Esas vidas desnudas
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 14 de Febrero de 2010
Acaba de recordármelo una fotografía tomada tras el hundimiento de un edificio en Madrid: la huella de sus habitaciones y de las vidas que las poblaron, impresa en las paredes del edificio contiguo como en el corte vertical de una tarta de varios pisos, o esas antiguas casitas de muñecas que podían abrirse para ver el interior con muebles diminutos.
Huellas de peldaños que ya no llevan a ninguna parte, fotografías enmarcadas, un sillón en precario equilibrio sobre una cornisa de suelo roto, un dibujo sujeto con chinchetas junto a una cama infantil, la pared del cuarto de un joven con diana de dardos en la pared, estante con libros y póster de grupo roquero...
Restos de existencias arrancadas de allí por el azar, la desgracia, la mano oculta de un jugador desprovisto de sentimientos que mueve piezas en un tablero frío como el universo. Que mata, hiere, rompe, mutila, porque el bien y el mal se funden en su implacable simetría.
En su terrible naturaleza. La imagen, que coincide con otras que llegaron hace poco de Haití, me transporta a tiempos y lugares donde esa clase de imágenes, por repetidas hasta la monotonía, ni siquiera eran noticia; sólo paisaje habitual a uno y otro lado de las calles por las que caminaba pisando cristales rotos, espantado no por el horror inmediato –a todo se hace uno con el hábito y la lucidez forzosa–, sino por la mano despiadada que había tajado sin que le temblara el pulso, con su cuchillo de carnicero cósmico, aquellos edificios y las vidas que contenían. La regla helada, impasible, que se advertía detrás de aquella desolación y aquel silencio.
También está la melancolía. Otro recuerdo de los suscitados por esa fotografía tiene que ver con un antiguo edificio que durante muchos años fue escenario de mi infancia familiar, y que más tarde, derribado casi por completo, mantuvo demasiado tiempo alguno de sus muros desnudos impúdicamente expuesto a la mirada pública, con mi memoria impresa en él, visible cada vez que me detenía allí: huellas de muebles, apliques de lámparas y cuadros en las paredes, empapelado, azulejos de la cocina, restos de baldosas y escaleras.
Rastros de un paisaje entrañable, de juegos infantiles, de calor y de cobijo. Del paraíso perdido del que tarde o temprano te expulsa el tiempo.
Ante aquel triste aspecto de un lugar para mí tan amado y conocido, cuyo plano y detalles podía –todavía puedo– reconstruir minuciosamente en la memoria, llegué a experimentar, a veces, intensos sentimientos de nostalgia.
De pérdida irreparable. Y si en mi caso el despojo se debía exclusivamente a la convicción del paso de los años y la ausencia paulatina e inevitable de seres queridos –nada especialmente dramático cuando se considera con arreglo al orden natural de las cosas–, imagino el desconsuelo de quienes contemplan las huellas de sus propias vidas en las paredes de antiguos hogares después de sucesos trágicos, pérdidas graves, golpes brutales de los que aniquilan cuanto el ser humano posee, o cree poseer.
Ésa es la razón de que las imágenes de esas existencias desnudas, los cortes verticales de edificios descubiertos de un día para otro por catástrofes naturales, guerras o siniestros azares del destino, me conmuevan especialmente. Me pongan –disimulen la mariconada– algo blandito por dentro. Más, incluso, que los cuerpos sepultados bajo los escombros.
Hay en esas paredes algo que revela la parte indefensa, y tal vez la mejor, del ser humano. De cualquiera. De todos. A ver qué miserable o canalla entre los millones que adornan el paisaje, por mucho que lo sea, no tiene un rincón noble en alguna parte.
Una retaguardia íntima, privada, hecha, incluso para los peores entre nosotros, de afectos, lecturas, músicas, sueños, amores, ternuras.
La habitación de un hijo, el dormitorio de una madre con su crucifijo en la pared, el póster del Ché, la foto de boda de los padres o los abuelos, el retrato de un niño que fue feliz o no lo fue, la cama donde se ama, se sueña o se tienen pesadillas, la estantería con libros que ayudan a vivir otras vidas, a planear futuros o a consolar pasados.
Asomarme involuntariamente a esa parte al descubierto de cada uno de nosotros me conmueve e incomoda, pues hace vacilar la confortable certeza, tan útil en tiempos de crisis –y todos los tiempos lo son– de que el ser humano tiene siempre lo que se merece.
Esa exhibición desconsiderada, impúdica, de tantas vidas desnudas, dispara también curiosos mecanismos de solidaridad frente al verdugo cósmico que juega con nosotros al ajedrez.
Con fotografías como la que comento, con paisajes parecidos, o peores, que a mi pesar conservo en la memoria, me gustaría tener delante a ese jugador improbable y decirle: oye, desvergonzado hijo de la grandísima puta. A un ser humano se le mata, si tales son las reglas. De acuerdo.
Pero no se le humilla. No se le desnuda así, en público, en lo que es y lo que fue.
