Traiciones de la memoria
Hay algo muy especial en la escritura de Héctor Abad Faciolince que convierte todo lo que trata en algo interesante, en un texto que uno no se puede saltar, con lee siempre con el placer de saber que está disfrutando de un momento especial de la lectura.
Donde Abad consiguió ese estado de gracia que ahora ya parece poseerle fue en su libro memorable El olvido que seremos (Seix Barral), sobre el asesinato de su padre, en Medellín, víctima del terror de ultraderecha que azota Colombia y la sigue amedrentando.
Ese libro era una reconstrucción magnífica, conmovedora, del instante en que el padre de Héctor cae bajo las balas; el hijo se acerca al suceso con el temor tembloroso que alimenta el pudor, y alcanza alturas narrativas que sólo puede marcar un poeta.
El título respondía a un verso supuestamente de Jorge Luis Borges que el padre llevaba en el bolsillo de la chaqueta cuando fue acribillado. El olvido que seremos. Alguien explicó en diversos artículos y otras intervenciones que el poema no era de Borges, sino apócrifo; yo recuerdo que estaba en La Gomera, hace dos años, cuando supe de la polémica por el propio Héctor, que estaba verdaderamente atribulado porque en algún momento pensó que, en efecto, le había atribuido al poeta argentino algo que no era suyo.
Como Abad Faciolince tiene un enorme aprecio por la fidelidad de los datos y de la narrativa que trabaja desde que es un chico se dedicó a buscar y recorrió medio mundo para hacer una pesquisa universal acerca del origen del poema, hasta que halló la verdad verdadera: era de Borges, éste lo pensó, lo dictó, lo corrigió.
El destino del poema es difícil de hallar, como una novela de misterio que se desenvuelve como un caramelo raro, y aquí está, el objeto mismo, en una edición que ha hecho ahora Alfaguara y que acabo de comprar en Cartagena de Indias. Anoche acabé el libro, conmovido otra vez por la historia primitiva, el asesinato del padre, y por la capacidad que ha tenido Héctor para convertir su paciencia y su escritura en los instrumentos de su arte. El libro se llama Traiciones de la memoria y a mi me gustaría recomendarlo.
Juan Cruz
6 feb 2010
Hadas
Jugando sin parar,
ríe Lilia con el rocío del juglar.
Cantando y bailando,
hacia Gump ha de llegar.
Las hadas la han escuchado
bostezando se levantan,
con el trajinar del día
cansadas han de estar.
¡Qué importa!
Ellas dispuestas a bailar están.
Los duendes han escapado,
su oro escondido estará,
¡No se lo vayan a robar!
Quizás se unan…
Quizás no…
¡Lo pensarán!
La luna sonriente se alista,
se viste de seda,
caricias de plata dará.
¡Hoy es día de fiesta!
Luz no faltará.
La flauta dulce se extiende,
el aroma tutú se irradia,
¡Hasta las flores llegaron ya!
Lilia apresura su paso
la fiesta empezando va.
Yahaira Valverde
1 feb 2010
'Dans les oeufs'
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 24 de Enero de 2010
Como se veía venir –consideren lo de se veía como bordería facilona–, la moda de los restaurantes donde se come a oscuras ha sido saludada con alborozo en España. Faltaría más.
En la vanguardia de Occidente. Y háganse cargo del flash: completamente a oscuras, camareros ciegos que te llevan de la mano y sirven platos que no puedes ver, todo a base de tacto, gusto, oído y olfato. Con mucho contacto físico, se añade como incentivo.
Hasta para hacer pipí te lleva de la mano un ciego o ciega –no me pillarás esta vez, Bibiana–. Y oigan. De clientes no sé cómo andan esos locales; igual hay bofetadas para meterse dentro.
No me extrañaría en absoluto. Los elogios mediáticos son, desde luego, rutilantes. En las páginas de Cultura, por supuesto. Dónde, si no.
