El síndrome del coronel tapioca
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de Enero de 2010
Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete.
Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar.
En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos.
Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad.
Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre.
Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica.
Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver.
Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi.
Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro.
Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa.
Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales.
Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet.
Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos.
Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.
12 ene 2010
4 ene 2010
Oportunistas de lo imprescindibles
Oportunistas de lo imprescindibles
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
No hace mucho, en una de esas cenas con Javier Marías queZ a veces nos sirven a uno o a otro, luego, para teclear un artículo que resuelva los respectivos compromisos semanales, comentábamos un hecho pintoresco que suele darse entre los comentaristas culturales a la hora de hablar de libros y autores.
Un título, un nombre olvidados por completo o de los que nadie hace caso, incluso escritores despreciados o desconocidos por quienes se dicen árbitros de las bellas letras, se ponen de moda con un centenario, una película o una reedición oportuna. Entonces, buena parte de aquellos a quienes nunca oíste hablar de tales títulos o autores emiten alaridos entusiastas, cantando sus excelencias y colocándoles la etiqueta imprescindible. Que es el adjetivo que ciertos esnobs de la tecla, con alborozado entusiasmo de conversos, reservan indefectiblemente para libros o autores de los que no se habían ocupado antes, en su vida.
Además, ellos nunca leen, sino que releen. «Estoy releyendo –escriben, imperturbables– a Ian Fleming. Un autor imprescindible.»
Sorprende, por otra parte, que si tanto aprecian a determinado escritor, nunca hasta hoy le hayan dedicado una línea, y se acuerden de él sólo cuando una editorial prestigiosa o una edición afortunada lo ponen en primer plano. Pero quienes se lo montan de posar como culturillas exquisitos –Lo que podría escribir y no quiero, o cosas así– nunca recomiendan libros imprescindibles antes de que lo sean. Sería arriesgarse demasiado.
Comentaba esto con Javier, como digo, mientras despachábamos sendos filetes empanados. No solemos hablar de literatura propia ni ajena, pero esa noche íbamos por ahí. Yo mencioné a Roberto Bolaño. Como ya dije alguna vez en público, es un autor que me parecía –a mí, no a Javier– increíblemente avinagrado y aburrido cuando estaba vivo, y me lo sigue pareciendo muerto.
Lo de avinagrado se explica porque en vida nadie le hizo caso ni compró sus libros; eso lo malhumoró mucho y solía meterse con otros autores como si ellos tuvieran la culpa.
El caso es que, con el filete empanado a medias, puse a Bolaño como ejemplo. Aparte de que a mí me guste o no, dije, tiene guasa el asunto. Lees algunas columnas actuales de animadores culturales españoles y resulta que Bolaño es imprescindible. Eso, casualmente, ahora que su agente literario le ha montado una bestial promoción post mortem nulla voluptas en Estados Unidos. Podían haberlo dicho cuando estaba vivo y sin agente, digo yo. Ayudándolo a vender más libros y a tener menos mala leche.
Pasamos luego a hablar de otros autores que ciertos caraduras que hoy pretenden barajar la literatura ninguneaban o infravaloraban no hace muchas décadas: Stevenson, Conrad, Simenon, Eric Ambler, Budd Schulberg, Le Carré, Stephan Zweig, Schnitzler, el barón Corvo, Joseph Roth y otros.
Autores, todos ellos, poco estimados entonces en España, o incluso insultados directamente, como era el caso de Zweig, novelista considerado menor hasta hace cuatro días; y que, a quienes descubrimos su Partida de ajedrez y sus obras completas en Editorial Juventud a finales de los años sesenta, nos causa mucha hilaridad que ahora no se le caiga a nadie de la boca. O de Conrad, cuyo Espejo del mar tradujo Marías hace la tira, cuando algunos tontos del ciruelo todavía consideraban al polaco sólo un aseado escritor de novelas marineras, y juraban que lo que había que leer era El Jarama, del por otra parte respetable Sánchez Ferlosio, o la imprescindible –permitan que ahí sí que me tronche– Larva, de Julián Ríos.
