Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

18 jun 2017

“Medea me descubrió”.................................. Manuel Jabois


La actriz Nuria Espert, en su casa.
La actriz Nuria Espert, en su casa.
Nuria Espert (L'Hospitalet de Llobregat, 1935) es una leyenda viva. Presentarla de otra forma sería ridículo.
-¿La niña Espert mentía o actuaba?
-No mentía, pero sí actuaba: empecé a recitar siendo muy pequeña porque mis padres me enseñaban poemas y yo los decía en la fábrica, en casa, con mis padres o con alguien que hubiese por allí. Empecé antes de entender lo que decía.
-Memorizando versos.
-Sí: "La princesa está triste / ¿Qué tendrá la princesa?", de Rubén Darío, y cosas malísimas, en catalán o en castellano, que mis padres recogían y me enseñaban.
-Sus padres.
-Mi madre era obrera textil. Mi padre era carpintero.
 Usted.
-Yo me recuerdo feliz en una casa que no era muy feliz, porque mis padres no se entendieron bien y se separaron pronto.
 No hubo peleas, ni gritos, ni nada de eso. Pero era un ambiente frío. 
Yo tenía todo el calor de mi madre, así que me bastaba.
-¿Qué ocurre cuando se sube al escenario, cuando ve por primera vez lo que va a ver el resto de su vida: gente sentada esperando que usted haga algo?
-Ya mis actuaciones de niña prodigio del barrio me ponían sumamente nerviosa.
 Después, como parece que lo hacía bien, mis padres empezaron a ir los domingos a una cosa que existía en Cataluña, que no sé si existe ya, los cau d'arts, que son unos nidos de arte donde obreros y gente del barrio sale y recita. 
Me convertí en una pequeña estrella y eso me torturaba, me hacía muy desgraciada.
 El lunes estaba muy bien, y si había ido bien la cosa, el martes estaba contenta.
 El miércoles ya me empezaba a poner nerviosa.
-Medea es su gran papel
 
No sólo porque fue un éxito y me dijeron cosas muy buenas, sino porque yo me enteré de quién era. Yo. Me descubrí. Era la más sorprendida. Tuve una adolescencia muy acomplejada. Salir de la calle Buenos Aires, de Hospitalet, e ir al Romea de Barcelona. Todos estábamos a lo nuestro y no había ningún ambiente de camaradería, al menos conmigo. O era yo la que se cerraba y no lo propiciaba. -¿No tiene problemas en las compañías?
-En el Romea enseguida contrataron a otra niña, que es Julieta Serrano.
 Nos pusieron en el mismo camerino. Éramos las dos mindundis y ahí encuentro a una amiga que venía de una clase trabajadora pero de otro nivel. 
Tenían ducha, un hermano que había ido a la universidad, que le pasaba libros que Julieta me pasaba a mí.
 Ahí ya no me siento sola.
-Estábamos con Medea.
-Fue como una locura, salió en todos los periódicos. Mis padres los tenían todos.
 A mí me parecía que había pasado algo importantísimo y que ya todo iba a seguir por ahí, cosa que no fue cierta para nada.
-¿Sus padres vivieron siempre juntos?
-Tenían una relación civilizada. Pero no había amor.
-¿Eso le marca?
-En la adolescencia, el matrimonio era lo último que me apetecía. Los chicos no me interesaban, no tuve ningún novio. 
El matrimonio era una palabra oscura, donde dos viven juntos toda la vida y lo normal es que salga mal.
 Así que conocí a Armando [Moreno, actor y productor] y a los seis meses nos casamos.
-¿Por qué se hacen empresarios?
-Porque yo tenía mis sueños y él dijo: "Mira, eso no te lo va a ofrecer nadie. Esto hay que salir a buscarlo". Eso fue durísimo.
¿Algún secreto?
-El secreto es copiar los papeles, el texto, varias veces. 
Y se queda grabado. Hasta ayer. Esto te lo regalan.
 Es tonto vanagloriarse, porque te lo regalan. 
Y el cuerpo, en un momento dado, te lo quita. Está fatigado y dice: hasta aquí. O no, o te permite ir aumentando el esfuerzo.
-¿Se pensaba en activo a estas alturas entonces?
-Ni se me ocurría.
 Una persona de 40 me parecía muy mayor.

