Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

20 jun 2020

Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa celebran cinco años de amor







Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa están de enhorabuena: celebran 5 años de amor. 
La pareja comenzó su relación en la primavera de 2015, tal como publicó la revista ¡HOLA! el 24 de junio de 2015. Su historia de amor generó entonces un gran revuelo social, y la pareja sigue suscitando a día de hoy un gran interés
El hecho de que Isabel hubiese comenzado una relación con el Premio Nobel de Literatura no dejó indiferente a casi nadie, y la pareja iniciaba una relación que ha ido consolidándose con el tiempo y que ha seguido despertando una gran atención pública. A lo largo de estos años, les hemos visto en decenas de actos sociales y familiares, como el bautizo de Migel, el hijo de Ana Boyer, o el concierto de Enrique Iglesias a finales del año pasado, siempre felices y sonrientes disfrutando de su amor.













Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa llevan cinco años de amorAunque no todo ha sido felicidad para ellos: el año pasado por estas fechas la pareja explicaba cómo habia comenzado su relación y los complicados momentos que vivieron entonces.
 Ciertamente, sus inicios como pareja no fueron fáciles, ya que Patricia Llosa de Vargas, entonces esposa del premio Nobel de Literatura, envió un comunicado pidiendo respeto y negando que se hubiera separado del escritor el mismo día que se publicaron las imágenes que confirmaban su relación con Isabel Preysler. 
Esa misma noche, Isabel y Mario tenían pensado salir a cenar; y, para evitar que se hablara más de ellos, Preysler propuso quedarse en casa, pero Vargas Llosa, que había decidido dejar de esconderse, le dijo:
 "Ahora sí que salimos a cenar. Con más razón. Porque ese comunicado no dice la verdad. 
Y no puedes dejar que decida tu vida un grupo de paparazzis".

Felices vivencias y románticos viajes

Esos contratiempos iniciales dieron pronto paso a felices vivencias de pareja, como un romántico viaje a Lisboa, en el que les vimos bailando juntos por primera vez o a la visita a la paradisiaca isla de Mustique, en agosto de ese mismo año, donde se alojaron en una exclusiva villa junto a un campo de golf, en un entorno ideal para el relax
. Ese primer verano juntos estuvo lleno de escapadas románticas, Isabel y Mario disfrutaron de destinos como Oporto, Bruselas y la Costa Azul.
 Y, cuando están en Madrid, también suelen salir a menudo a disfrutar de cenas con amigos o acudir a citas culturales, desde la presentación de libros a representaciones en el Teatro Real.

Su relación siguió avanzando con paso firme.
 A día de hoy, la pareja vive en su casa de la exclusiva zona de Puerta de Hierro, en Madrid, la casa familiar que ya tenía Isabel cuando comenzó su relación con Mario y a la que el escritor se trasladó al poco tiempo de iniciar su relación -el vivía anteriormente en un ático en pleno centro de Madrid, muy cerca del Palacio Real-. Isabel y Mario viven con Tamara, la hija de Isabel y el recientemente fallecido marqués de Griñón, y reciben asiduas visitas del resto de la familia.
 Sin ir más lejos, durante este confinamiento se han instalado allí Ana Boyer, con su marido, Fernando Verdasco y el hijo de ambos, el pequeño Miguel, de un año.
Isabel y Mario han estado en casa durante los últimos meses, debido a las obligadas medidas de prevención frente a la pandemia, pero siguieron viajando hasta entonces por distintos rincones del mundo, una costumbre que, a buen seguro, retomarán en cuanto puedan.
 La última vez que les vimos en un viaje fue el pasado día de San Valentín, cuando disfrutaron de un largo fin de semana en Berlín, donde visitaron varios museos y asistieron a una conferencia en el Instituto de Estudios Avanzados, entidad a la que el premio Nobel estuvo vinculado en los años noventa, durante su estancia en la capiltal alemana.
 Probablemente la pareja ya tiene en mente su destino para estas vacaciones, y en breve les veremos de nuevo paseando su amor por el mundo.

18 jun 2020

Woody Allen: “La idea de que abusé de mi hija de 7 años era tan absurda que nunca hablé de ello”

El cineasta, que publica sus memorias ‘A propósito de nada’, defiende en esta entrevista con EL PAÍS su inocencia en las acusaciones de agresión sexual a su hija Dylan.

