Luz profunda
Amor y desengaño. Pasión y melancolía. Así es el nuevo disco de luz casal, con grandes canciones latinoamericanas. Y así es su respuesta a los nuevos zarpazos del cáncer. Vuelve luz, aún más intensa.
JUAN CRUZ 13/09/2009
Amor y desengaño. Pasión y melancolía. Así es el nuevo disco de luz casal, con grandes canciones latinoamericanas. Y así es su respuesta a los nuevos zarpazos del cáncer. Vuelve luz, aún más intensa.
Luz Casal ha pasado en los últimos cinco años por algunas ventoleras de salud que a veces la dejaron impávida, asustada de lo que la naturaleza puede hacer para tratar de doblegar el ánimo de una persona.
En lugar de conseguir su propósito, la enfermedad, un cáncer que quiso morderla, pero al que ella se enfrentó con brío, ha hecho más honda su mirada; esa ingenuidad que muestra como si hubiera renacido de la infancia galaico-asturiana ha regresado a su rostro, en el que ahora habita aún más pasión, la pasión de vivir, de seguir la lucha de la vida.
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“Con los mensajes que recibía, ¿Cómo me iba a venir abajo?”
“Es mejor cantarlas con distancia. Si no, parece una parodia”
Esa enfermedad ha atacado dos veces; entre tanta energía que hubo de desplegar para recuperar el sosiego y la salud que ahora tiene, Luz Casal se encerró con otras músicas; dejó atrás la melancolía rockera y se fue a buscar sonidos suramericanos. Su nuevo disco es el resultado de su incursión apasionada por el repertorio clásico de América Latina.
En su casa tiene un cuarto inmenso en el que hay miles de discos, viejos y nuevos, los de Paco Pérez Briand, su compañero, su fiel amigo, el periodista musical, y los suyos; y ahí dentro rebuscó letras que ahora, en su voz, forman su nuevo disco, La pasión.
Cuando estuvo enferma, dice, recibió todo tipo de consejos: haz este disco, haz el otro; pero ella tenía esa inspiración, Suramérica, la música de siempre. "No es un disco de versiones; es un disco de homenaje. A una época, a unos compositores, a un estilo". Buscó en Los Ángeles lo más auténtico de esa herencia, y halló a un arreglista, Emir Deodato, brasileño, que ha trabajado para Frank Sinatra, Björk, Roberta Flack (Killing me softly). A este hombre le resultó fascinante este proyecto de reconstruir "tal como se grababa en los viejos tiempos, con todos los instrumentos y todas las voces". Le leyó la idea a Luz Casal, y el disco suena a esa convicción que arreglista y cantante compartieron "desde que nos vimos".
Para ella era un reto. "Diecinueve años después de Piensa en mí, asumía un proyecto que no tenía que ver ni con el rock ni con el pop. Piensa en mí fue la puerta que se abría a un estilo de música que yo no solía interpretar. Acaso creía, por influencia del rock y del pop, que era una música de generaciones anteriores; pero asumí el reto, como ahora, de meterme sin esfuerzo en canciones majestuosas, como éstas que interpreto ahora. Hace 19 años, cuando salió aquel disco, después de haber editado cinco elepés, la gente me paraba por la calle: 'No sabía que usted cantara tan bien'. Así que ahora he repetido la experiencia de cantar como en Piensa en mí".
Halló un productor al que le sonaba la melodía del proyecto, "un chico francés de origen iraní que vivió en Venezuela, Renaud Letang, que entre sus éxitos cuenta el de haber producido Clandestino, de Manu Chao". Letang no tiene mucho más de 30 años, pero el repertorio que recuperaba Luz le sonaba.
En Los Ángeles se encontró, además, con Álex Acuña, un batería que trabajó con Weather Report, con Madonna, con Ray Charles, y que podía hacer que los instrumentos adquirieran "ese sonido original, ampuloso" que requería la búsqueda que Luz se había propuesto.
"Todos eran de origen hispano, y todos guardaban recuerdos de las canciones". Así que ahora tiene Luz Casal "la sensación de haber trabajado en las mejores condiciones de toda mi vida", a lo que ella ha añadido "energía e ilusión". Ella quiso poner "la voz propia, natural, sin impostaciones". "En algún momento, por ejemplo en Historia de un amor, que es quizá la que tiene que ver más conmigo misma, con mi propia historia en algún momento, quise cantarla como más de dentro, con más sutileza, como si hiciera hincapié en lo que cuenta. Y cuando la escuché, la sentí tan exagerada... Comprobé ahí que estas canciones hay que cantarlas con distancia, porque, si no, parece que estás haciendo una parodia". Hay alguna "en la que te tienes que abrir en canal", pero lo mejor es cantar con distancia. "Como siempre se hizo".