 

Vuelva usted mañana..................................Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
NOS LLAMÓ la atención que perteneciendo esta imagen a un lugar real, nos resultara tan imaginario. De hecho, las formas de los árboles evocaban a las vegetaciones del aduanero Rousseau. Formas ingenuas, queremos decir, levemente antropomórficas. 
Fíjense en esas ramas que ofrecen un espectáculo de expresión corporal.
 Los árboles, en fin, discuten acaloradamente sobre un asunto que no nos llega, hasta que el más grande, el situado a la derecha del lector, y que dispone de una bocaza impresionante, grita:
—¿Hablo yo o pasa un carro?
 
aidutti (FAO)
 Y en efecto, pasa un carro.
 Un carro que, procediendo también de la realidad, tiene mucho de imaginario, con un burro tan pequeño y un hombre tan diminuto entre todos esos troncos gigantescos a punto de salir andando de pura indignación. 
Digámoslo ya. Son baobabs, ¿recuerdan?, aquellos árboles descomunales que aparecen en el capítulo cinco de El Principito, el libro de Saint-Exupéry. 
Han devenido míticos por eso. Queremos pensar que, antes de que el francés los hiciera famosos, eran árboles normales, si hay árboles normales, tanto de forma como de fondo.
 Y de comportamiento, claro.
Pero como la realidad imita al arte, ahí los tienen, componiendo un cuadro que, más que una fotografía, parece una ilustración para uno de esos libros infantiles que leen los mayores.
 El bosque se encuentra en Senegal y ha sido retratado durante la estación seca, de otro modo tendrían mucho más follaje. 
Quizá sus aspavientos tienen que ver con la irritación que les produce la falta de lluvia. ¡Vuelva usted cuando tengamos hojas!, le gritan al fotógrafo.

Elogio de la marcianidad..................................Rosa Montero

A veces me acomete la certidumbre de ser ajena a este mundo. Hace poco experimenté uno de esos raptos de estupefacción mientras leía el periódico. 
COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
DE JOVEN sufrí ataques de angustia.
 Lo he contado ya en algún libro. Sentía que la realidad se alejaba de mí, como si un oscuro túnel me separara del mundo, y un pánico abrumador me sepultaba. 
Ahora, en cambio, sufro repentinos ataques de estupor.
De cuando en cuando me acomete la certidumbre de ser ajena a este mundo, de no entender lo que sucede, como si fuera una selenita venida de Europa, la luna de Júpiter, trasplantada por algún error cósmico y tal vez cómico a esta Europa terrícola tan desagradable. Pero ahora no me inunda el pánico, sino la incredulidad, la risa floja, la indignación y un desconcierto alienígeno.
Cuánta manga ancha tenemos y con qué facilidad aceptamos la injusticia, la desvergüenza y el cinismo
Hace un par de semanas experimenté uno de esos raptos de estupefacción mientras leía el periódico.
 Primero vi que el Banco de España nos alertaba de que los beneficios empresariales están creciendo más que los salarios, y me quedé bisoja.
 Digamos que ya desde la calle lo intuíamos; nos parecía raro que hasta los directivos más torpes y corruptos gozaran de bonus millonarios incluso al ser despedidos, mientras que los nuevos empleos que se están creando y de los que alardea el Gobierno tan alegremente son en su mayoría miserables.
 Por cada nuevo puesto asalariado, hay más de once contratos temporales, y uno de cada cuatro contratos dura una semana o menos, lo que quiere decir que el galeote que lo ocupa no saca para pagar ese mes la factura de luz, pero engorda al alza las estadísticas. 
De modo que sí, ya nos sospechábamos este pudridero laboral; pero si hasta el Banco de España, que por muy estatal que sea sigue siendo un banco, considera que las prácticas empresariales son peligrosas, ¿hasta qué malditos abismos estamos debiendo de llegar? 
Y en ese soponcio estaba cuando mis ojos cayeron sobre la noticia de Moix y su sociedad en un paraíso fiscal.
 Reconocerán que el titular no tiene desperdicio: “El fiscal Anticorrupción posee el 25% de una empresa offshore en Panamá”. Apaga y vámonos, me dije.
 Es como del club de la comedia. Hace años, la estupenda periodista Christine Spengler me habló en una entrevista de cómo las sociedades se adaptaban a lo que fuera.
 En el Beirut martirizado por la guerra ella vio caer una tarde el enésimo bombardeo, y segundos después de que estallara la última bomba, antes de que se posara el polvo del destrozo, volvieron a salir de sus agujeros los vendedores ambulantes de relojes y de ramos de azahar, voceando imperturbables su mercancía.
 Esa misma impasibilidad es la que advierto en nuestro país ante una realidad moralmente aberrante.
 Nos enteramos de que Marta Ferru­sola le decía al banco andorrano “soy la madre superiora de la congregación, traspasa dos misales” para ordenar movimientos ilegales de su fabulosa e ilícita fortuna y se diría que sobre todo nos entra la risa, cuando lo que nos debería entrar es la voluntad más racional, más firme e implacable de acabar con toda esta gentuza.

