Amenábar: "La época no es buena para este tipo de películas"
El director estrena mañana el péplum 'Ágora', el filme más caro del cine español, y, entrevistado en RAC1, explica que planea volver al suspense
En esa encrucijada, dirige la atención hacia Hipatia, una figura histórica excepcional considerada la filósofa más importante de su tiempo y que debe hacer frente a la intolerancia —el tema central de la película según el realizador— en un mundo de hombres enzarzados en intestinas guerras políticas. Interpreta a este sugerente personaje Rachel Weisz, con quien Amenábar dice haber tenido "una relación especial, muy de tú a tú".
Con Ágora, Amenábar presenta su primer péplum, que, señaló, ha sufrido un notable recorte en su metraje. Inicialmente ideó una película de tres horas de duración, la presentó en Cannes con 141 minutos y mañana llega a las pantallas en su versión final de 126 minutos.
Preguntado sobre sus tres obras preferidas del género citó dos títulos clásicos, Espartaco —"una película muy actual"— y Ben-Hur, y la polaca Faraón. Y hablando de afinidades genéricas, el autor de Tesis avanzó que para sus próximos proyectos piensa volver al suspense y adentrarse en el terror.
9 oct 2009
5 oct 2009
La general pescanova
La general pescanova
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Estoy con la ministra de Defensa. Hasta la muerte. A mí tampoco me parece bien que nuestros pesqueros en el Índico lleven a bordo soldados españoles que los defiendan de los piratas. Otros países, como Francia, sí lo hacen; pero todo el mundo sabe que los franceses son unos fascistas de toda la vida, y les gusta mucho darle al gatillo, como si estuvieran siempre en Dien Bien Fú. Unos peliculeros fantasmas, es lo que son. Nada que ver con la sobria serenidad española.
Además, como muchos gabachos salen rubios, desprecian a los subsaharianos afroamericanos de color y no les importa darles matarile sin complejos; como cuando pillaron a aquellos pobres somalíes que sólo disparaban y secuestraban para ganarse la vida, los pobres, y les dieron las suyas y las del pulpo, en vez de pagar humanitariamente el rescate, como hicimos nosotros, y hasta luego Lucas. Pero España, no. Aquí las fuerzas armadas las tenemos para otras cosas.
Para combatir seis horas bajo fuego de morteros en Afganistán, por ejemplo, y que luego la ministra del ramo sostenga, mirándote con firmeza castrense a los ojos, que aquello no es misión de guerra, sino actuación humanitaria de paz cuyas reglas de confrontación, según los protocolos coyunturales intrínsecos, requieren cierta esporádica contundencia. Por eso allí al enemigo no se le llama enemigo, sino elemento incontrolado. O como mucho, cuando la ministra va a hacerse alguna foto y abrir telediario, diablillos traviesos y picaruelos gamberretes.
Talibancillos díscolos que con una pizca más de democracia occidental serán pronto ciudadanos de provecho, con crédito en el banco y barbacoa los domingos. Por su parte, los soldados que patrullan cada día jugándose los aparejos los llaman de otra forma. De hijoputas para arriba.
Pero, cuando eso ocurre, la ministra no está allí pegando tiros y comiéndose el marrón. Comprendámosla. Está aquí, y no lo oye.
En cuanto a los pesqueros, ya digo. La ministra de Defensa –un día tengo que averiguar, por curiosidad, qué es lo que defiende, exactamente– ha dicho a los armadores que, si sus barcos quieren seguridad, pesquen en grupo, todos amontonados en el mismo sitio. De ello puede deducirse que no tiene ni remota idea de lo que es un pesquero faenando, pero eso no altera el concepto básico.
Y el concepto indiscutible es que habrá, desde luego, más seguridad si los diecisiete atuneros españoles se quedan todos juntos en el mismo sitio, borda con borda, que si andan por ahí dispersos, a la buena de Dios, estropeando el dispositivo chachi que los protege.
Que luego pesquen o no pesquen es lo de menos, porque por encima de esos detalles está el de la securitas, securitatis.
Y si además se amarran unos a otros y ponen en el centro del paquete a la fragata Canarias, perfecto. Más seguros, imposible. A ver qué pirata se lleva por el morro un barco trincado de esa forma. Luego igual tocan a un atún por barco o vuelven todos a puerto con las bodegas vacías; pero, eso sí, protegidos de cojones. Lo que hace falta, como ven, es más voluntad constructiva, más ideas y menos demagogia.
