9 dic 2009
PATENTE DE CORSO Chantaje en vigo
Vigo. O sea, Galicia. España. Estado moderno –dicho sea lo de Estado con las cautelas oportunas–. Democracia constitucional con supuestos derechos y libertades de cada cual. En mi casa mando yo, resumiendo. Y mi amigo Manolo, que es un ingenuo y se lo cree, necesita cubrir un puesto de auditor. Es una oferta seria y bien remunerada. Así que publica un anuncio en la prensa local: «Se necesita auditor para empresa solvente». Y empieza el circo.
La cosa se encarna en inspectora de Trabajo y Asuntos Sociales, con todas sus letras.
Hola, buenas, dice la pava.
¿Cómo es que solicitan ustedes un auditor, y no un auditor o una auditora? Mi amigo, que es hombre culto, conoce las normas de la Real Academia en particular y de la lengua española en general, y no trinca de la corrección política ni de la gilipollez pública, como otros, argumenta que auditor es masculino genérico, y que su uso con carácter neutro engloba el masculino y el femenino desde Cervantes a Vargas Llosa, más o menos.
No añade, porque es chico educado y tampoco quiere broncas, que no es asunto suyo, ni de su empresa, que una pandilla de feminazis oportunistas, crecidas por el silencio de los borregos, la ignorancia nacional y la complicidad de una clase política prevaricadora y analfabeta, necesite justificar su negocio de subvenciones e influencias elevando la estupidez a la categoría de norma, y violentando a su conveniencia la lógica natural de un idioma que, aparte de ellas, hablan cuatrocientos millones de personas en todo el mundo.
Olvidando, de paso, que la norma no se impone por decreto, sino que son el uso y la sabiduría de la propia lengua hablada y escrita los que crean esa norma; y que las academias, diccionarios, gramáticas y ortografías se limitan a registrar el hecho lingüístico, a fijarlo y a limpiarlo para su común conocimiento y mayor eficacia. Porque no es que, como afirman algunos tontos, las academias sean lentas y vayan detrás de la lengua de la calle. Es que su misión es precisamente ésa: ir detrás, recogiendo la ropa tirada por el suelo, haciendo inventario de ésta y ordenando los armarios.
Pero volvamos a Vigo. A los pocos días de la visita de la inspectora mentada, Manolo recibe un oficio, o diligencia, donde «se requiere a la empresa la subsanación de las ofertas vigentes y la realización de las futuras o bien en términos neutros, o bien referida simultáneamente a trabajadores de ambos sexos».
Dicho en corto –aparte la ausencia de coma tras futuras y la falta de concordancia de referida–: o en el futuro pide auditor o auditora, con tres palabras en vez de una, en anuncios que se cobran precisamente por palabras, o deberá atenerse a las consecuencias.
Y a mi amigo, claro, se lo llevan los diablos. «O es un chantaje feminista más –se lamenta–, o mi anuncio despista de verdad, y algunas mujeres ignorantes o estúpidas creen que no pueden optar a ese puesto de trabajo.
Lo que sería aún más grave. Si lo que tanta idiotez de género ha conseguido es que, al final, una mujer crea que ofrecer un trabajo de auditor es sólo para hombres y no para ella, todo esto es una puñetera mierda.» Etcétera.
El caso es que, resuelto a defender su derecho de anunciarse en correcto castellano, Manolo se pone en contacto con los servicios jurídicos del Ministerio de Igualdad, donde una abogada razonable, competente y muy amable –lo hago constar para los efectos oportunos–, le dice que, con la ley de Igualdad en la mano, la inspectora de Vigo «puede haber creído detectar» discriminación en el anuncio, y que la empresa se expone a una sanción futura si no rectifica. «¿Entonces, la legalidad o ilegalidad de mi anuncio depende de la opinión particular de cualquier funcionario que lo lea, por encima de la Real Academia Española?», pregunta Manolo.
«Más o menos», responde la abogada. «¿Y qué pasaría si yo recurriese legalmente, respaldado por informes periciales de lingüistas o académicos?», insiste mi amigo. «Pasaría –es la respuesta– que tal vez ganase usted. Pero eso dependería del juez.»
Es inútil añadir que, ante la perspectiva de un procedimiento judicial de incierto resultado, que iba a costarle más que las dos palabras suplementarias del anuncio, Manolo ha cedido al chantaje, y lo de auditor a secas se lo ha comido con patatas. «Auditor, auditora y auditoro con miembros y miembras», creo que pone ahora. Con mayúsculas.