A fin de cuentas, comer donde Ferrán Adriá equivale a leer tres páginas del Quijote, por lo menos. O cuatro. Dicen. Como los desfiles de moda y el mus. Y las tres en raya. Todo a Cultura.
Con foto del restaurante entre el museo Thyssen y la última novela de Saramago. Y lo de zampar a oscuras, además, encima de venir avalado por franquicia con precedentes en París, Londres y Moscú –Dans le Noir, capten el astuto juego de palabras–, tiene ese puntito a medio camino entre museo de Diseño de Zúrich y corrección política que lleva a algunos al límite del orgasmo múltiple. Ahí va una de las reseñas, cuyo recorte atesoro: «La necesidad de experimentar nuevas emociones y el afán de descubrimiento no están reñidos con la conciencia social y la sensibilidad hacia las discapacidades». Con dos cojones.
Iría, lo juro. De no estar un poco mayor para estas cosas –«La experiencia no es apta para quien no ama el contacto físico, ya que el tacto es el sentido estrella de la noche»–, les aseguro a ustedes que caería a cenar allí, sólo por ver cómo se las arregla uno cuando, en la oscuridad, dice: «Camarero, hágame el favor. Necesito miccionar», y el de la ONCE llega, te palpa, te coge de la mano y te conduce a través de la noche procelosa hasta el lugar, supongo que también dans le noir, donde puedes aliviar la vejiga.
He visto una foto publicitaria en alguna parte, y es que de verdad dan ganas de abalanzarte al sitio: los clientes apoyados unos en otros y el camarero delante, como bailando la conga.
Todo elegante y solidario que te rilas, a base de mucho tacto y contacto físico, como debe ser.
Desplegando tu conciencia social y sensibilidad solidaria camino del baño, en alegre camaradería con otros clientes que en ese momento sientan ganas de lo mismo. Guiados todos por camareros invidentes pero expertos, que cual Virgilios abnegados te guíen por la selva oscura de la vida, al fondo a la derecha. Orientándote el chorro una vez allí, supongo. Con paciente esmero.
Lo mejor de todo esto es que me ha dado un par de ideas. Estoy por llamar a mi amigo Félix Colomo –el que me pidió autorización para abrir en el Madrid de los Austrias su Taberna del Capitán Alatriste– y decirle que debería ampliar sus negocios gastronómicos con nuevas fórmulas para forrarse.
O para forrarse más, si cabe. Una de ellas podría ser una franquicia de restaurantes que desde ahora mismo le propongo. Sin manos, sería el nombre. Y la gracia del asunto consistiría en que ningún cliente podría usar las manos para comer.
Ni de coña. Al entrar se le atarían a la espalda y degustaría las delicias locales sin cubiertos ni nada, agachándose directamente con la boca sobre el plato.
Slurp, slurp. Eso haría que el tacto, el gusto y el olfato fuesen protagonistas indiscutibles del asunto. Además, para realzar la conciencia social y la sensibilidad sensible, todos los camareros serían mancos, y servirían los platos sosteniéndolos entre los dientes. Para extremar el concepto, no habría servilletas, y los clientes se limpiarían los morros unos a otros con sonoros lengüetazos. Eso daría lugar a una enriquecedora interacción emocional, que como su propio nombre indica, sería mutua.
Tengo otras ideas igual de gilipollas. O más. Algunas podrían triunfar a tope en esta Europa tonta del ciruelo; donde, como dice mi vecino de página Carlos Herrera, si llega un imbécil más, nos caeremos al agua. Por ejemplo: un restaurante llamado Dans les Couilles, aunque una versión más pedestre –Dans les Oeufs– tendría más garra en España.
El toque maestro consistiría en cobrar doscientos euros por cubierto exclusivo para fanáticos del megapijodiseño, soplapollas en general y políticos con Mastercard o Visa Oro del partido. Los políticos, sobre todo, acudirían en enjambres, como suelen.
