18 ago 2009
LA REINA EN EL PALACIO DE LAS CORRIENTES DE AIRE
LA REINA EN EL PALACIO DE LAS CORRIENTES DE AIRE
de LARSSON, STIEG
DESTINO 2009
Resumen del libro
Llega el desenlace de la Trilogía Millennium.
Los lectores que llegaron con el corazón en un puño al final de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina quizás prefi eran no seguir leyendo estas líneas y descubrir por sí mismos cómo sigue la serie y, sobre todo, qué le sucede a Lisbeth Salander.
Como ya imaginábamos, Lisbeth no está muerta, aunque no hay muchas razones para cantar victoria: con una bala en el cerebro, necesita un milagro, o el más habilidoso cirujano, para salvar la vida.
Le esperan semanas de confi namiento en el mismo centro donde un paciente muy peligroso sigue acechándola: Alexander Zalachenko, Zala.
Desde la cama del hospital, Lisbeth hace esfuerzos sobrehumanos para mantenerse alerta, porque sabe que sus impresionantes habilidades informáticas van a ser, una vez más, su mejor defensa.
Entre tanto, con una Erika Berger totalmente entregada a su nuevo trabajo, Mikael se siente muy solo.
Quizás Lisbeth le haya apartado de su vida, pero a medida que sus investigaciones avanzan y las oscuras razones que están tras el complot contra Salander van tomando forma, Mikael sabe que no puede dejar en manos de la Justicia y del Estado la vida y la libertad de Lisbeth.
Pesan sobre ella durísimas acusaciones que hacen que la policía mantenga la orden de aislamiento, así que Kalle Blomkvist tendrá que ingeniárselas para llegar hasta ella, ayudarla, incluso a su pesar, y hacerle saber que sigue allí, a su lado, para siempre.
16 ago 2009
Planes de película: unas vacaciones en Roma, perderse por Nueva York y enamorarse en París
Planes de película: unas vacaciones en Roma, perderse por Nueva York y enamorarse en París Nicole Kidman, Audrey Hepburn, Tom Hanks o Macaulay Culkin nos enseñaron algunas de las ciudades más bellas en sus interpretaciones más famosas
Gracias a la magia del celuloide, hemos viajado a lugares tan mágicos como Roma, París, Nueva York o Londres sin necesidad de movernos de la butaca del cine. Para siempre quedarán en nuestro recuerdo las escenas interpretadas por las grandes estrellas de Hollywood.
Nadie olvidará jamás el rostro juvenil con el que Audrey Hepburn iluminaba la pantalla en Vacaciones en Roma.
A bordo de una Vespa y con Gregory Peck como compañero nos enseñó los rincones más bonitos de la Ciudad Eterna.
Lo mismo ocurriría con la inmortal Dolce Vita de Federico Fellini, que nos mostraba a la actriz Anita Ekberg, en todo su esplendor, mojándose bajo el agua de la Fontana de Trevi.
Mucho más recientes son éxitos de taquilla como Sólo tú, Ángeles y demonios y Gladiator -que aunque no se rodó en Roma, recrea a la perfección su Coliseo-, cuyos argumentos tienen como telón de fondo las calles romanas.
No osbtante, la capital italiana tiene una dura competidora en París. La Ciudad de la Luz ha inspirado largometrajes como el romántico musical Moulin Rouge, en el que Nicole Kidman y Ewan McGregor se enamoraban en el barrio más bohemio de la capital del Sena.
Historias de amor también salpicaban guiones como el de la renovada Maria Antonieta de Sofía Coppola, que hizo de Versalles su cuartel general. Un antepasado de la caprichosa soberana fue Luis XIV, uno de los protagonistas de El hombre de la máscara de hierro, en la que Leonardo DiCaprio encarna al rey y a su secreto hermano gemelo, quienes se convertirían en el gran secreto del siglo XVIII francés. Tiempos mucho más recientes inspiraron las tramas de El último tango en París -protagonizada por un espléndido Marlon Brandon- y El código da Vinci, que de la mano de Tom Hanks nos regala un inusual recorrido por el museo del Louvre y una visita relámpago a Londres, donde tiene lugar el desenlace del misterio.
La otra capital del cine europeo es Londres. Sus autobuses de dos pisos, sus características cabinas telefónicas, el puente sobre el Támesis o la Torre de Londres son escenas recurrentes en filmes como Match Point, de Woody Allen. En la película del genial director, Scarlett Johansson y Jonathan Rhys Meyers nos muestran, de primera mano, a la alta sociedad inglesa. Personajes mucho más mundanos pueblan las escenas de Notting Hill.
