22 nov 2009
EL BANQUERO DE FORD
Leo todas esas noticias sobre inyecciones de capital (el enfermo está muy enfermo), falta de solvencia de los bancos, y crisis financiera en general, como el que lee uno de esos cómics o dibujos animados en los que los banqueros son unos señores gordos con frac y chistera y maletín y un puro en la boca y sonrisa maliciosa. Gente sin conciencia.
Lo peor es que llega uno a esa imagen indagando un poco. Son menos gordos, que se cuidan mucho, y visten más de sport, pero por dentro parecen el mismo. Si uno se queda en la superficie casi piensa que todo el mal presente se debe a una conjunción maldita de muchos elementos incontrolables, como un maremoto que ha pillado a todos desprevenidos.
Los bancos no tienen dinero, y los Estados (da igual del signo político que sean) y que como se sabe, sacan el dinero de la nada, acuden en su rescate para garantizar los ahorrillos de todos.
Por supuesto, que a nadie se le ocurra meter la pasta en el colchón; eso sería el fin del mundo, sin necesidad de que se diesen las no sé cuántas señales del Apocalipsis.
Antes muertos que sencillos, piensan los jeques de las finanzas. Pero al final, ya con el barco casi hundido, a algunos no les queda más remedio que dejarse inyectar y permitir que reduzcan sus sueldos. Si por algo se distingue la economía es por no estar al alcance de nadie. Los que la entienden se equivocan mucho más que el hombre del tiempo (¡Greenspan se equivocó!, claman), y los que no la entienden no la entienden o prefieren no entenderla para no cabrearse.
Volviendo a ver La diligencia (1939), de John Ford, le puse cara a ese banquero de fuertes convicciones que hasta hace unos meses tenía muy claro que la famosa mano invisible lo equilibraba todo.
Tenemos en el personaje de el banquero Gatewood, unos de los pasajeros de la diligencia que viaja a través de los desiertos rocosos de Arizona con la intención de llegar a Lordsburg, en Nuevo Méjico, y con el riesgo de un ataque Apache, la personificación de todo lo que al parecer está pasando en la economía.
El banquero Gatewood es un tipo respetable que sale a toda prisa de Tonto, el pueblo del que parte la diligencia.
Como sabéis la película es ese viaje. Todos los personajes comparten ese pequeño espacio de la diligencia.
Una prostituta (a la que echaron del pueblo la Liga por la decencia, o algo así, entre sus integrantes la mujer del banquero), y un médico borracho, también expulsado, y una noble dama embarazada en busca de su marido, y un jugador ex soldado confederado, y un viajante de licores, y Ringo Kid (John Wayne) que es un convicto fugado al que lleva a la cárcel de nuevo. También van el sheriff y el conductor, agobiado el pobre por tener que mantener una gran familia política de su mujer mejicana.
De todos los personajes el único que, a su modo, no está provisto de una parte noble y humana es el banquero. O al menos no nos da tiempo a conocerla. Quizá nunca la conoceríamos.
Es, sin duda, el personaje más antipático, o quizá el único, aunque algunos otros caigan a veces en la falta de compasión o en la ofensa más ruin. En determinado momento, el banquero, despotrica sobre lo que para él es la intromisión del gobierno en sus negocios. Su discurso no tiene desperdicio; "No sé en qué ha venido a parar el gobierno.
En vez de proteger a los empresarios, mete las narices en sus negocios. Incluso dicen que van tener inspectores bancarios. Como si los banqueros no supiéramos manejar nuestros bancos. […] Tengo un slogan que deberían poner en todos los periódicos; ¡América para los americanos! No debe el gobierno interferir en los negocios. ¡Reducir impuestos! Nuestra deuda nacional es alarmante."
Al banquero lo vemos venir desde que se subió a la diligencia. Por eso cuando dice todo esto nos hace gracia, y más teniendo en cuenta cómo está la fiesta ahora, por el llamdo mundo real. Al llegar a Lordsburg, después de un ataque indio en el unos salen heridos y otro muerto, el banquero es detenido. Llevaba un maletín muy sospechoso.
Pero la vida sigue. Nos quedamos con buen sabor de boca: Ringo Kid se larga con Dallas, la ex prostituta, a un rancho a vivir felices y comer perdices, después de vengar la muerte de su padre y hermanos, en un duelo con los hermanos Plummer.
Como ya se sabe, la vida copia al arte (y entre ellos al cine), y a lo mejor se fija en esta película.
Lo peor es que llega uno a esa imagen indagando un poco. Son menos gordos, que se cuidan mucho, y visten más de sport, pero por dentro parecen el mismo. Si uno se queda en la superficie casi piensa que todo el mal presente se debe a una conjunción maldita de muchos elementos incontrolables, como un maremoto que ha pillado a todos desprevenidos.