A los postres puse un ejemplo casual. Imagínate, dije, a un autor al que nadie haga caso. Poco conocido y leído. Traven, por ejemplo. Escritor maldito, marginal, autor de El barco de la muerte y Lo conocemos desde hace al menos treinta años y nos gusta a los dos. O, por lo menos, a mí. Pero aquí ningún periculto de suplemento literario lo menciona jamás, ni recomienda sus libros. Pregunta por él en una librería. No existe.
Pues apuesto la tecla Ñ a que si mañana aparece un libro suyo en una buena editorial, una docena de pavos que no han leído a Traven en su puta vida se descolgarán con encendidos elogios. Para eso está Internet, para documentarse. Yo, lector de Traven de siempre. Voy a explicarles quién es. Etcétera.
Y bueno. El ejemplo era casual, como digo. Pillado por los pelos. Pero lo cierto es que profeta en España puede serlo cualquiera. Tres semanas después de la cena con Javier, la interesante y prestigiosa editorial Acantilado publicaba El tesoro de Sierra Madre.
En el acto, como era de esperar, llovieron columnas y comentarios. Traven, naturalmente.
Qué me van a contar a mí, a estas alturas. Traven esto y lo otro. Traven y yo. Travenólogo como soy, desde pequeñito. Con una palabra –nunca la habríamos adivinado– repitiéndose en cada artículo: imprescindible.
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
No hace mucho, en una de esas cenas con Javier Marías queZ a veces nos sirven a uno o a otro, luego, para teclear un artículo que resuelva los respectivos compromisos semanales, comentábamos un hecho pintoresco que suele darse entre los comentaristas culturales a la hora de hablar de libros y autores.
Un título, un nombre olvidados por completo o de los que nadie hace caso, incluso escritores despreciados o desconocidos por quienes se dicen árbitros de las bellas letras, se ponen de moda con un centenario, una película o una reedición oportuna. Entonces, buena parte de aquellos a quienes nunca oíste hablar de tales títulos o autores emiten alaridos entusiastas, cantando sus excelencias y colocándoles la etiqueta imprescindible. Que es el adjetivo que ciertos esnobs de la tecla, con alborozado entusiasmo de conversos, reservan indefectiblemente para libros o autores de los que no se habían ocupado antes, en su vida.
Además, ellos nunca leen, sino que releen. «Estoy releyendo –escriben, imperturbables– a Ian Fleming. Un autor imprescindible.»
Sorprende, por otra parte, que si tanto aprecian a determinado escritor, nunca hasta hoy le hayan dedicado una línea, y se acuerden de él sólo cuando una editorial prestigiosa o una edición afortunada lo ponen en primer plano. Pero quienes se lo montan de posar como culturillas exquisitos –Lo que podría escribir y no quiero, o cosas así– nunca recomiendan libros imprescindibles antes de que lo sean. Sería arriesgarse demasiado.
Comentaba esto con Javier, como digo, mientras despachábamos sendos filetes empanados. No solemos hablar de literatura propia ni ajena, pero esa noche íbamos por ahí. Yo mencioné a Roberto Bolaño. Como ya dije alguna vez en público, es un autor que me parecía –a mí, no a Javier– increíblemente avinagrado y aburrido cuando estaba vivo, y me lo sigue pareciendo muerto.
Lo de avinagrado se explica porque en vida nadie le hizo caso ni compró sus libros; eso lo malhumoró mucho y solía meterse con otros autores como si ellos tuvieran la culpa.
El caso es que, con el filete empanado a medias, puse a Bolaño como ejemplo. Aparte de que a mí me guste o no, dije, tiene guasa el asunto. Lees algunas columnas actuales de animadores culturales españoles y resulta que Bolaño es imprescindible. Eso, casualmente, ahora que su agente literario le ha montado una bestial promoción post mortem nulla voluptas en Estados Unidos. Podían haberlo dicho cuando estaba vivo y sin agente, digo yo. Ayudándolo a vender más libros y a tener menos mala leche.