Este conocido barrio londinense se convirtió en testigo mudo del romance entre Hugh Grant y Julia Roberts en la película del mismo nombre. También rincones de Londres, como Picadilly Circus, King's Cross o Borough Market son retratados en la primera entrega de El diario de Bridget Jones, que tiene como protagonista a una hilarante Renée Zellweger con unos cuantos kilitos de más.
Y por último, recalaremos en el país que es considerado por muchos como el Hollywood del Este. No es otro que la República Checa.
El Teatro Nacional de Praga albergó buena parte del rodaje de la inolvidable Amadeus, que fue la revelación de los Oscar de 1984. Su director, Milos Forman, y su protagonista, Tom Hulce, recibieron el reconocimiento mundial gracias a su magnífica versión del incombustible Mozart.
Igualmente inspirados en época pasadas están los filmes Oliver Twist y Los Hermanos Grimm. En el primero, el director Roman Polanski hizo deambular al pobre huérfano protagonista por las calles de Praga y sus aventuras también tuvieron como escenario las localidades checas de Beroun, Melnik y Zatec, entre otras. En el caso de Los Hermanos Grimm, protagonizado por Heath Ledger y Matt Damon, la historia se rodó en el castillo de Křivoklát y en Kutná Hora, e incluso participaron actores checos.
Al otro lado del Atlántico
Si queremos establecer una relación director-ciudad, uno de los mejores exponentes dentro del cine sería Woody Allen y Nueva York. El cineasta ha inmortalizado la Gran Manzana en la mayoría de sus películas, convirtiéndola no sólo en el escenario de las mismas, sino en un parte fundamental de la historia que quiere contar.
Así lo demostró en películas como Manhattan, Misterioso asesinato en Manhattan y Annie Hall, por citar tan sólo algunas de ellas.
Perdido por las calles de Nueva York también vimos a Macaulay Culkin en la secuela de Sólo en casa y descubrimos algunas de las tiendas de la Quinta Avenida así como los rincones más hermosos y las mejores vistas de Central Park.
Y es que la ciudad neoyorquina sigue siendo uno de los escenarios más elegidos por los directores e incluso, con el paso del tiempo, el cine le ha ido dando cierto glamour.
Por Bryant Park, el Hotel Four Sessons o las calles del Greenwich Village, uno de los barrios residenciales, veíamos a Carrie Bradshaw y a sus inseparables compañeras en Sexo en Nueva York, tanto en la serie de televisión como en su adaptación cinematográfica.
El personaje que interpreta Sarah Jessica Parker escoge la Biblioteca Pública de la ciudad como lugar para celebrar su primera y fallida boda con Mr Big.
Otras películas como Algo para recordar y Otoño en Nueva York o series como Friends nos mostraron diferentes puntos de vista de la ciudad bañada por las aguas del Hudson.
Pero si nos trasladamos unos cuantos más kilómetros al oeste, llegamos a la ciudad que se ha convertido en la meca del cine. Hablamos de Los Ángeles. Allí, además de encontrarse los estudios de las productoras Warner Bros y Universal, se han rodado mil y una cintas. Una de las películas que todos recordarán es Pretty Woman.
Los personajes interpretados por Richard Gere y Julia Roberts se conocieron en Hollywood Boulevard, también conocido como Paseo de la Fama, fueron de compras por las exclusivas tiendas de Rodeo Drive y se alojaron en el lujoso Hotel Regent Beverly Wilshire.
Pero no es el único hotel de la ciudad californiana que ha aparecido en películas. En Los Ángeles, muchos de ellos adquieren importancia por las escenas que allí se grabaron.
Es el caso del Westin Bonaventure Hotel, que sirvió de escenario para escenas de En la línea de fuego, de Clint Eastwood, y Mentiras arriesgadas, entre otras. No podemos dejar de mencionar en el apartado de ciudades estadounidenses Las Vegas, donde se rodó la saga de Ocean’s Eleven, y San Francisco, donde Will Smith dio lo mejor de sí en En busca de la felicidad.
Mar de mierda
Mar de mierda
MARUJA TORRES 16/08/2009
La parte buena de la sentencia, valenciana y azarosa (de agua de azar que tuvieron que darme; pues de azahar no tuvo nada: estaba cantada desde las profundas simas de la amistad entre juez y parte), sobre el extraño caso del señor Camps, es que Terra Mítica gana mucho en facilidades para entretener más allá de toda sospecha al respetable pero no respetado contribuyente.
“Ahora podremos llamar Terra Mítica a la Comunidad Valenciana”
En el apartado La Furia del Tritón, que en tiempos normales promete ya de por sí “vértigo, mitología y dos refrescantes chapuzones”, podríamos incluir un baño de mierda. Si la palabra mierda le parece demasiado fuerte al respetable pero no respetado, siempre podemos llamarla –en consideración, además, de que frecuentan el asunto respetables y no respetados nenes– caca, popó y número dos. Claro que una mierda es una mierda es una mierda y es una mierda, queramos o no.
