5 jul 2009
El Príncipe Gitano
PATENTE DE CORSO
El príncipe gitano
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 29 de Junio de 2009
Me manda un amigo un vídeo extraordinario, impagable, que está en Internet: el Príncipe Gitano vestido de smoking, con faja negra y pajarita, cantando en supuesto inglés una versión fascinante, friki total, del In the ghetto de Elvis Presley. «Vas a alucinar», me anuncia en el mensaje adjunto. Y no tengo más remedio que decirle: llegas tarde, chaval. A mí del Príncipe Gitano no se me despintan ni los andares. Lo tengo controlado desde hace mucho, e incluso más. La versión del Presley, y la que hizo un poco antes del Delilah de Tom Jones, ésta cantada en español y con estética vídeo años sesenta, que también anda disponible en los ciberespacios infinitos entre algunas otras, como Obladí obladá, por ejemplo, que la borda. Meterse eso en vena ya es droga dura. Pero te diré más, colega. Lo mío con ese jambo es historia vieja. Viene de cuando el Piloto –que se le parecía un poco, ojos azules incluidos, aunque de joven era todavía más guapo–, cuando volvíamos de alguna incursión marítima por fuera de la isla de Escombreras, lastrado su barquito con Winston y Johnnie Walker, me ponía en un chisme de música que había en una taberna del puerto, entre caña y caña, Tani, Cortijo de los Mimbrales y la que para mí siempre fue cúspide del Príncipe: Cariño de legionario, con una letra que empieza, nada menos: «Le di a una morita mora / morita mora / morita de mi alma / cariño... de legionario». Tela.
Pero es que hay más, chaval. A ver si te enteras. Enrique Castellón Vargas, de nombre artístico el suprascrito Príncipe, nacido en Valencia en 1928, hijo de gitanos dedicados a la venta ambulante, tenía una planta soberbia: alto y delgado, elegante –cuidaba mucho los trajes y el vestir–, mirada azul, pelo rizado. Para entendernos: se comía a las pavas sin pelar. Quiso ser torero de joven; pero tenía canguelo, y los cuernos se le daba mejor ponerlos él. También tenía buena voz, así que se dedicó al cante flamenco, del que tocó muchos palos, sobre todo zambras y rumbas. Hizo de torero en el cine –Brindis al cielo, se llamaba la peli–, y actuó con grandes compañías, incluida la de Carmen Morell y Pepe Blanco, y también una propia, con su hermana Dolores Vargas La Terremoto, en la que acogió a jóvenes artistas como Manolo Escobar, Rocío Jurado y Toni Leblanc, que era galán cómico. Con La Terremoto, por cierto, hizo el Príncipe en 1956 otra película, Veraneo en España, que está entre mis mitos del cine hispano por varias razones, lo cutre aparte. Una es cuando canta eso que dice: Un negro vestío / y una mujer sin marío. La otra, que para mí es lo máximo del megatop frikilandio, es cuando, en mitad de la peli, aparece cantando lo de la morita mora, morita de mi alma, vestido de lejía de arriba abajo, con chapiri de borla, despechugada la camisa y fusil al hombro. Sin complejos.
Me encantaba ese tío. Sin reservas. Su pinta de chuleta, su manera de cantar. Tuve, además, el privilegio de verlo actuar en persona. Eso fue a principios de los ochenta, cuando el Príncipe Gitano ya estaba en el tramo final –y absolutamente cuesta abajo– de su carrera artística. Cómo sería lo de la cuesta, que yo iba a verlo, cada noche que podía, a un garito infame que entonces todavía estaba abierto en la Gran Vía de Madrid. No recuerdo ahora si se trataba del J’Hay o de La Trompeta, pero era uno de esos dos. Sitios de música y puterío, con moqueta raída, camareros con pinta de rufianes y mesas donde servían champaña chungo a lumis maduras y jamonas vestidas con trajes largos, como las de toda la vida. Y allí, en un escenario crujiente y cochambroso, pisando cucarachas y alumbrado por un foco, el Príncipe Gitano, cincuentón lleno de arrugas y teñido el pelo, pero todavía gitano fino y apuesto en trajes de corte impecable –entallados, con patas y solapas anchas–, desgranaba una tras otra las canciones que en sus buenos tiempos le habían dado dinero y señoras de bandera. Y yo, emocionado en mi rincón, haciendo como que bebía aquellos mejunjes infames, me calzaba sus actuaciones canción tras canción, disfrutando como un gorrino en un charco. Y juro por las campanas de Linares de Manolo Caracol que las pavas –en aquel tiempo las putas eran casi todas españolas– le tiraban besos y aplaudían como locas, y gritaban: «¡Príncipe, otra!… ¡Canta otra, Príncipe!… ¡El reloj! ¡Tani! ¡Rosita de Alejandría! ¡Los Mimbrales!». Y le decían guapo. Y el artista, obsequioso, chulillo, aún flaco y elegante pese a los años, se erguía en aquel escenario infame, sobre el fondo de polvorientos cortinones de terciopelo rojo y grueso, levantaba una mano haciendo círculo con el índice y el pulgar, y cantaba lo de: «Segá por el brillo de su dinero / dehó ar shiquillo». Y las lumis, lo juro, lloraban como criaditas oyendo el serial de la radio. Y a mí, sentado en mi rincón con el vaso de matarratas en la mano, se me erizaba el pellejo. Y en este momento me ocurre exactamente lo mismo al recordar, mientras le doy a la tecla.