Pasamos luego a hablar de otros autores que ciertos caraduras que hoy pretenden barajar la literatura ninguneaban o infravaloraban no hace muchas décadas: Stevenson, Conrad, Simenon, Eric Ambler, Budd Schulberg, Le Carré, Stephan Zweig, Schnitzler, el barón Corvo, Joseph Roth y otros.
Autores, todos ellos, poco estimados entonces en España, o incluso insultados directamente, como era el caso de Zweig, novelista considerado menor hasta hace cuatro días; y que, a quienes descubrimos su Partida de ajedrez y sus obras completas en Editorial Juventud a finales de los años sesenta, nos causa mucha hilaridad que ahora no se le caiga a nadie de la boca. O de Conrad, cuyo Espejo del mar tradujo Marías hace la tira, cuando algunos tontos del ciruelo todavía consideraban al polaco sólo un aseado escritor de novelas marineras, y juraban que lo que había que leer era El Jarama, del por otra parte respetable Sánchez Ferlosio, o la imprescindible –permitan que ahí sí que me tronche– Larva, de Julián Ríos.
A los postres puse un ejemplo casual. Imagínate, dije, a un autor al que nadie haga caso. Poco conocido y leído. Traven, por ejemplo. Escritor maldito, marginal, autor de El barco de la muerte y Lo conocemos desde hace al menos treinta años y nos gusta a los dos. O, por lo menos, a mí. Pero aquí ningún periculto de suplemento literario lo menciona jamás, ni recomienda sus libros. Pregunta por él en una librería. No existe.
Pues apuesto la tecla Ñ a que si mañana aparece un libro suyo en una buena editorial, una docena de pavos que no han leído a Traven en su puta vida se descolgarán con encendidos elogios. Para eso está Internet, para documentarse. Yo, lector de Traven de siempre. Voy a explicarles quién es. Etcétera.
Y bueno. El ejemplo era casual, como digo. Pillado por los pelos. Pero lo cierto es que profeta en España puede serlo cualquiera. Tres semanas después de la cena con Javier, la interesante y prestigiosa editorial Acantilado publicaba El tesoro de Sierra Madre.
En el acto, como era de esperar, llovieron columnas y comentarios. Traven, naturalmente.
Qué me van a contar a mí, a estas alturas. Traven esto y lo otro. Traven y yo. Travenólogo como soy, desde pequeñito. Con una palabra –nunca la habríamos adivinado– repitiéndose en cada artículo: imprescindible.
3 ene 2010
GUSTAVO MARTÍN GARZO NOCHE DE REYES
En 2001, en un viaje en tren con mi hermana María, estuvimos hablando sobre los Reyes Magos, sobre esa increíble conspiración en la que todos -sin excepción, medios de comunicación incluidos- participamos, y cuyo fin es que los niños crean en su existencia real.
Los cambios en la edad, por supuesto, son graduales, pero ¿qué mejor frontera que el día en el que te dicen la verdad sobre los Reyes, para marcar el inicio del fin de la infancia?".
Tiene razón Martín Casariego al hablar de la increíble conspiración que reina en estas fechas en torno a los Reyes Magos.
Los niños se encuentran una mañana de enero sus cuartos llenos de juguetes, y sus padres les dicen que los responsables son tres personajes misteriosos que tienen la rara afición de visitarles a escondidas una vez al año para cubrirles de regalos. Una ocurrencia cuanto menos extraña, pues un regalo suele ser un gesto de reconocimiento, pero también de poder.
"Al llevar mi regalo eres mío", es la inquietante advertencia que contienen todos los regalos. La pregunta, entonces, es por qué los adultos se escudan en unos seres del mundo de la ficción para atentar contra esa ley esencial del regalo que es dejar clara la identidad de quien lo da y poner la marca de no disponible sobre quien lo recibe.