¡Vértigo! De nuevo un montón de posibilidades. Educar a los ciudadanos, desde pequeñitos, en esa sensación que producen determinadas sentencias, empezando por la que considera que una niña no fue violada porque no se la metieron hasta el fondo, y terminando por la que decide que no resulta delictivo cobrar en especies de entidades corruptas. Porque ya saben lo que dijo el clásico, irónicamente: empiezas matando a tu madre y acabas por no ir a misa. Eso produce vértigo, asomarse a un tribunal. Hay que ensayar antes en Terra Mítica, que es como de ahora en adelante podremos denominar a la Comunidad Valenciana, cuyo funcionamiento oficial, militante y votante al parecer se basa en las más estrictas reglamentaciones del más crudo Show Business.
¿Y qué mejor, en cuanto a mitologías, que mostrar al Superviviente, perfectamente trajeado, en un holograma que cubra la Terra misma? Yo aún pediría más, y es que la réplica en plan Lara Croft del presidente mártir cantara esa copla que a mí me vuelve demente: “Tengo unas ganas locas, locas… Tengo unas ganas locas, locas…”.
Al penetrar en el territorio Cataratas del Nilo, cuyos saltos se reproducen en miniatura porque ni siquiera en Valencia han podido alicatarlas a semejante tamaño, hay que decir que, en la actualidad, los visitantes pueden realizar el aventurado trayecto tendidos en un ataúd biplaza. ¡Cuán evocador! Imaginen lo que sería esa excursión si el convoy de sarcófagos para parejas fuera precedido por un modelo capaz asimismo para dúos –aunque fabricado con materias más nobles, y las correspondientes trabillas italianas–, en cuyo interior se encontraran reproducciones –pues ellos tienen tanto, tanto trabajo siempre, salvando a los españoles mientras se ponen a salvo– de don Mariano y don Francisco, cogiditos de la mano y dando ejemplo de su inmarcesible amistad. De la Rúa podría ir andando, a su lado, enfocándoles un ventilador. Se alteraría un poco la caca, pero en eso hemos estado siempre, ¿no?
La atracción ‘Barbarroja’ con el consabido pasacalles de piratas– yo la dejaría como está, por obvia. Además, quien más quien menos les ha tomado cariño a los bandoleros del mar –Somalia aparte– desde que Johnny Depp nos ha enseñado a todos y todas a llevar el rímel con garbo en cualquier cubierta, en cualquier estribor o babor. No, Barbarroja no me parece suficiente.
Sin embargo, no nos desanimemos. Ni siquiera pensando, con pesar, que por mucho que se recurra al Supremo y hasta al Constitucional, el mal de la sentencia ya ha sido perpetrado: Terra Mítica, es decir, la Comunidad Valenciana, parece ser ya lo que parece. El paraíso de los impunes que, además, son horteras.
Quizá la atracción que rinde homenaje al difunto gran mago Houdini, estrella de finales del siglo XIX y de principios del XX, haga justicia. Pues si Houdini pudo escaquearse de la camisa de fuerza, del corsé metálico, y resistió la parada de pulsaciones –ahí don Mariano sí que dejó de latir durante más tiempo que don Francisco–, y se zafó del baúl con cerrojo… Hubo un truco final, la celda de la tortura, al que no sobrevivió.
Ah, se me olvidaba. En el apartado Mar de los Mierdazos debería garantizarse a la gente que, en caso de que se les estropee el traje, serán obsequiados por las autoridades con un traje nuevo, hecho a medida de cada jeta.
MARUJA TORRES 16/08/2009
La parte buena de la sentencia, valenciana y azarosa (de agua de azar que tuvieron que darme; pues de azahar no tuvo nada: estaba cantada desde las profundas simas de la amistad entre juez y parte), sobre el extraño caso del señor Camps, es que Terra Mítica gana mucho en facilidades para entretener más allá de toda sospecha al respetable pero no respetado contribuyente.
“Ahora podremos llamar Terra Mítica a la Comunidad Valenciana”
En el apartado La Furia del Tritón, que en tiempos normales promete ya de por sí “vértigo, mitología y dos refrescantes chapuzones”, podríamos incluir un baño de mierda. Si la palabra mierda le parece demasiado fuerte al respetable pero no respetado, siempre podemos llamarla –en consideración, además, de que frecuentan el asunto respetables y no respetados nenes– caca, popó y número dos. Claro que una mierda es una mierda es una mierda y es una mierda, queramos o no.
