22 nov 2009
MARUJA TORRES PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Ayer estuve ordenando mi mesa de escribir y empezaron a surgir cosas absurdas. Entre varios papeles envejecidos y arrugados, encontré un sentimiento.
Diantres, me dije, qué gran artículo podría escribir sobre esto si yo fuera Millás. Como no lo soy, continué haciendo limpieza.
Al retirar una caja que contenía clipes, caramelos de café y un par de cortaúñas, salió un perfume de Semana Santa antigua.
Un olor a hierbas, manzanilla y tomillo, a incienso, a cirios y a sobacos de manolas enlutadas, a pelo de devotos engrasado con brillantina, a sacristía cerrada, a sudor de confesor rijoso y a braguetas de militares saludando a un cristo.
Los cajones esconden sujetos que nos sorprenden cuando menos lo esperamos
Dispuse el sentimiento que había hallado al principio en una mesita auxiliar (aún no había intentado identificarlo) y le puse al lado el aroma, a ver si se animaba. Me pareció advertir que uno y otro se daban la espalda.
No me hagan mucho caso. Nunca he sabido distinguir dónde tienen los sentimientos y los olores sus respectivas espaldas.
En una esquina, entre la caja de Kleenex (¡vivan las marcas!) y una caja de gotas lubricantes para ojos Thera Tears, bullía una verbena de este periódico, datada en una noche de julio de la primera mitad de los ochenta.
El siglo pasado, suspiré. Vi a don Jesús de Polanco comiendo churros al lado de Pepe Sancho, y a un ligue de ultramar que yo tenía por entonces y que parecía deslumbrado, admirando a la plana mayor.
Vi a toda la redacción, a los compañeros de talleres, a Pedro el de recepción, a mis queridas secretarias y telefonistas. Vi a jefes, subjefes, jefísimos y jefazos, y a toda la tropa, y a Floro, que llevaba un colocón y, como siempre, quería tomar el Palacio de Invierno.
Habíamos cortado la calle Miguel Yuste, invadido el aparcamiento de enfrente, y bailábamos y bebíamos y éramos razonablemente felices. ¿Creen que me lo invento? No. Vivir para ver.
No me atreví a colocar la verbena junto a los otros dos, que me parecieron mucho más formales. Imaginen que el sentimiento, que seguía mudo y que yo todavía era incapaz de identificar, se me revelaba de pronto como un deseo de represión, un ansia de mamporros, un aguafiestas. Y me jodía la verbena. Eso sí que no.
Menos mal que no tengo cajones, me consolé.
No me gustan los cajones porque en ellos se esconden sujetos que se complacen en sorprendernos cuando menos lo esperamos.
Sin embargo, hete aquí que también se ocultan en las mesas planas aunque, reconozco, sofocadas por un exceso de tabloterapia, que es como denomino a mi sed de invadir superficies con asuntos pendientes. Pendiente: ésa era la palabra que convenía a mi sentimiento no identificado.
Lo contemplé de reojo sin por ello abandonar mi diligente tarea. Tropecé con más excrecencias del pasado imperfecto y hasta del pluscuamperfecto.
Con decir que recuperé unas bragas rojas que usé en Nochevieja para el tema de la suerte, y que, por lo visto, acabaron en mi escritorio, no me pregunten por qué ni cómo. Ni en qué Nochevieja. Marca La Perla, ¡me olvidaba!
Salió hasta un contable, un tipo a quien conocí a mitad de los sesenta, cuando yo ejercía de lastimosamente eficaz secretaria.
Él se consideraba jefe de personal, pero yo lo tenía por contable, dado que vestía de gris, y a los 26 años ya era viejo y calvo. El hombre tenía la mandíbula de un depredador salido de una ciudad dormitorio con el único deseo de vengarse de su propia clase social.
Imagino que le va muy bien organizando ERES (Marca No Vuelvas por Aquí).
Después de remover en los escombros, y ya con la mesa lo bastante despejada como para resistir un nuevo embate de papeles, carpetas, cuadernos y entresijos de ordenadores, decidí que había llegado el momento de enfrentarme con mi sentimiento aplazado.
¿Y si tenía suerte y, en realidad, no era más que un hueso, un cartílago? Una rótula, un menisco… No hay nada que atemorice más que un sentimiento por catalogar. Si yo fuera Millás, habría escrito un gran artículo sobre ello.
Como no lo soy, me limito a sentir el sentimiento, y esperar para darle nombre.
