La dama que abre la puerta de la casa tiene el aspecto de una
estrella de cine retirada. Piel increíblemente tersa para alguien que
cumplirá en diciembre 83 años, y una elegancia algo bohemia. Viste falda
larga, blusa crema con plisado Fortuny, y una chaquetilla ligera negra
con pequeño dibujo geométrico. Pero Edna O’Brien (Tuamgraney, County
Clare,
Irlanda,
1930), decana de las letras irlandesas, no ha interpretado otro papel
que el de su propia vida.
La de una niña —la menor de cuatro hermanos—
nacida en una pequeña localidad rural del oeste de Irlanda, que creció
en la oprimente atmósfera del nacionalcatolicismo irlandés de los años
cuarenta.
Su casa era un hogar venido a menos, marcado por la afición al
alcohol del padre y el integrismo religioso de la madre.
O’Brien escapó muy joven de esa “cárcel” rural para estudiar Farmacia
en Dublín, donde trabajó brevemente como boticaria, hasta que conoció
al hombre que sería su marido, el escritor Ernest Gébler
. La pareja se
instaló en Londres a finales de los años cincuenta, tuvo dos hijos, y se
divorció diez años después
. O’Brien recuerda que el reconocimiento a su
obra fue tardío, y que todavía está a la espera del éxito económico
. La
acogedora casa donde vive, en el selecto barrio londinense de
Knightsbridge, un remanso de paz sin apenas tráfico, bares ni tiendas es
alquilada, y su inquilina es consciente de que su vida depende,
literalmente, de la escritura.
El libro fue un escándalo en su país, y el párroco de su aldea quemó tres ejemplares en la plaza pública
Aclimatarse a Londres no fue fácil. “Me sentía sola, pero era un
exilio voluntario
. La lengua es la misma, aunque los irlandeses la
utilizamos de una manera totalmente distinta, con otra vitalidad”, dice.
Y en todo caso, Irlanda es el material básico con el que O’Brien ha
construido sus novelas y sus celebrados relatos cortos. “Adoro Irlanda.
Me ha dado mucho, pero necesitaba estar lejos
. Si no me hubiera ido dudo
que hubiera llegado a ser escritora”, reconoce.
Y la escritura es lo
que da sentido a su vida.
“Es un trabajo masoquista, pero cuando una
consigue un párrafo, una simple frase perfecta, entonces, ¡qué
felicidad!”.
Hablamos en la planta alta, en un salón con chimenea y gran ventanal
por el que asoma de forma intermitente, el sol. Aunque su cuarto de
trabajo está en la planta baja, junto a la cocina.
Una pieza de aspecto
desordenado, dominada por una gran mesa de comedor repleta de cuartillas
manuscritas, libros, diarios, y papeles no identificables.
Un caos
aparentemente inspirador.
La escritora, que siempre tuvo una intensa vida social, se queja
ahora de la incomodidad de los viajes —“se han convertido en una
pesadilla”, dice—, aunque todavía tiene ánimos para cruzar el Atlántico
cuando la reclaman sus editores estadounidenses para impartir
conferencias o lecturas
. O cuando hay que agasajar a algún amigo.
O’Brien fue una de las invitadas de honor en la fiesta del 80º
cumpleaños de
Philip Roth,
en marzo pasado.
En el mundillo literario tiene grandes admiradores,
desde el propio Roth —“que al principio fue un crítico muy duro de mi
trabajo”— a la Nobel
Alice Munro y
John Banville.
Aunque parece especialmente orgullosa de su amistad con
Samuel Beckett, con el que coincidió en Londres y París, y cuyas fotografías decoran la cocina de la casa.
Durante la conversación, que a veces parece un monólogo, O’Brien se
declara feliz de que finalmente se haya traducido al español su primera
obra:
“Lo intentó antes mi amigo
Carlos Fuentes, pero la cosa no prosperó”. Fuentes, fallecido en mayo de 2012, ya no puede alegrarse de que
Las chicas de campo, publicada en inglés en 1960, esté por fin en las librerías españolas (editorial Errata Naturae).
La liberación de la mujer
José María Guelbenzu
Las chicas de campo se publicó en 1960 y causó un gran
escándalo en la pacata sociedad irlandesa de la época
. En ella se cuenta
la vida de una muchacha del medio rural, perteneciente a una familia
tradicional y pobre, en la que la madre está reducida a ser la esclava
del hogar y el padre se comporta como un borrachín ignorante y poseído
de su miserable poder de cabeza de familia. Caithleen, la muchacha, ama a
su madre con la inquietud típica de las personas que se sienten
desamparadas y temen perder su único asidero y teme y detesta a su
padre.
