Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

17 jul 2009

PATENTE DE CORSO



PATENTE DE CORSO
PATENTE DE CORSO
Fantasmas de los Balcanes


ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de junio de 2007

Llevo mucho tiempo sin querer saber nada del asunto. Me refiero a Bosnia, Croacia y todo aquello. Cada vez que en la tele aparece una noticia sobre el particular, cambio de canal o me largo. Eso incluye a mis amigos de entonces. Cuando estoy con Márquez, Jadranka o algún otro, procuro evitar los intercambios de recuerdos. Lo mismo ocurre cuando alguien me propone dar charlas o escribir artículos sobre eso. La palabra Balcanes es incompatible con mi ecuanimidad. Todavía se me dispara la memoria, y la mala leche, cuando una de aquellas viejas imágenes, foto, reportaje de televisión, comentario de radio, se cruza en mi camino. Me quedo luego sombrío, callado, mirando alrededor con rencor y con una especie de angustia desesperada, casi agresiva. O sin casi.

No exagero. La cosa llega al extremo de que el simple hecho de oír cerca una lengua eslava, que me recuerde el serbio aunque sólo sea de lejos, me hace ponerme tenso, nubla mis ojos y mi memoria. Me enfurece. Arrastra recuerdos siniestros, controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes. Materializa fantasmas que deseo olvidar, y con ellos la desesperación de entonces, la amargura impotente, las ganas, que conservo, no de lamentarme, sino de hacer daño y de matar, de buscar venganza. No por mí, que sigo vivo y coleando, sino por aquellos a los que nadie vengó. Por los muertos de un tiro en la nuca, por Jasmina, por Grüber, por la morgue del hospital de Sarajevo, por la matanza de Vukovar, por la gente fugitiva y asesinada en bosques cubiertos de nieve, por las mujeres violadas como animales en burdeles para soldados borrachos. Esa farsa de La Haya, esos juicios con cuentagotas, tan equidistantes, calculados, protocolarios, no me calman una puñetera mierda. Lo siento. Me cisco en esa justicia, en todas las justicias cuando llegan tarde, como suelen, y con la puntita nada más. Milosevic, que ya está criando malvas, e incluso Karadzic y Mladic, si alguna vez los trincan, no son sino una infinitesimal parte del tinglado. En los Balcanes, los hijos de puta eran decenas de miles. A fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana.

Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.

Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».


ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 10 de junio de 2007

Llevo mucho tiempo sin querer saber nada del asunto. Me refiero a Bosnia, Croacia y todo aquello. Cada vez que en la tele aparece una noticia sobre el particular, cambio de canal o me largo. Eso incluye a mis amigos de entonces. Cuando estoy con Márquez, Jadranka o algún otro, procuro evitar los intercambios de recuerdos. Lo mismo ocurre cuando alguien me propone dar charlas o escribir artículos sobre eso. La palabra Balcanes es incompatible con mi ecuanimidad. Todavía se me dispara la memoria, y la mala leche, cuando una de aquellas viejas imágenes, foto, reportaje de televisión, comentario de radio, se cruza en mi camino. Me quedo luego sombrío, callado, mirando alrededor con rencor y con una especie de angustia desesperada, casi agresiva. O sin casi.

No exagero. La cosa llega al extremo de que el simple hecho de oír cerca una lengua eslava, que me recuerde el serbio aunque sólo sea de lejos, me hace ponerme tenso, nubla mis ojos y mi memoria. Me enfurece. Arrastra recuerdos siniestros, controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes. Materializa fantasmas que deseo olvidar, y con ellos la desesperación de entonces, la amargura impotente, las ganas, que conservo, no de lamentarme, sino de hacer daño y de matar, de buscar venganza. No por mí, que sigo vivo y coleando, sino por aquellos a los que nadie vengó. Por los muertos de un tiro en la nuca, por Jasmina, por Grüber, por la morgue del hospital de Sarajevo, por la matanza de Vukovar, por la gente fugitiva y asesinada en bosques cubiertos de nieve, por las mujeres violadas como animales en burdeles para soldados borrachos. Esa farsa de La Haya, esos juicios con cuentagotas, tan equidistantes, calculados, protocolarios, no me calman una puñetera mierda. Lo siento. Me cisco en esa justicia, en todas las justicias cuando llegan tarde, como suelen, y con la puntita nada más. Milosevic, que ya está criando malvas, e incluso Karadzic y Mladic, si alguna vez los trincan, no son sino una infinitesimal parte del tinglado. En los Balcanes, los hijos de puta eran decenas de miles. A fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana.

Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.

Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».

Graese



Hace tiempo... no importa cuanto, conocí a una mujer a la que le gustaba calzar zapatos de tacón de aguja y bailar conmigo al ritmo de la banda sonora de "Grease"... mi "vieji", Patty.

La LLegada a la Luna, retransmitida por Jesús Hermida


Hermida y la Luna
GUILLERMO FESSER 17/07/2009



Se cumplen 40 años desde aquella plácida noche de verano en que la Luna, acostumbrada a asomarse en el cielo, salió por televisión. Se abrió la compuerta del módulo Eagle y asomó el rostro del comandante Neil Armstrong. Al frente, un inmenso mar de arena que, acorde con su propio nombre, permanecía tranquilo. Arriba, la oscuridad dibujaba con puntos de luz el infinito. Abajo, en una esfera azulada, millones de miradas apuntaban hacia el firmamento. Entre ellas, las de los españoles, a los que el acontecimiento celeste nos pilló sentados ante un televisor Iberia, marca de talla mundial, el 20 de julio de 1969. Una España modesta que forraba el cubo de los desperdicios con hojas de periódico porque aún no había descubierto las bolsas de basura, pero, dicho sea de paso, una España profundamente humana y con una admirable capacidad de soñar y emocionarse. Sentimiento que conocía a la perfección el joven Hermida Pineda, hijo de un fogonero gallego y una humilde ama de casa andaluza, y primer corresponsal de RTVE en Estados Unidos.