Dans les Oeufs ofrecería emociones y sensibilidad social a mantas.
Todo el rato, camareros cuidadosamente seleccionados entre los más robustos y robustas –chúpate ésa también, Bibiana– de los parados que frecuentan comedores de caridad o hurgan por la noche en cubos de basura y contenedores de supermercados, estarían dándoles patadas en los huevos.
Como se veía venir –consideren lo de se veía como bordería facilona–, la moda de los restaurantes donde se come a oscuras ha sido saludada con alborozo en España. Faltaría más.
En la vanguardia de Occidente. Y háganse cargo del flash: completamente a oscuras, camareros ciegos que te llevan de la mano y sirven platos que no puedes ver, todo a base de tacto, gusto, oído y olfato. Con mucho contacto físico, se añade como incentivo.
Hasta para hacer pipí te lleva de la mano un ciego o ciega –no me pillarás esta vez, Bibiana–. Y oigan. De clientes no sé cómo andan esos locales; igual hay bofetadas para meterse dentro.
No me extrañaría en absoluto. Los elogios mediáticos son, desde luego, rutilantes. En las páginas de Cultura, por supuesto. Dónde, si no.
A fin de cuentas, comer donde Ferrán Adriá equivale a leer tres páginas del Quijote, por lo menos. O cuatro. Dicen. Como los desfiles de moda y el mus. Y las tres en raya. Todo a Cultura.
Con foto del restaurante entre el museo Thyssen y la última novela de Saramago. Y lo de zampar a oscuras, además, encima de venir avalado por franquicia con precedentes en París, Londres y Moscú –Dans le Noir, capten el astuto juego de palabras–, tiene ese puntito a medio camino entre museo de Diseño de Zúrich y corrección política que lleva a algunos al límite del orgasmo múltiple. Ahí va una de las reseñas, cuyo recorte atesoro: «La necesidad de experimentar nuevas emociones y el afán de descubrimiento no están reñidos con la conciencia social y la sensibilidad hacia las discapacidades». Con dos cojones.
Iría, lo juro. De no estar un poco mayor para estas cosas –«La experiencia no es apta para quien no ama el contacto físico, ya que el tacto es el sentido estrella de la noche»–, les aseguro a ustedes que caería a cenar allí, sólo por ver cómo se las arregla uno cuando, en la oscuridad, dice: «Camarero, hágame el favor. Necesito miccionar», y el de la ONCE llega, te palpa, te coge de la mano y te conduce a través de la noche procelosa hasta el lugar, supongo que también dans le noir, donde puedes aliviar la vejiga.
He visto una foto publicitaria en alguna parte, y es que de verdad dan ganas de abalanzarte al sitio: los clientes apoyados unos en otros y el camarero delante, como bailando la conga.
Todo elegante y solidario que te rilas, a base de mucho tacto y contacto físico, como debe ser.
Desplegando tu conciencia social y sensibilidad solidaria camino del baño, en alegre camaradería con otros clientes que en ese momento sientan ganas de lo mismo. Guiados todos por camareros invidentes pero expertos, que cual Virgilios abnegados te guíen por la selva oscura de la vida, al fondo a la derecha. Orientándote el chorro una vez allí, supongo. Con paciente esmero.
Lo mejor de todo esto es que me ha dado un par de ideas. Estoy por llamar a mi amigo Félix Colomo –el que me pidió autorización para abrir en el Madrid de los Austrias su Taberna del Capitán Alatriste– y decirle que debería ampliar sus negocios gastronómicos con nuevas fórmulas para forrarse.
O para forrarse más, si cabe. Una de ellas podría ser una franquicia de restaurantes que desde ahora mismo le propongo. Sin manos, sería el nombre. Y la gracia del asunto consistiría en que ningún cliente podría usar las manos para comer.
Ni de coña. Al entrar se le atarían a la espalda y degustaría las delicias locales sin cubiertos ni nada, agachándose directamente con la boca sobre el plato.