Woody Allen, en una rueda de prensa en Nueva York a finales de 2017.
Woody Allen, en una rueda de prensa en Nueva York a finales de 2017.Getty

Álex Vicente

En una de las primeras citas de Woody Allen y Mia Farrow, él la invitó a ir a despedirse del cadáver de Thelonious Monk en una funeraria de la Tercera Avenida de Manhattan. 
“Se comportó de manera cortés pero consternada, y tal vez en ese momento debería haberse dado cuenta de que estaba iniciando una relación con el soñador equivocado”, relata al comienzo de A propósito de nada (Alianza).
 Así empiezan unas memorias pensadas para revisar, a través de un sinfín de anécdotas y chascarrillos, su larga trayectoria como cómico y cineasta, aunque su motivación real podría ser defenderse, de una vez por todas, de las acusaciones de abuso sexual a su hija Dylan, que ocupan un lugar central en su relato porque también lo han conquistado, a su pesar, en su propia vida.
Después de años de silencio, Allen pasa al ataque. 
Acusa a Farrow de agredir físicamente a su esposa, Soon-Yi, y de tratarla de “retrasada”, de dormir desnuda con su hijo Satchel (hoy Ronan) hasta que cumplió los 11 años y obligarle a alargar quirúrgicamente sus piernas para poder “hacer carrera en política”, además de lavar el cerebro a sus hijos haciéndoles creer que era poco menos que un “Moloch vestido con pantalones de pana Ralph Lauren”.
 El director, que cumplirá 85 años en diciembre, resume la maniobra con una frase que Farrow habría pronunciado en un lejano 1992: 
“Tú me quitaste a mi hija, ahora yo te quitaré a la tuya”. 
Es el penúltimo episodio de un caso en el que abundan los ángulos ciegos y las dudas razonables, firmado por un cineasta al que, de un tiempo a esta parte, se le cierran algunas puertas (aunque no esté ni de lejos censurado, como él mismo insiste en aclarar).
 “Yo sabía que la verdad estaba de mi lado, pero ahora me doy cuenta de que eso no es garantía de nada”, lamenta Allen, que respondió a esta entrevista el pasado martes desde su casa en Nueva York.

Pregunta. ¿Por qué escogió un título como A propósito de nada? Para usted, ¿su vida equivale a la nada?
Respuesta. Nadie necesita mi libro. Relatar mi historia no es relevante ni importante. Tal vez pueda ser de interés para algunas personas, o tal vez no…
P. Alguna importancia tendrá, si decidió publicarlo.
R. No, no la tiene. 
La verdad es que me han pedido que escriba la historia de mi vida desde el comienzo de mi carrera. 
De repente, me encontré en casa sin nada que hacer, a la espera de empezar a trabajar en mi próximo proyecto, así que decidí escribirlo.
 Espero que la gente lo encuentre informativo y entretenido, que se diviertan leyéndolo.
P. No todo el libro es divertido.
 En realidad, es difícil de leer…
R. ¿Lo dice porque le costó entenderlo?
P. No, lo digo porque relata cosas incómodas.
R. La vida humana tiene dimensiones distintas y, claro está, no todo lo que me ha sucedido es divertido. 
En cualquier vida humana hay una parte trágica y yo no soy ninguna excepción.
P. En este libro hace algo que, durante años, evitó: alzar la voz y defenderse. ¿Por qué ahora?
R. Ante todo, quiero aclarar que no tengo la sensación de haberme defendido. 
No necesitaba ninguna defensa. Escribí la historia con objetividad. He usado citas de otras personas: los investigadores, los médicos, los jueces, los testigos.
 Nunca me incluí a mí mismo.
 Al sentir que no necesitaba una defensa, quise escribir la historia de manera objetiva y dejar que el lector llegase a sus propias conclusiones.
 No quería entrar en el “él dijo, ella dijo”. Esta no es mi versión, sino la versión del investigador, el psiquiatra y la asistenta doméstica.
 Ojalá no hubiera ocupado todo ese espacio, pero para contar mi historia al completo también debía incluir esta parte.