18 feb 2010
17 feb 2010
Georges Prêtre (
...... * Georges Prêtre (1924), director de orquesta francés, ha trabajado en los mejores teatros de ópera y conciertos del mundo. Fue el director musical favorito de Maria Callas, con quien grabó Carmen y Tosca. Además, se le considera uno de los grandes expertos en la obra de Francis Poulenc. En el 2008, con 83 años, se convirtió en el primer director francés y en el más longevo en dirigir en Viena el Concierto de Año Nuevo que este año estará de nuevo a su cargo.
Le Clézio, ¿Javier Marías?
......
La memoria me jugó una mala pasada y no es hoy cuando se falla el Premio Nacional de narrativa, sino el lunes próximo, día 13. Me imagino que las novelas con más posibilidades son las de Rafael Chirbes y Javier Marías, Crematorio y Tu rostro mañana, 3. Veneno y sombra y adiós.
Pero sospecho que el jurado se decantará, en esta ocasión, por Marías, premiando así -en cierta forma- toda la extraordinaria trilogía. Sea como fuere, tienen poco margen para equivocarse pues entre los finalistas también figuran, junto a alguna obra pintoresca cuya presencia sólo se explica por el despiste del jurado, nada menos que La gloria de los niños, de Luis Mateo Díez, y La ofensa, de Ricardo Menéndez Salmón.
Giorgio de Chirico: las memorias de un superhombre
Giorgio de Chirico: las memorias de un superhombre
El viejo tenía muy mala leche. El viejo es Giorgio de Chirico; ayer terminé de leer sus memorias, que son muy graciosas, aunque involuntariamente. No las escribió para que nos partamos la columna de risa, pero son divertidas, da igual si se revuelve en su tumba. A veces no. A veces se pone pesado, sin más, pero poco. A no ser cuando se le ocurre salvar el mundo con sus opiniones sobre lo humano y lo divino el libro se lee bien y tiene su guasa y su interés, aunque uno esperaba que se parase más en ciertas etapas por las que pasa casi volando, dando estocadas a diestro y siniestro sin profundizar.
A poco que empezamos a leer notamos algo raro; Giorgio de Chirico está como una cabra.
Sí, y ¿quién no está cómo una cabra? Vale, es verdad, pero él más. Son incontables las veces que se refiere a sí mismo como un gran hombre y un verdadero artista, una inteligencia excepcional, etcétera, y esto cuando se pone modesto. Cree a pies juntillas que es el único artista del siglo XX que no está cagando sobre el bendito nombre del arte. Odia a los franceses desde que empezaron a pintar peor que niños de ocho años y cree que hay una conspiración en Italia (y fuera) para acabar con él, todo por envidia, según comenta un millón de veces por circunstancias distintas.
Quitando los muchos párrafos que dedica a señalar que él y su mujer son algo así como una nueva raza de superhombres, y que a veces se hacen coñeros, y los pormenores de las tramas conspiradoras contra su persona y trabajo derivadas de la envidia, el libro es ameno y tiene pasajes de cagarse por la pata. Y además el estilo alambicado que gasta a veces toma un cariz realmente alucinante, que ya no sabes si estás leyendo un libro de ciencia-ficción:
“Pero llegó el 4 de junio de 1944. Los últimos ectoplasmas de ojos glaucos e inexpresivos habían desaparecido hacia Occidente y hacia el Septentrión. Pudimos salir y vivir como personas.”Pura ciencia-ficción. Los ectoplasmas son los nazis entrando en Italia; “hombres de piel enrojecida y con ojos de hiena”.
Pero claro, cualquier persona de bien con un poco de sangre en el cuerpo y escaso interés por la pintura y milagros de don Giorgio, se compra estas memorias para leer el momento maravilloso en que aparecen en escena los surrealistas. La cosa promete porque don Giorgio digamos que flirteó con el surrealismo, no poco, se metió hasta las cachas entre ellos y después se desdijo y se deshizo toda la vida; se desdijo argumentando que era un ingenuo y no sabía que esos señores eran tan cabrones y subnormales, y se deshizo renegando de las telas de esa época, hasta el punto, sospecho, de tildar de falsos muchas telas que no lo eran (perdió juicios incluso).
La verdad es que no decepciona:
“Al poco de llegar a París, encontré una fuerte oposición por parte de aquel grupo de degenerados, de canallas, de hijos de papá, de holgazanes, de onanistas y de abúlicos que, pomposamente, se habían autobautizado como surrealistas y hablaban hasta de “revolución surrealista” y de “movimiento surrealista”. Este grupo de individuos poco recomendables estaba capitaneado por un sedicente poeta que respondía al nombre de André Breton, que tenía como ayudante de campo a otro seudopoeta llamado Paul Eluard, que era un muchachote pálido y banal, con la nariz torcida y una cara con algo de onanista y algo de cretino místico. André Breton, además, era el tipo clásico de asno pretencioso y de arribista impotente.”
Como se ve domina el arte de la descripción. No tiene “pelos en la pluma”.