Tiene una amiga, Baba, dominante; se siente dependiente de ella y
esto la disgusta, pero no puede prescindir de ella. (“Pobre Caithleen,
eres el pelele de Baba” le dice en una ocasión el padre de su amiga, un
hombre sensible y de buenos sentimientos).
La relación de
atracción-rechazo de Caithleen con Baba, un contraste lúcido y
significativo, es uno de los muchos aciertos del libro porque su
claroscuro está lleno de delicadeza y verdad.
Cuando muere la madre de Caithleen, en un accidente, el desamparo de
la muchacha la lleva a dejarse acoger por la familia de Baba, lo cual la
separa de su casa, que su padre se ve obligado a vender por su mala
cabeza.
Toda la primera parte del libro es un retrato de la vida rural
en Irlanda en los años cincuenta y alrededor de Caithleen van
apareciendo diversos personajes, gente ignorante en general, pero
sencilla y compasiva, y también un par de hipócritas adultos que
merodean taimadamente en torno a ella.
La segunda parte relata la
estancia en un internado al que es enviada gracias a una beca y en el
que la acompaña su amiga Baba, enviada por sus padres, de mejor posición
económica.
Tanto las circunstancias y el ambiente que rodea la muerte
de la madre, de hermoso halo dramático, como la entrada y los primeros
días en el internado, están descritas con maestría y emoción, pero
siempre dentro de una serenidad de escritura que revelan a una autora
tan perspicaz como inteligente.
Porque la historia que se nos relata es
dura, pero bajo ella residen un candor y una sencillez admirables que
casan a la perfección con la adolescencia de las dos muchachas.
En la tercera parte, ambas se van a vivir a Dublín. Caithleen ha de
trabajar y estudiar. Para ella, más timorata, y su audaz amiga, el
acceso a la ciudad significa, ante todo, la libertad.
Una libertad que
utilizan de manera tan alocada como enternecedora.
La aparición de un
hombre casado, el señor Gentleman, un elegante del pueblo de ambas que
para Caithleen representa un ideal amoroso, pone una nota de esperanza
en la vida de Caithleen.
La visión de Dublín, sus salidas y paseos,
tienen el encanto del descubrimiento juvenil del mundo, la confrontación
de los sueños con una realidad personal y urbana que, por modesta que
sea, les parece deslumbrante; y es el relato de esta situación, la
finura de matices con que se presenta, la calidad de sentimientos y
sensaciones, lo que encamina la novela hacia su final, no por previsible
menos sugerente.
Hay una bella imagen de la madre de Caithleen que puede aplicarse a
ella:
“Era como un gorrión en medio de una nevada: parda, aterrada,
sola”. Pero el gorrión echa a volar y esta novela es el admirable
retrato de ese vuelo. Entre esta y su última novela,
La luz del atardecer (Espasa,
2009), hay un camino literario que va de la formidable sencillez de la
primera a una estructura compleja de la relación madre-hija
. Al final,
todas las historias de Edna O’Brien hablan de mujeres en tribulación que
son, a la vez, “espejo oscuro de los hombres”.
Las chicas de campo. Edna O’Brien. Traducción de Regina López Muñoz. Errata Naturae. Madrid, 2013. 304 páginas. 18,50 euros.
La gestación de la novela con la que inauguró su larga carrera
literaria es bastante especial. O’Brien trabajaba para una editorial
londinense leyendo manuscritos, y un buen día, cuenta, los propios
editores, que habían visto cualidades literarias en sus largos informes,
le pidieron que escribiera una novela. “Me dieron 50 libras y me las
gasté comprando cosas absurdas.
Pero me puse a la tarea. Fue como una
iluminación, como si bajara el Espíritu Santo. Escribía todas las
mañanas, siempre a mano, como he seguido haciendo después, y era algo
místico, mi mano, mi mente, mi corazón, funcionaban al unísono
. Ahora me
cuesta mucho más trabajo escribir”.
Las chicas de campo reveló al mundo una escritora joven y
atrevida, que tenía algo que contar, y lo hacía con naturalidad y una
refrescante desenvoltura.
“Es la historia de dos chicas, pero en
realidad, narra la historia de la Irlanda de esa época”, dice O’Brien.