Al ser inocente, no sentí que debiera una explicación a nadie. Tal vez mi silencio hizo que la gente dudara.
P. Durante años, calló. ¿No cree que su silencio hizo aumentar las dudas sobre su versión?
R. Sí, puede que tenga razón, pero no me importó. 
Cuando eres inocente, esas cosas no te importan. No quise perder el tiempo pensando en eso. 
No sentí que le debiera una explicación a nadie. 
La investigación concluyó que no había hecho nada, así que me centré en mi trabajo y en mi familia.
 Pensé que era una pérdida de tiempo dar entrevistas en televisión o escribir artículos.
 Pero, para responder a su pregunta: sí, tal vez mi silencio hizo que la gente dudara, que pensara: “¿Por qué está tan callado?”.
P. De ser un ídolo, dice que ha pasado a convertirse en “un paria”, como se define en el libro, tras la irrupción del MeToo y la nueva acusación de Dylan.
R. Sí, pero yo no lo he vivido como algo difícil. Cuando todo eso sucedió, simplemente seguí trabajando.
 Estaba en todos los periódicos, pero los demás se interesaban por ello más que yo mismo. 
Era un sinsentido que alguien creyera que había hecho algo así a mi hija de 7 años, que hubiera podido abusar de ella de cualquier forma.
 La idea era tan absurda que nunca hablé de ello. 
Trabajé y seguí trabajando, y nunca me importó.

Woody Allen y Soon-Yi en el estreno de 'Cafe Society' en julio de 2016.
Woody Allen y Soon-Yi en el estreno de 'Cafe Society' en julio de 2016.Jamie McCarthy / Getty Images
P. ¿No cree que va mucho más allá? Amazon ha suspendido su acuerdo de producción y distribución, el grupo Hachette se negó a publicar su libro, las universidades dejan de estudiar sus películas y muchos actores ya no quieren trabajar con usted.
R. En teoría tiene toda la razón, porque todo eso es cierto. Pero, en la práctica, no ha tenido ningún efecto. La editorial rechazó el libro, pero 15 minutos después tenía otra que estaba dispuesta a publicarlo. Amazon me dio la espalda, pero pude rodar otra película poco después. Todo eso no me ha impedido seguir trabajando ni que la gente siguiera viendo mis películas. Es cierto que algunos actores me dijeron que no querían trabajar conmigo en Rifkin’s Festival, la película que rodé en San Sebastián [se estrenará en otoño]. Pero no pasó nada: simplemente encontré a otros. Si nadie quisiera trabajar conmigo y nadie quisiera ver mis películas, tal vez me afectaría. Pero eso no es lo que ha sucedido…
P. En los últimos años, algunas de sus declaraciones han sido interpretadas como provocaciones. Por ejemplo, cuando en 2018 dijo que el Me Too debería adoptarle como un símbolo. ¿Lo lamenta?
R. No, claro que no. Encarno todo lo que el MeToo quiere conseguir. He empleado a cientos de mujeres delante y detrás de la cámara [106 actrices en papeles protagonistas y 230 como responsables de departamentos técnicos, según precisa en el libro]. Siempre he pagado exactamente lo mismo a hombres y mujeres. En más de 50 años, ni una sola actriz o miembro de uno de mis equipos ha dicho una sola palabra negativa sobre mí. No he recibido una sola acusación de discriminación o de acoso de cualquier tipo. Si todos los hombres se hubieran comportado como yo, el movimiento ya habría alcanzado sus objetivos…
P. En su libro se manifiesta en contra de la “Policía de lo Apropiado” y hasta insinúa que vivimos un nuevo macartismo. ¿Es comparable?
R. No, la era McCarthy fue mucho peor. Entonces existía una lista negra formal, se impedía a la gente trabajar para cualquier estudio o cadena. A algunos los mandaban a la cárcel, pese a no haber hecho nada que no estuviera contemplado por sus derechos constitucionales, y otros se suicidaban saltando del tejado. Ahora no tenemos nada parecido. Hay gente que se enfada en las redes sociales, pero no es lo mismo que la era McCarthy, cuando existió algo peligrosamente parecido a una policía de Estado…
P. “Todo lo que puedo hacer es esperar que la gente entre en razón”, declaró hace unos días a The Guardian. ¿Es eso posible?
R. Nunca harán eso. Es como aquellos mitos terribles sobre los judíos, aquellas ideas delirantes que permanecieron durante cientos de años en la conciencia colectiva. No quiero compararlo, porque aquello fue horrendo y mortífero, pero una vez que manchan tu nombre, una vez que alguien te acusa de algo una y otra vez, deja de importar que seas inocente o culpable. La mancha se queda. Pero, como decía antes, todo eso no me importa. Cuando me muera, no podré preocuparme por esas cosas. Si alguien quiere pensar que soy la peor persona sobre la faz de la tierra, será irrelevante, porque ya habré sido desterrado de la existencia. Lo que piensen los demás no tiene mucha importancia. Pero, para responder a su pregunta, no creo que la gente vuelva a sus cabales sobre este caso.
P. En su libro dice que no ha dormido una sola noche sin Soon-Yi en los últimos 25 años. Ha vivido una relación de comunión total, mientras que todas las anteriores fueron muy distantes. ¿Cómo lo explica?
R. No hay más explicación que la suerte. Siempre salí con mujeres de edades parecidas a la mía, actrices y otra gente de esta profesión, casi siempre de Nueva York. Si hace años me hubieran dicho que me casaría con una mujer mucho más joven, nacida en Corea y sin ninguna relación con el show business, me habría parecido descabellado. Y, sin embargo, sucedió. La química es correcta, la cosa funciona por ilógico que parezca el motivo… Somos felices juntos y tenemos una buena vida. No es como si no nos peleáramos nunca, pero es un matrimonio fundado en un amor real.
P. “He tenido que pagar un precio muy grande por amarla”, escribe, pese a todo, en el libro.
R. Sí, pero ha merecido la pena. La gente me decía que cómo podía estar con alguien mucho más joven… Era la hija de Mia y luego terminé siendo falsamente acusado. Me ha dado una mala imagen, pero eso no significa nada para mí. Tengo una relación maravillosa con Soon-Yi y no la cambiaría por nada.





