4 nov 2009
UNA MUÑECA VESTIDA DE AZUL
Una fábrica de juguetes de Onil (Alicante) va a comercializar las próximas Navidades una nueva muñeca inspirada en la segunda hija de los Príncipes de Asturias, la Infanta Sofía.
Fotografía: La infanta Leonor tiene su propia muñeca
No es la primera vez que la juguetera Muñecas Antonio Juan SL toma como modelo a miembros de la Casa Real, en años anteriores diseñó muñecas de la Infanta Leonor, con motivo de su nacimiento o su primer día de colegio.
"La idea ha surgido a partir del éxito que tuvo la muñeca de la Infanta Leonor el año pasado", ha explicado el gerente de la empresa, Marco Antonio Juan, quien ha comentado que este año han decidido "hacer un homenaje a la Infanta Sofía".
Así, desde la próxima semana, la industria alicantina producirá 5.000 ejemplares de un modelo de la Infanta Sofía con uniforme escolar y otro vestida con un traje rojo. De éste último atuendo también fabricará otras 5.000 unidades inspiradas en la Infanta Leonor, junto un armario con diferentes vestidos.
Muñecas para todo el mundo
Para el empresario, al ser "fabricantes de juguetes, y no coleccionistas, los precios son muy buenos para llegar al alcance de cualquier familia", cualquiera podrá adquirir una muñeca por unos 30 euros.
Esta iniciativa se ha extendido tanto que muchas personas han contactado con la empresa para realizar "reproducciones en muñecos de sus propios hijos", si bien esto es casi imposible porque la fabricación de pocas copias puede suponer un desembolso de miles de euros.
Además, el gerente de la empresa se ha mostrado impresionado por la repercusión que tuvo la última reproducción de la Infanta Leonor con uniforme escolar, de la que se hicieron peticiones desde lugares de fuera de España, como Portugal o México.
Menos mal que no estoy en edad de que me regalen ese horror de muñeca, creo que no la miraria, parece de esas muñecas que cobran vida por la noche.
Pero una Infanta si la recobra daría mucho trabajo y pasaríamos la Noche en vela..
MARUJA TORRES PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Los jóvenes desprecian la nostalgia, los viejos la alimentamos. Es natural. Es hormonal. El calor de la sangre lanza a los primeros hacia el futuro. A los segundos, la nostalgia nos calienta, es un viejo hogar al que regresamos cuando necesitamos rehidratar la piel.
De lo que hacemos hoy, los viejos, ignoramos si nos queda tiempo para añorarlo. En cambio, los jóvenes pueden permitirse acumular recuerdos como si no importaran, en la seguridad de que se los encontrarán en algún recodo del camino.
“Otoño es otra fase de ese tipo de nostalgia que se escribe con eñe”
La nostalgia es también un sentimiento mal comprendido por los diccionarios.
Cierto, puede convertirse en esa “obsesión aflictiva de estar en otra parte”, como he leído en Wikipedia, pero entonces ya no es nostalgia, es eso, obsesión.
Si etimológicamente viene del griego “regreso” y “dolor”, en maldita mezcolanza, la realidad desmiente la definición, pues la nostalgia puede ser eso, pero no sólo eso. Para esta nostalgia hidratante y necesaria que se instala en los viejos ocasionalmente habrá que inventar otro vocablo, una palabra más mullida, menos fatal. ¿Por qué no? Si a nosotros ahora les da por llamarnos mayores, ¿por qué no rebautizar la nostalgia, o abrirle un subapartado que tampoco sea exactamente añoranza?
Uno puede desear regresar a un día de lluvia, calzarse las botas de agua, abrigarse dentro de un buen suéter, dormir con manta mientras se empañan los cristales de la ventana del dormitorio. Uno puede desear eso sin dolor, de modo que al término de nostalgia habrá que restarle la mitad. Con la mitad de nostalgia, sólo el regreso, y otro tipo de dolor, el de cabeza, nos saldría migralgia, pero ni mi gralgia ni tu gralgia sirven para este pequeño viaje del reencuentro.
