12 oct 2009
11 oct 2009
PALABRA DE HONOR
Palabras de honor
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Hubo un tiempo en que los chicos nos pegábamos a la salida del colegio porque, durante el recreo, alguien había puesto en duda nuestra palabra de honor. En aquella época, más ingenua que ésta, de cine con bolsa de pipas, de tebeos del Guerrero del Antifaz, de libros de la colección Historias o Cadete Juvenil –Con el corazón y la espada, Ivanhoe, Quintín Durward, El talismán y cosas por el estilo–, de reyes magos que traían la espada del Cisne Negro, poner el honor como aval de esto o lo otro era un argumento al que algunos recurríamos con cierta soltura. Quizá porque también oíamos esa palabra en boca de nuestros mayores.
En cualquier caso, con esa recta honradez que suelen tener los muchachos mientras no crecen y la pierden, algunos solíamos llevar el asunto hasta las últimas consecuencias. Eso solía zanjarse más tarde, fuera de clase para no incurrir en indisciplinas punibles por el hermano Severiano, o su homólogo de turno según el lugar y las circunstancias.
Resumiendo: círculo de compañeros, carteras en el suelo, puños y allá cada cual. Zaca, zaca. A veces, al acabar, nos dábamos la mano.
A veces, no. De cualquier modo, como digo, eran otros tiempos. Hoy le hablas a un chico de honor y lo más probable es que te mire como si acabaras de fumarte algo espeso.
Como mucho, si mencionas esa palabra –«Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo», dice el DRAE– algunos pensarán en rancios lances de capa y espada, en talibanes fanáticos que lapidan a su hija porque se niega a usar burka, o en esa gentuza que de vez en cuando aparece en el telediario diciendo: «Prometo por mi honor cumplir los deberes de mi cargo», etcétera.
No hay nada más eficaz para corromper la palabra honor que ponerla en boca de un político: una ministra de Educación, un ministro de Economía, un presidente de Gobierno. Pasados, presentes o futuros, todos ellos, sean cuales fueren sus partidos e ideologías. Igualados en la misma desvergüenza.
Pero no sólo se trata de políticos, ni de jóvenes. Cada sociedad, en cada momento, es lo honorable que llega a ser el conjunto de sus individuos. Las menudas honras, que decían los clásicos cuando ambas palabras, honra y honor, andaban emparentadas, y no siempre para bien.
Muchas son las infamias que en todo tiempo se cometieron en nombre de una y otra, como sigue ocurriendo.
No hay palabra, por noble que sea, que no deje una larga estela de canalladas perpetradas al socaire. Sin embargo, pese a todo eso y a la lucidez obligada del siglo en que vivimos, a veces lamentas no encontrar con más frecuencia a gente en la que el honor sea algo más que una fórmula equívoca o un recurso demagógico, vacío de sentido. A fin de cuentas, la propia estima, los «deberes respecto del prójimo y de uno mismo», también ayudan a conseguir un mundo mejor y más justo. O a soportar el que tenemos.
Recuerdo una historieta personal que viene al pelo. Ocurrió hace casi treinta años, cuando yo conducía por una carretera del sur de España. Adelanté frente a un cambio de rasante, con el espacio justo para ponerme a la derecha sólo unos palmos antes de la línea continua.
En ese momento, una pareja de motoristas de la Guardia Civil coronaba la rasante; y el primero de ellos, creyendo desde su posición lejana que yo había pisado la línea, hizo gestos enérgicos para que detuviese el coche. Paré en el arcén, seguro de que no había llegado a infringir las normas. Se acercó un picoleto joven, corpulento, hosco. Ha pisado usted tal y cual, dijo. Me bastó echarle un vistazo a su cara para comprender que de nada servía discutir. «¿Quién está al mando?», pregunté con mucha corrección. Me miró, desconcertado. «El cabo», respondió, señalando al compañero que había estacionado la Sanglas al otro lado de la carretera.
Salí del coche, crucé el asfalto y me acerqué al cabo. Era veterano, bigotudo. «Pagaré la multa con mucho gusto», dije. «Sólo quiero pedirle que antes me permita hacerle una pregunta.» Me miraba el guardia suspicaz, sin duda preguntándose a dónde quería ir a parar aquel fulano redicho que tenía delante. «¿Me da usted su palabra de honor –proseguí– de que me ha visto pisar la línea continua?» Me estudió un rato largo, sin abrir la boca.
Al cabo hizo un seco ademán con la cabeza. «Puede irse», respondió. Entonces fui yo quien se lo quedó mirando. «Gracias», dije. Le tendí la mano y él, tras una brevísima vacilación, me la estrechó. Di media vuelta, subí a mi coche y me fui de allí. Fin de la historia.
Y ahora intenten imaginar hoy una situación parecida. «¿Me da usted su palabra de honor, señor guardia?» El motorista revolcándose de risa por el arcén, con el casco puesto. Y luego, con toda la razón del mundo, haciéndome soplar en el alcoholímetro y calzándome tres multas: una por pisar la continua, otra por ir mamado y otra por gilipollas.
