Me despierta un ruido y miro el reloj de la mesilla de noche. Ha sonado en la planta de abajo. Así que cojo la linterna y el cuchillo K-Bar de marine americano –recuerdo de Disneylandia– y bajo las escaleras intentando ir tranquilo y echar cuentas. Cuántos son, altos o bajos, nacionales o de importación, armados o no. Si estuviera en un país normal, este agobio sería relativo.
Bajaría con una escopeta de caza, y una vez abajo haría pumba, pumba, sin decir buenas noches. Albanokosovares al cielo. O lo que sean. Pero estoy en la sierra de Madrid, España. Tampoco me gusta la caza ni tengo escopeta. Sólo un Kalashnikov –otro recuerdo de Disneylandia– que ya no dispara. Por otra parte, una escopeta no iba a servirme de nada. Estoy en la España líder de Occidente, repito. Aquí el procedimiento varía.
Mientras bajo por la escalera –de mi casa, insisto– con el cuchillo en la mano, lo que voy es haciendo cálculos. Pensando, si se lía la pajarraca, si no me ponen mirando a Triana y si tengo suerte de esparramar a algún malo, en lo que voy a contar luego a la Guardia Civil y al juez. Que tiene huevos.
Lo primero, a ver cómo averiguo cuántos son. Porque si encuentro a un caco solo y tengo la fortuna de arrimarme y tirarle un viaje, antes debo establecer los parámetros. Imaginen que descubro a uno robándome las películas de John Wayne, le doy una mojada a oscuras, y resulta que el fulano está solo y no lleva armas, o lleva un destornillador, mientras que yo se la endiño con una hoja de palmo y pico. Ruina total.
La violencia debe ser proporcionada, ojo. Y para que lo sea, antes he de asegurarme de lo que lleva el pavo. Y de sus intenciones. No es lo mismo que un bulto oscuro que se cuela en tu casa de madrugada tenga el propósito de robarte Río Bravo que violar a tu mujer, a tu madre, a tus niñas y a la chacha.
Todo eso hay que establecerlo antes con el diálogo adecuado. ¿A qué viene usted exactamente, buen hombre? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre?… Y si el otro no domina el español, recurriendo a un medio alternativo. No añadamos, por Dios, el agravante de xenofobia a la prepotencia.
Pero la cosa no acaba ahí. Incluso si establezco con luz y taquígrafos los móviles exactos y el armamento del malo, un juez –eso depende del que me toque– puede decidir que encontrártelo de noche en casa, incluso armado de igual a igual, no es motivo suficiente para el acto fascista de pegarle una puñalada. Además hay que demostrar que se enfrentó a ti, que ésa es otra. Y no digo ya si en vez de darle un pinchazo, en el calor de la refriega le pegas tres o cuatro. Ahí vas listo. Ensañamiento y alevosía, por lo menos.
En cualquier caso, violencia innecesaria; como en el episodio reciente de ese secuestrado con su mujer que, para librarse de sus captores, les quitó el cuchillo y le endiñó seis puñaladas a uno de ellos. Estaría cabreadillo, supongo, o el otro no se dejaba. Pues nada. Diez años de prisión, reducidos a cinco por el Tribunal Supremo. Lo normal. Por chulo.
Imaginemos sin embargo que, en vez de cuchillo, lo que esta noche lleva el malo es una pistola de verdad. Y que en un alarde de perspicacia y de potra increíble lo advierto en la oscuridad, me abalanzo heroico sobre el malvado, desarmándolo, y forcejeamos. Y pum. Le pego un tiro. Ruina absoluta, oigan. Sale más barato dejar que él me lo pegue a mí, porque hasta pueden demandarme los familiares del difunto. Otra cosa sería que el malo estuviese acompañado. En tal caso, nuestra legislación es comprensiva. Sólo tengo que abalanzarme vigorosamente sobre él, arrebatarle el fusco, calcular con astuta visión de conjunto cuántos malos hay en la casa, qué armamento llevan y cuáles son las intenciones de cada uno, y dispararle, no al que lleve barra de hierro, navaja empalmada, bate de béisbol o pistola simulada –ojito con esto último, hay que acercarse y comprobarlo antes–, sino a aquel que cargue de pistolón o subfusil para arriba.