¡Vértigo! De nuevo un montón de posibilidades. Educar a los ciudadanos, desde pequeñitos, en esa sensación que producen determinadas sentencias, empezando por la que considera que una niña no fue violada porque no se la metieron hasta el fondo, y terminando por la que decide que no resulta delictivo cobrar en especies de entidades corruptas. Porque ya saben lo que dijo el clásico, irónicamente: empiezas matando a tu madre y acabas por no ir a misa. Eso produce vértigo, asomarse a un tribunal. Hay que ensayar antes en Terra Mítica, que es como de ahora en adelante podremos denominar a la Comunidad Valenciana, cuyo funcionamiento oficial, militante y votante al parecer se basa en las más estrictas reglamentaciones del más crudo Show Business.
¿Y qué mejor, en cuanto a mitologías, que mostrar al Superviviente, perfectamente trajeado, en un holograma que cubra la Terra misma? Yo aún pediría más, y es que la réplica en plan Lara Croft del presidente mártir cantara esa copla que a mí me vuelve demente: “Tengo unas ganas locas, locas… Tengo unas ganas locas, locas…”.
Al penetrar en el territorio Cataratas del Nilo, cuyos saltos se reproducen en miniatura porque ni siquiera en Valencia han podido alicatarlas a semejante tamaño, hay que decir que, en la actualidad, los visitantes pueden realizar el aventurado trayecto tendidos en un ataúd biplaza. ¡Cuán evocador! Imaginen lo que sería esa excursión si el convoy de sarcófagos para parejas fuera precedido por un modelo capaz asimismo para dúos –aunque fabricado con materias más nobles, y las correspondientes trabillas italianas–, en cuyo interior se encontraran reproducciones –pues ellos tienen tanto, tanto trabajo siempre, salvando a los españoles mientras se ponen a salvo– de don Mariano y don Francisco, cogiditos de la mano y dando ejemplo de su inmarcesible amistad. De la Rúa podría ir andando, a su lado, enfocándoles un ventilador. Se alteraría un poco la caca, pero en eso hemos estado siempre, ¿no?
La atracción ‘Barbarroja’ con el consabido pasacalles de piratas– yo la dejaría como está, por obvia. Además, quien más quien menos les ha tomado cariño a los bandoleros del mar –Somalia aparte– desde que Johnny Depp nos ha enseñado a todos y todas a llevar el rímel con garbo en cualquier cubierta, en cualquier estribor o babor. No, Barbarroja no me parece suficiente.
Sin embargo, no nos desanimemos. Ni siquiera pensando, con pesar, que por mucho que se recurra al Supremo y hasta al Constitucional, el mal de la sentencia ya ha sido perpetrado: Terra Mítica, es decir, la Comunidad Valenciana, parece ser ya lo que parece. El paraíso de los impunes que, además, son horteras.
Quizá la atracción que rinde homenaje al difunto gran mago Houdini, estrella de finales del siglo XIX y de principios del XX, haga justicia. Pues si Houdini pudo escaquearse de la camisa de fuerza, del corsé metálico, y resistió la parada de pulsaciones –ahí don Mariano sí que dejó de latir durante más tiempo que don Francisco–, y se zafó del baúl con cerrojo… Hubo un truco final, la celda de la tortura, al que no sobrevivió.
Ah, se me olvidaba. En el apartado Mar de los Mierdazos debería garantizarse a la gente que, en caso de que se les estropee el traje, serán obsequiados por las autoridades con un traje nuevo, hecho a medida de cada jeta.
Aquí nació la nostalgia 'hippy'
Aquí nació la nostalgia 'hippy'
ANDREA AGUILAR 16/08/2009
Hoy hace 40 años, medio millón de jóvenes se hacinaban en Woodstock, el padre de todos los festivales musicales. Fue quizá el desastre más exitoso de la historia. Tres días de paz y amor convertidos en la imagen icónica de una época. Visitamos el lugar donde se celebró para comprobar qué es lo que queda de un mito que sigue seduciendo.
Fue casi un mes después de que Neil Armstrong pisara la Luna y apenas unos días más tarde de que los seguidores de Charles Manson perpetrasen los salvajes asesinatos en casa de Roman Polanski.
El 14 de agosto de 1969, furgonetas, autobuses escolares reciclados y miles de utilitarios colapsaron la ruta 17b del Estado de Nueva York. Aquel monumental atasco fue el comienzo de un legendario fin de semana en el que cerca de medio millón de jóvenes se dieron cita en los terrenos de la granja de Max Yasgur.
“La música no fue memorable para los que lo vieron en directo. En 1969, los sistemas de sonido eran malos”
Hubo una cantidad considerable de estupefacientes, mucho barro y una extraña sensación de liberación e idilio colectivo. Janis Joplin, Jimi Hendrix, Joan Báez, Sly, Richie Havens y Joe Cocker, y 25 grupos más, pusieron la banda sonora al desastre más exitoso que se recuerda en la historia de los festivales de música. El entonces gobernador, Nelson A. Rockefeller, declaró el condado zona catastrófica. El Ejército acudió a su auxilio. Medicinas y comida fueron lanzadas desde el aire. Woodstock pasó a convertirse en el hito de una generación.