 Era solo cosa de los tabloides, que en el fondo viven de eso…

 

Traducción de Antonio Sáez Delgado.


Los escritores ante el racismo

En el décimo aniversario de su muerte, el premio Nobel de Literatura José Saramago recuerda en este texto la importancia del compromiso político de los autores frente a la injusticia social.

El escritor y premio Nobel de Literatura José Saramago, durante una intervención en la Feria del Libro de Guadalajara (México), en 2004.
El escritor y premio Nobel de Literatura José Saramago, durante una intervención en la Feria del Libro de Guadalajara (México), en 2004.

Desdichadamente, los brotes de racismo y xenofobia, cualesquiera que sean sus raíces históricas y sus causas cercanas, encuentran, por lo general, facilidades para sus operaciones de corrupción de las conciencias públicas y privadas, adormecidas, unas y otras, por egoísmos personales o de clase, disminuidas éticamente, paralizadas por el temor cobarde a parecer poco “patrióticas” o poco “creyentes”, según los casos, en comparación con la insolente propaganda racista o confesional que, poco a poco, va despertando a la bestia que duerme en nuestro interior, hasta hacerla salir a la luz.

 Nada de esto debería sorprendernos y, sin embargo, una vez más, con desconcertante ingenuidad, si no con censurable hipocresía, vamos por ahí preguntándonos como es posible que haya vuelto la plaga que creíamos extinguida para siempre, en qué mundo terrible estamos, al final, viviendo, cuando pensábamos haber progresado tanto en cultura, civilización y derechos humanos. 

Que esta civilización –y no me refiero solamente a lo que denominamos civilización occidental, sino a todas, desarrolladas o atrasadas, que están sufriendo el choque de las rápidas transformaciones de nuestro tiempo, tanto las científicas y tecnológicas como las morales y axiológicas–, que esta civilización está llegando a su fin, parece no ofrecer dudas a nadie.

 Que entre los escombros y avatares de los regímenes y sistemas –socialismos pervertidos y capitalismos perversos– empiezan a esbozarse nuevas recomposiciones de los viejos materiales, casualmente articulables entre sí, o, aunque unidos por la lógica férrea de la interdependencia económica y de la globalización informática, prosiguiendo con estrategias perfeccionadas los conflictos de siempre, todo esto parece estar, igualmente, bastante claro. 

De un modo mucho menos evidente, tal vez por pertenecer a lo que denominaré, metafóricamente, las ondulaciones del espíritu humano, creo que es posible identificar en la circulación de las ideas un impulso dirigido tendencialmente a un nuevo equilibrio, a una “reorganización” axiológica que debería suponer, junto al pleno ejercicio de los derechos humanos, una redefinición de sus deberes, hoy tan poco apreciados, pasando a situar, al lado de la carta de los derechos de los hombres, la carta imperativa e indeclinable de sus obligaciones.

 Pues bien, si no me equivoco demasiado, esta reflexión, que parece querer despuntar en medio de nuestras perplejidades, tendría que empezar por proceder a la reevaluación y crítica de algunos conceptos corrientes, aunque espléndidos y generosos, que forman parte, por contraste y en engañosa antonimia, de ese universo del vocabulario en el que reinan, efectivamente, como sombríos y terribles astros, la xenofobia y el racismo.

