Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

11 oct 2009

PALABRA DE HONOR

Palabras de honor


ARTURO PÉREZ-REVERTE |



Hubo un tiempo en que los chicos nos pegábamos a la salida del colegio porque, durante el recreo, alguien había puesto en duda nuestra palabra de honor. En aquella época, más ingenua que ésta, de cine con bolsa de pipas, de tebeos del Guerrero del Antifaz, de libros de la colección Historias o Cadete Juvenil –Con el corazón y la espada, Ivanhoe, Quintín Durward, El talismán y cosas por el estilo–, de reyes magos que traían la espada del Cisne Negro, poner el honor como aval de esto o lo otro era un argumento al que algunos recurríamos con cierta soltura. Quizá porque también oíamos esa palabra en boca de nuestros mayores.
En cualquier caso, con esa recta honradez que suelen tener los muchachos mientras no crecen y la pierden, algunos solíamos llevar el asunto hasta las últimas consecuencias. Eso solía zanjarse más tarde, fuera de clase para no incurrir en indisciplinas punibles por el hermano Severiano, o su homólogo de turno según el lugar y las circunstancias.
Resumiendo: círculo de compañeros, carteras en el suelo, puños y allá cada cual. Zaca, zaca. A veces, al acabar, nos dábamos la mano.
A veces, no. De cualquier modo, como digo, eran otros tiempos. Hoy le hablas a un chico de honor y lo más probable es que te mire como si acabaras de fumarte algo espeso.
Como mucho, si mencionas esa palabra –«Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo», dice el DRAE– algunos pensarán en rancios lances de capa y espada, en talibanes fanáticos que lapidan a su hija porque se niega a usar burka, o en esa gentuza que de vez en cuando aparece en el telediario diciendo: «Prometo por mi honor cumplir los deberes de mi cargo», etcétera.
No hay nada más eficaz para corromper la palabra honor que ponerla en boca de un político: una ministra de Educación, un ministro de Economía, un presidente de Gobierno. Pasados, presentes o futuros, todos ellos, sean cuales fueren sus partidos e ideologías. Igualados en la misma desvergüenza.

Pero no sólo se trata de políticos, ni de jóvenes. Cada sociedad, en cada momento, es lo honorable que llega a ser el conjunto de sus individuos. Las menudas honras, que decían los clásicos cuando ambas palabras, honra y honor, andaban emparentadas, y no siempre para bien.
Muchas son las infamias que en todo tiempo se cometieron en nombre de una y otra, como sigue ocurriendo.
No hay palabra, por noble que sea, que no deje una larga estela de canalladas perpetradas al socaire. Sin embargo, pese a todo eso y a la lucidez obligada del siglo en que vivimos, a veces lamentas no encontrar con más frecuencia a gente en la que el honor sea algo más que una fórmula equívoca o un recurso demagógico, vacío de sentido. A fin de cuentas, la propia estima, los «deberes respecto del prójimo y de uno mismo», también ayudan a conseguir un mundo mejor y más justo. O a soportar el que tenemos.

Recuerdo una historieta personal que viene al pelo. Ocurrió hace casi treinta años, cuando yo conducía por una carretera del sur de España. Adelanté frente a un cambio de rasante, con el espacio justo para ponerme a la derecha sólo unos palmos antes de la línea continua.
En ese momento, una pareja de motoristas de la Guardia Civil coronaba la rasante; y el primero de ellos, creyendo desde su posición lejana que yo había pisado la línea, hizo gestos enérgicos para que detuviese el coche. Paré en el arcén, seguro de que no había llegado a infringir las normas. Se acercó un picoleto joven, corpulento, hosco. Ha pisado usted tal y cual, dijo. Me bastó echarle un vistazo a su cara para comprender que de nada servía discutir. «¿Quién está al mando?», pregunté con mucha corrección. Me miró, desconcertado. «El cabo», respondió, señalando al compañero que había estacionado la Sanglas al otro lado de la carretera.
Salí del coche, crucé el asfalto y me acerqué al cabo. Era veterano, bigotudo. «Pagaré la multa con mucho gusto», dije. «Sólo quiero pedirle que antes me permita hacerle una pregunta.» Me miraba el guardia suspicaz, sin duda preguntándose a dónde quería ir a parar aquel fulano redicho que tenía delante. «¿Me da usted su palabra de honor –proseguí– de que me ha visto pisar la línea continua?» Me estudió un rato largo, sin abrir la boca.
Al cabo hizo un seco ademán con la cabeza. «Puede irse», respondió. Entonces fui yo quien se lo quedó mirando. «Gracias», dije. Le tendí la mano y él, tras una brevísima vacilación, me la estrechó. Di media vuelta, subí a mi coche y me fui de allí. Fin de la historia.

