12 dic 2009
Cartas a Teo (fragmento) Vicent van Gogh
“Si algo en el fondo de ti te dice: ‘tú no eres pintor’, es entonces cuando hace falta pintar, viejo, y esta voz se callará, pero solamente por este medio; aquel que sintiendo esto se va a casa de sus amigos y les cuenta sus penas, pierde un poco de su energía, un poco de lo que mejor lleva dentro. Sólo pueden ser tus amigos aquellos que también luchen contra esto, aquellos que por el ejemplo de su propia actividad estimulen lo que hay de activo en ti.
Es preciso ponerse a la tarea con un aplomo, con una cierta conciencia de que lo que se hace es conforme a la razón, así como el labriego guía su carreta o como nuestro amigo que, en mi pequeño croquis, rastrilla su campo, y lo rastrilla él mismo. Si no se tiene caballo, uno mismo es el propio caballo, y esto es lo que una multitud de personas hacen aquí. Hay una frase de Gustavo Doré que yo he encontrado siempre muy bella: ‘Tengo la paciencia de un buey’.
Yo veo dentro de ella a la vez algo bueno, una cierta honestidad resuelta; en fin, esta frase contiene muchas cosas: es una verdadera frase de artista. Cuando se piensa en personas en las cuales el espíritu concibe cosas de este género, me parece que los razonamientos que sólo asoman en boca de los marchands de cuadros, a propósito de ‘artistas dotados’, no son más que un horrible graznido de cuervo. ‘Tengo paciencia’, qué sereno es esto, qué digno; tal vez no se diría si precisamente no hubiera todos estos graznidos de cuervos. Yo no soy un artista *qué grosero es esto-, incluso pensándolo de sí mismo *¿será posible no tener paciencia, no aprender de la naturaleza a tenerla, a tener paciencia viendo cómo aparece silenciosamente el trigo, crecer las cosas? -¿será posible valorarse como una cosa tan absolutamente muerta, que hasta se llegue a pensar que ni siquiera se puede crecer más? ¿Pensaría alguien, por ventura, en contrariar intencionalmente su desarrollo?
Digo esto para hacer ver cuán tonto encuentro el hablar de artistas dotados o no dotados.
Pero si se quiere crecer, es preciso hundirse en la tierra. Te digo pues: plántate en la tierra de Drenthe y germinarás; no te seques en el empedrado. Hay plantas que crecen en las ciudades, me dirás; sea, pero tú eres trigo, y tu lugar está en un campo de trigo...
No pienso decirte nada nuevo, en lo más mínimo; te pido tan sólo que no vayas al encuentro de ideas mejores que las que ya llevas dentro.” Vincent Van Gogh, Cartas a Théo Drenthe, 1883
Es preciso ponerse a la tarea con un aplomo, con una cierta conciencia de que lo que se hace es conforme a la razón, así como el labriego guía su carreta o como nuestro amigo que, en mi pequeño croquis, rastrilla su campo, y lo rastrilla él mismo. Si no se tiene caballo, uno mismo es el propio caballo, y esto es lo que una multitud de personas hacen aquí. Hay una frase de Gustavo Doré que yo he encontrado siempre muy bella: ‘Tengo la paciencia de un buey’.
Yo veo dentro de ella a la vez algo bueno, una cierta honestidad resuelta; en fin, esta frase contiene muchas cosas: es una verdadera frase de artista. Cuando se piensa en personas en las cuales el espíritu concibe cosas de este género, me parece que los razonamientos que sólo asoman en boca de los marchands de cuadros, a propósito de ‘artistas dotados’, no son más que un horrible graznido de cuervo. ‘Tengo paciencia’, qué sereno es esto, qué digno; tal vez no se diría si precisamente no hubiera todos estos graznidos de cuervos. Yo no soy un artista *qué grosero es esto-, incluso pensándolo de sí mismo *¿será posible no tener paciencia, no aprender de la naturaleza a tenerla, a tener paciencia viendo cómo aparece silenciosamente el trigo, crecer las cosas? -¿será posible valorarse como una cosa tan absolutamente muerta, que hasta se llegue a pensar que ni siquiera se puede crecer más? ¿Pensaría alguien, por ventura, en contrariar intencionalmente su desarrollo?