Slurp, slurp. Eso haría que el tacto, el gusto y el olfato fuesen protagonistas indiscutibles del asunto. Además, para realzar la conciencia social y la sensibilidad sensible, todos los camareros serían mancos, y servirían los platos sosteniéndolos entre los dientes. Para extremar el concepto, no habría servilletas, y los clientes se limpiarían los morros unos a otros con sonoros lengüetazos. Eso daría lugar a una enriquecedora interacción emocional, que como su propio nombre indica, sería mutua.
Tengo otras ideas igual de gilipollas. O más. Algunas podrían triunfar a tope en esta Europa tonta del ciruelo; donde, como dice mi vecino de página Carlos Herrera, si llega un imbécil más, nos caeremos al agua. Por ejemplo: un restaurante llamado Dans les Couilles, aunque una versión más pedestre –Dans les Oeufs– tendría más garra en España.
El toque maestro consistiría en cobrar doscientos euros por cubierto exclusivo para fanáticos del megapijodiseño, soplapollas en general y políticos con Mastercard o Visa Oro del partido. Los políticos, sobre todo, acudirían en enjambres, como suelen.
Dans les Oeufs ofrecería emociones y sensibilidad social a mantas.
Todo el rato, camareros cuidadosamente seleccionados entre los más robustos y robustas –chúpate ésa también, Bibiana– de los parados que frecuentan comedores de caridad o hurgan por la noche en cubos de basura y contenedores de supermercados, estarían dándoles patadas en los huevos.
PATENTE DE CORSO 'La punta de la aduana
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 31 de Enero de 2010
Cada uno tiene sus lugares. Los que amuebla con los libros leídos, con la imaginación y con la propia vida.
Sitios vinculados a recuerdos, a personas, a sueños realizados o por realizar. Algunos tenemos el privilegio –aunque por todo pagas antes o después– de que tales lugares estén repartidos por aquí y por allá, conformando un territorio extenso.
A fin de cuentas, cuando a los dieciocho o veinte años renuncias a la seguridad del molusco, te echas una mochila a la espalda y empiezas a caminar, dispuesto a abonar las tarifas necesarias, esos pasos terminan llevándote, por muy torpe que seas, a algunos sitios curiosos.
Te trazan un mapa vital más o menos complejo. Una biografía.
Durante casi veinte años, la punta de la Aduana fue uno de esos lugares en mi mapa. Desde ella hay una vista razonable de la ciudad de Venecia, pero no es el paisaje lo que me hacía ir allí.
Tenían más que ver ciertos estados de ánimo y algunos libros leídos en edad temprana, y también el hecho de que, en una ciudad frecuentada como ésa, la punta de la Aduana quedaba lejos de los circuitos habituales de comercios, paseantes en masa y postales de rigor. Había que ir a propósito, sin otro objeto. El museo más próximo era el Guggenheim, y distaba un pequeño trecho. En invierno, sobre todo, y especialmente de noche, la soledad podía ser absoluta. Alguna pareja de enamorados, como mucho.
Gente inmóvil y silenciosa. Ibas caminando desde el muelle Zattere, escuchando el ruido de tus propios pasos, te sentabas luego en el piloncillo de piedra y encendías un cigarrillo mirando la laguna y las luces de la ciudad, en compañía del Judío Errante y de unos cuantos viejos camaradas más.
En esos momentos la otra Venecia quedaba muy lejos, y la punta de la Aduana volvía a ser parte de la materia con la que se tejen los sueños. Los míos, por lo menos. Los que alguna vez tuve.
Fue allí, sentado al sol de un invierno, cuando acabé de leer una novelita medio policíaca y medio fantástica de Fruttero y Luccentini cuyo título, bellísimo, asocio siempre con ese lugar: El amante sin domicilio fijo.
En los últimos cuatro o cinco años, sometida a restauración, la punta de la Aduana ha estado prohibida a los transeúntes. Se abrió de nuevo hace unos meses, convertido el edificio en centro de arte contemporáneo.
