas fueron más bienintencionadas que reales, y de que ninguna llegó a consumarse nunca; ni siquiera el complot de los artilleros, el más serio, que implicaba a los capitanes Daoiz y Velarde con otros militares de poca graduación, y que fue desbaratado por el ministro de la Guerra, el afrancesado, luego colaborador de los invasores, general Gonzalo O'Farril.
El 2 de Mayo no fue resultado de tramas secretas ni conspiraciones patrióticas. Es cierto que agentes profernandistas alentaron en Madrid protestas y motines; pero, como han probado historiadores respetables, eso nunca fue más allá de pequeños incidentes.
Ni siquiera Fernando VII, indeciso ante Napoleón en Bayona, soñó con una guerra contra los franceses: su reacción al conocer la noticia fue de miedo y confusión, pues nunca habría osado llegar tan lejos.
De dar pataditas en las espinillas de Murat, lugarteniente del emperador en España, a una insurrección nacional previamente organizada, media un abismo que sólo la avidez oportunista de originalidad académica permite salvar.
En Madrid, los hilos los movieron el azar y la cólera. Y los redaños. Afirmar lo contrario es rebajar la gesta.
El pueblo que el 2 de Mayo luchó contra los franceses no estaba manejado por agentes secretos de Fernando VII ni del Gobierno británico, sino que su impulso fue espontáneo, impremeditado, desorganizado, y sangriento.
Fue un estallido de furia ante la injusticia francesa; la chispa de un altercado ante Palacio que prendió por la ciudad como reguero de pólvora.
Nadie lo esperaba tan grave; ni siquiera los protagonistas. La prueba es que todos los supuestos conspiradores de las supuestas tramas secretas se quedaron en sus casas mientras el pueblo encolerizado se juntaba en cuadrillas, daba la cara con navajas, macetas y armas de fortuna, corriendo de un lado a otro por la ciudad, siempre en busca, inútilmente, de alguien que lo dirigiera.
Cierto es que hubo un aristócrata y dos capitanes de artillería que se batieron, respectivamente, en la puerta de Toledo y en el parque de Monteleón; pero lo hicieron, como confirmaron luego amigos y compañeros, no como piezas de una trama, sino por cuenta propia; por pundonor y vergüenza torera.
El 2 de Mayo, un pueblo ingenuo e ignorante se batió en Madrid sin orden y solo, abandonado por su rey, por su Gobierno, por su Ejército y por las clases acomodadas, que se quedaron mirando desde los balcones, suspicaces, a aquella turba que trastornaba el orden público, y luego respiraron aliviados -lo cuentan testigos irreprochables como Alcalá Galiano- cuando la tranquilidad volvió a las calles. En aquella ciudad de 170.000 habitantes sólo tomaron de verdad las armas tres o cuatro mil hombres, mujeres y niños.
La lista de 413 muertos y 160 heridos prueba que la mayor parte de quienes pelearon desempeñaban oficios humildes: jornaleros, albañiles, panaderos, criados, mozos de caballos, aguadores, empleados, dependientes, chisperos, desertores, rufianes, putas, manolas: pueblo bajo que ese día salió a pelear, no movido por conspiraciones rocambolescas, sino porque había franceses a tiro de navaja, y la gente estaba harta de que se pasearan por Madrid como por su casa.
El 2 de Mayo sólo fue un día terrible de cólera local.
Una intifada de puñal, trabuco y macetazo; no un día de patria, nación y libertad. Todo eso vino después, a partir del 3 de Mayo y de la torpe y brutal represión francesa; cuando la nación entera se alzó en armas, en una guerra despiadada que cambió la historia de Europa.
Algo que quienes lucharon y murieron el 2 de Mayo en las calles de Madrid no habían imaginado siquiera.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País - 20/4/2008
En estos tiempos de códigos más o menos Vincis, de conspiraciones vaticanas y de tramas ocultas, regado todo con la inevitable agua llevada al molino de la política, el 2 de Mayo no podía quedar al margen.
En estos tiempos de códigos más o menos Vincis, de conspiraciones vaticanas y de tramas ocultas, regado todo con la inevitable agua llevada al molino de la política, el 2 de Mayo no podía quedar al margen.