Moix explica ahora, tras dimitir, que la offshore es una herencia; que no la disolvieron porque algún hermano no puede pagar los costes; que él ofreció renunciar a su parte y sus hermanos tampoco lo admitieron.
 Qué pobres excusas, aunque sean ciertas; por todos los santos, lleva cinco años con la empresa, y es evidente que el fiscal Anticorrupción no puede poseer una offshore en un paraíso fiscal. O tenía que haberlo arreglado, o no debía haber asumido el cargo. Cuánta manga ancha tenemos y con qué facilidad aceptamos la injusticia, la desvergüenza y el cinismo, hasta el punto de que personajes como la espeluznante Ferrusola, que en 2015 declaraba ante el Parlamento que sus pobres hijos iban con una mano delante y otra detrás, siguen hoy pavoneándose con la cabeza alta, en vez de estar muertos de vergüenza y escondidos debajo de la cama. 
Si no se pone coto al abuso descarado y a la corrupción, algún día se romperá la sociedad (ya se está rompiendo), y pagaremos todos por los desmanes de algunos. 
 Normalizar lo anormal, eso es lo que hacemos los humanos, a veces de manera heroica, como en Beirut, a veces de forma repugnante, como cuando nos acostumbramos a lo inadmisible. 
Por eso yo prefiero seguir sintiendo el mayor estupor. 
Prefiero ser marciana e inadaptada.

Los vejestorios cabrones......................................Javier Marías..

Es ridículo creer que la actividad prolongada de cualquier artista impide el éxito de los que vienen después. Esto no es como el Ejército, con rangos. 

Javier Marías
EN UNA CENA reciente con Tano Díaz Yanes y Antonio Gasset, el primero, al que divierte asomarse a las redes para ver las barbaridades que sueltan los usuarios —hasta si son contra él—, comentó que a los miembros de nuestra generación se nos llama allí con frecuencia “los vejestorios cabrones”, independientemente de a qué nos dediquemos cada cual. 
Andamos todos por los sesenta, o casi, o más, así que la primera parte del apelativo se comprende y no es objetable, aunque me pregunto cómo serán llamados entonces gente como Vargas Llosa, que ya ha cumplido los ochenta, o Ferlosio y Lledó, que rondan los noventa. “¿Cabrones por qué?”, pregunté por curiosidad.
 En España es inevitable que cualquiera sea considerado un cabrón, incluidos Vicente del Bosque, Iniesta y Nadal, por mencionar a tres individuos rayanos en lo beatífico.
 