Aún más, por qué en un mundo tan práctico, utilitario y racionalista como el nuestro pervive una costumbre así, y estos remotos seres siguen llegando puntualmente, para celebrar con su gozosa atención la presencia de los niños en el mundo.
Una atención hecha a imagen y semejanza de los que dedican todos los padres a sus hijos pequeños, porque, bien mirado, al poner a escondidas los juguetes en sus cuartos, los padres no hacen nada que no hagan cada noche cuando les acompañan a la cama y olvidando sus obligaciones, el mundo sensato en el que deben moverse, les hablan de dragones, de alfombras voladoras, de mundos detenidos en el interior de los lagos, de muchachas que tejen camisas de ortigas y de pájaros de oro.
Es decir, les hablan como si contagiados por su hermosura hubieran perdido literalmente la razón. Porque el mundo de los cuentos es ese mundo que sólo puede encontrarse cuando perdemos la razón. Aunque si necesitamos hacer algo así no es para caer en el mundo atroz de la locura sino para salir de él, pues tal vez la peor de las locuras, como dijo Chesterton, es la de aquellos que lo han perdido todo menos la razón.
Lo que los niños en realidad reciben es el regalo más grande: una historia que les haga sentirse amados
La verdad sobre los Reyes marca el principio del fin de la infancia
Franz Kafka tiene un relato en que un pobre hombre, desesperado por el frío que está pasando se monta sobre un cubo vacío y sale volando en dirección a la casa del carbonero. Pero, al verle llegar por los aires, la mujer del carbonero le espanta
con su mandil. Nuestra razón es como esa mujer que agita decidida su mandil. Pone las cosas en su sitio, y nos devuelve la cordura, pero nada sabe de la loca esperanza que nos llevó a confundir el cubo con un caballo ni de la alegría inexplicable que sentimos al volar con él en la noche.
Y las historias que contamos a los niños están para decirles que ese vuelo y esa alegría son posibles. Ese y no otro es el verdadero significado de la Noche de Reyes.
Una noche en que lo que importa de verdad no son tanto los juguetes que los padres dan a sus hijos, sino el hecho de que lo hagan en el seno de una historia.
Porque lo que les estamos regalando, al hacerles creer que son los Reyes Magos quienes se los dan, es el don más maravilloso que puede hacerse a un niño, el don de una historia.
Es inevitable, siempre nos vamos tras los que tienen historias así que contar. Eso es el amor, encontrarnos con alguien y sentir que guarda una historia que debemos escuchar. Y tal es el regalo que hacemos a los niños esa noche, el regalo de una dulce y maravillosa historia.
Una historia que lejos de apartarles del mundo, les devuelve a él cargados de confianza y gratitud, que es lo que pasa con los Reyes Magos, en que el niño siempre termina despertando en su cuarto real lleno de objetos soñados. Pues ¿acaso no es eso un juguete: un objeto que pertenece por igual al mundo de la realidad y el de los sueños?
¿Deben seguir contando historias así los padres a los niños? No tengo ninguna duda de que sí, incluso los que piensan que a los niños hay que decirles siempre la verdad.
La razón nos dice cómo es el mundo, y nos ayuda a descubrir las leyes que lo rigen, pero no nos dice por qué estamos en él, ni si nuestra vida tiene o no algún sentido. ¿La razón? Nuestra vida no cabe en una casa tan pequeña, por eso necesitamos ficciones que nos permitan ampliar el campo de lo posible. Y lo que regalamos a los niños la Noche de Reyes es el regalo de una ficción que habla del amor y sus tímidas locuras.
Los libros están llenos de personajes que se van detrás de alguien con la esperanza de escuchar de sus labios historias así.
Sancho lo hace detrás de don Quijote, para oírle hablar de caballeros enamorados y ríos llenos de miel; Elsa desafía la prohibición de Lohengrin, para conocer el misterio de los cisnes del lago; Ismael se embarca en el Pequod, para oír hablar de la ballena blanca, y Nausicaa baña y cubre de perfumes a Odiseo, para sentarse a su lado y escuchar el relato de sus amores con Circe. Una historia es un lugar donde se formula una promesa.