Respecto al personal protector, tres cuartos de lo mismo. Dice la ministra, con buen juicio, que de soldados nada. Que los barcos lleven guardias de empresas privadas, si quieren.
Al principio era sólo con porras, esposas y cosas así. Perfil bajo. Discreto. Pero en vista de las protestas de los armadores –otros fascistas que te rilas– el ministerio ha dicho bueeeno, vale. Transijo por esta vez. Ahora los autoriza a llevar escopetas. Fusiles de largo alcance, ha dicho alguien, como si los hubiera de corto.
Es verdad que, frente a los RPG y las armas automáticas de los piratillas traviesos, eso no sirve para nada. Para ese tipo de zafarranchos hay que estar al día en el asunto del bang, bang. Como la infantería de Marina, por ejemplo, que toca esa tecla desde antes de Lepanto –otra operación contra piratas, por cierto–, y cuyo propio nombre lo indica. Pero oigan.
Es lo que hay. Si los seguratas no dan la talla, que los pesqueros se gasten la pasta contratando a mercenarios con experiencia bélica, como Bush en Iraq, y allá se las compongan. Y si no, que abanderen los barcos en Francia.
También la ministra tiene derecho a dormir tranquila, conciliando el sueño; y sólo imaginar que un soldado español se cargue a un negro anémico, aunque el tostado lleve un bazooka al hombro, se lo quita. Se le abren sus carnes morenas.
A ver qué iban a decir los periódicos y algunas oenegés al día siguiente, al enterarse de que el soldado Atahualpa Fernández, natural de Lima, y la cabo Vanesa Pérez, de San Fernando, infantes de marina de la Armada española destacados en el atunero Josu Ternera, le habían metido un par de cargadores de HK calibre 5,56 entre pecho y espalda a un somalí flaco y desnutrido que, para poder comer caliente y sin otra opción en la vida perra, no tenía más remedio que tirar cebollazos de lanzagranadas contra el puente del pesquero. La criatura.
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Estoy con la ministra de Defensa. Hasta la muerte. A mí tampoco me parece bien que nuestros pesqueros en el Índico lleven a bordo soldados españoles que los defiendan de los piratas. Otros países, como Francia, sí lo hacen; pero todo el mundo sabe que los franceses son unos fascistas de toda la vida, y les gusta mucho darle al gatillo, como si estuvieran siempre en Dien Bien Fú. Unos peliculeros fantasmas, es lo que son. Nada que ver con la sobria serenidad española.
Además, como muchos gabachos salen rubios, desprecian a los subsaharianos afroamericanos de color y no les importa darles matarile sin complejos; como cuando pillaron a aquellos pobres somalíes que sólo disparaban y secuestraban para ganarse la vida, los pobres, y les dieron las suyas y las del pulpo, en vez de pagar humanitariamente el rescate, como hicimos nosotros, y hasta luego Lucas. Pero España, no. Aquí las fuerzas armadas las tenemos para otras cosas.
Para combatir seis horas bajo fuego de morteros en Afganistán, por ejemplo, y que luego la ministra del ramo sostenga, mirándote con firmeza castrense a los ojos, que aquello no es misión de guerra, sino actuación humanitaria de paz cuyas reglas de confrontación, según los protocolos coyunturales intrínsecos, requieren cierta esporádica contundencia. Por eso allí al enemigo no se le llama enemigo, sino elemento incontrolado. O como mucho, cuando la ministra va a hacerse alguna foto y abrir telediario, diablillos traviesos y picaruelos gamberretes.
Talibancillos díscolos que con una pizca más de democracia occidental serán pronto ciudadanos de provecho, con crédito en el banco y barbacoa los domingos. Por su parte, los soldados que patrullan cada día jugándose los aparejos los llaman de otra forma. De hijoputas para arriba.
Pero, cuando eso ocurre, la ministra no está allí pegando tiros y comiéndose el marrón. Comprendámosla. Está aquí, y no lo oye.
En cuanto a los pesqueros, ya digo. La ministra de Defensa –un día tengo que averiguar, por curiosidad, qué es lo que defiende, exactamente– ha dicho a los armadores que, si sus barcos quieren seguridad, pesquen en grupo, todos amontonados en el mismo sitio. De ello puede deducirse que no tiene ni remota idea de lo que es un pesquero faenando, pero eso no altera el concepto básico.