Digo esto para hacer ver cuán tonto encuentro el hablar de artistas dotados o no dotados.
Pero si se quiere crecer, es preciso hundirse en la tierra. Te digo pues: plántate en la tierra de Drenthe y germinarás; no te seques en el empedrado. Hay plantas que crecen en las ciudades, me dirás; sea, pero tú eres trigo, y tu lugar está en un campo de trigo...
No pienso decirte nada nuevo, en lo más mínimo; te pido tan sólo que no vayas al encuentro de ideas mejores que las que ya llevas dentro.” Vincent Van Gogh, Cartas a Théo Drenthe, 1883
11 dic 2009
El lenguaje mudo
'El lenguaje mudo' es un reportaje del suplemento 'Babelia' del 12 de diciembre de 2009
Piensa esto: piensa que lo primero que supo acerca de los libros fue, allá en la infancia, que así como había baños para niñas y baños para niños, había libros para niñas -Mujercitas- y libros para niños -Colmillo blanco, El faro del fin del mundo- que eran, precisamente, los libros que ella leía y que despertaban, en los adultos, una mirada de caritativa sospecha, como si leer libros sobre fareros y hombres en tierras de lobos pudiera convertirla, a ella, en farero, en hombre, en lobo. Piensa eso la mujer en el vagón del metro mientras intenta ocultar la portada del libro que lleva sobre la falda. El libro es de una autora respetable -Melissa Bank- pero tiene un título sospechoso -Manual de caza y pesca para chicas- y la mujer no quiere que nadie crea que ella es lo que ese título podría sugerir: una mujer en busca de marido siguiendo, para eso, las indicaciones de un tomo de autoayuda. En la infancia, piensa, era más fácil: había libros para niños y libros para niñas, y el que leía mucho podía parecer un poco raro, pero la lectura no era -además de un placer- especulación, carnet de club: señal de pertenencia.
ujer se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios
***
Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delínea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowsky que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.
La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda "Juan Salvador Gaviota" a la pregunta "¿Cuál es tu libro favorito?".
***
Alguien parece interesante. De pronto dice "¿Leíste El Código Da Vinci?".
Alguien parece interesante. De pronto dice: "Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conocés?".
Alguien se asombra: "¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?".
Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.
Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice "Murakami".
Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Bolaño, un comic de Art Spiegelman, dos ejemplares del New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El cazador oculto". Alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El país de las sombras largas", y alguien piensa "Ada o el ardor", pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.
Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición: del fuego.
La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.
***
Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia).
No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las Correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell.
Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.
La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.
***
Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la felicidad infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después -y bajo toneladas hipercalóricas de "¿Leíste a tal?" "¡Si! ¿Y leíste a tal?" "¡Sí! Y leíste a tal?"- pensando que ese, sí, es el comienzo de una gran amistad.
Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender -una y otra y otra vez- que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Esta soy yo. En estas cosas creo. Esta es mi patria.
Piensa esto: piensa que lo primero que supo acerca de los libros fue, allá en la infancia, que así como había baños para niñas y baños para niños, había libros para niñas -Mujercitas- y libros para niños -Colmillo blanco, El faro del fin del mundo- que eran, precisamente, los libros que ella leía y que despertaban, en los adultos, una mirada de caritativa sospecha, como si leer libros sobre fareros y hombres en tierras de lobos pudiera convertirla, a ella, en farero, en hombre, en lobo. Piensa eso la mujer en el vagón del metro mientras intenta ocultar la portada del libro que lleva sobre la falda. El libro es de una autora respetable -Melissa Bank- pero tiene un título sospechoso -Manual de caza y pesca para chicas- y la mujer no quiere que nadie crea que ella es lo que ese título podría sugerir: una mujer en busca de marido siguiendo, para eso, las indicaciones de un tomo de autoayuda. En la infancia, piensa, era más fácil: había libros para niños y libros para niñas, y el que leía mucho podía parecer un poco raro, pero la lectura no era -además de un placer- especulación, carnet de club: señal de pertenencia.
ujer se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios
***
Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delínea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowsky que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.
La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda "Juan Salvador Gaviota" a la pregunta "¿Cuál es tu libro favorito?".
***
Alguien parece interesante. De pronto dice "¿Leíste El Código Da Vinci?".