Ha cantado y ha rescatado "a los pioneros". Ahí están Carlos Eleta Almarán (Historia de un amor), René Touzet (Con mil desengaños), Manuel Rivas Ávila (Cenizas), Mario Molina, Jesús Dávalos y Eduardo Magallanes (Adónde va nuestro amor), Francisco Flores (Nieblas), Julio R. Reyes (Mar y cielo), Rosario Sansores y Enrique Brito (Sombras), Jair Amor y Oswaldo Gouveia (Qué quieres tú de mí), la simpar María Elena Walsh (Como la cigarra)... En los créditos, ella no quiere que se le escape el nombre de Jorge Fernández, director artístico de su compañía, EMI, en Francia, "un chico de El Bierzo, radicado en Francia, a quien también le sonaban las canciones".
Ella no lo ve como un disco circunstancial, es un manifiesto. Es decir, es su reencuentro con melodías que están detrás de la canción contemporánea, y al recopilarlas ha hecho un relato de la pasión en la música, que es la pasión en la vida, una especie de bolero inmenso que la rockera prolonga como si estuviera rescatando la melancolía de Negra sombra, aquella canción que nos devolvió los versos estupefactos de Rosalía de Castro. Toda canción encierra autobiografía, "pero en este caso hay pocas con las que yo me halle sentimentalmente ligada. Lo que quería era comprobar si mi capacidad como intérprete no se quedaba por debajo de lo que exigían esas canciones".
Para hacerlo, Luz Casal se encerró consigo misma y con esos discos que ya tienen la vejez necesaria de los clásicos, y los ha devuelto a la vida, es decir, a la voz contemporánea, desgarrada, en un tiempo en que la pasión parece que se dice de otra manera. "Era una aventura arriesgada; yo quería llegar a aquella sonoridad histórica, y todo ha conspirado, en primer lugar, el extraordinario conjunto que agrupamos, para lograrlo".
Con el disco ya en la mano, adornado con las fotos de Jean Baptiste Mondino, en las que luce como si volviera de un sueño, o estuviera en él, vestida de blanco, retratada en medio de un espacio versallesco cerca de París, Luz me habló de la experiencia del dolor y de la pasión.
Una vez dijo: "Se canta y se escribe mejor después de una herida". Fue hace dos años; acababa de publicar Vida tóxica; estábamos en la penumbra de un hotel de Málaga, ella iba vestida de negro; tenía el pelo corto, como ahora en estas fotografías de Mondino, pero entonces el pelo era el espejo también de la herida sufrida. Entonces Luz estaba especialmente honda, o ahondada; ese túnel del que salía entera le había dejado muchas huellas. En aquel entonces, se convenció a sí misma de que trabajar era mejor que olvidarse de la voz, que había que cantar, como decía Bertolt Brecht, también en los tiempos oscuros. Y hasta el título del disco, Vida tóxica, y su decisión de recorrer luego pueblos de España y de Francia (donde es una artista queridísima) constituía no sólo una decisión, sino, también, un manifiesto. Le pregunté entonces: "¿Y después?".
"Pues a seguir siendo Luz, la hija de Casal".
Siguió siendo Luz, la hija de Casal. La enfermedad le dio una tregua, durante la cual no sólo siguió siendo Luz, la hija de Casal, sino que quiso ser otros y otras, y mezcló su inspiración con la música romántica latinoamericana, con toda su pasión y melancolía.
Eso es también lo que hay detrás de su mirada, captada por Mondino, que ha fijado el momento en el que ahora está: parece ingrávida, combina aquella mirada de la lucha que le vimos hace dos años en Málaga con la de las letras en las que ha estado sumida. "Bueno, Mondino parecía ya reacio a hacer fotos de gente de la música. Pero le hablaron; él dijo que necesitaba escuchar la música. Y lo que iba a ser un encuentro de media hora se convirtió en una sesión de tres horas. El resultado es éste. A fuerza de oírlo, he acabado por creer que de veras estoy guapa en esas fotos".
Pero ¿qué pasó, qué ha aprendido de esa lucha contra la enfermedad, que, mientras tanto, volvió a dar el segundo aviso? "Yo traté de mostrarme como siempre he hecho, con franqueza. Y he aprendido que la gente se preocupa por sus semejantes. Aprendí, también, que la enfermedad te vincula a otros que tienen el mismo problema, y esa es una forma maravillosa de hacer amigos".
