Las tiendas desaparecidas
ARTURO PÉREZ-REVERTE
Cada vez que doy un paseo veo más tiendas cerradas. Algunas, las de toda la vida, habían sobrevivido a guerras y conmociones diversas.
Eran parte del paisaje. De pronto, el escaparate vacío, el rótulo desapercido de la fachada, me dejan aturdido, como ocurre con las muerte súbitas o las desgracias inesperadas.
Es una sensación de pérdida irreparable, aunque sólo haya echado vistazos al escaparate, sin entrar nunca.
Otras de esas tiendas son negocios recientes: comercios abiertos hace un par de años, e incluso pocos meses; primero, los trabajos que precedían a la apertura, y después la inauguración, todo flamante, dueños y dependientes a la expectativa, esperanzados.
Ahora paso por delante y advierto que los cristales están cubiertos y la puerta cerrada. Y me estremezco contagiado de la desilusión, la derrota que trasmite ese triste cristal pegado al cristal con las palabras se alquila o se traspasa.
En lo que va de año, la relación es como de una lista de bajas depués de un combate sangriento.
Entre las que conozco hay una parafarmacia, dos tiendas de complementos, una de música clásica, una estupenda tienda de vinos, una ferretería, una tienda de historietas, tres de regalos, dos de muebles, cuatro anticuarios, una librería, dos buenas panaderías, una galería de arte, una sombrerería, una mercería e innumerables tiendas de ropa. También -ésa fue un golpe duro, por lo simbólico- una juguetería grande y bien surtida.
Me gustaba entrar en ella, recobrando la vieja sensación que, quienes fuimos niños cuando no había televisión, ni videoconsola, ni nos habíamos vuelto todos -críos incluidos- completamente cibergilipollas, conservamos del tiempo en que una juguetería con sus muñecas, trenes, soldados, escopetas, cocinitas, caballos de cartón, disfraces de torero y juegos reunidos Geyper, era el lugar más fascinante del mundo.
Ahora hablamos de crisis cada día. Hasta los putos políticos y las putas políticas -que no es lo mismo que políticas putas, ahórrenme las putas cartas lo hacen con la misma impavidez con que antes afirmaban lo contrario.
En todo caso, una cosa es manejar estadísticas; y otra, pisar la calle y haber conocido esas tiendas una por una, recordando los rostros de propietarios y dependientes, su desasosiego en los últimos tiempos, la esperanza, menor cada día, de que alguien se parase ante el escaparate, se animara y entrase a comprar, sabiendo que de ese acto dependían el bienestar, el futuro, la familia.
Haber presenciado tanta angustia diaria, la ausencia de clientes, el miedo a que tál o cúal crédito no llegara, o a no tener con qué pagarlo.
El saberse condenados y sin esperanza mientras, en las tiendas desiertas que con tanta ilusión abrieron, languidecían su trabajo y sus ahorros. Morían tantos sueños.
Eso es lo peor, a mi juicio. Lo imperdonable. Todas esas ilusiones deshechas, trituradas por políticos golfos y sindicalistas sobornados que todavía hablan de clase empresarial como si todos los empresarios españoles tuvieran yate en Cerdeña y cuenta en las islas Caimán.
Ignorando las ilusiones deshechas de tanta gente con ideas y fuerza, que arriegó, peleó para salir adelante, y se vio arrastrada sin remedio por la tragedia económica de los últimos tiempos y también por la irresponsabilidad criminal de quienes tuvieron la obligación de prevenirlo y no quisieron, y ahora tienen el deber de solucionarlo, pero ni pueden ni saben.
De esa gentuza encantada consigo misma que no sólo carece de eficacia y voluntad, sino que sigue impasible como don Tancredo, procurando ni parpadear ante los cuernos del toro que corretea llevándose a todo cristo por delante. Un Gobierno cínico, demagogo, embustero hasta el disparate.
Una oposición cutre, patética, tan corrupta y culpable de enjuagues ladrilleros que trajeron estos fangos, que resulta difícil imaginar que unas simples urnas cambien las cosas.
Sentenciándonos, entre unos y otros, a ser un país sin tejido industrial ni empresarial, sin clase media, condenado al dinero negro, al subsidio laboral con trabajo paralelo encubierto y a la economía clandestina.
Con mucho Berlusconi en el horizonte. Un rebaño analfabeto, sumiso, de albañiles, putas y camareros, donde los únicos que de verdad van a estar a gusto, sinvergüenzas aparte, serán los jubilados guiris, los mafiosos nacionales e importados, y los hooligans de viaje y tres noches de hotel, borrachera y vómito incluidos, por veinticinco euros.
Para entonces, los responsables del desastre se habrán retirado confortablemente al cobijo de sus partidos, de sus varios sueldos oficiales, de sus pingües jubilaciones por los servicios prestados a sí mismos. A dar conferencias a Nueva York sobre cómo nos reventaron a todos, dejando el paisaje lleno de tiendas cerradas y de vidas con el rótulo se traspasa.