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Hubo un tiempo en que los chicos nos pegábamos a la salida del colegio porque, durante el recreo, alguien había puesto en duda nuestra palabra de honor. En aquella época, más ingenua que ésta, de cine con bolsa de pipas, de tebeos del Guerrero del Antifaz, de libros de la colección Historias o Cadete Juvenil –Con el corazón y la espada, Ivanhoe, Quintín Durward, El talismán y cosas por el estilo–, de reyes magos que traían la espada del Cisne Negro, poner el honor como aval de esto o lo otro era un argumento al que algunos recurríamos con cierta soltura. Quizá porque también oíamos esa palabra en boca de nuestros mayores.
En cualquier caso, con esa recta honradez que suelen tener los muchachos mientras no crecen y la pierden, algunos solíamos llevar el asunto hasta las últimas consecuencias. Eso solía zanjarse más tarde, fuera de clase para no incurrir en indisciplinas punibles por el hermano Severiano, o su homólogo de turno según el lugar y las circunstancias.
Resumiendo: círculo de compañeros, carteras en el suelo, puños y allá cada cual. Zaca, zaca. A veces, al acabar, nos dábamos la mano.
A veces, no. De cualquier modo, como digo, eran otros tiempos. Hoy le hablas a un chico de honor y lo más probable es que te mire como si acabaras de fumarte algo espeso.
Como mucho, si mencionas esa palabra –«Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo», dice el DRAE– algunos pensarán en rancios lances de capa y espada, en talibanes fanáticos que lapidan a su hija porque se niega a usar burka, o en esa gentuza que de vez en cuando aparece en el telediario diciendo: «Prometo por mi honor cumplir los deberes de mi cargo», etcétera.
No hay nada más eficaz para corromper la palabra honor que ponerla en boca de un político: una ministra de Educación, un ministro de Economía, un presidente de Gobierno. Pasados, presentes o futuros, todos ellos, sean cuales fueren sus partidos e ideologías. Igualados en la misma desvergüenza.
Pero no sólo se trata de políticos, ni de jóvenes. Cada sociedad, en cada momento, es lo honorable que llega a ser el conjunto de sus individuos. Las menudas honras, que decían los clásicos cuando ambas palabras, honra y honor, andaban emparentadas, y no siempre para bien.
Muchas son las infamias que en todo tiempo se cometieron en nombre de una y otra, como sigue ocurriendo.
No hay palabra, por noble que sea, que no deje una larga estela de canalladas perpetradas al socaire. Sin embargo, pese a todo eso y a la lucidez obligada del siglo en que vivimos, a veces lamentas no encontrar con más frecuencia a gente en la que el honor sea algo más que una fórmula equívoca o un recurso demagógico, vacío de sentido. A fin de cuentas, la propia estima, los «deberes respecto del prójimo y de uno mismo», también ayudan a conseguir un mundo mejor y más justo. O a soportar el que tenemos.
Recuerdo una historieta personal que viene al pelo. Ocurrió hace casi treinta años, cuando yo conducía por una carretera del sur de España. Adelanté frente a un cambio de rasante, con el espacio justo para ponerme a la derecha sólo unos palmos antes de la línea continua.
En ese momento, una pareja de motoristas de la Guardia Civil coronaba la rasante; y el primero de ellos, creyendo desde su posición lejana que yo había pisado la línea, hizo gestos enérgicos para que detuviese el coche. Paré en el arcén, seguro de que no había llegado a infringir las normas. Se acercó un picoleto joven, corpulento, hosco. Ha pisado usted tal y cual, dijo. Me bastó echarle un vistazo a su cara para comprender que de nada servía discutir. «¿Quién está al mando?», pregunté con mucha corrección. Me miró, desconcertado. «El cabo», respondió, señalando al compañero que había estacionado la Sanglas al otro lado de la carretera.
Salí del coche, crucé el asfalto y me acerqué al cabo. Era veterano, bigotudo. «Pagaré la multa con mucho gusto», dije. «Sólo quiero pedirle que antes me permita hacerle una pregunta.» Me miraba el guardia suspicaz, sin duda preguntándose a dónde quería ir a parar aquel fulano redicho que tenía delante. «¿Me da usted su palabra de honor –proseguí– de que me ha visto pisar la línea continua?» Me estudió un rato largo, sin abrir la boca.
Al cabo hizo un seco ademán con la cabeza. «Puede irse», respondió. Entonces fui yo quien se lo quedó mirando. «Gracias», dije. Le tendí la mano y él, tras una brevísima vacilación, me la estrechó. Di media vuelta, subí a mi coche y me fui de allí. Fin de la historia.
Y ahora intenten imaginar hoy una situación parecida. «¿Me da usted su palabra de honor, señor guardia?» El motorista revolcándose de risa por el arcén, con el casco puesto. Y luego, con toda la razón del mundo, haciéndome soplar en el alcoholímetro y calzándome tres multas: una por pisar la continua, otra por ir mamado y otra por gilipollas.
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