La gente asocia ahora ese poder de recuperación, y de lucha, a un modo de ser. ¿Estaba antes? ¿De dónde viene? "¿De dónde viene?", vuelve a preguntar. "Quizá de que empecé a trabajar desde muy pequeña... Ayudan la familia, los amigos, la confianza en ti y en lo que haces. El cariño que te transmite el público". Esa energía también viene de la infancia: "Mi infancia ha hecho de mí el 90% de lo que soy. Lo que he hecho es pulir las cosas. Yo soy un producto de lo que me sucedió desde que tuve seis años y me fui de Galicia a Asturias, hasta los 16. Las claridades y nieblas de ese tiempo son la clave".
En La pasión hay letras que revuelcan desde hace decenios los estómagos de los desengaños: "Ya no estás más a mi lado, corazón, / en el alma sólo tengo soledad, / y si ya no puedo verte, / por qué Dios me hizo quererte, / para hacerme sufrir más...".
Luz Casal no sólo ha hecho una discoteca de la pasión, o del amor, sino del sufrimiento que sigue al final de las mejores pasiones, las más encendidas: "Con mil desengaños / no podrás pagar el desengaño mío, / con mil sufrimientos / no podrías sufrir lo que he sufrido yo". Es la armonía entre el encuentro y la despedida, la resignación y la búsqueda. Su disco habla de las nieblas y de las cenizas, resultados del fuego que el bolero va extendiendo como un manto oscuro: "No habrá nieblas / en mi noche si tú estás, / no habrá llantos / ni pesares si tú estás, / es por eso que angustiada / yo repito emocionada / no habrá nieblas / en mi noche si tú estás". Y, sin embargo, las cenizas. "Después de tanto soportar la pena / de sentir tu olvido, / después que todo te lo dio / mi pobre corazón herido, / has vuelto a verme para que yo sepa de tu desventura / Sólo cenizas hallarás / de todo lo que fue mi amor".
Salir de ese universo de sombras no debe de ser sencillo. Ella canta, por ejemplo, ese No, no y no: "Como todo llega en esta vida, / yo prefiero la ilusión perdida / a que me vuelvas a engañar... / No, no y no. / No te lo puedo creer". O Sombras: "Cuando tú te hayas ido / me envolverán las sombras. / Cuando tú te hayas ido / con mi dolor a solas / evocaré el idilio / de las azules olas...". O esa canción, Como la cigarra, en la que se mezclan rabia y risa: "Tantas veces me mataron, / tantas veces me morí, / sin embargo, estoy aquí / resucitando...".
Un manifiesto de amor al amor, y a Latinoamérica, a la música que dice amor y desengaño con la misma voz. Palabras, acaso, para curarse. En aquella conversación de Málaga nos contó cómo se fue salvando de la angustia y el dolor, como aquel personaje de Hemingway: "Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana".
Se salvó escuchando música, y escuchando mensajes telefónicos, leyendo e-mails. "Mi carencia de miedo, mi actitud, todo viene de los mensajes que recibía. ¿Cómo me iba a venir abajo?".
En ese tiempo, alguien le enviaba naranjas cada 21 días. "Porque cada 21 días era la quimio. Las naranjas y las flores eran de admiradoras, mujeres que se gastan el sueldo yendo a mis conciertos por todo el mundo. ¡Y me siguen enviando naranjas! Tengo suerte. El cariño es una cosa buenísima".
13 sept 2009
Redes del tiempo MARUJA TORRES
Redes del tiempo
MARUJA TORRES 13/09/2009
Mi querido Eduard Punset se coló hace unos días en el saloncito de mi apartamento beirutí a través del canal internacional de TVE. Creo que se trataba de la reposición veraniega de uno de sus Redes ya emitidos, pero yo no lo había visto. Me senté pues, lista a disfrutar de lo que quedaba de emisión, y contenta porque tenía a un amigo en casa. Eso lo decimos ahora de muy poca gente que trabaja en televisión.
Cuando consigo dar un vuelco a mi vida, entonces es cuando siento el tiempo pleno
Estaban hablando, él y un científico invitado, de la particularidad del tiempo, de la percepción interior del tiempo, no ya como bloque -pues sabemos que el Tiempo no es estáticamente objetivo-, sino como experiencia personal. De sus acelerones y de sus lentitudes, según nuestro propio estado de ánimo, nuestra disposición.