Y el concepto indiscutible es que habrá, desde luego, más seguridad si los diecisiete atuneros españoles se quedan todos juntos en el mismo sitio, borda con borda, que si andan por ahí dispersos, a la buena de Dios, estropeando el dispositivo chachi que los protege.
Que luego pesquen o no pesquen es lo de menos, porque por encima de esos detalles está el de la securitas, securitatis.
Y si además se amarran unos a otros y ponen en el centro del paquete a la fragata Canarias, perfecto. Más seguros, imposible. A ver qué pirata se lleva por el morro un barco trincado de esa forma. Luego igual tocan a un atún por barco o vuelven todos a puerto con las bodegas vacías; pero, eso sí, protegidos de cojones. Lo que hace falta, como ven, es más voluntad constructiva, más ideas y menos demagogia.
Respecto al personal protector, tres cuartos de lo mismo. Dice la ministra, con buen juicio, que de soldados nada. Que los barcos lleven guardias de empresas privadas, si quieren.
Al principio era sólo con porras, esposas y cosas así. Perfil bajo. Discreto. Pero en vista de las protestas de los armadores –otros fascistas que te rilas– el ministerio ha dicho bueeeno, vale. Transijo por esta vez. Ahora los autoriza a llevar escopetas. Fusiles de largo alcance, ha dicho alguien, como si los hubiera de corto.
Es verdad que, frente a los RPG y las armas automáticas de los piratillas traviesos, eso no sirve para nada. Para ese tipo de zafarranchos hay que estar al día en el asunto del bang, bang. Como la infantería de Marina, por ejemplo, que toca esa tecla desde antes de Lepanto –otra operación contra piratas, por cierto–, y cuyo propio nombre lo indica. Pero oigan.
Es lo que hay. Si los seguratas no dan la talla, que los pesqueros se gasten la pasta contratando a mercenarios con experiencia bélica, como Bush en Iraq, y allá se las compongan. Y si no, que abanderen los barcos en Francia.
También la ministra tiene derecho a dormir tranquila, conciliando el sueño; y sólo imaginar que un soldado español se cargue a un negro anémico, aunque el tostado lleve un bazooka al hombro, se lo quita. Se le abren sus carnes morenas.
A ver qué iban a decir los periódicos y algunas oenegés al día siguiente, al enterarse de que el soldado Atahualpa Fernández, natural de Lima, y la cabo Vanesa Pérez, de San Fernando, infantes de marina de la Armada española destacados en el atunero Josu Ternera, le habían metido un par de cargadores de HK calibre 5,56 entre pecho y espalda a un somalí flaco y desnutrido que, para poder comer caliente y sin otra opción en la vida perra, no tenía más remedio que tirar cebollazos de lanzagranadas contra el puente del pesquero. La criatura.
Un estudiado toque de abandono
Un estudiado toque de abandono
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
En mis tiempos de repórter Tribulete, cuando los de la vieja y extinta tribu todavía andábamos por los aeropuertos, los hoteles y la vida con una máquina de escribir portátil a cuestas, mi vieja Olivetti Lettera 32 con pegatina del diario Pueblo –todavía debe de estar en algún rincón del trastero– tenía por dentro de la funda un rótulo escrito a mano con la frase: «Cada día puede conmemorarse el centenario de alguna atrocidad». La reflexión sigue siendo válida, creo, para las atrocidades y para muchas cosas más.
Hace pocos días, comentando el asunto con un viejo compañero de excursiones, parafraseó éste: «Y de alguna gilipollez». Me pareció oportuna la variante, y para confirmarlo decidí hacer un experimento. Seguro, dije, que si encendemos ahora la tele y zapeamos cinco minutos, o abrimos un periódico o una revista, damos en seguida con alguna gilipollez gorda, hermosa. Bien alimentada. Y tampoco es que la cosa rastreadora tenga mucho mérito. Por alguna singular razón que compete a los sociólogos, nunca fue tan desmesurada la cantidad de gilipolleces circulantes, acogidas con ávido entusiasmo por el personal, siempre dispuesto a apropiárselas. En ciertos ambientes y lugares, echas una gilipollez cualquiera al aire, entre la gente, y no toca el suelo.