Otoño es otra fase de ese tipo de nostalgia que se escribe con eñe: ¡castañas! Quizá porque vivo en una ciudad en donde hoy mismo –dos semanas antes de que vuelvan a reunirse Todos los Santos para resistir al gamberro de Halloween: ahora, para ustedes– siento un deseo de castañas tan intenso que ganas me entran de salir a comprar unas cuantas, y unos boniatos, y asarlos en mi peligroso horno de gas libanés.
No conseguiría, sin embargo, reproducir la sensación del cucurucho de papel de periódico con las castañas calientes dentro, las manos con mitones, Rambla arriba, el asfalto mojado, y mis rodillas despellejadas. Esa niña quiere, todavía, castañas y andén húmedo, hojas de plátanos bajo las suelas.
Pero ese pensamiento no me impregna de deseo por el tiempo perdido ni de rabia hacia el actual. Es sólo la necesidad de reposar blandamente en algo que ocurrió –o que está ocurriendo hoy mismo para otros– y que me resulta placentero.
Añorar perdidamente a una persona que ya no está, morir de pena por lo irrepetible: eso es otra cosa.
Este sentimiento ambiguo, que predispone a una melancolía que encuentra su propio placer en dejarse ir, tiene mucho más que ver con las canciones que necesitamos volver a escuchar, no para ser como fuimos la primera vez, sino para comprobar que todavía respetamos lo que fuimos.
Por extraño que parezca, conectarse al Itouch con los auriculares para escuchar una melodía que sigue siendo nuestra se parece mucho a aquel gesto de depositar el maletín del pick-up sobre la cama, a solas en la habitación, para descubrirla por primera vez. Y recordar las cubiertas del microsurco, la tienda en donde la compramos, la tarde aquella…
Nostalgia sin dolor y con regreso contado.
En días así, los mapas del tiempo de las televisiones internacionales ofrecen una amplia oferta para recuperar a solas momentos húmedos que vuelven a nosotros con toda su tibieza. Los viejos nos alargamos, nos profundizamos, reviviendo esos instantes, esas horas, esos olores pegados ya para siempre al inconsciente, prestos a manifestarse cuando llega la ocasión.
No se trata de complacerse en el dolor, en el caso de que asomara su oscura patita, sino de disfrutar con la sensualidad del recuerdo.
Como decir: ahora me comería un cruasán abierto con aceite y azúcar como los que me daba mi madre, o mojaría el pan en vino tinto, como aquella tarde en aquel pueblo, mientras esperábamos a que escampara. Revivir eso difícilmente es una obsesión malsana de hallarse en otro momento. Es recordar las cosas ricas que nos ha dado la vida y, en cierto modo, agradecerlo.
De lo que hacemos hoy, los viejos, ignoramos si nos queda tiempo para añorarlo. En cambio, los jóvenes pueden permitirse acumular recuerdos como si no importaran, en la seguridad de que se los encontrarán en algún recodo del camino.
“Otoño es otra fase de ese tipo de nostalgia que se escribe con eñe”
La nostalgia es también un sentimiento mal comprendido por los diccionarios.
Cierto, puede convertirse en esa “obsesión aflictiva de estar en otra parte”, como he leído en Wikipedia, pero entonces ya no es nostalgia, es eso, obsesión.
Si etimológicamente viene del griego “regreso” y “dolor”, en maldita mezcolanza, la realidad desmiente la definición, pues la nostalgia puede ser eso, pero no sólo eso. Para esta nostalgia hidratante y necesaria que se instala en los viejos ocasionalmente habrá que inventar otro vocablo, una palabra más mullida, menos fatal. ¿Por qué no? Si a nosotros ahora les da por llamarnos mayores, ¿por qué no rebautizar la nostalgia, o abrirle un subapartado que tampoco sea exactamente añoranza?
Uno puede desear regresar a un día de lluvia, calzarse las botas de agua, abrigarse dentro de un buen suéter, dormir con manta mientras se empañan los cristales de la ventana del dormitorio. Uno puede desear eso sin dolor, de modo que al término de nostalgia habrá que restarle la mitad. Con la mitad de nostalgia, sólo el regreso, y otro tipo de dolor, el de cabeza, nos saldría migralgia, pero ni mi gralgia ni tu gralgia sirven para este pequeño viaje del reencuentro.