La historia de don Quijote nos promete un mundo lleno de nobleza, dignidad y alegres desatinos; la del capitán Achab, que puede vencerse a la muerte; y la de Ulises, que existen hechizos capaces de retener a nuestro lado a los seres que amamos. Si las criaturas de los cuentos nos conmueven, es porque son una metáfora de nuestro propio corazón anhelante. Dragones, sirenas, muchachas encantadas, sastrecillos valerosos, tímidos flautistas, todos nos prometen algo cuando se acercan a nosotros. Y la enseñanza principal de la Noche de Reyes es que el regalo más grande que podemos hacer a los niños es el regalo de una historia que les haga sentirse amados.
Una historia que les diga que existe la gracia en el mundo, que es lo que prometen todas las historias de amor. Por eso, más que unos simples juguetes, lo que de verdad quiere el niño es que sean los Reyes Magos quienes se los den, y de ahí su terrible decepción cuando descubren que son sus propios padres quienes lo hacen. Esta es la razón de que ni el adulto ni el niño quieran abandonar esa noche el mundo de la magia.
El niño para que se cumplan sus deseos, los adultos para hacer ese tipo de promesas que no se pueden cumplir. Tú no te vas a morir nunca, tal es la promesa que, a través de esos personajes de ficción, les hacen los padres a los niños esa noche. El loco amor es tratar de cumplir cosas así.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
Los cambios en la edad, por supuesto, son graduales, pero ¿qué mejor frontera que el día en el que te dicen la verdad sobre los Reyes, para marcar el inicio del fin de la infancia?".
Tiene razón Martín Casariego al hablar de la increíble conspiración que reina en estas fechas en torno a los Reyes Magos.
Los niños se encuentran una mañana de enero sus cuartos llenos de juguetes, y sus padres les dicen que los responsables son tres personajes misteriosos que tienen la rara afición de visitarles a escondidas una vez al año para cubrirles de regalos. Una ocurrencia cuanto menos extraña, pues un regalo suele ser un gesto de reconocimiento, pero también de poder.
"Al llevar mi regalo eres mío", es la inquietante advertencia que contienen todos los regalos. La pregunta, entonces, es por qué los adultos se escudan en unos seres del mundo de la ficción para atentar contra esa ley esencial del regalo que es dejar clara la identidad de quien lo da y poner la marca de no disponible sobre quien lo recibe.
Aún más, por qué en un mundo tan práctico, utilitario y racionalista como el nuestro pervive una costumbre así, y estos remotos seres siguen llegando puntualmente, para celebrar con su gozosa atención la presencia de los niños en el mundo.
Una atención hecha a imagen y semejanza de los que dedican todos los padres a sus hijos pequeños, porque, bien mirado, al poner a escondidas los juguetes en sus cuartos, los padres no hacen nada que no hagan cada noche cuando les acompañan a la cama y olvidando sus obligaciones, el mundo sensato en el que deben moverse, les hablan de dragones, de alfombras voladoras, de mundos detenidos en el interior de los lagos, de muchachas que tejen camisas de ortigas y de pájaros de oro.
Es decir, les hablan como si contagiados por su hermosura hubieran perdido literalmente la razón. Porque el mundo de los cuentos es ese mundo que sólo puede encontrarse cuando perdemos la razón. Aunque si necesitamos hacer algo así no es para caer en el mundo atroz de la locura sino para salir de él, pues tal vez la peor de las locuras, como dijo Chesterton, es la de aquellos que lo han perdido todo menos la razón.
Lo que los niños en realidad reciben es el regalo más grande: una historia que les haga sentirse amados
La verdad sobre los Reyes marca el principio del fin de la infancia
Franz Kafka tiene un relato en que un pobre hombre, desesperado por el frío que está pasando se monta sobre un cubo vacío y sale volando en dirección a la casa del carbonero. Pero, al verle llegar por los aires, la mujer del carbonero le espanta
con su mandil. Nuestra razón es como esa mujer que agita decidida su mandil. Pone las cosas en su sitio, y nos devuelve la cordura, pero nada sabe de la loca esperanza que nos llevó a confundir el cubo con un caballo ni de la alegría inexplicable que sentimos al volar con él en la noche.