Pero no quiero desviarme del asunto, que la página es corta y la vida, breve. Vayamos al grano. Y el grano es que abrí, en efecto, una revista al azar. O casi. Puesto a ser sincero, no la abrí exactamente al azar; pues procuré elegir una publicación –buenísima, por cierto– de arquitectura y diseño. Así que en cierto modo jugaba, vieja puta del oficio papelero como soy, con cartas marcadas. Pero lo cierto, y eso puedo jurarlo por el cetro de Ottokar –ya saben: Eih bennek, eih blavek–, es que las páginas las pasé al azar, mirando por aquí y por allá. Por supuesto, no quedé defraudado. Allí estaba la gilipollez de ese día, rutilante como ella sola. Redonda, compacta y sin poros. Triunfante a toda página y con titular gordo. Procurando, como todas las buenas gilipolleces sin complejos, no pasar inadvertida.
Lamento, como ocurre a menudo, no poder ilustrar esta página con las fotos correspondientes; pero haré lo que pueda, que para eso cobro por darle a la tecla. El caso es que el asunto –«Actualidad decó, las últimas novedades para estar al día»– iba de muebles supermegapuestos y modernos, oyes. Con diseño divino de la muerte súbita. Todo eran sillones, sillas y sofás –sofases, que se dice ahora–. Y el consejo maestro, que reclamaba mármol a gritos, ayudaba a situar la novedad en el contexto adecuado: «En tiempos de crisis no sólo hay que ser pobre, sino parecerlo». Ahora, dejando aparte las ganas naturales que a muchos de ustedes, como a mí, les habrán entrado de masacrar y colgar de una farola al ingenioso autor de la frase, échenme una mano, porfa, y procuren representarse mentalmente diversos modelos y estilos de muebles clásicos y modernos, tapizados todos ellos con telas cutres y remendadas: sacos, arpilleras, retales guarros, zurcidos bastos y costuras deshechas, con los hilos rotos.
Todo lleno de desgarrones, con el detalle encantador, refinado que te vas absolutamente de vareta, colega, de que no es que el tiempo haya dejado ahí sus huellas, sino que asientos y respaldos están rotos a propósito, mostrando los muelles o el relleno interior.
Como esas sillas –sitúo geográficamente la cosa– donde algunos se sientan a vender droga a la puerta de una chabola de las Barranquillas, pero en tiendas caras y aflojando una pasta horrorosa. Para que se hagan idea: una silla francesa con el asiento despanzurrado y los muelles fuera cuesta 800 mortadelos; y un sofá de madera tallada, tapizado en tela de saco guarro y con un roto en el respaldo, 6.800 del ala. Tampoco se pierdan, ojo, el texto fascinante con el que se introduce el prodigio: «Maderas decapadas y formas al desnudo para dar a tu casa un estudiado toque de abandono. ¡Entra a saco!».
Así que ya lo saben. Si quieren estar a la última en decó y asombrar a la vecina cuando pase a cotillear, entren a saco. O tomen por él.
Tampoco hace falta que sean memos y se gasten la viruta; guárdenla para pagar impuestos al sheriff de Nottingham. Si lo que quieren es dar a su casa un estudiado toque de abandono, pueden apañarse solos.
Por ejemplo: tapizando el tresillo, no con sacos de Nitrato de Chile, que a estas alturas de la feria serían excesivamente clásicos, sino con cartones recogidos de noche en las calles y con bolsas de plástico del Corte Inglés. Luego, una vez zurcidos con hilo bramante y cinta adhesiva –más toque de abandono, imposible–, pueden darse unos cuantos navajazos para conseguir el apresto adecuado. El toque final de refinado abandono se añade al saltar un rato encima, pateándolos bien. De paso, imaginen que le patean los huevos al diseñador. Eso ayuda mucho.
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
En mis tiempos de repórter Tribulete, cuando los de la vieja y extinta tribu todavía andábamos por los aeropuertos, los hoteles y la vida con una máquina de escribir portátil a cuestas, mi vieja Olivetti Lettera 32 con pegatina del diario Pueblo –todavía debe de estar en algún rincón del trastero– tenía por dentro de la funda un rótulo escrito a mano con la frase: «Cada día puede conmemorarse el centenario de alguna atrocidad». La reflexión sigue siendo válida, creo, para las atrocidades y para muchas cosas más.