Otoño es otra fase de ese tipo de nostalgia que se escribe con eñe: ¡castañas! Quizá porque vivo en una ciudad en donde hoy mismo –dos semanas antes de que vuelvan a reunirse Todos los Santos para resistir al gamberro de Halloween: ahora, para ustedes– siento un deseo de castañas tan intenso que ganas me entran de salir a comprar unas cuantas, y unos boniatos, y asarlos en mi peligroso horno de gas libanés.
No conseguiría, sin embargo, reproducir la sensación del cucurucho de papel de periódico con las castañas calientes dentro, las manos con mitones, Rambla arriba, el asfalto mojado, y mis rodillas despellejadas. Esa niña quiere, todavía, castañas y andén húmedo, hojas de plátanos bajo las suelas.
Pero ese pensamiento no me impregna de deseo por el tiempo perdido ni de rabia hacia el actual. Es sólo la necesidad de reposar blandamente en algo que ocurrió –o que está ocurriendo hoy mismo para otros– y que me resulta placentero.
Añorar perdidamente a una persona que ya no está, morir de pena por lo irrepetible: eso es otra cosa.
Este sentimiento ambiguo, que predispone a una melancolía que encuentra su propio placer en dejarse ir, tiene mucho más que ver con las canciones que necesitamos volver a escuchar, no para ser como fuimos la primera vez, sino para comprobar que todavía respetamos lo que fuimos.
Por extraño que parezca, conectarse al Itouch con los auriculares para escuchar una melodía que sigue siendo nuestra se parece mucho a aquel gesto de depositar el maletín del pick-up sobre la cama, a solas en la habitación, para descubrirla por primera vez. Y recordar las cubiertas del microsurco, la tienda en donde la compramos, la tarde aquella…
Nostalgia sin dolor y con regreso contado.
En días así, los mapas del tiempo de las televisiones internacionales ofrecen una amplia oferta para recuperar a solas momentos húmedos que vuelven a nosotros con toda su tibieza. Los viejos nos alargamos, nos profundizamos, reviviendo esos instantes, esas horas, esos olores pegados ya para siempre al inconsciente, prestos a manifestarse cuando llega la ocasión.
No se trata de complacerse en el dolor, en el caso de que asomara su oscura patita, sino de disfrutar con la sensualidad del recuerdo.
Como decir: ahora me comería un cruasán abierto con aceite y azúcar como los que me daba mi madre, o mojaría el pan en vino tinto, como aquella tarde en aquel pueblo, mientras esperábamos a que escampara. Revivir eso difícilmente es una obsesión malsana de hallarse en otro momento. Es recordar las cosas ricas que nos ha dado la vida y, en cierto modo, agradecerlo.
El anuncio del fallecimiento de Lévi-Strauss conmociona a Francia
Dedicó toda su vida a explicar y a explicarse el mundo desde la antropología. Y con sus obras lúcidas y sensibles iluminó la Francia de la segunda mitad del siglo XX. Hasta que la madrugada del domingo pasado el filósofo y antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, pensador clave del siglo XX, falleció, cuando estaba a punto de cumplir 101 años. Su muerte se hizo pública ayer, y causó una enorme conmoción en Francia, después de que se celebrasen sus exequias en Lingerolles, en la Costa de Oro. "Hace dos años se rompió el fémur; desde entonces estaba muy fatigado, ha muerto de la edad", aseguró Philippe Descola, su sucesor en el Colegio de Francia.
Academia e imaginación
La finura de un científico
Francia
A FONDO
Capital: París.Gobierno:República.Población:64,057,792 (est. 2008)La noticia en otros webs
•webs en español
•en otros idiomas
Había nacido en Bruselas en el seno de una familia de intelectuales franceses de ascendencia judía. Su padre era pintor. Él se inclinó por la filosofía. Desde 1935 a 1939 residió en Brasil, pasando grandes periodos de su vida alojado en las tribus amazónicas de los bororo y los nambikwara. Esa experiencia serviría para revolucionar para siempre los principios y los métodos de la antropología.
Tras su estancia en Brasil volvió a Francia. Fue movilizado. En la línea Maginot, mientras servía como oficial de enlace y como intérprete de inglés, intuyó el secreto del estructuralismo, la ciencia que iba a modificar el estudio de las disciplinas humanas, según él mismo explicó: "Mientras esperábamos una batalla que no comenzaba, observé con detalle cómo, detrás del aparente azar de la belleza de un campo de flores, existía una organización estricta en cada una de ellas".