El príncipe gitano
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 29 de Junio de 2009
Me manda un amigo un vídeo extraordinario, impagable, que está en Internet: el Príncipe Gitano vestido de smoking, con faja negra y pajarita, cantando en supuesto inglés una versión fascinante, friki total, del In the ghetto de Elvis Presley. «Vas a alucinar», me anuncia en el mensaje adjunto. Y no tengo más remedio que decirle: llegas tarde, chaval. A mí del Príncipe Gitano no se me despintan ni los andares. Lo tengo controlado desde hace mucho, e incluso más. La versión del Presley, y la que hizo un poco antes del Delilah de Tom Jones, ésta cantada en español y con estética vídeo años sesenta, que también anda disponible en los ciberespacios infinitos entre algunas otras, como Obladí obladá, por ejemplo, que la borda. Meterse eso en vena ya es droga dura. Pero te diré más, colega. Lo mío con ese jambo es historia vieja. Viene de cuando el Piloto –que se le parecía un poco, ojos azules incluidos, aunque de joven era todavía más guapo–, cuando volvíamos de alguna incursión marítima por fuera de la isla de Escombreras, lastrado su barquito con Winston y Johnnie Walker, me ponía en un chisme de música que había en una taberna del puerto, entre caña y caña, Tani, Cortijo de los Mimbrales y la que para mí siempre fue cúspide del Príncipe: Cariño de legionario, con una letra que empieza, nada menos: «Le di a una morita mora / morita mora / morita de mi alma / cariño... de legionario». Tela.
Pero es que hay más, chaval. A ver si te enteras. Enrique Castellón Vargas, de nombre artístico el suprascrito Príncipe, nacido en Valencia en 1928, hijo de gitanos dedicados a la venta ambulante, tenía una planta soberbia: alto y delgado, elegante –cuidaba mucho los trajes y el vestir–, mirada azul, pelo rizado. Para entendernos: se comía a las pavas sin pelar. Quiso ser torero de joven; pero tenía canguelo, y los cuernos se le daba mejor ponerlos él. También tenía buena voz, así que se dedicó al cante flamenco, del que tocó muchos palos, sobre todo zambras y rumbas. Hizo de torero en el cine –Brindis al cielo, se llamaba la peli–, y actuó con grandes compañías, incluida la de Carmen Morell y Pepe Blanco, y también una propia, con su hermana Dolores Vargas La Terremoto, en la que acogió a jóvenes artistas como Manolo Escobar, Rocío Jurado y Toni Leblanc, que era galán cómico. Con La Terremoto, por cierto, hizo el Príncipe en 1956 otra película, Veraneo en España, que está entre mis mitos del cine hispano por varias razones, lo cutre aparte. Una es cuando canta eso que dice: Un negro vestío / y una mujer sin marío. La otra, que para mí es lo máximo del megatop frikilandio, es cuando, en mitad de la peli, aparece cantando lo de la morita mora, morita de mi alma, vestido de lejía de arriba abajo, con chapiri de borla, despechugada la camisa y fusil al hombro. Sin complejos.
Me encantaba ese tío. Sin reservas. Su pinta de chuleta, su manera de cantar. Tuve, además, el privilegio de verlo actuar en persona. Eso fue a principios de los ochenta, cuando el Príncipe Gitano ya estaba en el tramo final –y absolutamente cuesta abajo– de su carrera artística. Cómo sería lo de la cuesta, que yo iba a verlo, cada noche que podía, a un garito infame que entonces todavía estaba abierto en la Gran Vía de Madrid. No recuerdo ahora si se trataba del J’Hay o de La Trompeta, pero era uno de esos dos. Sitios de música y puterío, con moqueta raída, camareros con pinta de rufianes y mesas donde servían champaña chungo a lumis maduras y jamonas vestidas con trajes largos, como las de toda la vida. Y allí, en un escenario crujiente y cochambroso, pisando cucarachas y alumbrado por un foco, el Príncipe Gitano, cincuentón lleno de arrugas y teñido el pelo, pero todavía gitano fino y apuesto en trajes de corte impecable –entallados, con patas y solapas anchas–, desgranaba una tras otra las canciones que en sus buenos tiempos le habían dado dinero y señoras de bandera. Y yo, emocionado en mi rincón, haciendo como que bebía aquellos mejunjes infames, me calzaba sus actuaciones canción tras canción, disfrutando como un gorrino en un charco. Y juro por las campanas de Linares de Manolo Caracol que las pavas –en aquel tiempo las putas eran casi todas españolas– le tiraban besos y aplaudían como locas, y gritaban: «¡Príncipe, otra!… ¡Canta otra, Príncipe!… ¡El reloj! ¡Tani! ¡Rosita de Alejandría! ¡Los Mimbrales!». Y le decían guapo. Y el artista, obsequioso, chulillo, aún flaco y elegante pese a los años, se erguía en aquel escenario infame, sobre el fondo de polvorientos cortinones de terciopelo rojo y grueso, levantaba una mano haciendo círculo con el índice y el pulgar, y cantaba lo de: «Segá por el brillo de su dinero / dehó ar shiquillo». Y las lumis, lo juro, lloraban como criaditas oyendo el serial de la radio. Y a mí, sentado en mi rincón con el vaso de matarratas en la mano, se me erizaba el pellejo. Y en este momento me ocurre exactamente lo mismo al recordar, mientras le doy a la tecla.
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