Todo eso, asegurándome bien, pese a la oscuridad y el previsible barullo, de que en ese momento el fulano no se está dando ya a la fuga; porque en tal caso la cagaste, Burlancaster. En cuanto al del bate de béisbol, el procedimiento es simple: dejo la pistola, voy en busca de otro bate, bastón o paraguas de similares dimensiones y le hago frente, mientras afeo su conducta y le pregunto si sólo pretende llevarse las joyas de la familia o si sus intenciones incluyen, además, romperme el ojete. Luego hago lo mismo con el de la navaja. Y así sucesivamente.
El caso es que, cuando llego al final de la escalera, comiéndome el tarro y más pendiente de las explicaciones que daré mañana, si salgo de ésta, que de lo que pueda encontrar abajo, compruebo que se ha ido dos o tres veces la luz, y que el ruido era del deuvedé y de la tele al encenderse. Y pienso que por esta vez me he salvado. De ir a la cárcel, quiero decir. Traía más cuenta dejar que me robaran.
Arturo Pérez-Reverte, XLSemanal 3-05-2009
18 jul 2009
17 jul 2009
PATENTE DE CORSO
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Fantasmas de los Balcanes
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de junio de 2007
Llevo mucho tiempo sin querer saber nada del asunto. Me refiero a Bosnia, Croacia y todo aquello. Cada vez que en la tele aparece una noticia sobre el particular, cambio de canal o me largo. Eso incluye a mis amigos de entonces. Cuando estoy con Márquez, Jadranka o algún otro, procuro evitar los intercambios de recuerdos. Lo mismo ocurre cuando alguien me propone dar charlas o escribir artículos sobre eso. La palabra Balcanes es incompatible con mi ecuanimidad. Todavía se me dispara la memoria, y la mala leche, cuando una de aquellas viejas imágenes, foto, reportaje de televisión, comentario de radio, se cruza en mi camino. Me quedo luego sombrío, callado, mirando alrededor con rencor y con una especie de angustia desesperada, casi agresiva. O sin casi.
No exagero. La cosa llega al extremo de que el simple hecho de oír cerca una lengua eslava, que me recuerde el serbio aunque sólo sea de lejos, me hace ponerme tenso, nubla mis ojos y mi memoria. Me enfurece. Arrastra recuerdos siniestros, controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes. Materializa fantasmas que deseo olvidar, y con ellos la desesperación de entonces, la amargura impotente, las ganas, que conservo, no de lamentarme, sino de hacer daño y de matar, de buscar venganza. No por mí, que sigo vivo y coleando, sino por aquellos a los que nadie vengó. Por los muertos de un tiro en la nuca, por Jasmina, por Grüber, por la morgue del hospital de Sarajevo, por la matanza de Vukovar, por la gente fugitiva y asesinada en bosques cubiertos de nieve, por las mujeres violadas como animales en burdeles para soldados borrachos. Esa farsa de La Haya, esos juicios con cuentagotas, tan equidistantes, calculados, protocolarios, no me calman una puñetera mierda. Lo siento. Me cisco en esa justicia, en todas las justicias cuando llegan tarde, como suelen, y con la puntita nada más. Milosevic, que ya está criando malvas, e incluso Karadzic y Mladic, si alguna vez los trincan, no son sino una infinitesimal parte del tinglado. En los Balcanes, los hijos de puta eran decenas de miles. A fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana.
Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.
Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de junio de 2007
Llevo mucho tiempo sin querer saber nada del asunto. Me refiero a Bosnia, Croacia y todo aquello. Cada vez que en la tele aparece una noticia sobre el particular, cambio de canal o me largo. Eso incluye a mis amigos de entonces. Cuando estoy con Márquez, Jadranka o algún otro, procuro evitar los intercambios de recuerdos. Lo mismo ocurre cuando alguien me propone dar charlas o escribir artículos sobre eso. La palabra Balcanes es incompatible con mi ecuanimidad. Todavía se me dispara la memoria, y la mala leche, cuando una de aquellas viejas imágenes, foto, reportaje de televisión, comentario de radio, se cruza en mi camino. Me quedo luego sombrío, callado, mirando alrededor con rencor y con una especie de angustia desesperada, casi agresiva. O sin casi.
No exagero. La cosa llega al extremo de que el simple hecho de oír cerca una lengua eslava, que me recuerde el serbio aunque sólo sea de lejos, me hace ponerme tenso, nubla mis ojos y mi memoria. Me enfurece. Arrastra recuerdos siniestros, controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes. Materializa fantasmas que deseo olvidar, y con ellos la desesperación de entonces, la amargura impotente, las ganas, que conservo, no de lamentarme, sino de hacer daño y de matar, de buscar venganza. No por mí, que sigo vivo y coleando, sino por aquellos a los que nadie vengó. Por los muertos de un tiro en la nuca, por Jasmina, por Grüber, por la morgue del hospital de Sarajevo, por la matanza de Vukovar, por la gente fugitiva y asesinada en bosques cubiertos de nieve, por las mujeres violadas como animales en burdeles para soldados borrachos. Esa farsa de La Haya, esos juicios con cuentagotas, tan equidistantes, calculados, protocolarios, no me calman una puñetera mierda. Lo siento. Me cisco en esa justicia, en todas las justicias cuando llegan tarde, como suelen, y con la puntita nada más. Milosevic, que ya está criando malvas, e incluso Karadzic y Mladic, si alguna vez los trincan, no son sino una infinitesimal parte del tinglado. En los Balcanes, los hijos de puta eran decenas de miles. A fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana.
Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.
Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».
Graese
La LLegada a la Luna, retransmitida por Jesús Hermida
Hermida y la Luna
GUILLERMO FESSER 17/07/2009
Se cumplen 40 años desde aquella plácida noche de verano en que la Luna, acostumbrada a asomarse en el cielo, salió por televisión. Se abrió la compuerta del módulo Eagle y asomó el rostro del comandante Neil Armstrong. Al frente, un inmenso mar de arena que, acorde con su propio nombre, permanecía tranquilo. Arriba, la oscuridad dibujaba con puntos de luz el infinito. Abajo, en una esfera azulada, millones de miradas apuntaban hacia el firmamento. Entre ellas, las de los españoles, a los que el acontecimiento celeste nos pilló sentados ante un televisor Iberia, marca de talla mundial, el 20 de julio de 1969. Una España modesta que forraba el cubo de los desperdicios con hojas de periódico porque aún no había descubierto las bolsas de basura, pero, dicho sea de paso, una España profundamente humana y con una admirable capacidad de soñar y emocionarse. Sentimiento que conocía a la perfección el joven Hermida Pineda, hijo de un fogonero gallego y una humilde ama de casa andaluza, y primer corresponsal de RTVE en Estados Unidos.
TVE revive el alunizaje del 'Apollo 11'
El entusiasmo narrativo del cronista fue tal que dimos por hecho que formaba parte de la misión
Cuando el norteamericano descendió por la escalerilla y marcó con su bota izquierda la histórica huella, su pequeño paso se transformó de inmediato en un gran salto para el comunicador español. A las 2 horas y 56 minutos de la madrugada (según los estándares atómicos para medir el tiempo que empezaron entonces a desplazar a Greenwich), todo el planeta aceptó a tres nuevos héroes: Armstrong, Aldrin y Collins. Otro trío de ases para la historia. Como los Reyes Magos. Como Los Panchos. Como el número de ruedas que les funcionan a los carritos del supermercado. Pero nosotros, Spain was different, aupamos a cuatro. El entusiasmo narrativo del cronista de la primera fue de tal magnitud que dimos por hecho que él mismo formaba parte de la tripulación del Apollo 11. Armstrong, Aldrin, Hermida y Collins. Cuatro héroes, cuatro. Como The Beatles. Como los 4 Fantásticos. Como los gatos que asisten al entierro de un vagabundo. Jesús Hermida acababa de ascender a los cielos de la fama para convertirse definitivamente en estrella televisiva. Quienes resten hoy mérito a su proeza por haber contado entonces en Houston con la lanzadera estelar más sofisticada deberían preguntarse por qué los corresponsales de la RAI, de la BBC o de la televisión alemana no corrieron la misma fortuna. Aquella noche, Hermida subió a la Luna por méritos propios.