TVE revive el alunizaje del 'Apollo 11'

El entusiasmo narrativo del cronista fue tal que dimos por hecho que formaba parte de la misión
Cuando el norteamericano descendió por la escalerilla y marcó con su bota izquierda la histórica huella, su pequeño paso se transformó de inmediato en un gran salto para el comunicador español. A las 2 horas y 56 minutos de la madrugada (según los estándares atómicos para medir el tiempo que empezaron entonces a desplazar a Greenwich), todo el planeta aceptó a tres nuevos héroes: Armstrong, Aldrin y Collins. Otro trío de ases para la historia. Como los Reyes Magos. Como Los Panchos. Como el número de ruedas que les funcionan a los carritos del supermercado. Pero nosotros, Spain was different, aupamos a cuatro. El entusiasmo narrativo del cronista de la primera fue de tal magnitud que dimos por hecho que él mismo formaba parte de la tripulación del Apollo 11. Armstrong, Aldrin, Hermida y Collins. Cuatro héroes, cuatro. Como The Beatles. Como los 4 Fantásticos. Como los gatos que asisten al entierro de un vagabundo. Jesús Hermida acababa de ascender a los cielos de la fama para convertirse definitivamente en estrella televisiva. Quienes resten hoy mérito a su proeza por haber contado entonces en Houston con la lanzadera estelar más sofisticada deberían preguntarse por qué los corresponsales de la RAI, de la BBC o de la televisión alemana no corrieron la misma fortuna. Aquella noche, Hermida subió a la Luna por méritos propios.

En el momento de la retransmisión llevaba ya destinado un año en la ciudad de los rascacielos y le había dado tiempo a familiarizarse con los informativos del padre del periodismo televisivo: Walter Cronkite. El tío Walter se había alzado en representante de las clases medias, y a las siete de la tarde congregaba a 70 millones de norteamericanos frente a la mosca de la CBS. Aparte de la honestidad de hierro que le mantuvo durante décadas en la mayor cota de credibilidad de EE UU, Cronkite tenía un estilo diferente que atraía hacia sí a las masas, y Hermida se propuso descifrarlo.

Primero le pilló el ritmo. El astro de la Columbia Broadcasting System se dirigía a cámara a una velocidad de 124 palabras por minuto; muy despacio, si se compara con los 165 vocablos que utilizamos en el transcurso de una conversación. El corresponsal aprendió a ralentizar su narración hasta conseguir la expresión pausada que le hizo tan popular en España. Se trataba de podar el idioma. De entresacar con pinzas palabras de las frases y decir lo mismo con menos letras. Cómo quien le narra un cuento a su hija en la cama. Dando la impresión de que cada cosa que va a contarse viene envuelta en misterio.

Luego le pilló la utilización de coletillas. Las frases que repetía Cronkite en el informativo quedaban flotando en el inconsciente colectivo y, como las tiras amarillas para cazar moscas, atrapaban irremediablemente a la audiencia. El de Misuri, por ejemplo, terminaba siempre con la misma sentencia: "And that's the way it is". Despedida que hizo suya Ernesto Sáenz de Buruaga en los informativos de Antena 3 Televisión, "así son las cosas y así se las hemos contado", en la etapa en que, curiosamente, Hermida mandaba en la casa.

Mucho antes, el propio Jesús incorporó a su repertorio el recurso de Cronkite de repetir machaconamente una misma frase. Coletillas que desde aquella noche del 69 se convirtieron en parte de nuestra vida hasta llegar a un punto en el que no necesitaba aparecer en televisión para cultivar su fama, pues ya se encargaban de ello Martes y Trece. Trucos que fue capaz de descifrar y que resultaron infalibles al mezclarse magistralmente con el desbordante entusiasmo que Hermida ponía siempre a sus crónicas. El onubense defendía la teoría de que vales tanto como tu última obra, y en cada una de ellas estaba dispuesto a entregarlo todo.

Por eso, en julio del 69 consideró que el chaval con boina y gabardina que había llegado a Madrid a buscarse la vida y ahora se encontraba frente a un micrófono televisivo en Houston tenía obligación de contagiar su felicidad al mundo. Y por ello se atrevió a aventurarnos lo que ha de sentir un hombre al alunizar por vez primera. Y con el mismo entusiasmo continuó a lo largo de su espacial carrera. Especialmente en los pequeños detalles, porque el niño que ha echado en falta alguna vez los zapatos sabe que detrás de unas chanclas puede aguardar una historia. Como el día que España selló su ingreso en Europa y en la Redacción le pusimos al teléfono a Morán. Hermida le preguntó: "Dígame, señor ministro, ¿qué corbata lleva puesta hoy en Bruselas?". Aquél fue un día histórico, de grandes emociones, y hoy lo primero que me viene al recuerdo es aquella pregunta. Ése era el truco de Hermida.