Un país atrasado y represivo, especialmente en las zonas rurales, donde
discurre la vida de Caithleen y Baba, las dos protagonistas, desde que
son niñas hasta que, ya adolescentes, son enviadas a estudiar internas a
un convento
. Hartas del cautiverio urden un plan para salir: escribir
una nota con falsas acusaciones sexuales, sin otro objetivo que ser
expulsadas, cosa que consiguen. Caithleen logrará independizarse, al
fin, gracias a un trabajo en Dublín. Exactamente igual que la propia
O’Brien
. La historia tiene mucho de autobiográfica, y no es extraño que
su autora, que ha publicado desde entonces 30 libros, haya decidido
titular sus memorias, que se editaron en inglés el año pasado,
La chica de campo, en singular.
Pero si Caithleen es una clara encarnación de O’Brien, ¿quién es
Baba, la amiga-enemiga que la hostiga y la acompaña? “Baba es como mi
alter ego.
Yo era obediente, amable, me desvivía por hacer lo que me ordenaban. Me
castigaba por decir palabras como eyaculación, pero había otro lado en
mí, un lado más rebelde, perverso
. Baba es mi yo secreto. Me recuerda un
poco a ese personaje de un libro español que adoro,
La Celestina”.
El libro fue un escándalo en su país, y el párroco de su aldea quemó
tres ejemplares en la plaza pública. O’Brien se enfrentó a una
persecución en toda regla, señalada por todos sus paisanos como enemiga
de Irlanda y una escritora escandalosa.
“En Irlanda había una censura
terrible, todo era malo. Los católicos irlandeses han sido tremendos
.
Peores que los italianos, españoles o portugueses. El catolicismo lo
impregnaba todo, y lo censuraba todo”. No parece que la España de los
años cuarenta fuera mucho más liberal, pero O’Brien está convencida de
que el clima soleado aporta un poco más de liberalidad.
“En la Irlanda de entonces, todo era pecado. Había una vigilancia
constante
. El cuerpo era para ellos, y eso incluye a mi madre, una
ocasión de pecado”. Su madre, que antes de casarse había trabajado como
empleada doméstica de una rica familia en Nueva York, consideraba la
escritura como un camino de perdición.
Aún así, O’Brien está convencida
de haber heredado de ella sus dotes literarias.
“Era una escritora oral
nata”, dice.
Una mujer de carácter fuerte, devota católica y autoritaria que sabía
contar historias, y que dejó en su hija menor una huella profunda. “La
influencia de los padres es enorme, aunque se esté en desacuerdo con
ellos”.
Las chicas de campo se convirtió en la primera entrega de una trilogía completada en los años ochenta, con
The lonely girl y
Girls in their married bliss (que pronto serán publicadas en español por Errata Naturae).
“The lonely girl
causó un furor peor”, recuerda la escritora, que se vio solicitada
pronto por los productores de Hollywood. O’Brien, autora de una obra
dramática sobre
Virginia Woolf,
escribió guiones y colaboró en la adaptación a la pantalla de alguna de
sus obras.
Eso le permitió tratar a estrellas como Robert Mitchum o
Marlon Brando, a Claire Bloom y a través de ella al propio Philip Roth.
Pese a la libertad que encontró en Londres, el país y sus críticos
literarios tampoco la acogieron con los brazos abiertos. “Los británicos
han sido duros conmigo”, se queja
. Quizás no tanto por sus relatos
iniciales como por algunas tomas de postura, como la que puso de
manifiesto en el perfil de
Gerry Adams que escribió en los noventa para
The New York Times, cuando se anunciaba ya la paz en Irlanda del Norte
. Tampoco fue bien recibida su novela
House of splendid isolation.
“Escribí este libro porque quería que la gente en Irlanda, en
Inglaterra y en Estados Unidos se diera cuenta de que no era solo el IRA
el enemigo, sino que en esa guerra había cuatro grupos paramilitares
protestantes y estaba el ejército británico además”.
O’Brien, que escapó en su juventud de los rigores del catolicismo,
sigue en desacuerdo con la Iglesia católica. “Hay muchas cosas,
encíclicas, y enseñanzas, que no me gustan, pero es que el Vaticano
tiene que ver más con el poder político, con el adoctrinamiento, que con
la religión”. Lo cual no impide que siga siendo una creyente atípica.
“A veces voy a misa.
Me gusta la música en la Iglesia como a Joyce”,
dice.
Y nunca ha perdido la costumbre de rezar. “Rezar es bueno. Al
menos no estás maldiciendo a nadie, ni odiando a nadie, ni ofendiendo a
nadie. En el rezo hay sinceridad”.