Y las historias que contamos a los niños están para decirles que ese vuelo y esa alegría son posibles. Ese y no otro es el verdadero significado de la Noche de Reyes.
Una noche en que lo que importa de verdad no son tanto los juguetes que los padres dan a sus hijos, sino el hecho de que lo hagan en el seno de una historia.
Porque lo que les estamos regalando, al hacerles creer que son los Reyes Magos quienes se los dan, es el don más maravilloso que puede hacerse a un niño, el don de una historia.
Es inevitable, siempre nos vamos tras los que tienen historias así que contar. Eso es el amor, encontrarnos con alguien y sentir que guarda una historia que debemos escuchar. Y tal es el regalo que hacemos a los niños esa noche, el regalo de una dulce y maravillosa historia.
Una historia que lejos de apartarles del mundo, les devuelve a él cargados de confianza y gratitud, que es lo que pasa con los Reyes Magos, en que el niño siempre termina despertando en su cuarto real lleno de objetos soñados. Pues ¿acaso no es eso un juguete: un objeto que pertenece por igual al mundo de la realidad y el de los sueños?
¿Deben seguir contando historias así los padres a los niños? No tengo ninguna duda de que sí, incluso los que piensan que a los niños hay que decirles siempre la verdad.
La razón nos dice cómo es el mundo, y nos ayuda a descubrir las leyes que lo rigen, pero no nos dice por qué estamos en él, ni si nuestra vida tiene o no algún sentido. ¿La razón? Nuestra vida no cabe en una casa tan pequeña, por eso necesitamos ficciones que nos permitan ampliar el campo de lo posible. Y lo que regalamos a los niños la Noche de Reyes es el regalo de una ficción que habla del amor y sus tímidas locuras.
Los libros están llenos de personajes que se van detrás de alguien con la esperanza de escuchar de sus labios historias así.
Sancho lo hace detrás de don Quijote, para oírle hablar de caballeros enamorados y ríos llenos de miel; Elsa desafía la prohibición de Lohengrin, para conocer el misterio de los cisnes del lago; Ismael se embarca en el Pequod, para oír hablar de la ballena blanca, y Nausicaa baña y cubre de perfumes a Odiseo, para sentarse a su lado y escuchar el relato de sus amores con Circe. Una historia es un lugar donde se formula una promesa.
La historia de don Quijote nos promete un mundo lleno de nobleza, dignidad y alegres desatinos; la del capitán Achab, que puede vencerse a la muerte; y la de Ulises, que existen hechizos capaces de retener a nuestro lado a los seres que amamos. Si las criaturas de los cuentos nos conmueven, es porque son una metáfora de nuestro propio corazón anhelante. Dragones, sirenas, muchachas encantadas, sastrecillos valerosos, tímidos flautistas, todos nos prometen algo cuando se acercan a nosotros. Y la enseñanza principal de la Noche de Reyes es que el regalo más grande que podemos hacer a los niños es el regalo de una historia que les haga sentirse amados.
Una historia que les diga que existe la gracia en el mundo, que es lo que prometen todas las historias de amor. Por eso, más que unos simples juguetes, lo que de verdad quiere el niño es que sean los Reyes Magos quienes se los den, y de ahí su terrible decepción cuando descubren que son sus propios padres quienes lo hacen. Esta es la razón de que ni el adulto ni el niño quieran abandonar esa noche el mundo de la magia.
El niño para que se cumplan sus deseos, los adultos para hacer ese tipo de promesas que no se pueden cumplir. Tú no te vas a morir nunca, tal es la promesa que, a través de esos personajes de ficción, les hacen los padres a los niños esa noche. El loco amor es tratar de cumplir cosas así.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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