Cuarenta años después, la carretera que conduce hasta los terrenos donde se celebró el festival, en el pequeño pueblo de Bethel, apenas ha cambiado. Sin embargo, el número de turistas que visitan la zona ha aumentado bastante desde que se abrió en 2006 el Centro Bethel Woods. Su auditorio, de 15.000 localidades, programa actuaciones de Bob Dylan o la Filarmónica de Nueva York, o el concierto homenaje de los Heroes of Woodstock, con ocho de los artistas que actuaron en 1969.
En lo alto de una colina frente al auditorio, un centenar de escolares escuchan una mañana de julio la historia de Duke Devlin. “Vine a pasar tres días y me quedé 40 años”. Alto y corpulento, este superviviente del festival luce barba y melena blancas y muchos tatuajes en los brazos.
Parece un Santa Claus alternativo. Tras su paso por la Armada estuvo varios años saltando de comuna en comuna. En una de ellas vio un anuncio del festival. No se lo pensó. En Woodstock se unió a los miembros de Hog Farm, el colectivo de Santa Fe. “Distribuimos comida y ayudamos a quienes tenían malos viajes de ácido”.
Cuando todo terminó, Duke empezó a trabajar en una lechería de los alrededores. Hoy sus nietos van a la escuela local y él hace de guía en el centro. Subido a un cochecito de golf, conduce hasta la zona donde se montó el escenario en 1969, un gran rectángulo sin hierba, cubierto de piedras. Unos metros más allá se encuentra una placa conmemorativa.
Una pareja en bermudas se saca fotos. El mito sigue siendo atractivo. Este año, 13 nuevos libros han sido publicados en Estados Unidos y el director Ang Lee estrena (en España, el 2 de octubre) una película sobre el festival.
Cabe darle la razón a Ellen Willis, la pionera crítica de rock que inauguró el género en el New Yorker. “Hay que reconocer algún mérito a los productores de la Feria de Arte y Música de Woodstock: al fin y al cabo, han dado un golpe magistral en cuestión de relaciones públicas”, escribió Willis en su crónica del festival para revista. “Parece que han logrado que cuaje la idea de que la crisis en Bethel fue un caprichoso desastre natural más que el resultado de la incompetencia humana, que la asistencia masiva era totalmente inesperada (y que, por tanto, era imposible que cualquier ser razonable lo hubiera previsto) y que, además, ellos han perdido más de un millón de dólares en el proceso de ser buena gente, porque hicieron todo lo posible por convertir lo que apuntaba a ser un fracaso en un fin de semana enrollado” .
El mito de Woodstock que Willis veía crecer días después del festival acabó de establecerse gracias al documental Woodstock Festival: tres días de paz, amor y música, dirigido por Michael Wadleigh y editado por Thelma Schoonmaker y Martin Scorsese. Llegó a las pantallas en 1970 y fue galardonado con un Oscar. En él se mostró al gran público la llegada del Ejército y los helicópteros, las pipas de papel de plata y el éxtasis colectivo; las actuaciones de Hendrix, Joan Báez o Richie Havens. Woodstock se convirtió en un mito global. Las imágenes de jóvenes desnudos bañándose en los lagos o deslizándose por el barro pasaron a formar parte del imaginario colectivo.
El barro de 1969 ha quedado neutralizado en centro de arte de Bethel. “Cuando me propusieron encargarme de esto, pensé: ¿cómo voy a vender sexo, drogas y rock and roll a escolares?”, dice Wade Lawrence, el director del museo del centro. La solución ha sido apostar por el contexto y hacer un museo de historia política y social de los sesenta. Aquellos años estuvieron marcados por la lucha de los derechos civiles y el movimiento estudiantil contra la guerra de Vietnam. Kennedy llegó a la presidencia, y Martin Luther King encabezó la histórica marcha hasta Washington; ambos murieron asesinados. Las comunas se expandían, el ácido y la marihuana eran moneda común entre los adolescentes alternativos y el rock vivía una nueva edad dorada.
En las enormes pantallas del museo, Richie Havens canta Freedom –el himno que improvisó sobre el escenario cuando ya no sabía qué más tocar–, y Joe Cocker agradece la ayuda de sus amigos en With a little help from my friends. Las vitrinas muestran las portadas de discos de Supremes, Dylan y los Beatles, entre otros.
Woodstock se encuentra a una hora y media en coche del museo. Los promotores originalmente planearon celebrar aquí el festival. El veinteañero Michael Lang se instaló en Woodstock atraído por la presencia de Dylan, Joplin y Hendrix en la zona. Lang iba y venía de la ciudad y pronto consiguió una cita con Artie Kornfeld, director artístico en Mercury Records a los 25 años. Juntos idearon el plan de montar una discográfica con sede en el pueblo.