Así que malditos sean su sangre y todos sus muertos. En otros tiempos, al menos tenías la esperanza de verlos colgados de una farola.
12 ene 2010
El periodista veloz
El periodista veloz
Una de las cosas que agradezco a este oficio es que me haya enseñado que lo que le sucede a un periodista no es noticia, siempre que él mismo no haya sido víctima de lo que los periodistas consideran noticia.
Los periodistas o el público. Ahora bien, la norma no dice nada de lo que le suceda a otro periodista. Y en este caso celebro con mucha alegría el nombramiento de un colega, Santiago González, para dirigir Televisión Española.
En primer lugar, porque es un gran profesional de este oficio; empezó a ejercerlo cuando era un crío, y ha pasado, sobre todo en la radio, por todos los estadios o estamentos, hasta llegar a dirigir la Radiotelevisión Canaria y luego Radio Nacional de España.
En ambos lugares, sus labores directivas tuvieron en cuenta aquel aprendizaje, y siempre se ha comportado Santiago como un compañero de sus equipos, ajeno a los modos agrandados de aquellos que llegan y olvidan la naturaleza de sus orígenes o de la educación profesional que fueron adquiriendo.
Llega a Televisión Española en un momento crucial del medio y de ese medio; ya la televisión comercial, la analógica, es decir, la que siempre estuvo en casa, es otra cosa, porque además pronto va a ser inexistente. Y la televisión que nos queda será otra, ya lo está siendo. Además, TVE, la cadena que pasa a dirigir Santiago, es otra casi enteramente desde el 1 de enero, porque una televisión sin publicidad abriga riesgos o posibilidades que no son los que hubo.
Para ese reto llega Santiago (que viene de un sitio donde nunca hubo publicidad, Radio Nacional) a la principal cadena española, a la estatal. Le deseo la suerte que se merece y que, por otra parte, le ha hecho justicia a lo largo de su carrera. Un compañero, y paisano, de los dos, Santiago Díaz, le llamaba el otro día en La Opinión de Tenerfie "el periodista veloz". Atento y audaz, capaz de achicar una montaña para que no le venzan las dificultades, este orotavense joven todavía, y a veces más joven que su edad, llega a un estadio importante de su carrera, y los que le vimos crecer y correr en nuestra tierra común tenemos que animarle a celebrarlo, a sacar del cargo que ahora tiene la experiencia que le haga aún más veloz y mejor periodista.
JUan Cruz
Una de las cosas que agradezco a este oficio es que me haya enseñado que lo que le sucede a un periodista no es noticia, siempre que él mismo no haya sido víctima de lo que los periodistas consideran noticia.
Los periodistas o el público. Ahora bien, la norma no dice nada de lo que le suceda a otro periodista. Y en este caso celebro con mucha alegría el nombramiento de un colega, Santiago González, para dirigir Televisión Española.
En primer lugar, porque es un gran profesional de este oficio; empezó a ejercerlo cuando era un crío, y ha pasado, sobre todo en la radio, por todos los estadios o estamentos, hasta llegar a dirigir la Radiotelevisión Canaria y luego Radio Nacional de España.
En ambos lugares, sus labores directivas tuvieron en cuenta aquel aprendizaje, y siempre se ha comportado Santiago como un compañero de sus equipos, ajeno a los modos agrandados de aquellos que llegan y olvidan la naturaleza de sus orígenes o de la educación profesional que fueron adquiriendo.
Llega a Televisión Española en un momento crucial del medio y de ese medio; ya la televisión comercial, la analógica, es decir, la que siempre estuvo en casa, es otra cosa, porque además pronto va a ser inexistente. Y la televisión que nos queda será otra, ya lo está siendo. Además, TVE, la cadena que pasa a dirigir Santiago, es otra casi enteramente desde el 1 de enero, porque una televisión sin publicidad abriga riesgos o posibilidades que no son los que hubo.
Para ese reto llega Santiago (que viene de un sitio donde nunca hubo publicidad, Radio Nacional) a la principal cadena española, a la estatal. Le deseo la suerte que se merece y que, por otra parte, le ha hecho justicia a lo largo de su carrera. Un compañero, y paisano, de los dos, Santiago Díaz, le llamaba el otro día en La Opinión de Tenerfie "el periodista veloz". Atento y audaz, capaz de achicar una montaña para que no le venzan las dificultades, este orotavense joven todavía, y a veces más joven que su edad, llega a un estadio importante de su carrera, y los que le vimos crecer y correr en nuestra tierra común tenemos que animarle a celebrarlo, a sacar del cargo que ahora tiene la experiencia que le haga aún más veloz y mejor periodista.
JUan Cruz
El síndrome del coronel tapioca
El síndrome del coronel tapioca
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de Enero de 2010
Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete.
Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar.
En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos.
Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad.
Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre.
Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica.
Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver.
Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi.
Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro.
Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa.
Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales.
Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet.
Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos.
Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de Enero de 2010
Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete.
Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar.
En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos.
Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad.
Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre.
Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica.
Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver.
Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi.
Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro.
Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa.
Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales.
Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet.
Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos.
Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.
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