Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

13 sept 2009

Redes del tiempo MARUJA TORRES

Redes del tiempo
MARUJA TORRES
13/09/2009



Mi querido Eduard Punset se coló hace unos días en el saloncito de mi apartamento beirutí a través del canal internacional de TVE. Creo que se trataba de la reposición veraniega de uno de sus Redes ya emitidos, pero yo no lo había visto. Me senté pues, lista a disfrutar de lo que quedaba de emisión, y contenta porque tenía a un amigo en casa. Eso lo decimos ahora de muy poca gente que trabaja en televisión.


Cuando consigo dar un vuelco a mi vida, entonces es cuando siento el tiempo pleno
Estaban hablando, él y un científico invitado, de la particularidad del tiempo, de la percepción interior del tiempo, no ya como bloque -pues sabemos que el Tiempo no es estáticamente objetivo-, sino como experiencia personal. De sus acelerones y de sus lentitudes, según nuestro propio estado de ánimo, nuestra disposición.

Sus reflexiones me vinieron que ni pintadas, porque me pillaron en vena. Regresaba yo de una excursión por el montañoso interior de Líbano, durante la cual tuve oportunidad de meditar sobre la intensidad del espacio geográfico: este país mide apenas diez mil kilómetros cuadrados, pero eso no cuenta. Es decir, esa cuenta no vale.
Montes y depresiones, valles y cañadas, pueblos dispersos y villas aferradas como dientes a la espalda de las cordilleras. Cada pieza del terreno, con su historia; con el peso de su sangre. Ese paisaje, que apenas ocupa líneas traducido a cifras, es un continente, un mundo, un abismo, un monstruo dormido, una princesa encantada. La princesa despierta, y es un dragón. El príncipe, que la viene a salvar, la bombardea. Los familiares afilan los cuchillos. Un mundo bicéfalo, los dos rostros de Juno multiplicados hasta el infinito en imaginarios espejos. Nada que ver, lo que leemos, con lo que hay debajo.

Lo mismo ocurre con el tiempo.

Decían Punset y su acompañante, cuyo nombre lamento no recordar, que la rutina nos hace medirlo de otra manera. Como ejemplo pusieron el interruptor y la luz. La persona que, por primera vez en su vida, le da al interruptor para que se encienda la luz, advierte que se produce un infinitésimo retraso entre ambas acciones. Al habituarnos, anticipamos la iluminación y la tomamos por simultánea. De aquí pasaron a deducir -si les entendí bien- que la vida transcurre más rápidamente cuando nos hacemos mayores porque todo lo que hacemos es repetido, porque la rutina nos acorta el tiempo.

Estando de acuerdo con la noción básica -tan simple como lo de que todo es relativo: menos en lo ético, pero ésta es otra historia- de que el tiempo se acorta con la edad, disiento simpáticamente de mi entrañable Punset. Únicamente puedo hablar de mí, pero estoy segura de que muchos de ustedes se mostrarán de acuerdo conmigo en que, cuanto repetitivo y más hecho a la usanza se desenvuelve nuestro vivir, más largos se nos hacen los días.
Eso al margen, claro, de que a partir de cierta edad -los 50, los 60 sobre todo, los 70 ya ni os cuento-, el tiempo nos parece -y lo es- espantosamente breve, básicamente porque la mayor parte del que tenemos por detrás lo hemos utilizado aprendiendo a vivir, con el consiguiente desgaste personal y el desperdicio de no haber sabido que eso -escoñarnos en todos los sentidos y sacar enseñanzas de ello, luchar por un poco de felicidad, de realización o de supervivencia-, eso, precisamente, era todo.

Lo que acorta nuestros días más allá de la forma en que el tiempo se escurre en términos objetivos es saber que no tendremos ni salud ni tiempo para aplicar aquello que aprendimos. Y lo que lo convierte en fugaz, pero tedioso, a veces incluso insoportable, es la repetición de las rutinas. Al menos, a mí eso me ocurre.

Y cuando consigo dar un vuelco a mi vida, reinventarme, osar, arriesgarme, cuando mando a tomar viento la silla en que debería aguardar sentada y decido ir al encuentro de lo que sea que quede por venir, es entonces cuando siento el tiempo pleno. ¿Corto? Desde luego. Pero pleno. No algo que sólo se puede rumiar, algo que jugamos a matar.

Pero qué interesante fue el programa y cuántas preguntas suscitaba. Bienvenido, pues, en la nueva temporada, Eduard Punset y a sus puertas abiertas en las Redes. Verle desde Beirut, donde todo es volátil, nunca se convertirá en rutina. Es sólo una sana costumbre.

Patente de Corso La Camisa Blanca

PATENTE DE CORSO
La camisa blanca


ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 7 de Septiembre de 2009



He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».

Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.

La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.

Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.

La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.

La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.

La Camisa Blanca

Sr. Arturo Pérez Reverte: Le sigo a Usted desde hace ya muchos añps, cuando era Corresponsal de Guerra en Televisión Española, cuando empezo su oficio de escritor que combinaba con su corresponsalia.
Debo decir que he leído todas sus novelas, todos sus árticulos, todas sus opiniones, me gusta usted como escritor y comentarista, le he admirado mucho, he estado en las presentaciones de sus libros cuando ha venido a Las Palmas de Gran Canaia, me alegré cuando entró enn la Real Academía porque pense que enriquecería con su lengua provocadora y sabia esa vetusta institución, ningún pais la tiene, no hay que encosertar el lenguaje con tanta norma, fui alumna de Gregorio Salvador Caja y sé como es de válido.
Lo último que leí de usted de novela fue ese pequeño cuento del Soldado de los Ojos azules, lo leí en menos de una hora, no sé que pasa con su talento de novelista o con sus Tercios pero el caso es que cada vez produce menos y escribe ahora lo que tanto ha criticado, "libelos" provocadores, siempre he defendido sus provocaciones las machistas y las de educación, no me gustan sus insultos ni como llama a las mujers que usted no puede ver por su faceta misógena.
Es decir, usted ha entrado ya con tanto bombo en un lugar que no me está gustando nada, tiene un gustillo a esa élite de pacotilla intelectual, empezando por Juliann Marías que es un baboso de las letras y del que volví a releer alguna infumable novela viendo como lo alababa usted, pero me quedé con mi 1ª impresion de ese señor aburrido que escribe para sí mismo y ciertos aduladores dónde usted se encuentra,.
Hoy ya me he cansado con lo de la Camisa Blanca, quizás porque teniendo la Edad de usted mi madre no sabe en que fosa esta metido su padre al que fusilaron los nacionales, dejó de buscar por miedo al pasado.
Fui a preguntar donde estarían los fusilados con fecha concreta en Valencia y nadie de los que me dirijí me supo dar razones.
Mi Abuelo estará descansando en alguna Fosa con cientos más pero nunca se le ha podido llevar ni un ramo de flores, used se reirá supongo porque resulta que ahora ya todo lo sabe.
Ha perdido su sarcasmo, y yo que lo leía casi con devoción empiezo a olerle un tufillo que no me gusta nada. Así que escriba rápido otra novela porque los que leemos, usted lo debe saber no somos muy fieles en cuanto a seguir a alguien que hace años no escribe nada pero se fotografía con su querido amigo Julian y el otro, Vargas llosa que tampoco ya tiene nada que decir,me ha producido usted un terrible desencanto.
Atte Le Saluda Dumi

La Camisa Blanca

PATENTE DE CORSO
La camisa blanca


ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 7 de Septiembre de 2009



He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».

Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.

La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.

Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.

La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.

La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.