Los bancos no tienen dinero, y los Estados (da igual del signo político que sean) y que como se sabe, sacan el dinero de la nada, acuden en su rescate para garantizar los ahorrillos de todos.
Por supuesto, que a nadie se le ocurra meter la pasta en el colchón; eso sería el fin del mundo, sin necesidad de que se diesen las no sé cuántas señales del Apocalipsis.
Antes muertos que sencillos, piensan los jeques de las finanzas. Pero al final, ya con el barco casi hundido, a algunos no les queda más remedio que dejarse inyectar y permitir que reduzcan sus sueldos. Si por algo se distingue la economía es por no estar al alcance de nadie. Los que la entienden se equivocan mucho más que el hombre del tiempo (¡Greenspan se equivocó!, claman), y los que no la entienden no la entienden o prefieren no entenderla para no cabrearse.
Volviendo a ver La diligencia (1939), de John Ford, le puse cara a ese banquero de fuertes convicciones que hasta hace unos meses tenía muy claro que la famosa mano invisible lo equilibraba todo.
Tenemos en el personaje de el banquero Gatewood, unos de los pasajeros de la diligencia que viaja a través de los desiertos rocosos de Arizona con la intención de llegar a Lordsburg, en Nuevo Méjico, y con el riesgo de un ataque Apache, la personificación de todo lo que al parecer está pasando en la economía.
El banquero Gatewood es un tipo respetable que sale a toda prisa de Tonto, el pueblo del que parte la diligencia.
Como sabéis la película es ese viaje. Todos los personajes comparten ese pequeño espacio de la diligencia.
Una prostituta (a la que echaron del pueblo la Liga por la decencia, o algo así, entre sus integrantes la mujer del banquero), y un médico borracho, también expulsado, y una noble dama embarazada en busca de su marido, y un jugador ex soldado confederado, y un viajante de licores, y Ringo Kid (John Wayne) que es un convicto fugado al que lleva a la cárcel de nuevo. También van el sheriff y el conductor, agobiado el pobre por tener que mantener una gran familia política de su mujer mejicana.
De todos los personajes el único que, a su modo, no está provisto de una parte noble y humana es el banquero. O al menos no nos da tiempo a conocerla. Quizá nunca la conoceríamos.
Es, sin duda, el personaje más antipático, o quizá el único, aunque algunos otros caigan a veces en la falta de compasión o en la ofensa más ruin. En determinado momento, el banquero, despotrica sobre lo que para él es la intromisión del gobierno en sus negocios. Su discurso no tiene desperdicio; "No sé en qué ha venido a parar el gobierno.
En vez de proteger a los empresarios, mete las narices en sus negocios. Incluso dicen que van tener inspectores bancarios. Como si los banqueros no supiéramos manejar nuestros bancos. […] Tengo un slogan que deberían poner en todos los periódicos; ¡América para los americanos! No debe el gobierno interferir en los negocios. ¡Reducir impuestos! Nuestra deuda nacional es alarmante."
Al banquero lo vemos venir desde que se subió a la diligencia. Por eso cuando dice todo esto nos hace gracia, y más teniendo en cuenta cómo está la fiesta ahora, por el llamdo mundo real. Al llegar a Lordsburg, después de un ataque indio en el unos salen heridos y otro muerto, el banquero es detenido. Llevaba un maletín muy sospechoso.
Pero la vida sigue. Nos quedamos con buen sabor de boca: Ringo Kid se larga con Dallas, la ex prostituta, a un rancho a vivir felices y comer perdices, después de vengar la muerte de su padre y hermanos, en un duelo con los hermanos Plummer.
Como ya se sabe, la vida copia al arte (y entre ellos al cine), y a lo mejor se fija en esta película.
UN TIPO CON éXITO Y ALGO MÁS
Haruki Murakami (nació en el 49). No sabemos si el éxito que está teniendo le obliga a algo, o lo disuade. Lo que sí tengo bastante claro es que pocas veces como esta el éxito coincide tan escrupulosamente con el talento del escritor. Y cuando digo talento me refiero, más que a la capacidad de hacer las cosas únicamente bien (que no es poco), y a cuadrarlas, al coraje de asumir un cierto riesgo e incluso adoptarlo como componente esencial de una obra. O al menos su libro de relatos Sauce ciego, mujer dormida contiene piezas excelentes, maestras, que lo son porque no se quedan en aparatos perfectos.
En realidad todos tienen algo de fragmento narrativo extraño. Lo dice en el prólogo el propio autor: “… todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño.
”A uno le pueden gustar unos cuentos más que otros, pero en todos asoma esa especie de rebeldía del propio relato para no quedarse inmóvil dentro del marco formal que se le asigna en un principio.
Porque uno, quiera o no, lee un relato aplicando el molde que creemos que lo leído tendrá, y estos relatos se resisten, se nos escapan por los lados, como leche que hierve. Son relatos, no que quieran ser raritos por serlo, no dan esa impresión, sino que parece que no se conforman con ser relatos, o con ser literatura.