La puesta al día de éste, confiada al arquitecto japonés Tadeo Ando, me parece extraordinaria. Y el contenido inaugural –parte de la colección Pinault–, discutible según los gustos. Ahí cada uno es cada cual.
Cuando estuve la última vez, a finales de diciembre, lo único que de verdad me puso caliente fue el enorme y bruegeliano Fucking Hell de los hermanos Chapman; y lo que más me divirtió fue la explicación que unas incómodas madres italianas daban a sus criaturas de cinco o seis años ante el pene de dos palmos, enhiesto y largando un espeso chorro de albo producto, situado en una escultura manga de Takashi Murakami.
El resto no me hubiera importado ahorrármelo, pero no se fíen mucho de mi criterio. De arte contemporáneo no tengo ni puta idea. Una vez vi un armario con pastillas y medicamentos firmado por Damien Hirst y estuve a punto de abrirlo y tomarme una aspirina.
El caso es que al salir me asomé a la punta de la Aduana, que en realidad era el objeto principal de mi visita. Y no saben lo que me alegré de haber saturado mis recuerdos con lo que el sitio fue, porque nunca volverá a serlo. La proximidad de la colección Pinault tenía aquello lleno de gente –con el mismo derecho que yo a estar allí–; y, justo delante del pilar de piedra donde tantos personajes reales e imaginarios se sentaron durante siglos a contemplar la laguna –alguno de ellos mío, como Olvido Ferrara y el fotógrafo Faulques–, hay ahora una escultura blanca de poliuretano acrílico y tamaño algo más que natural: Niño con una rana de Charles Ray, convertida ya en foto veneciana obligatoria, otra más, para cuanto visitante se acerca al paraje.
Y lo que antes era un lugar tranquilo y melancólico, solitario a menudo, se ha convertido en un circo de fotos, flashes y grupos con guías; incluido un guardia de seguridad pegado a la escultura, a fin de que nadie la pintarrajee o le arranque el brazo con la rana.
Más arte moderno interactivo, imposible. Punta de la Aduana con segurata, niño y rana, podría llamarse. O quizá es así como se llama.
Volví de noche, y era todavía mejor: una enorme jaula metálica nada artística preservaba la integridad de la obra, enriqueciéndola con su divertida paradoja. Metáfora del arte, o puro arte contemporáneo, finalmente.
El único ya posible. Todos estamos dentro y son los tiempos que corren, concluí resignado.
Lo que espera a cada una de las puntas de Aduana que en el mundo han sido. Regresé despacio, caminando por la orilla del ancho canal de la Giudecca. Hacía un frío que partía las piedras.
Por suerte, me dije, nadie puede enjaular la memoria, ni los libros.
Cada uno tiene sus lugares. Los que amuebla con los libros leídos, con la imaginación y con la propia vida.
Sitios vinculados a recuerdos, a personas, a sueños realizados o por realizar. Algunos tenemos el privilegio –aunque por todo pagas antes o después– de que tales lugares estén repartidos por aquí y por allá, conformando un territorio extenso.
A fin de cuentas, cuando a los dieciocho o veinte años renuncias a la seguridad del molusco, te echas una mochila a la espalda y empiezas a caminar, dispuesto a abonar las tarifas necesarias, esos pasos terminan llevándote, por muy torpe que seas, a algunos sitios curiosos.
Te trazan un mapa vital más o menos complejo. Una biografía.
Durante casi veinte años, la punta de la Aduana fue uno de esos lugares en mi mapa. Desde ella hay una vista razonable de la ciudad de Venecia, pero no es el paisaje lo que me hacía ir allí.
Tenían más que ver ciertos estados de ánimo y algunos libros leídos en edad temprana, y también el hecho de que, en una ciudad frecuentada como ésa, la punta de la Aduana quedaba lejos de los circuitos habituales de comercios, paseantes en masa y postales de rigor. Había que ir a propósito, sin otro objeto. El museo más próximo era el Guggenheim, y distaba un pequeño trecho. En invierno, sobre todo, y especialmente de noche, la soledad podía ser absoluta. Alguna pareja de enamorados, como mucho.