En el momento de la retransmisión llevaba ya destinado un año en la ciudad de los rascacielos y le había dado tiempo a familiarizarse con los informativos del padre del periodismo televisivo: Walter Cronkite. El tío Walter se había alzado en representante de las clases medias, y a las siete de la tarde congregaba a 70 millones de norteamericanos frente a la mosca de la CBS. Aparte de la honestidad de hierro que le mantuvo durante décadas en la mayor cota de credibilidad de EE UU, Cronkite tenía un estilo diferente que atraía hacia sí a las masas, y Hermida se propuso descifrarlo.
Primero le pilló el ritmo. El astro de la Columbia Broadcasting System se dirigía a cámara a una velocidad de 124 palabras por minuto; muy despacio, si se compara con los 165 vocablos que utilizamos en el transcurso de una conversación. El corresponsal aprendió a ralentizar su narración hasta conseguir la expresión pausada que le hizo tan popular en España. Se trataba de podar el idioma. De entresacar con pinzas palabras de las frases y decir lo mismo con menos letras. Cómo quien le narra un cuento a su hija en la cama. Dando la impresión de que cada cosa que va a contarse viene envuelta en misterio.
Luego le pilló la utilización de coletillas. Las frases que repetía Cronkite en el informativo quedaban flotando en el inconsciente colectivo y, como las tiras amarillas para cazar moscas, atrapaban irremediablemente a la audiencia. El de Misuri, por ejemplo, terminaba siempre con la misma sentencia: "And that's the way it is". Despedida que hizo suya Ernesto Sáenz de Buruaga en los informativos de Antena 3 Televisión, "así son las cosas y así se las hemos contado", en la etapa en que, curiosamente, Hermida mandaba en la casa.
Mucho antes, el propio Jesús incorporó a su repertorio el recurso de Cronkite de repetir machaconamente una misma frase. Coletillas que desde aquella noche del 69 se convirtieron en parte de nuestra vida hasta llegar a un punto en el que no necesitaba aparecer en televisión para cultivar su fama, pues ya se encargaban de ello Martes y Trece. Trucos que fue capaz de descifrar y que resultaron infalibles al mezclarse magistralmente con el desbordante entusiasmo que Hermida ponía siempre a sus crónicas. El onubense defendía la teoría de que vales tanto como tu última obra, y en cada una de ellas estaba dispuesto a entregarlo todo.
Por eso, en julio del 69 consideró que el chaval con boina y gabardina que había llegado a Madrid a buscarse la vida y ahora se encontraba frente a un micrófono televisivo en Houston tenía obligación de contagiar su felicidad al mundo. Y por ello se atrevió a aventurarnos lo que ha de sentir un hombre al alunizar por vez primera. Y con el mismo entusiasmo continuó a lo largo de su espacial carrera. Especialmente en los pequeños detalles, porque el niño que ha echado en falta alguna vez los zapatos sabe que detrás de unas chanclas puede aguardar una historia. Como el día que España selló su ingreso en Europa y en la Redacción le pusimos al teléfono a Morán. Hermida le preguntó: "Dígame, señor ministro, ¿qué corbata lleva puesta hoy en Bruselas?". Aquél fue un día histórico, de grandes emociones, y hoy lo primero que me viene al recuerdo es aquella pregunta. Ése era el truco de Hermida.
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