John Roberts, rico heredero de una empresa química, y Joel Rosenbam, licenciado en Derecho por Yale, fueron los inversores de la recién fundada Woodstock Ventures. Pronto tomó cuerpo la idea de organizar un festival. Contrataron a un equipo y a una agencia de relaciones públicas, Wartoke, para publicitar el evento. “Soy un gran fan de usar los rumores como instrumento de promoción”, escribió tiempo después Lang en un libro conmemorativo del festival.
Tom Benton no escuchó los rumores que circulaban por el Village, simplemente vio un anuncio a toda página en The New York Times.
Tenía 19 años y una pasión desaforada por la música. Lo recuerda sentado en su tienda de guitarras situada en la calle principal de Woodstock. “Me moría por ver a Jeff Beck y los Iron Butterfly, pero se cayeron a última hora del cartel”. Benton no sólo fue uno de los pocos que pagaron –la avalancha de público hizo que los organizadores declararan la entrada libre–, sino que además asegura que no se perdió ningún concierto; ni siquiera el solo Star spangled banner de Hendrix, que tocó en la mañana del lunes, cuando la mayoría del público ya se había marchado.
Cuesta imaginar despeinado en el barrizal a Benton, un hombre de media melena canosa y flequillo simétrico. Durante 20 años renunció a la música y se dedicó a ejercer como abogado. “Dije que cuando cumpliese 50 volvería a ello”. En su tienda ha montado un sello discográfico e imparte clases.
Nadie estaba seguro aquel verano de que el festival fuera finalmente a celebrarse. Las tensiones entre los socios crecían y las posibles localizaciones del macroconcierto se iban cayendo de la lista. Cuatro semanas antes de que el Woodstock abriera sus puertas, aún no tenía ubicación definitiva.
“Yo salvé el festival. Es hora de que se sepa que Woodstock ocurrió gracias a un gay”, dice Elliot Tiber, socarrón, sentado junto a su perrita Molly. Decidido a aclarar la historia, este escritor y cómico –vecino de Tennessee Williams en su juventud y amigo del fotógrafo Mapplethorpe– publicó sus memorias hace dos años. El libro, Taking Woodstock, ha inspirado la película homónima de Ang Lee, en la que se recrea el motel El Mónaco que regentaban sus padres.
Elliot Landy, el fotógrafo oficial del festival, fue uno de los huéspedes del motel. Desde hacía algún tiempo vivía en Woodstock, donde había fotografiado a Bob Dylan y The Band para las portadas de sus discos. Los tres días que cubrió el festival tiró más de 2.500 fotos. Una selección de su trabajo viajará por España hasta finales de año.
¿Más allá del documental y las fotografías, fue aquél un momento histórico? “La música no fue memorable para los que lo vieron en directo”, contesta el gran pope de la crítica Robert Christgau. “Seamos claros, los sistemas de sonido en 1969 eran malos”.
Christgau fue al festival con su novia, la crítica Willis. También llevaron a sus dos hijos, de dos años y ocho meses. El más pequeño, Nathan, hoy es editor de música en la revista Rolling Stone. “Mis padres eran un poco más mayores que la mayoría del público. No eran hippies, tiraban más hacia un tipo beatniks-folk”. En Bethel acamparon en el bosque. Años después, le contaron cómo acabaron dando de comer a un montón de desconocidos. “Decían que se sintieron como monitores de un campamento”.
El lunes 17 de agosto de 1969, al terminar el concierto de Hendrix, los voluntarios y miembros de las comunas reclutadas por la organización comenzaron a limpiar. El promotor Michael Lang se subió a un helicóptero que le llevó hasta Wall Street. Allí se celebró la primera de las amargas reuniones que enfrentaron durante años a los cuatro organizadores. Se acabó la paz. En la granja de Yasgur tardaron un mes en recoger.
Dicen que centenares de objetos quedaron en el fango. Arqueología de una generación que ya es historia.
ANDREA AGUILAR 16/08/2009
Hoy hace 40 años, medio millón de jóvenes se hacinaban en Woodstock, el padre de todos los festivales musicales. Fue quizá el desastre más exitoso de la historia. Tres días de paz y amor convertidos en la imagen icónica de una época. Visitamos el lugar donde se celebró para comprobar qué es lo que queda de un mito que sigue seduciendo.
Fue casi un mes después de que Neil Armstrong pisara la Luna y apenas unos días más tarde de que los seguidores de Charles Manson perpetrasen los salvajes asesinatos en casa de Roman Polanski.