Tampoco está el patio para defensas numantinas.
Esto es España, líder de Europa y pasmo de Occidente: el continuo disparate donde la razón vive indefensa y cualquier imbecilidad tiene su asiento. Como dice el pobre Manolo, «lo mismo voy a juicio, colega, me toca una juez feminista y encima me jode vivo». Intento consolarlo diciéndole que peor habría sido, en vez de auditor, necesitar otra cosa. Un albañil, por ejemplo. O albañila.
La cosa se encarna en inspectora de Trabajo y Asuntos Sociales, con todas sus letras.
Hola, buenas, dice la pava.
¿Cómo es que solicitan ustedes un auditor, y no un auditor o una auditora? Mi amigo, que es hombre culto, conoce las normas de la Real Academia en particular y de la lengua española en general, y no trinca de la corrección política ni de la gilipollez pública, como otros, argumenta que auditor es masculino genérico, y que su uso con carácter neutro engloba el masculino y el femenino desde Cervantes a Vargas Llosa, más o menos.
No añade, porque es chico educado y tampoco quiere broncas, que no es asunto suyo, ni de su empresa, que una pandilla de feminazis oportunistas, crecidas por el silencio de los borregos, la ignorancia nacional y la complicidad de una clase política prevaricadora y analfabeta, necesite justificar su negocio de subvenciones e influencias elevando la estupidez a la categoría de norma, y violentando a su conveniencia la lógica natural de un idioma que, aparte de ellas, hablan cuatrocientos millones de personas en todo el mundo.
Olvidando, de paso, que la norma no se impone por decreto, sino que son el uso y la sabiduría de la propia lengua hablada y escrita los que crean esa norma; y que las academias, diccionarios, gramáticas y ortografías se limitan a registrar el hecho lingüístico, a fijarlo y a limpiarlo para su común conocimiento y mayor eficacia. Porque no es que, como afirman algunos tontos, las academias sean lentas y vayan detrás de la lengua de la calle. Es que su misión es precisamente ésa: ir detrás, recogiendo la ropa tirada por el suelo, haciendo inventario de ésta y ordenando los armarios.
Pero volvamos a Vigo. A los pocos días de la visita de la inspectora mentada, Manolo recibe un oficio, o diligencia, donde «se requiere a la empresa la subsanación de las ofertas vigentes y la realización de las futuras o bien en términos neutros, o bien referida simultáneamente a trabajadores de ambos sexos».
Dicho en corto –aparte la ausencia de coma tras futuras y la falta de concordancia de referida–: o en el futuro pide auditor o auditora, con tres palabras en vez de una, en anuncios que se cobran precisamente por palabras, o deberá atenerse a las consecuencias.
Y a mi amigo, claro, se lo llevan los diablos. «O es un chantaje feminista más –se lamenta–, o mi anuncio despista de verdad, y algunas mujeres ignorantes o estúpidas creen que no pueden optar a ese puesto de trabajo.
Lo que sería aún más grave. Si lo que tanta idiotez de género ha conseguido es que, al final, una mujer crea que ofrecer un trabajo de auditor es sólo para hombres y no para ella, todo esto es una puñetera mierda.» Etcétera.
El caso es que, resuelto a defender su derecho de anunciarse en correcto castellano, Manolo se pone en contacto con los servicios jurídicos del Ministerio de Igualdad, donde una abogada razonable, competente y muy amable –lo hago constar para los efectos oportunos–, le dice que, con la ley de Igualdad en la mano, la inspectora de Vigo «puede haber creído detectar» discriminación en el anuncio, y que la empresa se expone a una sanción futura si no rectifica. «¿Entonces, la legalidad o ilegalidad de mi anuncio depende de la opinión particular de cualquier funcionario que lo lea, por encima de la Real Academia Española?», pregunta Manolo.
«Más o menos», responde la abogada. «¿Y qué pasaría si yo recurriese legalmente, respaldado por informes periciales de lingüistas o académicos?», insiste mi amigo. «Pasaría –es la respuesta– que tal vez ganase usted. Pero eso dependería del juez.»
Es inútil añadir que, ante la perspectiva de un procedimiento judicial de incierto resultado, que iba a costarle más que las dos palabras suplementarias del anuncio, Manolo ha cedido al chantaje, y lo de auditor a secas se lo ha comido con patatas. «Auditor, auditora y auditoro con miembros y miembras», creo que pone ahora. Con mayúsculas.
Tampoco está el patio para defensas numantinas.