“Escribo todas estas cosas y seguiré escribiéndolas, indiferente a las reacciones que provoquen, porque sé que, además de ser un gran pintor y un gran hombre, también tengo una misión que cumplir”. (En cursiva estas tres últimas palabras, supongo, que por el autor).
Tengo que decir que no recuerdo haber visto un De Chirico delante en mi puñetera vida, y en cromo o en pantalla de ordenador no es lo mismo; pero, a decir verdad, su pintura metafísica (eufemismo por surrealista) parece tan espantosa como la de Dalí, otro eunuco artístico para don Giorgio.
Otro día trascribo aquí un pasaje tronchante sobre una actuación en directo de lo que él llama música dodecacofónica, “un fenómeno ultramoderno”.
Amén.
El viejo tenía muy mala leche. El viejo es Giorgio de Chirico; ayer terminé de leer sus memorias, que son muy graciosas, aunque involuntariamente. No las escribió para que nos partamos la columna de risa, pero son divertidas, da igual si se revuelve en su tumba. A veces no. A veces se pone pesado, sin más, pero poco. A no ser cuando se le ocurre salvar el mundo con sus opiniones sobre lo humano y lo divino el libro se lee bien y tiene su guasa y su interés, aunque uno esperaba que se parase más en ciertas etapas por las que pasa casi volando, dando estocadas a diestro y siniestro sin profundizar.
A poco que empezamos a leer notamos algo raro; Giorgio de Chirico está como una cabra.
Sí, y ¿quién no está cómo una cabra? Vale, es verdad, pero él más. Son incontables las veces que se refiere a sí mismo como un gran hombre y un verdadero artista, una inteligencia excepcional, etcétera, y esto cuando se pone modesto. Cree a pies juntillas que es el único artista del siglo XX que no está cagando sobre el bendito nombre del arte. Odia a los franceses desde que empezaron a pintar peor que niños de ocho años y cree que hay una conspiración en Italia (y fuera) para acabar con él, todo por envidia, según comenta un millón de veces por circunstancias distintas.
Quitando los muchos párrafos que dedica a señalar que él y su mujer son algo así como una nueva raza de superhombres, y que a veces se hacen coñeros, y los pormenores de las tramas conspiradoras contra su persona y trabajo derivadas de la envidia, el libro es ameno y tiene pasajes de cagarse por la pata. Y además el estilo alambicado que gasta a veces toma un cariz realmente alucinante, que ya no sabes si estás leyendo un libro de ciencia-ficción:
“Pero llegó el 4 de junio de 1944. Los últimos ectoplasmas de ojos glaucos e inexpresivos habían desaparecido hacia Occidente y hacia el Septentrión. Pudimos salir y vivir como personas.”Pura ciencia-ficción. Los ectoplasmas son los nazis entrando en Italia; “hombres de piel enrojecida y con ojos de hiena”.
Pero claro, cualquier persona de bien con un poco de sangre en el cuerpo y escaso interés por la pintura y milagros de don Giorgio, se compra estas memorias para leer el momento maravilloso en que aparecen en escena los surrealistas. La cosa promete porque don Giorgio digamos que flirteó con el surrealismo, no poco, se metió hasta las cachas entre ellos y después se desdijo y se deshizo toda la vida; se desdijo argumentando que era un ingenuo y no sabía que esos señores eran tan cabrones y subnormales, y se deshizo renegando de las telas de esa época, hasta el punto, sospecho, de tildar de falsos muchas telas que no lo eran (perdió juicios incluso).
La verdad es que no decepciona:
“Al poco de llegar a París, encontré una fuerte oposición por parte de aquel grupo de degenerados, de canallas, de hijos de papá, de holgazanes, de onanistas y de abúlicos que, pomposamente, se habían autobautizado como surrealistas y hablaban hasta de “revolución surrealista” y de “movimiento surrealista”. Este grupo de individuos poco recomendables estaba capitaneado por un sedicente poeta que respondía al nombre de André Breton, que tenía como ayudante de campo a otro seudopoeta llamado Paul Eluard, que era un muchachote pálido y banal, con la nariz torcida y una cara con algo de onanista y algo de cretino místico. André Breton, además, era el tipo clásico de asno pretencioso y de arribista impotente.”
Como se ve domina el arte de la descripción. No tiene “pelos en la pluma”.
“Escribo todas estas cosas y seguiré escribiéndolas, indiferente a las reacciones que provoquen, porque sé que, además de ser un gran pintor y un gran hombre, también tengo una misión que cumplir”. (En cursiva estas tres últimas palabras, supongo, que por el autor).
Tengo que decir que no recuerdo haber visto un De Chirico delante en mi puñetera vida, y en cromo o en pantalla de ordenador no es lo mismo; pero, a decir verdad, su pintura metafísica (eufemismo por surrealista) parece tan espantosa como la de Dalí, otro eunuco artístico para don Giorgio.
Otro día trascribo aquí un pasaje tronchante sobre una actuación en directo de lo que él llama música dodecacofónica, “un fenómeno ultramoderno”.
Amén.
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