Tras la invasión, huyó del régimen de Vichy a Estados Unidos. Allí, en Nueva York, conoció al lingüista Roman Jacobson, cuyo trabajo sobre las lenguas le impresionó. Bajo esa luz nueva completó el método estructuralista, el que había intuido en el frente de la II Guerra Mundial. En 1959, ya en Francia, es nombrado catedrático de Antropología Social del Colegio de Francia, cátedra que ocupó hasta su jubilación, en 1982.
Mientras tanto, habían empezado a sucederse obras destinadas a cimentar un pensamiento determinante del siglo pasado: La vida familiar y social de los indios nambikwara, Estructuras elementales del parentesco, los cuatro volúmenes de Mitológicas, El camino de las máscaras y La mirada lejana, entre otros.
En 1954 publicó un libro especial, a caballo entre el estudio científico y el relato de viajes. Se titulaba Tristes trópicos, y en él se descubre a un viajero preocupado ya por la deriva de la destrucción medioambiental del planeta, así como a un escritor lúcido y sensible. En 1973 se convirtió en el primer etnólogo en entrar en la Academia Francesa. Un colega de institución, el escritor Jean d'Ormesson, le definió como "una persona a la que espantaba toda afectación, de una sabiduría interminable".
El año pasado, para conmemorar el centenario de su nacimiento, Francia le rindió una serie de homenajes que recordaron su altura intelectual.
Ayer, toda Francia volvió a recordar a este sabio que vivió un siglo entero y que comenzó su libro más famoso, Tristes trópicos, con una frase célebre: "Odio los viajes y a los exploradores".
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La finura de un científico
Francia
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Capital: París.Gobierno:República.Población:64,057,792 (est. 2008)La noticia en otros webs
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Había nacido en Bruselas en el seno de una familia de intelectuales franceses de ascendencia judía. Su padre era pintor. Él se inclinó por la filosofía. Desde 1935 a 1939 residió en Brasil, pasando grandes periodos de su vida alojado en las tribus amazónicas de los bororo y los nambikwara. Esa experiencia serviría para revolucionar para siempre los principios y los métodos de la antropología.
Tras su estancia en Brasil volvió a Francia. Fue movilizado. En la línea Maginot, mientras servía como oficial de enlace y como intérprete de inglés, intuyó el secreto del estructuralismo, la ciencia que iba a modificar el estudio de las disciplinas humanas, según él mismo explicó: "Mientras esperábamos una batalla que no comenzaba, observé con detalle cómo, detrás del aparente azar de la belleza de un campo de flores, existía una organización estricta en cada una de ellas".
Tras la invasión, huyó del régimen de Vichy a Estados Unidos. Allí, en Nueva York, conoció al lingüista Roman Jacobson, cuyo trabajo sobre las lenguas le impresionó. Bajo esa luz nueva completó el método estructuralista, el que había intuido en el frente de la II Guerra Mundial. En 1959, ya en Francia, es nombrado catedrático de Antropología Social del Colegio de Francia, cátedra que ocupó hasta su jubilación, en 1982.
Mientras tanto, habían empezado a sucederse obras destinadas a cimentar un pensamiento determinante del siglo pasado: La vida familiar y social de los indios nambikwara, Estructuras elementales del parentesco, los cuatro volúmenes de Mitológicas, El camino de las máscaras y La mirada lejana, entre otros.
En 1954 publicó un libro especial, a caballo entre el estudio científico y el relato de viajes. Se titulaba Tristes trópicos, y en él se descubre a un viajero preocupado ya por la deriva de la destrucción medioambiental del planeta, así como a un escritor lúcido y sensible. En 1973 se convirtió en el primer etnólogo en entrar en la Academia Francesa. Un colega de institución, el escritor Jean d'Ormesson, le definió como "una persona a la que espantaba toda afectación, de una sabiduría interminable".
El año pasado, para conmemorar el centenario de su nacimiento, Francia le rindió una serie de homenajes que recordaron su altura intelectual.
Ayer, toda Francia volvió a recordar a este sabio que vivió un siglo entero y que comenzó su libro más famoso, Tristes trópicos, con una frase célebre: "Odio los viajes y a los exploradores".
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