Esto es España, líder de Europa y pasmo de Occidente: el continuo disparate donde la razón vive indefensa y cualquier imbecilidad tiene su asiento. Como dice el pobre Manolo, «lo mismo voy a juicio, colega, me toca una juez feminista y encima me jode vivo». Intento consolarlo diciéndole que peor habría sido, en vez de auditor, necesitar otra cosa. Un albañil, por ejemplo. O albañila.
6 dic 2009
Shanghai remató el jueves por la noche, de forma apabullante
"No hay mejor decorado posible que la propia ciudad", había advertido Karl Lagerfeld antes del desfile. En efecto, el perfil de los rascacielos de Shanghai remató el jueves por la noche, de forma apabullante, la puesta en escena de la colección Métiers d'Art 2009 / 2010 de Chanel. Con esta línea anual la casa francesa exhibe desde 2002 la habilidad de los cinco talleres artesanos parisienses que compró para asegurar su supervivencia. Manos y oficio que hacen posible la alta costura, y una raza en peligro de extinción.
Esta colección comercial, pero riquísima, es el mejor ejemplo de un fenómeno en auge: la semi costura (demi couture, según los franceses). La expresión sirve para definir ropa con precios y acabados cercanos a la alta costura pero sin la confección a medida. Sus ocho ediciones se han presentado en distantes esquinas del mundo, de Tokio a Londres, que guardan alguna relación con la historia de Chanel. O que la guardarán.
En el caso de Shanghai, un poco de ambas. Es cierto que Mademoiselle coleccionaba antigüedades orientales. Pero también lo es que el desfile coincidía con la inauguración de una tienda Chanel en la ciudad, la número 13 de las que tiene entre China y Hong Kong. Las expectativas de crecimiento en ese país para este año de esta empresa familiar (siempre opaca acerca de sus números) se admiten de doble dígito. Se entiende así que, en esta caricia a la potencia emergente en el mundo del lujo, no se escatimara intensidad amorosa. Antigüedades y obras de arte originales para "la tienda Chanel más refinada del mundo" y una apabullante estructura acristalada varada en la orilla del río Huangpu para acoger a los 800 invitados al desfile, entre ellos Vanessa Paradis y Anna Mouglalis.
Enmarcado por el metal negro de esa caja de 85 metros de largo y seis y medio de alto, el perfil más futurista de China, con sus serpenteantes neones, parecía más que nunca el fotograma de una película de ciencia ficción. Pero el filme que se proyectó en las cinco pantallas que descendieron sobre el panorámico encuadre fue de otro tipo. Para salvar el escollo de que Coco nunca puso un pie en China, Lagerfeld la hizo viajar allí con un cuento en imágenes escrito y dirigido por él. En el corto, a ratos francamente gracioso, la diseñadora se traslada en sueños a varios momentos de la historia del país y se encuentra con variados personajes, desde emperadores hasta Marlene Dietrich. Ferviente defensor de lo políticamente incorrecto, ha elegido a sus modelos favoritos (todos occidentales, como el ubicuo Baptiste Giabiconi) para interpretar personajes chinos, con la inestimable ayuda de abundante eyeliner. "Es un homenaje, no hay racismo", defendía el diseñador septuagenario en la rueda de prensa anterior al desfile.
La estructura de 500 toneladas, que 150 personas construyeron durante 30 días, estaba suspendida sobre el río que separa la parte tradicional de la ciudad (lo poco que queda de ella, al menos) de la ultramoderna. Las mismas aguas en las que nadó Lagerfeld en su sublime acercamiento al manido tema oriental. "Esto no es folclore, es moda", aclaraba. Trajes de tweed con iridiscentes hilos multicolores parecían reflejar los neones que les contemplaban, con los que esta sociedad ilumina su frenética carrera hacia el futuro. Aquí y allá, aparecía el rojo, los hombros pagoda y los cuellos mao que se asocian a su pasado. Y las referencias a los guerreros de terracota y al cine de los años 30 se mezclaban con los ajustados pantalones de cuero que hoy pueblan cualquier armario adolescente.
Además de la demostración de virtuosismo de los artesanos, lo que el jueves se vio fue una exhibición de poderío en un mercado saturado por los efusivos cortejos de las firmas occidentales. Pero el espectáculo estaba destinado a una audiencia global, como demostraban los 60 periodistas traídos de todo el mundo y el impresionante montaje. "Una modelo saliendo por una puerta blanca sólo capta la atención de alguien muy interesado en la moda. Para que el resto siga mirando tienes que ofrecer una superproducción, con efectos especiales", opina Lagerfeld.