Por eso, junto a historiadores de probada solvencia que aportan al bicentenario obras fundamentales para comprender mejor un tiempo decisivo para la España de entonces y la de hoy, aparecen también versiones pintorescas de los acontecimientos que desencadenaron la Guerra de la Independencia.
Historiadores o historietistas de variada casta, sin recurrir ni siquiera al recurso -que casi todo lo justifica- de la ficción, vuelcan en la fecha del 2 de Mayo las más peregrinas interpretaciones personales: desde quien plantea el conflicto como una primera guerra civil entre españoles, anacronismo que hace llevarse las manos a la cabeza a los historiadores serios, a quien pretende demostrar, no ya que los madrileños se alzaran directamente por la Constitución de 1812, sino por la de 1978, o casi.
Sin que falte algún historiador profesional que -a qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras- presenta libro, pretendidamente riguroso, bajo el reclamo publicitario: Las tramas secretas de la insurrección.
Nada de eso es malo, por supuesto. Está bien que circulen opiniones diversas, artículos y libros, y que el lector curioso o especializado disponga de variados puntos de vista para establecer su propia idea del asunto.
El tiempo y los verdaderos historiadores ponen siempre, al fin, cada cosa en su lugar. Eso ocurre ya estos días con la difusión de trabajos admirables como los del teniente coronel José Manuel Guerrero Acosta o la historiadora Carmen Iglesias -magnífico, su ensayo breve La tragedia de la inteligencia-, la publicación de ensayos solventes como el José Bonaparte de Manuel Moreno Alonso o el Dos de Mayo de 1808 de Arsenio García Fuentes, entre otros, y la reedición, o feliz permanencia en las mesas de novedades de las librerías, de títulos fundamentales como La guerra de la Independencia, de Miguel Artol; El Dos de Mayo, mito y fiesta nacional, de Christian Demange; o El sueño de la nación indomable, de Ricardo García Cárcel.
A juicio del simple lector que soy, el valor singular de las obras citadas es que sus autores saben, o supieron, mantener las distancias con el lugar común de la nación en armas unida y solidaria como un solo hombre, poniendo límites al alcance del mito que a los españoles de mi generación se nos inculcó en las escuelas de los años 50 y 60: resistencia numantina, patria y religión, lealtad colectiva y sin fisuras a la idea de una España unida en su rica diversidad, arma al brazo y en el cielo las estrellas, etcétera; capaz de ponerle camisa azul lo mismo a Viriato que al Cid Campeador, a Cervantes, a Daoíz o a Velarde.
El 2 de Mayo y la guerra de la Independencia fueron procesos complejos donde, como ocurre en todos los lugares del mundo, la mayor parte de los protagonistas se vieron arrastrados contra su voluntad y donde, paradójicamente, muchas grandes hazañas tuvieron justificación en el fanatismo e incultura de sus protagonistas. Ni todos los curas fueron trabucaires -no pocos obispos colaboraron con el invasor-, ni todos los guerrilleros fueron héroes -numerosos bandoleros y asesinos se justificaron bajo ese nombre-, ni todos los afrancesados fueron villanos oportunistas.
Además, los aliados ingleses se comportaron a veces con más crueldad y falta de escrúpulos que las tropas francesas. Y entre 1808 y 1814, los ejércitos españoles fueron de derrota en derrota hasta la victoria final, lograda a fuerza de coraje y tenacidad nacional, de una parte, y de ayuda británica, por la otra, mientras miles de patriotas voluntarios o forzosos eran sacrificados por la incompetencia, la desorganización, la insolidaridad y la mala fe tradicionales, tan propias de España y su gente.
Sin contar lo que vino después: el retorno del rey más infame de nuestra historia, la abolición de las libertades constitucionales y la demostración aplastante, en el sentido literal del término, de que en 1808 -o unos años antes, cuando todavía era posible, quizás, una guillotina en la Puerta del Sol- los españoles nos equivocamos de enemigo. Error del que, doscientos años después, todavía pagamos las consecuencias.
Frente a esas realidades probadas por autoridades solventes, el fatigoso rumor de la España épico-folclórica, levantada para defender, unánime y coordinada desde el primer día, nación y libertad, sigue como fondo del discurso de ciertos historiadores.