Pero quería saber si había algún motivo en particular. “Porque seguimos activos, no nos quitamos de en medio y, según los que nos lo llaman, obramos como un tapón para las nuevas generaciones”.
 Y me aclaró que el reproche lo suscriben desde verdaderos jóvenes hasta cuarentones y aun cincuentones, es decir, personajes que están a punto de convertirse, a su vez, en “vejestorios” y en “tapones” para los que vienen a continuación.
hay profesiones —las artísticas— en las que no se jubila a sus practicantes, o no por las bravas, depende del público
España es un país gracioso. 
Como algunos lectores saben, yo tuve la fortuna de publicar mi primera novela a los diecinueve. Sin duda eso contribuyó a que se me considerara “joven autor” durante mucho más tiempo del que me correspondía, y en 1989, con treinta y ocho, escribí un artículo titulado “La dificultad de perder la juventud”. 
Claro que entonces no me imaginaba que el sambenito me duraría —“jovenzuelo”, “promesa” y cosas por el estilo— hasta rondar los cincuenta. 
Es una manera típicamente española de desmerecer: uno es eso, “prometedor”, cuando ya empieza a peinar canas.
 Molina Foix contó la anécdota de un Premio de las Letras en el que el jurado desestimó a Gil de Biedma, que andaba por los sesenta y moriría poco después, a la voz de “No estamos aquí para juvenilismos”. 
Y fui testigo de cómo se pretirió a Benet en favor de Jiménez Lozano, arguyendo que aquél tenía menos edad (de hecho era tres años mayor). 
Benet murió meses más tarde y Jiménez Lozano continúa vivo, creo, y que Dios lo guarde mucho tiempo más.
 Lo cierto es que aquí se pasa en un soplo de ser un jovencito inmaduro a ser un vejestorio cabrón.
 Yo diría (mi caso es el que mejor conozco) que no he sido lo uno ni lo otro durante un decenio de mi vida, con suerte.
 (No se olvide que a la palabra “vejestorio” la acompañan indefectiblemente otras como “caduco”, “anticuado”, “rancio”, “trasnochado”, “prehistórico” y demás).
 Comprendo bastante a esos jóvenes y menos jóvenes encabronados.
 En la sociedad en general, hace siglos que se les abre paso por decreto, jubilando a gente de cincuenta años o menos (como sucedió en RTVE).
 
Algo extraño cuando la vejez se ha atrasado enormemente y alguien de esa edad suele estar en plenitud de facultades. 
Pero todo sea por hacer sitio a los siguientes, sacrifiquemos a los maduros. 
El problema es que hay profesiones —las artísticas— en las que no se jubila a sus practicantes, o no por las bravas, depende del público.
 Lo ridículo es creer que la actividad prolongada de cualquier escritor, cineasta, músico o pintor impide el éxito de los que vienen después.
 En esos campos hay lugar ilimitado, y que Bob Dylan y los Rolling Stones den aún conciertos no perjudica a ­Arctic Monkeys ni a Rihanna.
 O que Polanski, Eastwood y Scorsese rueden películas no afecta a Assayas ni a James Gray.
 Durante décadas de mi larguísima y falsa juventud estaban activos Delibes, Cela, Matute, Chacel, Torrente, Borges y Bioy Casares; también Benet, Hortelano, Marsé, Martín Gaite, Ferlosio, Cabrera Infante, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Mutis, los Goytisolo, Fuentes y muchos más.
 Jamás se me ocurrió pensar que constituyeran un “tapón” para Mendoza, Vila-Matas, Azúa, Pérez-Reverte, Montalbán, Savater, Moix, Muñoz Molina, Bolaño, Landero, Chirbes, Luis Mateo Díez, Guelbenzu, Pombo, Puértolas y tantos “vejestorios” o muertos actuales más. 
 Ahora hay —en consonancia con la puerilidad reinante, y lo propio de los niños es engañarse y fantasear— una tendencia a creer que si uno no triunfa debidamente es por culpa de los demás, sobre todo de los que “obstruyen” el escalafón, como si las artes fueran cuestión de eso y no de una mezcla de talento y suerte, o sin mezcla.
 (Bien es verdad que aquí se ha procurado premiar tradicionalmente la edad.) A Almodóvar, por recurrir a un caso de éxito indiscutible, en sus inicios y no tan inicios, no lo “taponaron” las ­películas de Berlanga, Saura o Bardem. 
 Las cosas no son tan simples y automáticas como quieren creer los quejosos y los enfurecidos: el día que por fin desaparezcamos —seguramente por cansancio— los “vejestorios cabrones” de hoy, no se producirán “vacantes” ni “ascensos” inmediatos.
 Esto no es como el Ejército, con rangos, ni como el fútbol, con goles y puntuación.