Nos dicen los diccionarios que “tolerancia” e “intolerancia” son conceptos extremos e incompatibles entre sí, y, definiéndolos así, nos conducen a situarnos, excluyendo otras alternativas, en uno de esos dos extremos, como si, además de ellos, no pudiese existir otro espacio, el espacio del encuentro y la solidaridad. 
De ese espacio no tenemos palabra que lo identifique, no tenemos, para llegar a él, la brújula, la carta de navegación.
 Pero, si la palabra no está en los diccionarios es solo porque no tenemos en el corazón el sentimiento que le conferiría una humanidad definitiva: parafraseando remotamente a Marx, diré que los hombres no pueden, antes del tiempo justo, crear las palabras que, sin saberlo o no queriendo todavía saberlo, estaban ya necesitando vitalmente… 
Ponderadas las situaciones, observados los comportamientos, ¿qué es la tolerancia sino una intolerancia capaz aún de vigilarse a sí misma, pero temerosa de verse denunciada ante sus propios ojos, bajo la amenaza del momento en que las nuevas circunstancias se arranquen la máscara que otras circunstancias, de signo contrario, le habían pegado a la piel, como si aparentemente fuese ya la suya? ¿Cuántas personas, hoy intolerantes, eran ayer tolerantes?
¿Qué papel podrá entonces desempeñar el escritor, ese al que parece haberle sido retirada la antigua misión, tácitamente comprendida y reconocida por la sociedad, de abrir camino a las verdades posibles? 
¿Qué dirá, qué escribirá, si cada vez se va haciendo más obvia la impotencia de la literatura, de cada obra literaria y de todas ellas juntas, para influir de modo profundo y permanente en la vida social? 
Si las sociedades no se dejan transformar por la literatura, si, por el contrario, es la literatura la que se encuentra hoy asediada por sociedades que no le piden más que las fáciles variantes de una misma anestesia de espíritu, es decir, la frivolidad y la brutalidad,

  ¿cómo podremos hacer intervenir socialmente la voz y la acción de los escritores, al menos de aquellos a los que el compromiso con la escritura, absoluto o relativo, no ha hecho perder sus obligaciones, relativas y absolutas, como ciudadanos?

Publicar artículos, hacer entrevistas, dar conferencias son tareas derivadas del acto central del escritor: escribir.
 Con independencia de la naturaleza, exigencia y singularidad de la obra a la que el escritor ha decidido consagrar su vida –o, en palabras menos solemnes, el tiempo, el talento y la paciencia–, apetece decir que debería aprovechar todas las ocasiones para glosar, ya con motivos pacíficos, el dicho de Cicerón cuando, al final de sus discursos, viniese o no a cuento, exigía la destrucción de Cartago.
 Las Cartago de hoy se llaman Intolerancia, Xenofobia, Racismo, y nunca serán vencidas si no nos empeñamos en el combate, escritores y no escritores, con los mismos ingredientes con que se hace una obra literaria, paciencia, talento y tiempo, por este orden u otro cualquiera.
Pero, entre los escritores, convoquemos sobretodo a esta lucha a la figura concreta de hombre o mujer que está por detrás de los libros, no para que nos digan cómo escribieron sus grandes o pequeñas obras (lo más seguro es que ni ellos mismos lo sepan), no para que nos eduquen y guíen con sus lecciones (que muchas veces son los primeros en no seguir), sino para que sencillamente se nos presenten todos los días como ciudadanos de este presente, aunque, como escritores, crean estar trabajando para el futuro.
 No se pide que retomemos (si no encontramos para ello en nuestro fuero interno motivos ni razones) los caminos de naturaleza sociológica, ideológica o política que, con resultados estéticos variables, llevaron a aquello que se llamó literatura comprometida, sino que tengamos la honestidad de reconocer que los escritores, en su gran mayoría, han dejado de comprometerse, y que algunas de las hábiles teorizaciones con que hoy nos entretenemos han acabado por constituirse en escapatorias intelectuales, modos más o menos brillantes de disfrazar la mala conciencia, el malestar de un grupo de personas –los escritores, precisamente–, que, después de haberse proclamado a sí mismas como faro del mundo, están añadiendo ahora a la oscuridad intrínseca del acto creador las tinieblas de la renuncia y la abdicación cívicas. 

Traducción de Antonio Sáez Delgado.