Sus reflexiones me vinieron que ni pintadas, porque me pillaron en vena. Regresaba yo de una excursión por el montañoso interior de Líbano, durante la cual tuve oportunidad de meditar sobre la intensidad del espacio geográfico: este país mide apenas diez mil kilómetros cuadrados, pero eso no cuenta. Es decir, esa cuenta no vale.
Montes y depresiones, valles y cañadas, pueblos dispersos y villas aferradas como dientes a la espalda de las cordilleras. Cada pieza del terreno, con su historia; con el peso de su sangre. Ese paisaje, que apenas ocupa líneas traducido a cifras, es un continente, un mundo, un abismo, un monstruo dormido, una princesa encantada. La princesa despierta, y es un dragón. El príncipe, que la viene a salvar, la bombardea. Los familiares afilan los cuchillos. Un mundo bicéfalo, los dos rostros de Juno multiplicados hasta el infinito en imaginarios espejos. Nada que ver, lo que leemos, con lo que hay debajo.
Lo mismo ocurre con el tiempo.
Decían Punset y su acompañante, cuyo nombre lamento no recordar, que la rutina nos hace medirlo de otra manera. Como ejemplo pusieron el interruptor y la luz. La persona que, por primera vez en su vida, le da al interruptor para que se encienda la luz, advierte que se produce un infinitésimo retraso entre ambas acciones. Al habituarnos, anticipamos la iluminación y la tomamos por simultánea. De aquí pasaron a deducir -si les entendí bien- que la vida transcurre más rápidamente cuando nos hacemos mayores porque todo lo que hacemos es repetido, porque la rutina nos acorta el tiempo.
Estando de acuerdo con la noción básica -tan simple como lo de que todo es relativo: menos en lo ético, pero ésta es otra historia- de que el tiempo se acorta con la edad, disiento simpáticamente de mi entrañable Punset. Únicamente puedo hablar de mí, pero estoy segura de que muchos de ustedes se mostrarán de acuerdo conmigo en que, cuanto repetitivo y más hecho a la usanza se desenvuelve nuestro vivir, más largos se nos hacen los días.
Eso al margen, claro, de que a partir de cierta edad -los 50, los 60 sobre todo, los 70 ya ni os cuento-, el tiempo nos parece -y lo es- espantosamente breve, básicamente porque la mayor parte del que tenemos por detrás lo hemos utilizado aprendiendo a vivir, con el consiguiente desgaste personal y el desperdicio de no haber sabido que eso -escoñarnos en todos los sentidos y sacar enseñanzas de ello, luchar por un poco de felicidad, de realización o de supervivencia-, eso, precisamente, era todo.
Lo que acorta nuestros días más allá de la forma en que el tiempo se escurre en términos objetivos es saber que no tendremos ni salud ni tiempo para aplicar aquello que aprendimos. Y lo que lo convierte en fugaz, pero tedioso, a veces incluso insoportable, es la repetición de las rutinas. Al menos, a mí eso me ocurre.
Y cuando consigo dar un vuelco a mi vida, reinventarme, osar, arriesgarme, cuando mando a tomar viento la silla en que debería aguardar sentada y decido ir al encuentro de lo que sea que quede por venir, es entonces cuando siento el tiempo pleno. ¿Corto? Desde luego. Pero pleno. No algo que sólo se puede rumiar, algo que jugamos a matar.
Pero qué interesante fue el programa y cuántas preguntas suscitaba. Bienvenido, pues, en la nueva temporada, Eduard Punset y a sus puertas abiertas en las Redes. Verle desde Beirut, donde todo es volátil, nunca se convertirá en rutina. Es sólo una sana costumbre.
MARUJA TORRES 13/09/2009
Mi querido Eduard Punset se coló hace unos días en el saloncito de mi apartamento beirutí a través del canal internacional de TVE. Creo que se trataba de la reposición veraniega de uno de sus Redes ya emitidos, pero yo no lo había visto. Me senté pues, lista a disfrutar de lo que quedaba de emisión, y contenta porque tenía a un amigo en casa. Eso lo decimos ahora de muy poca gente que trabaja en televisión.
Cuando consigo dar un vuelco a mi vida, entonces es cuando siento el tiempo pleno
Estaban hablando, él y un científico invitado, de la particularidad del tiempo, de la percepción interior del tiempo, no ya como bloque -pues sabemos que el Tiempo no es estáticamente objetivo-, sino como experiencia personal. De sus acelerones y de sus lentitudes, según nuestro propio estado de ánimo, nuestra disposición.