El tercer acto de la suya, se vio tras el desfile y tuvo un sabor cómico y familiar que se agradecía después de tanta monumentalidad. Un cabaret blanco y lleno de camelias en el que los acólitos de Lagerfeld se lanzaron a cantar con desigual fortuna: Paradis encandiló, mientras Mouglalis y Giabiconi asesinaron sus temas. Lagerfeld lo fotografiaba todo con una entrega cercana a la ternura.
Esta colección comercial, pero riquísima, es el mejor ejemplo de un fenómeno en auge: la semi costura (demi couture, según los franceses). La expresión sirve para definir ropa con precios y acabados cercanos a la alta costura pero sin la confección a medida. Sus ocho ediciones se han presentado en distantes esquinas del mundo, de Tokio a Londres, que guardan alguna relación con la historia de Chanel. O que la guardarán.
En el caso de Shanghai, un poco de ambas. Es cierto que Mademoiselle coleccionaba antigüedades orientales. Pero también lo es que el desfile coincidía con la inauguración de una tienda Chanel en la ciudad, la número 13 de las que tiene entre China y Hong Kong. Las expectativas de crecimiento en ese país para este año de esta empresa familiar (siempre opaca acerca de sus números) se admiten de doble dígito. Se entiende así que, en esta caricia a la potencia emergente en el mundo del lujo, no se escatimara intensidad amorosa. Antigüedades y obras de arte originales para "la tienda Chanel más refinada del mundo" y una apabullante estructura acristalada varada en la orilla del río Huangpu para acoger a los 800 invitados al desfile, entre ellos Vanessa Paradis y Anna Mouglalis.
Enmarcado por el metal negro de esa caja de 85 metros de largo y seis y medio de alto, el perfil más futurista de China, con sus serpenteantes neones, parecía más que nunca el fotograma de una película de ciencia ficción. Pero el filme que se proyectó en las cinco pantallas que descendieron sobre el panorámico encuadre fue de otro tipo. Para salvar el escollo de que Coco nunca puso un pie en China, Lagerfeld la hizo viajar allí con un cuento en imágenes escrito y dirigido por él. En el corto, a ratos francamente gracioso, la diseñadora se traslada en sueños a varios momentos de la historia del país y se encuentra con variados personajes, desde emperadores hasta Marlene Dietrich. Ferviente defensor de lo políticamente incorrecto, ha elegido a sus modelos favoritos (todos occidentales, como el ubicuo Baptiste Giabiconi) para interpretar personajes chinos, con la inestimable ayuda de abundante eyeliner. "Es un homenaje, no hay racismo", defendía el diseñador septuagenario en la rueda de prensa anterior al desfile.
La estructura de 500 toneladas, que 150 personas construyeron durante 30 días, estaba suspendida sobre el río que separa la parte tradicional de la ciudad (lo poco que queda de ella, al menos) de la ultramoderna. Las mismas aguas en las que nadó Lagerfeld en su sublime acercamiento al manido tema oriental. "Esto no es folclore, es moda", aclaraba. Trajes de tweed con iridiscentes hilos multicolores parecían reflejar los neones que les contemplaban, con los que esta sociedad ilumina su frenética carrera hacia el futuro. Aquí y allá, aparecía el rojo, los hombros pagoda y los cuellos mao que se asocian a su pasado. Y las referencias a los guerreros de terracota y al cine de los años 30 se mezclaban con los ajustados pantalones de cuero que hoy pueblan cualquier armario adolescente.
Además de la demostración de virtuosismo de los artesanos, lo que el jueves se vio fue una exhibición de poderío en un mercado saturado por los efusivos cortejos de las firmas occidentales. Pero el espectáculo estaba destinado a una audiencia global, como demostraban los 60 periodistas traídos de todo el mundo y el impresionante montaje. "Una modelo saliendo por una puerta blanca sólo capta la atención de alguien muy interesado en la moda. Para que el resto siga mirando tienes que ofrecer una superproducción, con efectos especiales", opina Lagerfeld.
El tercer acto de la suya, se vio tras el desfile y tuvo un sabor cómico y familiar que se agradecía después de tanta monumentalidad. Un cabaret blanco y lleno de camelias en el que los acólitos de Lagerfeld se lanzaron a cantar con desigual fortuna: Paradis encandiló, mientras Mouglalis y Giabiconi asesinaron sus temas. Lagerfeld lo fotografiaba todo con una entrega cercana a la ternura.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)