Algunos, como el profesor de la Complutense Emilio de Diego, parecen incluso haber descubierto -en eso se basa, al menos, la promoción de un reciente libro suyo sobre 1808-, que la guerra de la Independencia, a través del 2 de Mayo, empezó con una red de conspiraciones previas secretísimas y clandestinas; un aristocratismo difuso encabezado por militares, aristócratas y clérigos, que habría hecho las delicias de Dan Brown.
Todo eso, a pesar de que algunas de tales conspiraciones, las menos novelescas, son del dominio público hace tiempo -se conocen al menos cuatro, y ninguna fue más allá del proyecto, a veces disparatado-, de que casi todas fueron más bienintencionadas que reales, y de que ninguna llegó a consumarse nunca; ni siquiera el complot de los artilleros, el más serio, que implicaba a los capitanes Daoiz y Velarde con otros militares de poca graduación, y que fue desbaratado por el ministro de la Guerra, el afrancesado, luego colaborador de los invasores, general Gonzalo O'Farril.
El 2 de Mayo no fue resultado de tramas secretas ni conspiraciones patrióticas. Es cierto que agentes profernandistas alentaron en Madrid protestas y motines; pero, como han probado historiadores respetables, eso nunca fue más allá de pequeños incidentes.
Ni siquiera Fernando VII, indeciso ante Napoleón en Bayona, soñó con una guerra contra los franceses: su reacción al conocer la noticia fue de miedo y confusión, pues nunca habría osado llegar tan lejos.
De dar pataditas en las espinillas de Murat, lugarteniente del emperador en España, a una insurrección nacional previamente organizada, media un abismo que sólo la avidez oportunista de originalidad académica permite salvar.
En Madrid, los hilos los movieron el azar y la cólera. Y los redaños. Afirmar lo contrario es rebajar la gesta.
El pueblo que el 2 de Mayo luchó contra los franceses no estaba manejado por agentes secretos de Fernando VII ni del Gobierno británico, sino que su impulso fue espontáneo, impremeditado, desorganizado, y sangriento.
Fue un estallido de furia ante la injusticia francesa; la chispa de un altercado ante Palacio que prendió por la ciudad como reguero de pólvora.
Nadie lo esperaba tan grave; ni siquiera los protagonistas. La prueba es que todos los supuestos conspiradores de las supuestas tramas secretas se quedaron en sus casas mientras el pueblo encolerizado se juntaba en cuadrillas, daba la cara con navajas, macetas y armas de fortuna, corriendo de un lado a otro por la ciudad, siempre en busca, inútilmente, de alguien que lo dirigiera.
Cierto es que hubo un aristócrata y dos capitanes de artillería que se batieron, respectivamente, en la puerta de Toledo y en el parque de Monteleón; pero lo hicieron, como confirmaron luego amigos y compañeros, no como piezas de una trama, sino por cuenta propia; por pundonor y vergüenza torera.
El 2 de Mayo, un pueblo ingenuo e ignorante se batió en Madrid sin orden y solo, abandonado por su rey, por su Gobierno, por su Ejército y por las clases acomodadas, que se quedaron mirando desde los balcones, suspicaces, a aquella turba que trastornaba el orden público, y luego respiraron aliviados -lo cuentan testigos irreprochables como Alcalá Galiano- cuando la tranquilidad volvió a las calles. En aquella ciudad de 170.000 habitantes sólo tomaron de verdad las armas tres o cuatro mil hombres, mujeres y niños.
La lista de 413 muertos y 160 heridos prueba que la mayor parte de quienes pelearon desempeñaban oficios humildes: jornaleros, albañiles, panaderos, criados, mozos de caballos, aguadores, empleados, dependientes, chisperos, desertores, rufianes, putas, manolas: pueblo bajo que ese día salió a pelear, no movido por conspiraciones rocambolescas, sino porque había franceses a tiro de navaja, y la gente estaba harta de que se pasearan por Madrid como por su casa.
El 2 de Mayo sólo fue un día terrible de cólera local.
Una intifada de puñal, trabuco y macetazo; no un día de patria, nación y libertad. Todo eso vino después, a partir del 3 de Mayo y de la torpe y brutal represión francesa; cuando la nación entera se alzó en armas, en una guerra despiadada que cambió la historia de Europa.
Algo que quienes lucharon y murieron el 2 de Mayo en las calles de Madrid no habían imaginado siquiera.
17 mar 2010
ETA siempre vuelve
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Un gendarme francés muere tras un tiroteo con tres presuntos etarras cerca de París
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