Y ahora intenten imaginar hoy una situación parecida. «¿Me da usted su palabra de honor, señor guardia?» El motorista revolcándose de risa por el arcén, con el casco puesto. Y luego, con toda la razón del mundo, haciéndome soplar en el alcoholímetro y calzándome tres multas: una por pisar la continua, otra por ir mamado y otra por gilipollas.

AGORA

Por fín he visto la Película Agora, de Amenabar, conozco la historia de Hipatia, me entusiasma Amenabar y adoro Alejandría.
Además es la 2ª vez que veo una sala a tope y todos queriendo ser de los primeros para entrar , oir los comentarios de la gente antes de subir, y por primera vez había bastantes hombres, porque señalo siempre que la mayoría somos mujeres, pero en esta no.
Que puedo decir en este soliloquio sobre Agora, que me facisnó, entusiamo, la llegué a adorar en el largo rato que dura.
Muy bueno todo el montaje de Alejandría antes y después de ser invadida por romanos y cristianos.
La actriz que encarna Hipatia es como la puedes imaginar , guapa, bella, sabia curiosa, estudiosa y su amor por la filosofía y la astronomía, como le gusta enseñar a los que más tarde verá de otra manera, pero sus alumnos la idolatran, .
Una mujer que jamás puede dejar a nadie indiferete y para quien no la conozca puede darse cuenta que la retrata como la podemos imaginar.
Que maravilla de Agora, ágora como plaza pública donde conviven diferentes religiones y culturas. Hasta que llegan los cristianos y su odio ancestral a las mujeres y su fanatismo les lleva a ser sujetos de una maldad refinada. Muy bien queda retratado ese fanatismo incluso en el ropaje de los hombres Cristianos seguidors de Cirilo,. Cirilo es feo , y resulta envidioso, amargo y lleno de soberbia porque su fanatismo va más allá de la religión, y lo ponen a él y sus seguidores con ropajes feos, por cierto muy bien concebido el vestuario y la ambientación, es más el uso del poder através de la Religión con fines políticos, que solo imponer un tipo de religión.
Es muy curioso y con mucho acierto en que convierten esos fanáticos La Biblioteca, muy curioso.
Hay por fin una escena en el mar en un barco y con luna llena maravilloso.
Destacar que la actriz se mete tanto en su papel que parece que la estás viendo.
Triste que el mundo de la cultura la ciencia y las Artes les de más miedo que un puñal.
Amenabar acertó de pleno y solo puedo darle las gracias por el rato magnífico y sobre todo por hacernos recordar o descubrir lo que fue Hipatia, y como influyó su sabiduría en un mundo hostil.
En realidad sus alumnos que más tarde querían de alguna manera tener un cargo, todos estaban eneamorados de ella.
Tan enamorados como salimos de la Sala.

Para el crítico de cine Jordi Costa, el director de Ágora es fruto de un consenso global del que discrepa.

Para el crítico de cine Jordi Costa, el director de Ágora es fruto de un consenso global del que discrepa. “El 11-S del arte”, dice. Una fobia “personal” que ha desarrollado en un tebeo.

Por supuesto que no le deseo ningún mal”, dice Jordi Costa. Una afirmación tan rotunda como cuestionable teniendo en cuenta que en la página 44 de Mis problemas con Amenábar (un cómic del que el periodista es el guionista), Mostrenco —álter ego de Costa—, convertido por obra del dibujante Darío Adanti en algo así como El increíble crítico Hulk, destripa y decapita al director de Ágora. “Es una escena onírica. De hecho, resucita y es él quien acaba conmigo. En el tebeo al final siempre gana él”, se explica.