Gente inmóvil y silenciosa. Ibas caminando desde el muelle Zattere, escuchando el ruido de tus propios pasos, te sentabas luego en el piloncillo de piedra y encendías un cigarrillo mirando la laguna y las luces de la ciudad, en compañía del Judío Errante y de unos cuantos viejos camaradas más.
En esos momentos la otra Venecia quedaba muy lejos, y la punta de la Aduana volvía a ser parte de la materia con la que se tejen los sueños. Los míos, por lo menos. Los que alguna vez tuve.
Fue allí, sentado al sol de un invierno, cuando acabé de leer una novelita medio policíaca y medio fantástica de Fruttero y Luccentini cuyo título, bellísimo, asocio siempre con ese lugar: El amante sin domicilio fijo.
En los últimos cuatro o cinco años, sometida a restauración, la punta de la Aduana ha estado prohibida a los transeúntes. Se abrió de nuevo hace unos meses, convertido el edificio en centro de arte contemporáneo.
La puesta al día de éste, confiada al arquitecto japonés Tadeo Ando, me parece extraordinaria. Y el contenido inaugural –parte de la colección Pinault–, discutible según los gustos. Ahí cada uno es cada cual.
Cuando estuve la última vez, a finales de diciembre, lo único que de verdad me puso caliente fue el enorme y bruegeliano Fucking Hell de los hermanos Chapman; y lo que más me divirtió fue la explicación que unas incómodas madres italianas daban a sus criaturas de cinco o seis años ante el pene de dos palmos, enhiesto y largando un espeso chorro de albo producto, situado en una escultura manga de Takashi Murakami.
El resto no me hubiera importado ahorrármelo, pero no se fíen mucho de mi criterio. De arte contemporáneo no tengo ni puta idea. Una vez vi un armario con pastillas y medicamentos firmado por Damien Hirst y estuve a punto de abrirlo y tomarme una aspirina.
El caso es que al salir me asomé a la punta de la Aduana, que en realidad era el objeto principal de mi visita. Y no saben lo que me alegré de haber saturado mis recuerdos con lo que el sitio fue, porque nunca volverá a serlo. La proximidad de la colección Pinault tenía aquello lleno de gente –con el mismo derecho que yo a estar allí–; y, justo delante del pilar de piedra donde tantos personajes reales e imaginarios se sentaron durante siglos a contemplar la laguna –alguno de ellos mío, como Olvido Ferrara y el fotógrafo Faulques–, hay ahora una escultura blanca de poliuretano acrílico y tamaño algo más que natural: Niño con una rana de Charles Ray, convertida ya en foto veneciana obligatoria, otra más, para cuanto visitante se acerca al paraje.
Y lo que antes era un lugar tranquilo y melancólico, solitario a menudo, se ha convertido en un circo de fotos, flashes y grupos con guías; incluido un guardia de seguridad pegado a la escultura, a fin de que nadie la pintarrajee o le arranque el brazo con la rana.
Más arte moderno interactivo, imposible. Punta de la Aduana con segurata, niño y rana, podría llamarse. O quizá es así como se llama.
Volví de noche, y era todavía mejor: una enorme jaula metálica nada artística preservaba la integridad de la obra, enriqueciéndola con su divertida paradoja. Metáfora del arte, o puro arte contemporáneo, finalmente.
El único ya posible. Todos estamos dentro y son los tiempos que corren, concluí resignado.
Lo que espera a cada una de las puntas de Aduana que en el mundo han sido. Regresé despacio, caminando por la orilla del ancho canal de la Giudecca. Hacía un frío que partía las piedras.
Por suerte, me dije, nadie puede enjaular la memoria, ni los libros.
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