El 14 de agosto de 1969, furgonetas, autobuses escolares reciclados y miles de utilitarios colapsaron la ruta 17b del Estado de Nueva York. Aquel monumental atasco fue el comienzo de un legendario fin de semana en el que cerca de medio millón de jóvenes se dieron cita en los terrenos de la granja de Max Yasgur.
“La música no fue memorable para los que lo vieron en directo. En 1969, los sistemas de sonido eran malos”
Hubo una cantidad considerable de estupefacientes, mucho barro y una extraña sensación de liberación e idilio colectivo. Janis Joplin, Jimi Hendrix, Joan Báez, Sly, Richie Havens y Joe Cocker, y 25 grupos más, pusieron la banda sonora al desastre más exitoso que se recuerda en la historia de los festivales de música. El entonces gobernador, Nelson A. Rockefeller, declaró el condado zona catastrófica. El Ejército acudió a su auxilio. Medicinas y comida fueron lanzadas desde el aire. Woodstock pasó a convertirse en el hito de una generación.
Cuarenta años después, la carretera que conduce hasta los terrenos donde se celebró el festival, en el pequeño pueblo de Bethel, apenas ha cambiado. Sin embargo, el número de turistas que visitan la zona ha aumentado bastante desde que se abrió en 2006 el Centro Bethel Woods. Su auditorio, de 15.000 localidades, programa actuaciones de Bob Dylan o la Filarmónica de Nueva York, o el concierto homenaje de los Heroes of Woodstock, con ocho de los artistas que actuaron en 1969.
En lo alto de una colina frente al auditorio, un centenar de escolares escuchan una mañana de julio la historia de Duke Devlin. “Vine a pasar tres días y me quedé 40 años”. Alto y corpulento, este superviviente del festival luce barba y melena blancas y muchos tatuajes en los brazos.
Parece un Santa Claus alternativo. Tras su paso por la Armada estuvo varios años saltando de comuna en comuna. En una de ellas vio un anuncio del festival. No se lo pensó. En Woodstock se unió a los miembros de Hog Farm, el colectivo de Santa Fe. “Distribuimos comida y ayudamos a quienes tenían malos viajes de ácido”.
Cuando todo terminó, Duke empezó a trabajar en una lechería de los alrededores. Hoy sus nietos van a la escuela local y él hace de guía en el centro. Subido a un cochecito de golf, conduce hasta la zona donde se montó el escenario en 1969, un gran rectángulo sin hierba, cubierto de piedras. Unos metros más allá se encuentra una placa conmemorativa.
Una pareja en bermudas se saca fotos. El mito sigue siendo atractivo. Este año, 13 nuevos libros han sido publicados en Estados Unidos y el director Ang Lee estrena (en España, el 2 de octubre) una película sobre el festival.
Cabe darle la razón a Ellen Willis, la pionera crítica de rock que inauguró el género en el New Yorker. “Hay que reconocer algún mérito a los productores de la Feria de Arte y Música de Woodstock: al fin y al cabo, han dado un golpe magistral en cuestión de relaciones públicas”, escribió Willis en su crónica del festival para revista. “Parece que han logrado que cuaje la idea de que la crisis en Bethel fue un caprichoso desastre natural más que el resultado de la incompetencia humana, que la asistencia masiva era totalmente inesperada (y que, por tanto, era imposible que cualquier ser razonable lo hubiera previsto) y que, además, ellos han perdido más de un millón de dólares en el proceso de ser buena gente, porque hicieron todo lo posible por convertir lo que apuntaba a ser un fracaso en un fin de semana enrollado” .
El mito de Woodstock que Willis veía crecer días después del festival acabó de establecerse gracias al documental Woodstock Festival: tres días de paz, amor y música, dirigido por Michael Wadleigh y editado por Thelma Schoonmaker y Martin Scorsese. Llegó a las pantallas en 1970 y fue galardonado con un Oscar. En él se mostró al gran público la llegada del Ejército y los helicópteros, las pipas de papel de plata y el éxtasis colectivo; las actuaciones de Hendrix, Joan Báez o Richie Havens. Woodstock se convirtió en un mito global. Las imágenes de jóvenes desnudos bañándose en los lagos o deslizándose por el barro pasaron a formar parte del imaginario colectivo.
El barro de 1969 ha quedado neutralizado en centro de arte de Bethel. “Cuando me propusieron encargarme de esto, pensé: ¿cómo voy a vender sexo, drogas y rock and roll a escolares?”, dice Wade Lawrence, el director del museo del centro. La solución ha sido apostar por el contexto y hacer un museo de historia política y social de los sesenta. Aquellos años estuvieron marcados por la lucha de los derechos civiles y el movimiento estudiantil contra la guerra de Vietnam. Kennedy llegó a la presidencia, y Martin Luther King encabezó la histórica marcha hasta Washington; ambos murieron asesinados. Las comunas se expandían, el ácido y la marihuana eran moneda común entre los adolescentes alternativos y el rock vivía una nueva edad dorada.