Hace pocos días, comentando el asunto con un viejo compañero de excursiones, parafraseó éste: «Y de alguna gilipollez». Me pareció oportuna la variante, y para confirmarlo decidí hacer un experimento. Seguro, dije, que si encendemos ahora la tele y zapeamos cinco minutos, o abrimos un periódico o una revista, damos en seguida con alguna gilipollez gorda, hermosa. Bien alimentada. Y tampoco es que la cosa rastreadora tenga mucho mérito. Por alguna singular razón que compete a los sociólogos, nunca fue tan desmesurada la cantidad de gilipolleces circulantes, acogidas con ávido entusiasmo por el personal, siempre dispuesto a apropiárselas. En ciertos ambientes y lugares, echas una gilipollez cualquiera al aire, entre la gente, y no toca el suelo.
Pero no quiero desviarme del asunto, que la página es corta y la vida, breve. Vayamos al grano. Y el grano es que abrí, en efecto, una revista al azar. O casi. Puesto a ser sincero, no la abrí exactamente al azar; pues procuré elegir una publicación –buenísima, por cierto– de arquitectura y diseño. Así que en cierto modo jugaba, vieja puta del oficio papelero como soy, con cartas marcadas. Pero lo cierto, y eso puedo jurarlo por el cetro de Ottokar –ya saben: Eih bennek, eih blavek–, es que las páginas las pasé al azar, mirando por aquí y por allá. Por supuesto, no quedé defraudado. Allí estaba la gilipollez de ese día, rutilante como ella sola. Redonda, compacta y sin poros. Triunfante a toda página y con titular gordo. Procurando, como todas las buenas gilipolleces sin complejos, no pasar inadvertida.
Lamento, como ocurre a menudo, no poder ilustrar esta página con las fotos correspondientes; pero haré lo que pueda, que para eso cobro por darle a la tecla. El caso es que el asunto –«Actualidad decó, las últimas novedades para estar al día»– iba de muebles supermegapuestos y modernos, oyes. Con diseño divino de la muerte súbita. Todo eran sillones, sillas y sofás –sofases, que se dice ahora–. Y el consejo maestro, que reclamaba mármol a gritos, ayudaba a situar la novedad en el contexto adecuado: «En tiempos de crisis no sólo hay que ser pobre, sino parecerlo». Ahora, dejando aparte las ganas naturales que a muchos de ustedes, como a mí, les habrán entrado de masacrar y colgar de una farola al ingenioso autor de la frase, échenme una mano, porfa, y procuren representarse mentalmente diversos modelos y estilos de muebles clásicos y modernos, tapizados todos ellos con telas cutres y remendadas: sacos, arpilleras, retales guarros, zurcidos bastos y costuras deshechas, con los hilos rotos.
Todo lleno de desgarrones, con el detalle encantador, refinado que te vas absolutamente de vareta, colega, de que no es que el tiempo haya dejado ahí sus huellas, sino que asientos y respaldos están rotos a propósito, mostrando los muelles o el relleno interior.
Como esas sillas –sitúo geográficamente la cosa– donde algunos se sientan a vender droga a la puerta de una chabola de las Barranquillas, pero en tiendas caras y aflojando una pasta horrorosa. Para que se hagan idea: una silla francesa con el asiento despanzurrado y los muelles fuera cuesta 800 mortadelos; y un sofá de madera tallada, tapizado en tela de saco guarro y con un roto en el respaldo, 6.800 del ala. Tampoco se pierdan, ojo, el texto fascinante con el que se introduce el prodigio: «Maderas decapadas y formas al desnudo para dar a tu casa un estudiado toque de abandono. ¡Entra a saco!».
Así que ya lo saben. Si quieren estar a la última en decó y asombrar a la vecina cuando pase a cotillear, entren a saco. O tomen por él.
Tampoco hace falta que sean memos y se gasten la viruta; guárdenla para pagar impuestos al sheriff de Nottingham. Si lo que quieren es dar a su casa un estudiado toque de abandono, pueden apañarse solos.
Por ejemplo: tapizando el tresillo, no con sacos de Nitrato de Chile, que a estas alturas de la feria serían excesivamente clásicos, sino con cartones recogidos de noche en las calles y con bolsas de plástico del Corte Inglés. Luego, una vez zurcidos con hilo bramante y cinta adhesiva –más toque de abandono, imposible–, pueden darse unos cuantos navajazos para conseguir el apresto adecuado. El toque final de refinado abandono se añade al saltar un rato encima, pateándolos bien. De paso, imaginen que le patean los huevos al diseñador. Eso ayuda mucho.
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