“En una época pensé que era el único ser humano al que no le gustaban sus películas”
Estamos en el diminuto camerino del bar donde acaba de presentar el cómic ante unas treinta personas. En unos minutos, en otro lugar de Madrid, mucho más grande y rodeado de cámaras, Alejandro Amenábar desfilará por la alfombra roja en el estreno de su último filme. “Sí, la elección de la presentación y la publicación del cómic en estas fechas es un acto de oportunismo. En realidad, es un golpe de efecto desesperado. Porque lo que Darío y yo hacemos cada vez vende menos. Pero sólo la publicación es oportunista, no la elaboración. El tebeo se ha venido publicando por entregas desde hace más de dos años en las páginas de la revista Mondo Brutto”.

La historia narra la relación, convenientemente exagerada, entre el crítico y el autor en rodajes, festivales o barras de bar. Con dos alicientes: ambos son personajes reales y, según Costa, todo lo que se relata en esas páginas es cierto desde el primer choque entre sus mundos.

Cuando Costa —conocido crítico en esta publicación y otras muchas, teórico del cine extremo, terror de los cineastas comodones, amante de las emociones fuertes en pantalla y, en persona, un auténtico bendito padre de dos vástagos incapaz de usar la fuerza contra nada ni nadie— era todavía un periodista junior, fue enviado al rodaje de Tesis, debut del director. Allí fue humillado en público por un miembro del equipo. “Yo trabajaba entonces en televisión y un ayudante de dirección empezó a gritar que cómo era posible que saliese en pantalla siendo así de feo. Ése fue el primero de una serie de desencuentros con Alejandro Amenábar y séquito, que se reforzó cada vez que veía una película y me sentía la persona más aislada del mundo. Durante una época pensé que era el único ser humano al que no le gustaban sus filmes”. A ese momento, el periodista denomina “el hecho traumático fundacional”.

Costa, defensor de la subjetividad en la crítica, en este caso da un paso más allá. Lo suyo con el autor de Abre los ojos, admite, no es que sea subjetivo, “es que es personal”. “Yo lo veo como la punta de un iceberg, un personaje fruto de una construcción colectiva. La mayoría ha decidido que éste es un icono irreprochable. Y todo el mundo está de acuerdo en dos cosas: en que es un director de un genio irrefutable y, además, en que es muy buen chico. Amenábar es el fruto de un consenso global y total con el que no puedo estar más en desacuerdo. El gran mérito de Amenábar es ser un conjunto vacío. Uno en el que cada cual refleja lo que quiere”.

Oída esta explicación, y vista la tendencia española a arrancar los ojos al vecino a la mínima discrepancia, ¿no es incluso positiva la existencia de alguien que ponga de acuerdo a todo el mundo? “Sí, genera consenso. Pero es que en el arte el consenso es algo que no tiene lugar. Eso está bien para los conflictos sociales. Pero del arte se espera que fascine a unos cuantos e irrite a otros. El consenso no es necesariamente un valor. Por eso digo que es el 11-S del arte. Porque se ha convertido en un modelo para gente que ha venido después que cree que ser algo neutro, inofensivo, es algo bueno”.

Y a todo esto, ¿ha visto Ágora? “Sí”. ¿Le ha gustado? “No, aunque técnicamente está muy bien realizada. Otro de los logros de Amenábar es conseguir que ver sus películas sea una obligación aunque sólo sea para tener una opinión”. Y hablando de opinión, ¿sabe si el director conoce el cómic? “Me consta que al menos le han hablado de él, pero no creo que le dé la más mínima importancia. Somos como una hormiga tratando de hacer cosquillas a un elefante. La verdad, conmigo, a pesar de nuestros desencuentros, siempre ha sido una persona extremadamente amable. El cómic es simplemente un desahogo. Yo soy un poco cobarde y no tengo ningún interés en encontrármelo cara a cara. Él está en su Alejandría mental, y yo, en mi vertedero”.