Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

16 dic 2009

Lo que sé sobre toros y toreros

Hace cosa de un mes, por una de esas emboscadas que a veces te montan los amigos, anduve metido en pregones y otros fastos taurinos sevillanos. Fue agradable, como lo es todo en esa ciudad extraordinaria; y quedé agradecido a la gente de la Maestranza, amable y acogedora. Pero todo tiene sus daños colaterales. Ayer recibí una carta desde una ciudad donde cada año, en fiestas, matan a un toro a cuchilladas por las calles, preguntándome con mucha retranca cómo alguien que se manifiesta contrario a la muerte de los animales en general, y a la de los toros en particular, habla a favor del asunto. También me preguntan, de paso, cuánto trinqué por envainármela. Y como resulta que hoy no tengo nada mejor que contarles, voy a explicárselo al remitente. Con su permiso.

En primer lugar, yo nunca cobro por conferencias ni cosas así; considérenlo una chulería como otra cualquiera. Las pocas veces que largo en público suelo hacerlo gratis, por la cara. Y lo de Sevilla no fue una excepción. En cuanto a lo de los toros, diré aquí lo que dije allí: de la materia sé muy poco, o lo justo. En España, afirmar que uno sabe de toros es fácil. Basta la barra de un bar y un par de cañas. Sostenerlo resulta más complejo. Sostenerlo ante la gente de la Maestranza habría sido una arrogancia idiota. Yo de lo único que sé es de lo que sabe cualquiera que se fije: animales bravos y hombres valientes. El arte se lo dejo a los expertos. De las palabras bravura y valor, sin embargo, puede hablar todo el mundo, o casi. De eso fue de lo que hablé en Sevilla. Sobre todo, del niño que iba a los toros de la mano de su abuelo, en un tiempo en que los psicoterapeutas, psicopedagogos y psicodemagogos todavía no se habían hecho amos de la educación infantil. Cuando los Reyes Magos, que entonces eran reyes sin complejos, aún no se la cogían con papel de fumar y dejaban pistolas de vaquero, soldaditos de plástico, caballos de cartón y espadas. Hasta trajes de torero, ponían a veces.

Aquel niño, como digo, se llenó los ojos y la memoria con el espectáculo del albero, ampliando el territorio de los libros que por aquel tiempo devoraba con pasión desaforada: la soledad del héroe, el torero y su enemigo en el centro del ruedo. De la mano del abuelo, el niño aprendió allí algunas cosas útiles sobre el coraje y la cobardía, sobre la dignidad del hombre que se atreve y la del animal que lucha hasta el fin. Toreros impasibles con la muerte a tres centímetros de la femoral. Toreros descompuestos que se libraban con infames bajonazos. Hombres heridos o maltrechos que se ajustaban el corbatín mirando hacia la nada antes de entrar a matar, o a morir, con la naturalidad de quien entra en un bar y pide un vaso de vino. Toros indultados por su bravura, aún con la cabeza erguida, firmes sobre sus patas, como gladiadores preguntándose si aún tenían que seguir luchando.

Así, el niño aprendió a mirar. A ver cosas que de otro modo no habría visto. A valorar pronto ciertas palabras –valor, maneras, temple, dignidad, vergüenza torera, vida y muerte– como algo natural, consustancial a la existencia de hombres y animales. Hombres enfrentados al miedo, animales peligrosos que traían cortijos en los lomos o mutilación, fracaso, miseria y olvido en los pitones. El ser humano peleando, como desde hace siglos lo hace, por afán de gloria, por hambre, por dinero, por vergüenza. Por reputación.