Sus reflexiones me vinieron que ni pintadas, porque me pillaron en vena. Regresaba yo de una excursión por el montañoso interior de Líbano, durante la cual tuve oportunidad de meditar sobre la intensidad del espacio geográfico: este país mide apenas diez mil kilómetros cuadrados, pero eso no cuenta. Es decir, esa cuenta no vale.
Montes y depresiones, valles y cañadas, pueblos dispersos y villas aferradas como dientes a la espalda de las cordilleras. Cada pieza del terreno, con su historia; con el peso de su sangre. Ese paisaje, que apenas ocupa líneas traducido a cifras, es un continente, un mundo, un abismo, un monstruo dormido, una princesa encantada. La princesa despierta, y es un dragón. El príncipe, que la viene a salvar, la bombardea. Los familiares afilan los cuchillos. Un mundo bicéfalo, los dos rostros de Juno multiplicados hasta el infinito en imaginarios espejos. Nada que ver, lo que leemos, con lo que hay debajo.
Lo mismo ocurre con el tiempo.
Decían Punset y su acompañante, cuyo nombre lamento no recordar, que la rutina nos hace medirlo de otra manera. Como ejemplo pusieron el interruptor y la luz. La persona que, por primera vez en su vida, le da al interruptor para que se encienda la luz, advierte que se produce un infinitésimo retraso entre ambas acciones. Al habituarnos, anticipamos la iluminación y la tomamos por simultánea. De aquí pasaron a deducir -si les entendí bien- que la vida transcurre más rápidamente cuando nos hacemos mayores porque todo lo que hacemos es repetido, porque la rutina nos acorta el tiempo.
Estando de acuerdo con la noción básica -tan simple como lo de que todo es relativo: menos en lo ético, pero ésta es otra historia- de que el tiempo se acorta con la edad, disiento simpáticamente de mi entrañable Punset. Únicamente puedo hablar de mí, pero estoy segura de que muchos de ustedes se mostrarán de acuerdo conmigo en que, cuanto repetitivo y más hecho a la usanza se desenvuelve nuestro vivir, más largos se nos hacen los días.
Eso al margen, claro, de que a partir de cierta edad -los 50, los 60 sobre todo, los 70 ya ni os cuento-, el tiempo nos parece -y lo es- espantosamente breve, básicamente porque la mayor parte del que tenemos por detrás lo hemos utilizado aprendiendo a vivir, con el consiguiente desgaste personal y el desperdicio de no haber sabido que eso -escoñarnos en todos los sentidos y sacar enseñanzas de ello, luchar por un poco de felicidad, de realización o de supervivencia-, eso, precisamente, era todo.
Lo que acorta nuestros días más allá de la forma en que el tiempo se escurre en términos objetivos es saber que no tendremos ni salud ni tiempo para aplicar aquello que aprendimos. Y lo que lo convierte en fugaz, pero tedioso, a veces incluso insoportable, es la repetición de las rutinas. Al menos, a mí eso me ocurre.
Y cuando consigo dar un vuelco a mi vida, reinventarme, osar, arriesgarme, cuando mando a tomar viento la silla en que debería aguardar sentada y decido ir al encuentro de lo que sea que quede por venir, es entonces cuando siento el tiempo pleno. ¿Corto? Desde luego. Pero pleno. No algo que sólo se puede rumiar, algo que jugamos a matar.
Pero qué interesante fue el programa y cuántas preguntas suscitaba. Bienvenido, pues, en la nueva temporada, Eduard Punset y a sus puertas abiertas en las Redes. Verle desde Beirut, donde todo es volátil, nunca se convertirá en rutina. Es sólo una sana costumbre.
Patente de Corso La Camisa Blanca
PATENTE DE CORSO
La camisa blanca
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 7 de Septiembre de 2009
He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».
Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.
La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.
Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.
La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.
La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.
La camisa blanca
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 7 de Septiembre de 2009
He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».
Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.
La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.
Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.
La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.
La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.
La Camisa Blanca
Sr. Arturo Pérez Reverte: Le sigo a Usted desde hace ya muchos añps, cuando era Corresponsal de Guerra en Televisión Española, cuando empezo su oficio de escritor que combinaba con su corresponsalia.
Debo decir que he leído todas sus novelas, todos sus árticulos, todas sus opiniones, me gusta usted como escritor y comentarista, le he admirado mucho, he estado en las presentaciones de sus libros cuando ha venido a Las Palmas de Gran Canaia, me alegré cuando entró enn la Real Academía porque pense que enriquecería con su lengua provocadora y sabia esa vetusta institución, ningún pais la tiene, no hay que encosertar el lenguaje con tanta norma, fui alumna de Gregorio Salvador Caja y sé como es de válido.