En las enormes pantallas del museo, Richie Havens canta Freedom –el himno que improvisó sobre el escenario cuando ya no sabía qué más tocar–, y Joe Cocker agradece la ayuda de sus amigos en With a little help from my friends. Las vitrinas muestran las portadas de discos de Supremes, Dylan y los Beatles, entre otros.
Woodstock se encuentra a una hora y media en coche del museo. Los promotores originalmente planearon celebrar aquí el festival. El veinteañero Michael Lang se instaló en Woodstock atraído por la presencia de Dylan, Joplin y Hendrix en la zona. Lang iba y venía de la ciudad y pronto consiguió una cita con Artie Kornfeld, director artístico en Mercury Records a los 25 años. Juntos idearon el plan de montar una discográfica con sede en el pueblo.
John Roberts, rico heredero de una empresa química, y Joel Rosenbam, licenciado en Derecho por Yale, fueron los inversores de la recién fundada Woodstock Ventures. Pronto tomó cuerpo la idea de organizar un festival. Contrataron a un equipo y a una agencia de relaciones públicas, Wartoke, para publicitar el evento. “Soy un gran fan de usar los rumores como instrumento de promoción”, escribió tiempo después Lang en un libro conmemorativo del festival.
Tom Benton no escuchó los rumores que circulaban por el Village, simplemente vio un anuncio a toda página en The New York Times.
Tenía 19 años y una pasión desaforada por la música. Lo recuerda sentado en su tienda de guitarras situada en la calle principal de Woodstock. “Me moría por ver a Jeff Beck y los Iron Butterfly, pero se cayeron a última hora del cartel”. Benton no sólo fue uno de los pocos que pagaron –la avalancha de público hizo que los organizadores declararan la entrada libre–, sino que además asegura que no se perdió ningún concierto; ni siquiera el solo Star spangled banner de Hendrix, que tocó en la mañana del lunes, cuando la mayoría del público ya se había marchado.
Cuesta imaginar despeinado en el barrizal a Benton, un hombre de media melena canosa y flequillo simétrico. Durante 20 años renunció a la música y se dedicó a ejercer como abogado. “Dije que cuando cumpliese 50 volvería a ello”. En su tienda ha montado un sello discográfico e imparte clases.
Nadie estaba seguro aquel verano de que el festival fuera finalmente a celebrarse. Las tensiones entre los socios crecían y las posibles localizaciones del macroconcierto se iban cayendo de la lista. Cuatro semanas antes de que el Woodstock abriera sus puertas, aún no tenía ubicación definitiva.
“Yo salvé el festival. Es hora de que se sepa que Woodstock ocurrió gracias a un gay”, dice Elliot Tiber, socarrón, sentado junto a su perrita Molly. Decidido a aclarar la historia, este escritor y cómico –vecino de Tennessee Williams en su juventud y amigo del fotógrafo Mapplethorpe– publicó sus memorias hace dos años. El libro, Taking Woodstock, ha inspirado la película homónima de Ang Lee, en la que se recrea el motel El Mónaco que regentaban sus padres.
Elliot Landy, el fotógrafo oficial del festival, fue uno de los huéspedes del motel. Desde hacía algún tiempo vivía en Woodstock, donde había fotografiado a Bob Dylan y The Band para las portadas de sus discos. Los tres días que cubrió el festival tiró más de 2.500 fotos. Una selección de su trabajo viajará por España hasta finales de año.
¿Más allá del documental y las fotografías, fue aquél un momento histórico? “La música no fue memorable para los que lo vieron en directo”, contesta el gran pope de la crítica Robert Christgau. “Seamos claros, los sistemas de sonido en 1969 eran malos”.
Christgau fue al festival con su novia, la crítica Willis. También llevaron a sus dos hijos, de dos años y ocho meses. El más pequeño, Nathan, hoy es editor de música en la revista Rolling Stone. “Mis padres eran un poco más mayores que la mayoría del público. No eran hippies, tiraban más hacia un tipo beatniks-folk”. En Bethel acamparon en el bosque. Años después, le contaron cómo acabaron dando de comer a un montón de desconocidos. “Decían que se sintieron como monitores de un campamento”.
El lunes 17 de agosto de 1969, al terminar el concierto de Hendrix, los voluntarios y miembros de las comunas reclutadas por la organización comenzaron a limpiar. El promotor Michael Lang se subió a un helicóptero que le llevó hasta Wall Street. Allí se celebró la primera de las amargas reuniones que enfrentaron durante años a los cuatro organizadores. Se acabó la paz. En la granja de Yasgur tardaron un mes en recoger.
Dicen que centenares de objetos quedaron en el fango. Arqueología de una generación que ya es historia.
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