Pero ojo. No todo fue admirable. También recuerdo las charlotadas, por ejemplo. Ignoro si todavía se celebran esos ruines espectáculos: payasos en el ruedo, enanos con traje de luces, torillos atormentados entre carcajadas infames de un público estúpido, irrespetuoso y cobarde. Nada recuerdo allí de mágico, ni de educativo. Quizá por eso, igual que hoy aprecio y respeto las corridas de toros, detesto con toda mi alma las sueltas de vaquillas, los toros embolados, de fuego, de la Vega o de donde sean, las fiestas populares donde un animal indefenso es torturado por la chusma que se ceba en él. Los toros no nacen para morir así. Nacen para morir matando, si pueden; no para verse atormentados, acuchillados por una turba de borrachos impunes. Un toro nace para pelear con la fuerza de su casta y su bravura, dando a todos, incluso a quien lo mata, una lección de vida y de coraje. Por eso es necesario que mueran toreros, de vez en cuando. Es la prueba, el contraste de ley. Si la muerte no jugase la partida de modo equitativo, el espectáculo taurino sería sólo un espectáculo; no el rito trágico y fascinante que permite al observador atento asomarse a los misterios extremos de la vida. Sólo eso justifica la muerte de un animal tan noble y hermoso. Ahí está, a mi juicio, la diferencia. Lo demás es folklore bestial, y es carnicería.

Gibraltar inglés

Los guardias civiles son inocentes como criaturas. Tanto golpe de tricornio y bigotazo clásico, y luego salen pardillos vestidos de verde. A quién se le ocurre pedir instrucciones concretas al Gobierno español sobre cómo actuar en aguas próximas a Gibraltar, donde la Marina Real británica lleva tiempo acosándolos cuando sus Heineken se acercan a menos de tres millas del pedrusco, pese a que la colonia no tiene aguas jurisdiccionales. Cada vez que una lancha picolina anda por allí persiguiendo a narcotraficantes y demás gentuza, los de la Navy salen en plan flamenco a decirle que o ahueca el ala o se monta un desparrame, mientras la embajada británica denuncia «inaceptable violación de soberanía». Para más choteo, la marina de Su Graciosa usa boyas con la bandera española en sus prácticas de tiro, a fin de motivarse. Cada vez, nuestros sufridos guardias, «para evitar males mayores y siguiendo instrucciones», no tienen otra que dar media vuelta y enseñar la popa. Y claro. Como el papel es poco gallardo, algunas asociaciones profesionales de Picolandia piden que esas instrucciones se den de forma clara, para saber a qué atenerse. Porque hasta ahora, la única recibida de sus mandos es la de «seguir patrullando por las mismas aguas, pero evitar conflictos mayores». O sea, largarse de allí cada vez que los ingleses lo exijan. Que es cuando a éstos les sale del pitorro.

La verdad. No he hablado últimamente con el ministro Moratinos, ni con el ministro Pérez Rubalcaba. Ni últimamente, ni en mi puta vida. Pero eso no es obstáculo, u óbice, para que desde esta página me sienta cualificado –como cualquiera de ustedes– para despejar la incógnita que atormenta a nuestros picolinos náuticos. ¿Cuándo el ministerio español de Exteriores va a dar un puñetazo en la mesa?, preguntan. Y la respuesta es elemental, querido Watson. Nunca. Suponer a un ministro español dando puñetazos en una mesa inglesa, o somalí, requiere imaginación excesiva. Las instrucciones a la Guardia Civil puedo darlas yo mismo: obedecer toda intimación británica y no buscarle problemas al Gobierno, a riesgo de que los guardias chulitos acaben destinados forzosos en Bermeo, o por allí. Porque si insisten, y los detienen los ingleses, y se les ocurre resistirse a la detención, para qué le voy a contar, cabo Sánchez. Sujétese la teresiana. La instrucción, que ya regía en pleno esplendor cuando gobernaba el Pepé –a ése también se la endiñaban bien–, vale para todo incidente imaginable: desde ametrallamiento de bandera, a copita y puro de la Navy con las zódiacs de los narcos, pasando por submarinos nucleares con tubo de escape chungo y paradas navales con banda de música y majorettes. Por el mismo precio también incluye la opción de desembarco de los Royal Marines de maniobras en las playas de La Línea, como ocurrió hace unos años, y la sodomización sistemática de los agentes del servicio marítimo de la Guardia Civil o de Vigilancia Aduanera a quienes la marina inglesa, al mirarlos con prismáticos, encuentre atractivos. Todo sea por evitar conflictos mayores.