Quieren saltarnos a los ojos, como aceite hirviendo, y por eso se revuelven y sacan los pies fuera de la cama y se quedan un poco asimétricos, deshilachados. Ya lo había dicho Baudelaire (qué lejano suena); “La belleza moderna será asimétrica o no será.” A Murakami se le mete en el saco posmoderno (¿?, esto seguro que lo explica muy bien algún hombre nocilla), con los DeLillo, Pynchon…
Pero sea lo que sea consigue arriesgar sin martirizarnos, como si le debiéramos algo, que es lo que pensamos al leer a algunos escribidores de supuestos tochos posmodernos.
En realidad todos tienen algo de fragmento narrativo extraño. Lo dice en el prólogo el propio autor: “… todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño.
”A uno le pueden gustar unos cuentos más que otros, pero en todos asoma esa especie de rebeldía del propio relato para no quedarse inmóvil dentro del marco formal que se le asigna en un principio.
Porque uno, quiera o no, lee un relato aplicando el molde que creemos que lo leído tendrá, y estos relatos se resisten, se nos escapan por los lados, como leche que hierve. Son relatos, no que quieran ser raritos por serlo, no dan esa impresión, sino que parece que no se conforman con ser relatos, o con ser literatura.
Quieren saltarnos a los ojos, como aceite hirviendo, y por eso se revuelven y sacan los pies fuera de la cama y se quedan un poco asimétricos, deshilachados. Ya lo había dicho Baudelaire (qué lejano suena); “La belleza moderna será asimétrica o no será.” A Murakami se le mete en el saco posmoderno (¿?, esto seguro que lo explica muy bien algún hombre nocilla), con los DeLillo, Pynchon…
Pero sea lo que sea consigue arriesgar sin martirizarnos, como si le debiéramos algo, que es lo que pensamos al leer a algunos escribidores de supuestos tochos posmodernos.
EL POZO
El pozo
Hoy me acuerdo de un libro rabioso, deshilvanado, y deshilachado.
Onetti empezó a escribir esta novela, la primera que publicó, una tarde porque no tenía tabaco.
" Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.
Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza.
Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara.
La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.
Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:
—"Date cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”.
Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta.
No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos señalándola.
Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta.
Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho.
El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico.
Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco.
No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé dónde".
Juan Carlos Onetti, El pozo (1939).
A Onetti le quedaban pequeñas las gafas; esto se muy bien en una entrevista que le hacen en el programa de televisión española A fondo en 1977. También se ve que tenía mucha sed. Un tipo tímido cabreado medio borracho con gafas de niño pequeño. Onetti escribe:
"He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa.
Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.
Y ti uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos".
¿De qué coño va este libro? Pschhh... como diría Baroja, no sé. Es uno que cuenta sus cosas. Pero nadie escucha. No hay nadie a quién contárselo. ¿Contar el qué? Eso es lo de menos. Eladio Linacero, el protagonista, está jodido:
"Solo dos veces hablé de las aventuras con alguien. [...] El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza."
Sí, me recuerda a Baroja este Onetti, sobre todo este libro. Más que escritos, parecen libros escupidos, de lado.
Onetti vino a Madrid y se encamó. Una década en la cama. Su cama también era una barca. Después murió, en 1994, creo. Claro, murió en la cama, como Baroja, aunque en su habitación no estaba Hemingway babeándole la mano.
Hoy me acuerdo de un libro rabioso, deshilvanado, y deshilachado.
Onetti empezó a escribir esta novela, la primera que publicó, una tarde porque no tenía tabaco.
" Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.
Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza.
Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara.
La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.
Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:
—"Date cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”.
Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta.
No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos señalándola.
Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta.
Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho.
El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico.
Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco.
No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé dónde".
Juan Carlos Onetti, El pozo (1939).
A Onetti le quedaban pequeñas las gafas; esto se muy bien en una entrevista que le hacen en el programa de televisión española A fondo en 1977. También se ve que tenía mucha sed. Un tipo tímido cabreado medio borracho con gafas de niño pequeño. Onetti escribe:
"He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa.
Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.
Y ti uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos".
¿De qué coño va este libro? Pschhh... como diría Baroja, no sé. Es uno que cuenta sus cosas. Pero nadie escucha. No hay nadie a quién contárselo. ¿Contar el qué? Eso es lo de menos. Eladio Linacero, el protagonista, está jodido:
"Solo dos veces hablé de las aventuras con alguien. [...] El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza."
Sí, me recuerda a Baroja este Onetti, sobre todo este libro. Más que escritos, parecen libros escupidos, de lado.
Onetti vino a Madrid y se encamó. Una década en la cama. Su cama también era una barca. Después murió, en 1994, creo. Claro, murió en la cama, como Baroja, aunque en su habitación no estaba Hemingway babeándole la mano.
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