A lo mejor ustedes pueden ayudarme a reconocerlo. Entre tanto, sé que me da vidilla.
Diantres, me dije, qué gran artículo podría escribir sobre esto si yo fuera Millás. Como no lo soy, continué haciendo limpieza.
Al retirar una caja que contenía clipes, caramelos de café y un par de cortaúñas, salió un perfume de Semana Santa antigua.
Un olor a hierbas, manzanilla y tomillo, a incienso, a cirios y a sobacos de manolas enlutadas, a pelo de devotos engrasado con brillantina, a sacristía cerrada, a sudor de confesor rijoso y a braguetas de militares saludando a un cristo.
Los cajones esconden sujetos que nos sorprenden cuando menos lo esperamos
Dispuse el sentimiento que había hallado al principio en una mesita auxiliar (aún no había intentado identificarlo) y le puse al lado el aroma, a ver si se animaba. Me pareció advertir que uno y otro se daban la espalda.
No me hagan mucho caso. Nunca he sabido distinguir dónde tienen los sentimientos y los olores sus respectivas espaldas.
En una esquina, entre la caja de Kleenex (¡vivan las marcas!) y una caja de gotas lubricantes para ojos Thera Tears, bullía una verbena de este periódico, datada en una noche de julio de la primera mitad de los ochenta.
El siglo pasado, suspiré. Vi a don Jesús de Polanco comiendo churros al lado de Pepe Sancho, y a un ligue de ultramar que yo tenía por entonces y que parecía deslumbrado, admirando a la plana mayor.
Vi a toda la redacción, a los compañeros de talleres, a Pedro el de recepción, a mis queridas secretarias y telefonistas. Vi a jefes, subjefes, jefísimos y jefazos, y a toda la tropa, y a Floro, que llevaba un colocón y, como siempre, quería tomar el Palacio de Invierno.
Habíamos cortado la calle Miguel Yuste, invadido el aparcamiento de enfrente, y bailábamos y bebíamos y éramos razonablemente felices. ¿Creen que me lo invento? No. Vivir para ver.
No me atreví a colocar la verbena junto a los otros dos, que me parecieron mucho más formales. Imaginen que el sentimiento, que seguía mudo y que yo todavía era incapaz de identificar, se me revelaba de pronto como un deseo de represión, un ansia de mamporros, un aguafiestas. Y me jodía la verbena. Eso sí que no.
Menos mal que no tengo cajones, me consolé.
No me gustan los cajones porque en ellos se esconden sujetos que se complacen en sorprendernos cuando menos lo esperamos.
Sin embargo, hete aquí que también se ocultan en las mesas planas aunque, reconozco, sofocadas por un exceso de tabloterapia, que es como denomino a mi sed de invadir superficies con asuntos pendientes. Pendiente: ésa era la palabra que convenía a mi sentimiento no identificado.
Lo contemplé de reojo sin por ello abandonar mi diligente tarea. Tropecé con más excrecencias del pasado imperfecto y hasta del pluscuamperfecto.
Con decir que recuperé unas bragas rojas que usé en Nochevieja para el tema de la suerte, y que, por lo visto, acabaron en mi escritorio, no me pregunten por qué ni cómo. Ni en qué Nochevieja. Marca La Perla, ¡me olvidaba!
Salió hasta un contable, un tipo a quien conocí a mitad de los sesenta, cuando yo ejercía de lastimosamente eficaz secretaria.
Él se consideraba jefe de personal, pero yo lo tenía por contable, dado que vestía de gris, y a los 26 años ya era viejo y calvo. El hombre tenía la mandíbula de un depredador salido de una ciudad dormitorio con el único deseo de vengarse de su propia clase social.
Imagino que le va muy bien organizando ERES (Marca No Vuelvas por Aquí).
Después de remover en los escombros, y ya con la mesa lo bastante despejada como para resistir un nuevo embate de papeles, carpetas, cuadernos y entresijos de ordenadores, decidí que había llegado el momento de enfrentarme con mi sentimiento aplazado.
¿Y si tenía suerte y, en realidad, no era más que un hueso, un cartílago? Una rótula, un menisco… No hay nada que atemorice más que un sentimiento por catalogar. Si yo fuera Millás, habría escrito un gran artículo sobre ello.
Como no lo soy, me limito a sentir el sentimiento, y esperar para darle nombre.
A lo mejor ustedes pueden ayudarme a reconocerlo. Entre tanto, sé que me da vidilla.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)