Alguien parece interesante. De pronto dice: "Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conocés?".
Alguien se asombra: "¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?".
Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.
Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice "Murakami".
Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Bolaño, un comic de Art Spiegelman, dos ejemplares del New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El cazador oculto". Alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El país de las sombras largas", y alguien piensa "Ada o el ardor", pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.
Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición: del fuego.
La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.
***
Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia).
No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las Correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell.
Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.
La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.
***
Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la felicidad infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después -y bajo toneladas hipercalóricas de "¿Leíste a tal?" "¡Si! ¿Y leíste a tal?" "¡Sí! Y leíste a tal?"- pensando que ese, sí, es el comienzo de una gran amistad.
Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender -una y otra y otra vez- que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Esta soy yo. En estas cosas creo. Esta es mi patria.
Pepe Junco La Placita del Barrio
LA PLACITA DEL BARRIO
Un niño en la placita de su barrio que no existía
mas que en su pensamiento cristalino y fecundo
como el vientre de una mujer enraizada en la raíz de un árbol
milenario que se arraiga con una fuerza descomunal
en lo más sagrado de la tierra, donde la tierra es tierra
y no cercado o surco o sobreviviente del holocausto
oculta en una maceta de algodón que una viejecita
riega con copos de nieve cuando es invierno o no
y entonces le dibuja flores desconocidas pero hermosas
como aquella muchacha que sorprendí en un rincón de la escuela
llorando amargamente porque no sabía escribir aunque era bella
y los maestros le sacudían el alma avergonzándola
y la mandaban a repetir trescientas veces no sé escribir
en lugar de comprarle un lápiz con la punta afilada
y de la mano llevarla por el jardín de la palaba amor,
dulzura, u otras palabras sagradas que no sabían enseñarle.
El niño en la placita de su barrio que no existía
inventaba juguetes con los que fabricaba un corazón
que después se guardaba en el bolsillo descosido
de sus pantalones para llevárselo a su madre
arrodillada siempre en los pisos ajenos,
sacando brillo con un afán desmesurado
como si pensara que ya había bastante suciedad
y hubiera emprendido una campaña a favor de la higiene
hasta que el niño llegaba con su corazón en el bolsillo
y de la mano se iban a la casita del barrio donde no existía
plaza para que los niños jugaran ni escuela
para que los maestros enseñaran a escribir
palabras tiernas a la hermosa muchacha que lloraba
desconsolada en un rincón porque no tenía lápiz
con el que dibujar la maceta que la vieja regaba
con copos de nieve cuando era invierno o no.
Un niño en la placita de su barrio que no existía
mas que en su pensamiento cristalino y fecundo
como el vientre de una mujer enraizada en la raíz de un árbol
milenario que se arraiga con una fuerza descomunal
en lo más sagrado de la tierra, donde la tierra es tierra
y no cercado o surco o sobreviviente del holocausto
oculta en una maceta de algodón que una viejecita
riega con copos de nieve cuando es invierno o no
y entonces le dibuja flores desconocidas pero hermosas
como aquella muchacha que sorprendí en un rincón de la escuela
llorando amargamente porque no sabía escribir aunque era bella
y los maestros le sacudían el alma avergonzándola
y la mandaban a repetir trescientas veces no sé escribir
en lugar de comprarle un lápiz con la punta afilada
y de la mano llevarla por el jardín de la palaba amor,
dulzura, u otras palabras sagradas que no sabían enseñarle.
El niño en la placita de su barrio que no existía
inventaba juguetes con los que fabricaba un corazón
que después se guardaba en el bolsillo descosido
de sus pantalones para llevárselo a su madre
arrodillada siempre en los pisos ajenos,
sacando brillo con un afán desmesurado
como si pensara que ya había bastante suciedad
y hubiera emprendido una campaña a favor de la higiene
hasta que el niño llegaba con su corazón en el bolsillo
y de la mano se iban a la casita del barrio donde no existía
plaza para que los niños jugaran ni escuela
para que los maestros enseñaran a escribir
palabras tiernas a la hermosa muchacha que lloraba
desconsolada en un rincón porque no tenía lápiz
con el que dibujar la maceta que la vieja regaba
con copos de nieve cuando era invierno o no.
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