Lo último que leí de usted de novela fue ese pequeño cuento del Soldado de los Ojos azules, lo leí en menos de una hora, no sé que pasa con su talento de novelista o con sus Tercios pero el caso es que cada vez produce menos y escribe ahora lo que tanto ha criticado, "libelos" provocadores, siempre he defendido sus provocaciones las machistas y las de educación, no me gustan sus insultos ni como llama a las mujers que usted no puede ver por su faceta misógena.
Es decir, usted ha entrado ya con tanto bombo en un lugar que no me está gustando nada, tiene un gustillo a esa élite de pacotilla intelectual, empezando por Juliann Marías que es un baboso de las letras y del que volví a releer alguna infumable novela viendo como lo alababa usted, pero me quedé con mi 1ª impresion de ese señor aburrido que escribe para sí mismo y ciertos aduladores dónde usted se encuentra,.
Hoy ya me he cansado con lo de la Camisa Blanca, quizás porque teniendo la Edad de usted mi madre no sabe en que fosa esta metido su padre al que fusilaron los nacionales, dejó de buscar por miedo al pasado.
Fui a preguntar donde estarían los fusilados con fecha concreta en Valencia y nadie de los que me dirijí me supo dar razones.
Mi Abuelo estará descansando en alguna Fosa con cientos más pero nunca se le ha podido llevar ni un ramo de flores, used se reirá supongo porque resulta que ahora ya todo lo sabe.
Ha perdido su sarcasmo, y yo que lo leía casi con devoción empiezo a olerle un tufillo que no me gusta nada. Así que escriba rápido otra novela porque los que leemos, usted lo debe saber no somos muy fieles en cuanto a seguir a alguien que hace años no escribe nada pero se fotografía con su querido amigo Julian y el otro, Vargas llosa que tampoco ya tiene nada que decir,me ha producido usted un terrible desencanto.
Atte Le Saluda Dumi
Debo decir que he leído todas sus novelas, todos sus árticulos, todas sus opiniones, me gusta usted como escritor y comentarista, le he admirado mucho, he estado en las presentaciones de sus libros cuando ha venido a Las Palmas de Gran Canaia, me alegré cuando entró enn la Real Academía porque pense que enriquecería con su lengua provocadora y sabia esa vetusta institución, ningún pais la tiene, no hay que encosertar el lenguaje con tanta norma, fui alumna de Gregorio Salvador Caja y sé como es de válido.
Lo último que leí de usted de novela fue ese pequeño cuento del Soldado de los Ojos azules, lo leí en menos de una hora, no sé que pasa con su talento de novelista o con sus Tercios pero el caso es que cada vez produce menos y escribe ahora lo que tanto ha criticado, "libelos" provocadores, siempre he defendido sus provocaciones las machistas y las de educación, no me gustan sus insultos ni como llama a las mujers que usted no puede ver por su faceta misógena.
Es decir, usted ha entrado ya con tanto bombo en un lugar que no me está gustando nada, tiene un gustillo a esa élite de pacotilla intelectual, empezando por Juliann Marías que es un baboso de las letras y del que volví a releer alguna infumable novela viendo como lo alababa usted, pero me quedé con mi 1ª impresion de ese señor aburrido que escribe para sí mismo y ciertos aduladores dónde usted se encuentra,.
Hoy ya me he cansado con lo de la Camisa Blanca, quizás porque teniendo la Edad de usted mi madre no sabe en que fosa esta metido su padre al que fusilaron los nacionales, dejó de buscar por miedo al pasado.
Fui a preguntar donde estarían los fusilados con fecha concreta en Valencia y nadie de los que me dirijí me supo dar razones.
Mi Abuelo estará descansando en alguna Fosa con cientos más pero nunca se le ha podido llevar ni un ramo de flores, used se reirá supongo porque resulta que ahora ya todo lo sabe.
Ha perdido su sarcasmo, y yo que lo leía casi con devoción empiezo a olerle un tufillo que no me gusta nada. Así que escriba rápido otra novela porque los que leemos, usted lo debe saber no somos muy fieles en cuanto a seguir a alguien que hace años no escribe nada pero se fotografía con su querido amigo Julian y el otro, Vargas llosa que tampoco ya tiene nada que decir,me ha producido usted un terrible desencanto.
Atte Le Saluda Dumi
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