Y ahora, una vez claras las instrucciones –luego no digan que no son concretas–, una sugerencia: podríamos dejarnos ya de mascaradas. De teatro estúpido que ofende la inteligencia del personal, guardias civiles incluidos. Gibraltar no va a ser devuelto a España jamás, y ninguno de los gobiernos pasados, presentes ni futuros de este país miserable, con el Estado sometido a demolición sistemática y los ciudadanos en absoluta indefensión, está capacitado para sostener reivindicación ninguna, ni en Gibraltar ni en Móstoles. Y no es ya que los gibraltareños abominen de ser españoles. En esta España incierta y analfabeta, desgobernada desde hace siglos por sinvergüenzas que han hecho de ella su puerco negocio, lo que desearíamos algunos es ser gibraltareños, o franceses, o ingleses. Lo que sea, con tal de escapar de esta trampa. Huir de tanta impotencia, tanta ineptitud, tanta demagogia, tanto oportunismo y tanta mierda. Largarnos a cualquier sitio normal, donde no se te caiga la cara de vergüenza cuando ves el telediario. Lejos de esta sociedad apática, acrítica, suicida, históricamente enferma.

Podrían dejarse de cuentos chinos. Reconocer que España es el payaso de Europa, y que Gibraltar pertenece a quienes desde hace tres siglos lo defienden con eficacia, en buena parte porque nadie ha sabido disputárselo. Y porque la Costa del Sol, donde los gibraltareños y sus compadres británicos tienen las casas, el dinero y los negocios, se nutre de la colonia; y sin ésta esa tierra sería un escenario más, como tantos, de paro y miseria. Así que declaremos Gibraltar inglés de una maldita vez. Acabemos con este sainete imbécil, asumiendo los hechos. La Historia demuestra que la razón es de quien tiene el coraje de sostenerla. Nunca de las ratas cobardes, escondidas en su albañal mientras otros tiran de la cadena.

13 dic 2009

ANTONIO MUÑOZ MOLINA IDA Y VUELTA

La muerte de alguien empuja el tiempo de su vida hacia el pasado. Cuando uno va cumpliendo años, ese pasado de los que se han ido empieza a ser el suyo.
Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento.
Yo no conocí ni a Jordi Solé Tura ni a Pedro Altares, pero sus dos muertes tan cercanas entre sí me han removido la memoria de los tiempos en los que era muy joven y encontraba sus nombres en las revistas del antifranquismo y la transición, el uno en Triunfo, el otro en Cuadernos para el Diálogo, y luego en la actualidad política de aquellos tan convulsos, tan mal recordados.




Ahora me doy cuenta de lo improbable que se ha vuelto alguien como Solé Tura: un militante comunista ilustrado que como tantísimos otros estuvo en el Partido, por usar la mayúscula propia de entonces, en virtud de la muy razonable convicción de que era la fuerza política mejor equipada para ayudar al establecimiento de la democracia; un catalanista comprometido de corazón con un proyecto progresista para toda España: un patriota, en el sentido primitivo y liberal de la palabra.
A las personas más jóvenes y ya plenamente adultas uno tiene a veces que explicarles que no hace demasiados años, antes de que ellos nacieran, la libertad, la cultura y el idioma de Cataluña eran parte de la causa común que defendíamos todos los antifranquistas, aunque viviéramos en Madrid, en Granada o en Jaén, y que esa España siempre enfrentada a los catalanes y permanentemente hostil a ellos es un invento de las castas políticas de ahora.
Jordi Solé Tura era tan uno de los nuestros como Lluís Llach o Salvador Espriu o Comediants. Lo eran más por ser catalanes, y nadie pensaba que su diferencia pudiera alejarlos de nosotros, porque nos enriquecía, formaba parte del gran sueño de pluralismo y gozosa libertad que ambicionábamos por igual para todos, y que parecía tan difícil, tan frágil cuando empezaba a lograrse, cuando estaba a punto de perderse.

"Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", dice el verso de Luis Cernuda. Me he acordado de tener veinte años y de esperar cada semana la llegada de Triunfo, cada mes la de Cuadernos para el Diálogo, que era visualmente una revista más austera, con letra apretada, con artículos firmados por personas que para mí estaban muy lejos, en el mundo del periodismo y de los adultos, en aquel Madrid remoto del que las cosas tardaban varios días más en llegar a nuestra provincia.
Pedro Altares era una firma, ni siquiera una cara en una fotografía, el nombre de alguien a quien uno no había visto nunca pero que formaba parte de la misma conspiración a la que uno quería vagamente sumarse.
Ahora parece que todo aquello fue muy fácil, y que no tuvo ningún mérito, un simulacro de democracia concedido por los herederos de Franco y aceptado con mansedumbre y cobardía por quienes no fueron capaces de derribar el régimen. En ese artículo tan lleno de melancolía que dejó escrito antes de morir Pedro Altares invocaba las incertidumbres terribles de aquellos años, la sensación que tuvimos tantas veces de que los partidarios de la negrura y del crimen nos iban a arrebatar las libertades recién logradas y siempre en peligro.
Quien no haya vivido la noche de enero de 1977 en la que se empezó a difundir la noticia del asesinato a quemarropa de los abogados del despacho laboralista en la calle de Atocha difícilmente podrá imaginar el pánico, el sentimiento de derrumbe. Nunca estuvo más claro que los pistoleros que mataban y secuestraban en nombre de la patria vasca o de la España eterna o de la revolución comunista pertenecían a la misma especie de chacales.
Yo me acuerdo de esa noche, muy tarde, en Granada, en un piso de estudiantes pobres, con muebles viejos y pósters de La Pasionaria y del Guernica por las paredes, con mugre de desorden y olor a tabaco negro y a frituras baratas, con ceniceros llenos de colillas y revistas y libros por todas partes, la vida entera pendiente de un hilo, de las informaciones temibles que daba la radio: ahora, retrospectivamente, estaba claro que tan sólo dos meses después el Partido Comunista iba a ser legalizado, y que en junio habría unas elecciones; también se puede predecir con desgana que un año más tarde, a pesar de la crisis económica y de la inflación desbocada, de los asesinatos terroristas casi a diario, del clamor de la extrema derecha por un golpe militar, la constitución entre cuyos redactores estaría Jordi Solé Tura iba a ser aprobada. Pero quién, dentro o fuera de España, habría apostado que pudiera durar; quién no sintió de nuevo, otra noche de invierno, en febrero de 1981, como un aliento frío en la nuca, la irrupción de los mismos fantasmas arcaicos, ahora renovados con imágenes como pesadillas en blanco y negro de los golpes militares tan recientes todavía en América Latina: Chile en 1973, Uruguay en 1974, Argentina en 1976.

No idealizo el pasado; no me abandono a la nostalgia. Hombres como Pedro Altares y Jordi Solé Tura tuvieron la mezcla de imaginación política y de templanza necesaria para creer en la viabilidad de un sistema democrático en el que hubiera sitio para todos, pero muchos de nosotros tardamos en aceptarlo de verdad.
Nos habíamos rebelado contra la dictadura, pero en realidad no éramos demócratas. Nuestros amigos comunistas habían obedecido a regañadientes la consigna de acatar la bandera roja y amarilla y la monarquía, pero en las asambleas universitarias lo que se debatía alucinadamente era la dictadura del proletariado o la superioridad del modelo chino o el modelo cubano, la vigencia del proyecto de revolución mundial de Trotski o la dudosa posibilidad del tránsito al socialismo desde la legalidad burguesa.

Fue la democracia la que nos hizo poco a poco demócratas; empezamos a serlo en 1977, quizás lo fuimos del todo por primera vez la noche del 24 de febrero de 1981, cuando nos echamos a la calle en una fraternidad provocada de golpe por la conciencia de lo que habíamos estado a punto de perder.

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. En la mañana de diciembre en que leo en el periódico la muerte de Pedro Altares una cola larguísima de gente apacible y festiva aguarda turno para visitar el Congreso de los Diputados, abierto al público en el aniversario de la Constitución.
La cola se extiende por el paseo del Prado y la calle de Alcalá hasta la esquina del Círculo de Bellas Artes. Me doy cuenta de que hasta ahora no había pensado de verdad en el doble imperativo que hay en el verso de Cernuda: tan necesario como el recuerdo es el deber civil de contar lo que uno vio con sus propios ojos a quienes han venido después. En 1977, personas como Pedro Altares y Jordi Solé Tura estaban haciendo posible este tiempo presente, esta mañana de diciembre.

Gaivotas y Carlos